CAPÍTULO XII

Al cabo de poco rato, un cortejo de mujeres empezó a desfilar ante la tienda de Fara. Thorn no tardó en descubrir que era el centro de atención de un grupo curioso y afable que se dedicaba a beber el brebaje de salvia preparado por Eken. Thorn aún era lo bastante joven para sentirse a gusto entre mujeres y niños, de modo que bebió la infusión y respondió a sus preguntas de buen grado, y todo el rato su vista pasaba de una cara a otra, tratando de relacionar a las personas con los nombres e historias que Fara y Eken le habían mencionado antes.

Habría reconocido a Beki como la hermana de Kenje en cualquier sitio, pensó, al ver los soñolientos ojos azules y la nariz respingona de la muchacha. Al lado de Beki se sentaba una mujer llamada Yeba, cuyo rostro, antaño bello, estaba desfigurado por una espantosa cicatriz. Más tarde, Eken reveló la historia de aquella cicatriz, el marido de Yeba la había descubierto en flagrante adulterio, y como castigo le habían cortado la punta de la nariz y había sido expulsada de la tribu de la Ardilla.

También le presentaron a dos mujeres del Pueblo del Alba, una de las tribus que habitaban en la llanura situada en la parte matutina de las Altas. Thorn nunca había conocido a una mujer que no perteneciera al Clan, y las examinó con franca curiosidad.

Tanto Berta como Tora tenían lustroso cabello castaño oscuro, recogido en una trenza que caía hasta su cintura. Sus ojos eran grandes y de color pardo; la nariz y los pómulos, anchos; y la tez, olivácea. Eran hermanas, descubrió Thorn después, que habían abandonado su tribu cuando su hermano había sido expulsado por la curandera, acusado de estar poseído por un espíritu maligno. Las muchachas se habían negado a abandonar a su hermano menor y le habían conducido a las montañas, en un valiente intento de entrar en contacto con los espíritus que le curarían de sus sudores enfermizos, que tanto habían aterrorizado a la tribu. Allí las había descubierto Heno, uno de los hombres de Ronan, y las había ayudado a cuidar del muchacho. Cuando Mait se recuperó, los tres hermanos habían seguido a Heno hasta el valle del Lobo. Las dos chicas estaban casadas y ambas se habían acercado al hogar de Fara con niños pequeños colgados a la espalda.

Todas las mujeres demostraron una educada curiosidad por los motivos que habían llevado a Thorn hasta la tribu del Lobo. El muchacho contó su relato, consciente de la presencia de Beki, la hermana de Kenje, sentada a su lado.

—Estoy convencido de que Kenje no corre ningún peligro —dijo cuando terminó, volviéndose hacia ella. Le contó la historia de los retratos de Ronan.

—Ronan debía de estar loco para dejar que le dibujaras —afirmó Fara—. ¿En qué estaría pensando?

Antes de que Thorn contestara, Berta intervino:

—Ronan fue educado en el Camino de la Madre y nosotros no creemos en imágenes pintadas, como vosotros los seguidores del Dios del Cielo. —Berta hablaba el idioma del Clan, pero con un acento que delataba su origen extranjero.

A continuación Beki habló con cierta amargura:

—Veo que mi padre no ha cambiado. ¿Dices que consiguió una fuerte compensación de tu jefe?

—Sí —admitió Thorn—. Perdimos todos los beneficios de nuestro comercio. Haras se puso furioso conmigo.

—Mi padre siempre ha procurado extraer algún provecho de sus hijos —dijo Beki con mayor amargura.

—Los padres no sienten por sus hijos lo mismo que las madres —dijo Berta. Su hijo había empezado a llorar y decidió bajarlo de su espalda—. Nunca deja de asombrarme que las mujeres del Clan hayan permitido a los hombres usurpar sus derechos maternos.

Todos miraron a Berta mientras aflojaba las correas de cuero que sujetaban al bebé.

—Entre nosotros siempre ha sido así —dijo por fin Beki.

Berta desató la última correa y sostuvo al lloroso bebé en sus brazos.

—¿Permitirás que Kasar tome todas las decisiones sobre lo que es bueno y lo que es malo para el niño que llevas en tu seno? —preguntó a Beki.

Beki se llevó la mano instintivamente a su estómago hinchado.

—No.

Berta abrió su camisa y acercó el bebé a su pecho. Los llantos cesaron de inmediato.

—Si Tabara hubiera pertenecido al Pueblo del Alba, jamás habría permitido que le arrebataran sus hijos —dijo Berta—. Es terrible hacerle eso a una mujer, mucho peor que lo sufrido por Yeba.

—Exacto —admitió Tora, la hermana de Berta.

Thorn no recordaba que le hubieran presentado a una mujer llamada Tabara y, a juzgar por el comportamiento de las demás, era evidente que no se encontraba presente.

Eken rompió el repentino y sombrío silencio.

—Tabara fue descubierta cometiendo adulterio. Para nosotros los del Clan es un asunto muy serio. Ataca al mismísimo corazón de la familia, Berta. No puede tomarse a la ligera.

El bebé de Berta hipó ruidosamente y todas las mujeres sonrieron.

—La familia se compone de la mujer y sus hijos —dijo Berta y palmeó con suavidad la espalda del niño. Miró a Thorn, el único representante del sexo masculino—. El varón no es importante.

Thorn contempló aquellos ojos castaños desafiantes. Las mujeres guardaron silencio, a la espera de que respondiera.

—No es cierto que el hombre carezca de importancia en la familia —dijo—. Mi padre era muy importante para mí. Fue quien me lo enseñó todo para ser un hombre. ¿Cómo no va a ser importante?

—Cualquier hombre sabe enseñar eso a su hijo —dijo Berta, desdeñosa.

—Exacto —corroboró su hermana—. En nuestra tribu esas enseñanzas las imparte el hermano de la madre. El padre no es necesario.

Thorn las miró con asombro. ¡Así pensaban las mujeres que seguían a la Diosa! Thorn se alegró de haber nacido en una tribu que comprendía la importancia de los hombres.

—¿Vuestra tribu la dirige una Señora, como la tribu del Ciervo Rojo? —preguntó Thorn.

Berta sacudió la cabeza.

—El Pueblo del Alba está dirigido por un jefe. Una mujer ya tiene bastantes responsabilidades en casa como para asumir responsabilidades sobre los que no pertenecen a su familia. No obstante, las matriarcas de cada familia se sientan en el consejo del jefe y aportan su opinión.

Thorn pensó en su tímida y bondadosa madre, a quien jamás se le ocurriría contradecir una palabra salida de los labios de su padre. Meneó la cabeza, estupefacto.

Se hizo el silencio mientras Eken volvía a llenar las tazas de té. Una muchacha muy bonita llamada Yoli preguntó a Thorn:

—Cuando estuviste en la Reunión de Primavera, ¿oíste algo acerca de una tribu de saqueadores procedentes del norte que montan a lomos de caballo?

—Sí —dijo Thorn, contento de cambiar de tema. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres tan enérgicas como Berta y Tora—. Mi jefe, Haras, nos habló de ello. Al parecer, las tribus del norte lo mencionaron por toda la reunión. A los hombres del Búfalo les costó creerlo.

—Ronan se lo tomó lo bastante en serio como para enviar a Bror y Lemo al norte, para hacer averiguaciones —dijo Fara.

—¿De veras? —preguntó Thorn, perplejo—. No lo entiendo. Aunque la historia sea cierta, esa tribu procede de la Tierra Donde el Suelo Siempre Permanece Helado. Son ajenos a nosotros.

—Eso dice mi marido —intervino Yeba—. Dijo a Ronan que era una pérdida de tiempo enviar dos hombres a tal aventura.

—¡Ronan sabe lo que hace!

Eken traspaso con la mirada a Yeba, que paseo sus ojos por el círculo.

—Ya —dijo con deliberada placidez—. Todas sabemos lo que piensas de Ronan, Eken.

Varias mujeres rieron y Eken se ruborizó. Berta se levantó.

—Se acerca la hora de la cena —anunció—. Los hombres regresarán pronto de cazar. Es hora de encender el fuego para cocinar.

—Sí, sí.

—Tienes razón.

Las mujeres se levantaron y regresaron a sus chozas. Thorn miró perplejo hacia los rebaños que apacentaban tranquilamente y se preguntó dónde habrían ido los hombres. No daba la impresión de que estuvieran cazando en el valle.

Las mujeres del Lobo eran de armas tomar, pensó Thorn mientras regresaba hacia la tienda de Fara. La conversación de aquella tarde no encajaba con el tipo de charlas sobre niños que solía oír en su casa, cuando iban las amigas de su madre.

Los hombres no habían cazado en el valle. Media hora después de que se hubieran encendido las hogueras para preparar la cena, un numeroso grupo regresó por el estrecho paso, cargado con tres renos muertos. Thorn se acercó a los mataderos, donde los hombres se ocupaban de desollar y descuartizar los cadáveres.

Crim le presentó a los hombres que aún no conocía. Ante la sorpresa de Thorn, casi la mitad de los hombres exhibía la larga trenza que distinguía a los seguidores de la Diosa. Sin embargo, no pertenecían a la tribu del Ciervo Rojo, dedujo Thorn por su acento.

Mait, el hermano de Berta y Tora, sonrió a Ronan cuando Crim les presentó.

—Me alegro de verte —dijo—. ¡Por fin tendré un compañero de mi edad!

Thorn le devolvió la sonrisa. Mait se parecía mucho a sus hermanas; tenía la misma trenza larga y lustrosa, los mismos ojos castaños grandes, la misma nariz aplastada y los mismos anchos pómulos.

—Hemos de conseguir que Ronan os ceda una choza para vosotros —dijo Crim—. Será nuestra cabaña de iniciados.

Los ojos de Mait centellearon.

—Esta misma noche se lo pediré a Ronan.

—¿Dónde está Ronan? —preguntó Thorn, y miró hacia el paso.

—En la parte alta del valle, Supongo —contestó Crim. Forzó la vista—. Sí. Ahí viene.

Thorn siguió la mirada de Crim y distinguió a lo lejos lo que parecía un hombre y un perro que caminaban juntos a través de la hierba, alta hasta el muslo, que crecía cerca de la pared del valle.

—¿Es Nigak el que le acompaña? —preguntó.

—Sí.

Thorn observó que el hombre no cargaba nada.

—No parece que la caza les haya ido muy bien.

—No han ido a cazar —dijo Crim, impasible. Apoyó una mano sobre el brazo de Thorn—. Vámonos, jovencito. Si vas a unirte a la tribu del Lobo, tendrás que trabajar para ganarte el sustento. Me ayudarás a terminar de descuartizar los cuartos traseros de este reno.

Thorn dirigió una breve sonrisa a Mait y se fue.

Thorn cenó con la familia de Crim, pero había poco espacio para dormir en la choza, que no sólo alojaba a su mujer y a su cuñada, sino también a las gemelas. Aquella noche, Thorn durmió en el espacio que había dejado libre Bror en una choza que también alojaba a Dai y Okal, Los dos jóvenes tenían un puñado de años más que Ronan, y habrían sido nirum, o cazadores de pleno derecho, en sus respectivas tribus. Thorn les trató con respeto y tuvo la sensatez de no hacerles demasiadas preguntas.

—¿Cuánto hace que se marchó Bror? —preguntó mientras extendía sus pieles de dormir.

—Casi una luna —contestó Dai, que estaba alisando sus pieles—. Creo que aún tardará otra luna en volver.

—Sí —dijo Okal. Ya se había acostado y tenía los brazos cruzados detrás de la cabeza—. Mait y tú dispondréis de mucho tiempo para construiros una choza.

—¿Dónde duerme Mait ahora? —preguntó Thorn.

—Duerme con los demás hombres solteros de la Diosa.

Thorn tomó nota de aquella segregación religiosa.

—¿Es… difícil… en ocasiones vivir en armonía con gente de caminos diferentes? —osó preguntar.

—A veces —admitió Dai—. Lo más problemático son los tabúes. Pero Ronan siempre ha conseguido suavizar las tensiones.

—De momento —dijo Okal.

Dai se enfundó en sus pieles de dormir.

—¿Aún no estás listo? —preguntó a Thorn, impaciente.

—Sí.

Se deslizó bajo su túnica de búfalo y Dai apagó de un soplido la lámpara que iluminaba la tienda. Al cabo de poco rato, la respiración de los dos hombres reveló a Ronan que se habían dormido, pero él continuaba despierto. Su cuerpo estaba cansado, pero su mente se mantenía inquieta y activa, y repasaba una y otra vez todo cuanto había escuchado aquel día.

¡Deseaba hacer tantas preguntas! ¿Por qué los hombres iban a cazar fuera de aquel valle repleto de animales? ¿Qué terribles hechos habían motivado la expulsión de su tribu de los demás hombres? ¿Existían discordias en la tribu entre seguidores del Dios del Cielo y de la Diosa? Y por fin, ¿qué hacía solo Ronan en la parte alta del valle?

La noche pasó. Thorn seguía despierto, cuando oyó un ruido en el exterior. Se deslizó con sigilo fuera de sus pieles de dormir, gateó hasta la puerta y miró fuera. La luz de la luna era lo bastante brillante para que se distinguiera la silueta de un hombre que se alejaba de la zona de las cabañas en dirección al refugio de piedra donde dormían los escasos perros de la tribu. Thorn reconoció de inmediato los andares de Ronan.

Thorn dejó caer en silencio la cortina y volvió a sus pieles de dormir. Cerró los ojos y, por fin, se durmió.

A la mañana siguiente, Thorn se enteró de que Alas, la perra aportada a la tribu por Yoli y fecundada por Nigak, había parido cachorros. Todo el mundo estaba encantado con la sana y activa camada. Ronan envió a los chicos a la parte alta del valle, y dio instrucciones a Mait de que enseñara los alrededores a Thorn. La perspectiva de un día de fiesta entusiasmó a Mait, así como asumir el papel de líder, algo que, como miembro más joven de la tribu salvo los bebés, pocas veces lograba.

Thorn fortaleció su sensación de importancia acosándole a preguntas.

—¿Dónde van a cazar los hombres de la tribu?

—En esta época del año, los primeros rebaños de renos ya han llegado a los prados menos elevados de las Altas. Ahí van los cazadores. Ya viste ayer que llegaron con tres piezas estupendas.

—Lo vi —admitió Thorn—. ¿Queríais renos, en concreto? N o he visto renos en el valle.

—Muy pocas veces cazamos en el valle —contestó Mait.

Thorn le miró.

—¿Por qué?

—Es la norma de Ronan. —Mait sonrió al ver la expresión de Thorn—. Ronan dice que no podemos permitirnos el lujo de ahuyentar a los animales que viven aquí. Dice que si los cazamos aprenderán a temernos y se irán. Es mejor cazar fuera del valle y conservar la amistad de los animales de aquí.

—¿Nunca cazáis en el valle?

Los muchachos se habían detenido junto al río, y los ojos de Thorn se fijaron en una yegua y su potrillo que bebían a unos pasos. La yegua era casi blanca y el potrillo, castaño oscuro.

—Cazamos caballos en otoño —explicó Mait, que también miraba a la yegua y su potrillo—. Encerramos los caballos en un corral y matamos a los que no tienen aspecto de poder sobrevivir al invierno. De esa forma tenemos comida para el invierno y, como no volvemos a molestarlos, los demás caballos pronto olvidan su miedo. Hacemos lo mismo con el resto de animales del valle: matamos los viejos, enfermos y heridos, y dejamos a los sanos.

—¿Y los caballos que vi al otro lado del risco? —preguntó Thorn—. ¿De dónde vienen? No pasarán el invierno al raso, ¿verdad?

—Oh, son los machos jóvenes que Impero expulsó del rebaño —explicó Mait.

—¿Impero?

Impero es el nombre que Ronan dio al semental del rebaño. Ahí lo tienes.

Thorn contempló el magnífico semental blanco que paseaba entre las yeguas que pastaban no lejos del río. A pesar de la distancia, Thorn distinguió su cuello grueso y musculoso. Los caballos del valle eran diferentes de los que Thorn solía ver dibujados en ras paredes de las cuevas. Estos caballos tenían cabezas largas y arqueadas, así como crines y colas largas y sueltas. Y casi todos eran de color gris.

Impero permite que los potrillos se queden en el valle —prosiguió Mait—, pero expulsa a los que tienen dos años. El grupo que viste eran los que ahuyentó esta primavera, cuando las yeguas empezaron a parir. Irán bajando a medida que el tiempo empeore, y al llegar el invierno ya habrán abandonado las Altas, para quedarse en la llanura.

—¿Por qué la tribu del Lobo no va también en invierno a la llanura? En el valle ha de ser más duro.

—Somos una tribu demasiado pequeña para establecer nuestros territorios de caza en la llanura. Allí viven muchas tribus y no seríamos bienvenidos. Antes de poder establecer un terreno de caza en la llanura tendremos que crecer y fortalecemos.

La mañana avanzaba lentamente, mientras los muchachos trepaban valle arriba. A mediodía se sintieron hambrientos y subieron a una plataforma rocosa, donde se sentaron con los pies colgando. Contemplaron un pequeño rebaño de ovejas y devoraron la comida que Fara y Berta les habían preparado.

—¿Todos los hombres del Lobo han sido expulsados de sus tribus? —preguntó Thorn cuando terminaron de comer. Había levantado una pierna a modo de apoyo y, distraído, cogió una pequeña piedra plana y empezó a dibujar en su superficie con un guijarro afilado.

—Sí —dijo Mait.

—En la reunión, uno de vuestros hombres dijo que Ronan os había llamado violadores y asesinos.

Thorn forzó la vista para mirar las ovejas.

—Lo dijo cuando Heno se opuso a que los gemelos sobrevivieran —respondió Mait, y sonrió al recordar la escena.

—Heno es el grandote, ¿no? —preguntó Thorn—. El de los ojos azul pálido.

—Sí.

—¿De qué tribu procede?

—De la tribu del Zorro, que habita junto al río Dorado. Sé que debería caerme mejor —confesó Mait—. Está casado con mi hermana y, de no ser por él, yo habría muerto. Fue quien nos trajo al valle. Pero… no me gusta. Siempre se está quejando; los gemelos son sólo un ejemplo.

—¿Por qué le expulsó la tribu del Zorro?

—Le culparon de la muerte del hijo del jefe. La tribu del Zorro tiene un tabú muy estricto, que prohíbe a los cazadores mantener relaciones sexuales durante las tres noches anteriores a la gran cacería. Heno yació con su mujer la noche antes de ir a cazar, y al día siguiente un búfalo mató al hijo del jefe. Alguien había oído a Heno y su mujer, y le acusaron de quebrantar el tabú. El jefe le expulsó de la tribu.

—Ah… Nosotros también tenemos un tabú semejante, pero los hombres del Búfalo son lo bastante prudentes para observarlo.

—El Pueblo del Alba no tiene ese tabú. —Mait se encogió de hombros—. Nuestras cacerías nunca se han resentido.

Se inclinó hacia adelante para ver qué estaba mirando Thorn. Éste tendió la piedra a Mait y paseó la vista por el paisaje.

La manada de caballos se había alejado del río y apacentaba en el extremo sur del valle. Casi directamente bajo los pies de Thorn había un pequeño rebaño de ovejas y corderos. Los corderos estaban tendidos al sol y sus madres pastaban. Mientras Thorn miraba, un cordero sintió necesidad de mamar. Se levantó de un brinco y corrió hacia las ovejas, balando frenéticamente. Al instante, todos los demás corderos decidieron que también querían mamar. La pacífica escena sufrió una transformación total, los becerros balaban y buscaban a sus madres, las madres balaban y buscaban a sus becerros. Cuando los corderos encontraban a sus madres, doblaban los patas delanteras y empezaban a mamar ansiosamente. Por fin, se hizo el silencio.

Los muchachos rieron.

—Nunca imaginé lo divertido que podían ser los animales hasta que llegué aquí —dijo Mait—. Compartir el valle con ellos cambia tus sentimientos.

—Poder estar cerca de ellos durante tanto rato es una oportunidad maravillosa para un artista —comentó Thorn.

Recuperó la piedra dibujada que había dado a Mait.

—No había artistas en mi tribu —dijo Mait—. ¿Te importa que te observe?

Thorn meneó la cabeza y reanudó su dibujo.

—Mira —dijo Mait en voz baja—, ahí está Ronan.

Los dos muchachos contemplaron en silencio a Ronan, que bajaba al valle seguido de Nigak.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Thorn.

—Ha estado observando los caballos.

Thorn guardó silencio unos momentos, estupefacto.

—¿Observando los caballos? ¿Por qué? Ronan no es un artista.

—Empezó a hacerlo justo después de que los hombres volvieran de la reunión con las noticias sobre la tribu del norte.

Thorn respiró hondo.

—¿La tribu que monta caballos?

—Sí. La tribu que monta caballos.

—¿No estará pensando…?

Thorn no concluyó la frase, de ridícula que le parecía.

—Sí —dijo Mait—. Yo creo que sí.