CAPÍTULO XXVI

—¡Los Domadores de Caballos se acercan!

La noticia se propagó entre los hombres de la federación como un reguero de pólvora. Dai y Tyr habían llegado al galope poco antes, llamando a gritos a Ronan. La noticia circuló rápidamente por el campamento. El enemigo volvía a ponerse en camino.

Ronan se puso al instante en acción. Durante las últimas semanas había meditado la mejor forma de enfrentarse a los Domadores de Caballos, y su intención era atraerles río Volp abajo.

Había hablado con Arika al respecto, porque el Volp era el río que atravesaba la caverna sagrada de la tribu del Ciervo Rojo.

—Quiero tenderles una emboscada en la garganta que está a una mañana de camino al norte de la cueva, Señora —explicó—. Los hombres del Ciervo Rojo suelen cazar renos allí, y es el lugar ideal para atrapar a un número elevado de hombres y caballos.

Arika guardó silencio, mientras recreaba en su mente la oscura, casi siniestra garganta horadada por el Volp a su paso por las montañas situadas al norte de la caverna sagrada.

—Sí —dijo por fin—. Es un buen lugar para disponer una emboscada.

—No pasarán, Señora —prometió Ronan—. Impediré que salgan de la garganta. La caverna sagrada no correrá peligro.

Arika le miró.

—¿Qué crees que harán cuando se den cuenta de que estamos decididos a detenerles? —preguntó.

—Lo primero que harán será marcharse a otro territorio. Es imposible cruzar la garganta, y su líder es demasiado listo para no comprenderlo. Regresarán al río Dorado, pero confío en mermar su número.

Arika asintió.

—Y una victoria podría impulsar a las tribus del Zorro y el Oso a engrosar nuestras fuerzas.

—Eso espero —gruñó Ronan—. Son idiotas si piensan que habitan demasiado al sur del río Dorado para que los Domadores de Caballos les encuentren. —Dirigió a Arika una mirada de auténtico desconcierto—. No les entiendo. ¿Cómo es posible que no quieran luchar?

Arika se levantó.

—Carecen de la energía de la Madre, al contrario de nosotros —dijo—. Ésa es la causa de su temor.

Se alejó, mientras su hijo la contemplaba con mirada sombría y tensa.

Ronan sabía que los Domadores de Caballos no seguirían el curso del Volp por voluntad propia. En sus anteriores expediciones de exploración, los Domadores de Caballos habían desdeñado el pequeño río y seguido río Dorado abajo. Ronan debía proporcionar a los invasores un motivo para internarse por un sendero desconocido, y pensaba conseguirlo mediante el expediente de robar sus caballos.

Con este propósito, Ronan había elegido tres puñados de jinetes de la tribu del Lobo.

—No quiero que se produzca enfrentamiento —repitió al grupo la noche antes de abandonar la Gran Caverna—. Irrumpiremos al galope en mitad de su manada y provocaremos una estampida. Llevaremos correas de cuero y trataremos de robarles algunos caballos cuando regresemos Volp arriba, pero no quiero que nadie corra el riesgo de ser capturado. —Sus ojos escudriñaron a Thorn, Mait y Kasar—. ¿Comprendido?

Todos los jóvenes asintieron.

—¿Beki? ¿Yoli? ¿Habéis comprendido?

—Sí, Ronan —contestaron dos voces femeninas—. Hemos comprendido.

—Si logramos nuestro objetivo y dispersamos sus caballos, no podrán salir en nuestra persecución. Primero tendrán que recuperar sus caballos. Nos quedará suficiente tiempo para regresar a la garganta y preparar la emboscada.

—Creo que no será difícil —dijo Beki, y volvió su nariz respingona hacia Kasar, su marido. Sonrió—. No tienen ni idea de que nosotros también montamos a caballo.

—Yo pienso lo mismo —contestó Ronan—. Cuando lo descubran, creo que su mayor interés residirá en seguirnos. Y nosotros les sorprenderemos en la garganta.

—El principal problema es que sus caballos son yeguas, y los nuestros sementales —advirtió Nel.

—Ya hemos construido un gran corral para albergar todas las yeguas que podamos capturar, tal como tú indicaste, Nel —señaló Dai.

—Lo sé, pero no será tan sencillo controlar vuestros caballos en mitad de una manada de yeguas. Sólo os digo que lo tengáis en cuenta.

Todos asintieron con solemnidad.

—Para esta misión he elegido a los mejores jinetes —dijo Ronan—, porque los mejores jinetes también cuentan con los caballos más obedientes. Si alguien cree que será incapaz de controlar a su semental en esas circunstancias, que lo diga ahora.

Silencio.

—Bien —concluyó Ronan—. Partiremos mañana al amanecer.

Aquella noche los Domadores de Caballos acamparon cerca del punto donde un pequeño afluente se desgajaba del río principal que seguían. Los hombres condujeron la manada hacia un prado próximo; las mujeres montaron las tiendas y encendieron las hogueras para cocinar. Sólo se quedarían uno o dos días en aquel lugar, pensó Fenris, para que los hombres cazaran un poco. Después, la tribu continuaría río Dorado abajo, hacia el poblado que sus exploradores habían descubierto a principios de año.

En las orillas del río Dorado habitaban tribus ricas, según habían informado los exploradores. Las cuevas y chozas eran cómodas, los territorios de caza abundaban en ciervos, y había mucho pasto para los caballos.

Fenris sabía que sus hombres se estaban hartando. No habían combatido desde el verano y su sangre bullía. Empezaban a luchar entre sí; había llegado el momento de que sus lanzas se tiñeran de rojo con la sangre de sus enemigos.

El viento soplaba desde el río. Fenris hundió los hombros para protegerse del frío mientras caminaba lentamente hacia su tienda.

Echaba de menos a Siguna. Hasta que ya no pudo hacerlo, no había tenido en cuenta cuán asiduamente sus ojos se habían posado en su cabeza plateada. Era tan valiente, pensó. Y tan alocada. Una chica obstinada en ser igual a los hombres. Por su culpa. Lo había pensado más de una vez. Era culpa suya por haberla mimado, por haber permitido que montara a caballo, por darle algo de la libertad que ella tanto anhelaba. Si la hubiera obligado a vivir como debía, ahora seguiría con vida. Fenris se arrepentía de muy pocas cosas, pero sí de no haber protegido bien a su hija.

Apartó la cortina de la tienda y entró. Se hizo el silencio hasta que Fenris levantó la mano. Sus hijos reanudaron sus bramidos; las mujeres, sus gruñidos; y los anda, sus fanfarroneos. Nada había cambiado, se dijo. Era tonto entristecerse de aquella manera.

Llegaron al alba del día siguiente. El relincho de un semental rompió el silencio del campamento y Fenris se irguió en sus pieles de dormir.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz ahogada Kara, que una, vez más compartía su lecho.

—Un semental se ha mezclado con las yeguas. —Ya estaba de pie, calzándose las botas. Oyó el ruido de los hombres que corrían—. Arrancaré el corazón a los hombres que montaban guardia —dijo entre dientes, mientras se precipitaba hacia la puerta.

El aire estaba frío y olía al miedo de los caballos.

—¡Padre! —Se volvió y vio que su segundo hijo mayor corría hacia él—. ¡Jinetes, padre! ¡Están dispersando a las yeguas!

—¡En nombre del Fulminador!

Fenris corrió hacia el corral de sus caballos. Su semental, el único semental de la tribu, había enloquecido.

Oyó un retumbar de cascos a su espalda. Fenris se volvió y vio un grupo de unos quince caballos que se abalanzaban sobre él. En medio, un hombre de cabello negro montado en un semental gris silbaba, gritaba y agitaba una correa de cuero. El semental, con las orejas echadas hacia atrás, propinaba dentelladas a las yeguas.

Fenris contempló estupefacto al hombre montado en el semental. ¡El muy bastardo galopaba tan bien como él! Cuando los caballos estaban a punto de arrollarle, Fenris se lanzó bajo la valla del corral para esquivar la estampida. Las yeguas pasaron a su lado como una exhalación, y Fenris se llevó una nueva sorpresa cuando vio a otro jinete en la retaguardia, a lomos de un semental de patas blancas, ocupado en impedir que ninguna yegua se rezagara. ¡Ese jinete era una chica!

—En nombre del Fulminador —repitió Fenris.

El semental de Fenris, llamado Trueno, llamaba a sus yeguas con desesperados relinchos. Las yeguas del corral corrían a su alrededor, con la intención de apartarse de su camino. Fenris salió del corral para evitar que lo pisotearan. Pasaría un buen rato antes de que pudiera recuperar y cabestrar a aquellos caballos, pensó enfurecido.

Un grupo de hombres corrió hacia él, encabezados por Surtur.

—¿Alguno de nuestros hombres está montado? —gritó Fenris.

Surtur llegó a su lado.

—Vili estaba cepillando a su yegua y consiguió sujetarla. Ha ido tras ellos para ver a dónde van.

Fenris frunció el ceño.

—¿Quién vigilaba el rebaño?

—Aparecieron tan repentinamente, Fenris, que no pudimos hacer nada —dijo otro hombre—. No fue culpa de los guardias.

—No vigilaban bien si se dejaron sorprender —replicó Fenris—. ¿Quiénes eran?

Surtur le dio los nombres.

—¿Los intrusos han dispersado todos los caballos? —preguntó Fenris a continuación.

—Sí, pero muchos continúan en las cercanías.

—Tendremos que ir por ellos —dijo Fenris con semblante sombrío—. Los hombres tendrán que salir a pie.

—Sí, kain.

—Cuando Vili regrese, que venga a verme.

Fenris se encaminó hacia su tienda, presa de la irritación.

—Subieron por el río pequeño, padre —dijo Vili una hora más tarde, después de volver al campamento y buscar al kain para informarle—. Estaban divididos en pequeños grupos, y se llevaron unos seis puñados de nuestros caballos.

Fenris, montado en una yegua, contaba los caballos a medida que los iban trayendo. Miró a su hijo, enarcó sus espesas cejas doradas; sus ojos eran tan grises como el mar del norte de donde procedía su pueblo.

—Subieron por el río pequeño —repitió.

Vili asintió.

—Les seguí un rato para asegurarme.

Fenris se acarició la barbilla, algo que solía hacer cuando estaba muy preocupado.

—En el nombre del Fulminador, ¿de dónde viene esta gente? Nuestros exploradores no mencionaron ninguna tribu que montara a caballo.

Vili, que carecía de respuesta, se mordió la lengua.

—¿Viste señales de algún campamento?

—No, padre. Había muchas cuevas en las laderas, pero no vi nada. Tampoco les seguí mucho rato. Pensé que lo mejor era volver para informarte.

Fenris asintió.

—Has hecho bien. Has hecho muy bien, hijo mío. —Apoyó una mano en el hombro de Vili—. Eres el único hombre que retuvo a su caballo. Estoy orgulloso de ti.

El claro rostro de Vili, una versión más joven y menos hermosa del de su padre, se iluminó de orgullo.

—¿Qué vas a hacer, padre? —se atrevió a preguntar.

—Perseguirles —replicó Fenris—. Nadie que robe mis caballos puede seguir con vida.

El júbilo se desató en el campamento de la federación cuando Ronan y los suyos llegaron precedidos por un ruidoso grupo de yeguas y potrillos. Crim abrió la puerta del corral y los jinetes azuzaron a las perplejas y aterrorizadas bestias para que entraran en el corral que la tribu había construido.

Tras cierta resistencia, las yeguas quedaron dentro y los sementales fuera. Los jinetes desmontaron.

—¡Vaya! —exclamó Thorn. Se pasó una mano por la sucia y sudada frente—. Creo que no olvidaré jamás esta cabalgada.

—Ni yo —sonrió Mait. Sus blancos dientes contrastaron con la cara mugrienta. Los muchachos habían cabalgado en la retaguardia y recibido la mayor cantidad de polvo—. Me tiemblan las piernas.

—Lo habéis conseguido.

Era la voz de Siguna. Se acercó a ellos y contempló a las familiares yeguas encerradas en el corral. Se estremeció y cruzó las manos sobre el pecho.

—Mi padre ha de estar furioso —añadió.

—Eso espero —dijo Ronan—. Calma, Nube. Calma, amiguito —murmuró cuando su semental gris se encabritó de repente. Los que estaban cerca de sus cascos se apartaron. Ronan tiró con fuerza de las riendas—. ¡Calma! —ordenó con voz severa. El caballo puso los ojos en blanco y piafó, pero sus patas no se levantaron del suelo—. Está nervioso por la cercanía de las yeguas —explicó Ronan a Siguna, sin soltar el cabestro del animal.

Thorn contemplaba la espléndida cara del semental gris. Había dibujado varias veces a Nube; y entre lo mejor de su producción se encontraba en particular un retrato que había pintado en la cueva del valle. Era un retrato de Ronan y su caballo, uno al lado del otro, como estaban ahora. Thorn había intentado plasmar la similar expresión de orgullo majestuoso y autoridad de ambos rostros aquilinos. Examinó la cara del hombre y la cara del caballo, recordó su retrato y pensó en efectuar un pequeño retoque.

—Todos están nerviosos por las yeguas —dijo Mait—, pero Nube reacciona más como un semental que como un potro. Vi cómo corría tras ellas, Ronan. —Mait miró a su jefe con indisimulada admiración—. ¡No sé cómo conservaste el equilibrio!

Ronan sonrió.

—Gracias al fragor de aquellos cascos que me seguían, Mait. —Nube intentó encabritarse de nuevo, pero la mano de hierro de Ronan lo contuvo—. Voy a sacarle de aquí.

Ronan chasqueó la lengua y se alejó a buen paso. Nube arqueó su cuello musculoso y le siguió.

Ronan había calculado que Fenris tardaría un día, como mínimo, en recuperar sus caballos y perseguir a los ladrones, pero el jefe del Lobo no quiso arriesgarse. A mediodía, se trasladó con sus fuerzas hacia el valle del Volp.

El lugar elegido por Ronan para tender la emboscada era una profunda garganta, horadada por el río entre dos riscos de piedra caliza sembrados de cuevas. Las sombras cubrían el suelo de la garganta y el río corría tumultuosamente entre las paredes despertando ecos a lo largo y ancho del valle.

Durante las últimas semanas, Ronan había seleccionado los mejores arqueros de todas las tribus. Les ordenó que escalaran las empinadas laderas de la garganta y se ocultaran en las cuevas que taladraban los riscos. Los tiradores llevaron consigo la mayor parte de las flechas preparadas por las mujeres de las tribus, así como casi todas las lanzas.

Los demás hombres de la federación dependerían únicamente de sus pesadas lanzas. Ronan concentró a estos hombres en el extremo del paso que conducía fuera de la garganta. Se agruparon codo con codo, apuntaron las lanzas y formaron una impenetrable y mortífera muralla.

Los consejos que dio Ronan a sus tiradores fueron escasos.

—Primero disparad a los caballos. Cuando los primeros animales empiecen a caer, el pánico se apoderará de los demás. Los caballos muertos obstruirán la garganta y dificultarán la huida a los demás. Después disparad a los hombres.

—Sí, sí —contestaron los tiradores, y se encaminaron a sus escondrijos.

Los otros dos jefes estaban preocupados por la formación que bloquearía el paso.

—Es fácil decir que no intentarán atravesar nuestra muralla de lanzas, Ronan —gruñó Unwar—, pero ¿y si lo hacen? Ellos irán a caballo. Nos aniquilarán.

—No nos aniquilarán si resistimos —contestó Ronan. Alzó la voz para que todos los hombres le oyeran—. Si fuera necesario, resistiría en ese paso solo con los hombres del Lobo. Si aguantamos, los Domadores de Caballos no pasarán. Les derrotaremos. —Sonrió—. ¿Creéis que les gustará?

Un rugido de voces fue la respuesta.

Las tribus tomaron posiciones y esperaron. Transcurrió el día.

Los hombres y muchachas de las cuevas se prepararon para pasar la noche, sin encender hogueras, y sólo comieron carne seca y fruta. Los hombres del paso hicieron otro tanto.

En la caverna sagrada del Ciervo Rojo, a una mañana a pie de distancia, Nel, Arika y los chamanes del Búfalo y el Leopardo también esperaban, con los utensilios para atender heridos dispuestos.

Pasó la noche y el sol inició su lenta ascensión hacia el cielo. Los hombres de las tribus ocuparon de nuevo sus posiciones. Transcurrió una hora, y luego otra. Por fin, los primeros jinetes aparecieron en las elevaciones del extremo norte de la garganta.

Fenris se detuvo al ver la profunda y oscura garganta que se extendía ante él. Alzó una mano, y los hombres que le seguían también se detuvieron. Fenris entornó los ojos y escudriñó los riscos. Ni la menor señal de vida. El río rugía y escupía espumarajos blancos en el fondo de la garganta. Fenris oía su rugido desde donde se encontraba. La anchura de la garganta sólo permitía el paso de tres caballos en línea, calculó Fenris. Levantó la vista. El otro extremo de la garganta estaba despejado.

—Todo parece normal —dijo Surtur.

—Sí —murmuró Fenris.

—¿Ocurre algo, kain?

Nada, pensó Fenris, sólo que el vello de su nuca se había erizado. No confiaba en aquella garganta. Sin embargo, su semental estaba tranquilo; ninguna yegua parecía recelar del sendero que se abría ante ellas. Fenris se volvió y miró a sus hombres.

Había traído a una cuarta parte de ellos, una selección de sus mejores guerreros, para perseguir a los ladrones de caballos. Las mujeres, los niños y los demás caballos se habían quedado en el campamento, custodiados por un número de hombres suficiente para repeler cualquier ataque que se produjera en su ausencia. El kain no estaba acostumbrado a pensar en la defensa, pero el asalto de dos días antes había minado su habitual confianza.

—¿Ocurre algo? —repitió Surtur.

No había nada sospechoso. No podía retroceder por una simple corazonada.

—No —contestó—. Adelante.

Espoleó su caballo y sus hombres le siguieron. Los Domadores de Caballos se internaron en la garganta.

Ronan había insistido en que había que esperar a que los invasores hubieran recorrido tres cuartas partes de la garganta para abrir fuego. Cuando llegaron a aquel punto preciso, las primeras flechas empezaron a llover sobre los Domadores de Caballos y los flancos vulnerables de sus monturas.

Los caballos relincharon. Los hombres chillaron.

«¡Lo sabía! —pensó Fenris, antes de espolear a su caballo hacia la salida del paso—. ¡Sabía que era una trampa!»

Surtur cabalgaba a un lado y Hugin al otro. Los tres se precipitaron hacia adelante y agacharon la cabeza para protegerse con el cuello de sus caballos. Los bramidos de los caballos heridos vibraban en el aire.

Se produjo un movimiento frente a ellos. Fenris levantó la vista y divisó una falange de hombres que se materializaban en el paso. Fenris tiró de las riendas instintivamente. Los hombres del paso se detuvieron y apuntaron sus lanzas.

Fenris contempló aquella masa de hombres. Si lanzaba a Trueno hacia la muralla de lanzas, moriría. Los caballos sólo podían arrollar a tres hombres, y había demasiado lanceros para que tres caballos atravesaran la muralla.

Fenris maldijo y detuvo su caballo. Notó que los demás caballos se agolpaban tras la cola de Trueno. El semental se encabritó. Fenris se volvió para contemplar la escena que se desarrollaba a sus espaldas.

Muchos caballos habían caído. Obstruían la estrecha garganta y, por tanto, la huida. El pánico se palpaba en el aire. Fenris obligó a Trueno a dar la vuelta.

—¡Retroceded! —gritó, y agitó el puño en dirección a sus hombres—. ¡Es una trampa! ¡Retroceded!

Si los hombres del paso les veían retroceder, pensó Fenris con desesperación, quizá atacarían. Su única oportunidad consistía en romper aquella apretada formación e internarse en la garganta. Entonces podrían romper el cerco. Sus hombres empezaron a retroceder lentamente. Fenris, sin dejar de jurar y maldecir, se volvió para comprobar si los hombres del paso habían mordido el cebo.

Durante un fugaz y esperanzado instante, el kain tuvo la impresión de que los hombres se disponían a darles caza. Un hombre de cabello negro se adelantó, les plantó cara y extendió su lanza en posición horizontal, como si con aquel simple gesto pudiera detener a sus hombres. Éstos permanecieron inmóviles en su sitio.

Fenris juró espantosamente. Fuera quien fuera aquel jefe, no admitió ningún menoscabo de su autoridad.

Lo único que podía hacer el kain era intentar salir de la garganta con cuantos hombres pudiera salvar, y huir de la muerte que les llovía encima. En nombre del Fulminador, ¿cuántas flechas tenían?

—¡Desmontad! —chilló a los hombres que le rodeaban—. ¡Desmontad y protegeos con los caballos!

A continuación, con el semblante sombrío, siguió su propio consejo.