CAPÍTULO VII

Morna estaba sentada al abrigo de la entrada de la caverna y contemplaba los íbices que descansaban sobre la falda de la colina. Era la Luna de la Caída de la Hoja y machos y hembras se habían reunido en un solo rebaño, como lo hacían durante unas pocas lunas del año.

El sol estaba muy brillante; el aire, nítido y frío. Los jóvenes íbices, poseídos por la comezón de la época de celo, jugaban entre sí. Casi todas las hembras estaban tendidas y rumiaban bajo el sol de la tarde. Tres grandes carneros se mantenían a cierta distancia del resto. La mayor parte del rebaño estaba de cara a Morna, pero como se encontraba de espaldas al viento no percibía su presencia.

Morna desvió la vista hacia el sur del valle, la dirección de la que vendría Ronan. No se veía ni rastro de él. Se puso en pie y salió de la sombra que proporcionaba la entrada de la cueva. Los íbices la vieron. Las hembras se levantaron y los pequeños dejaron de jugar. Poco a poco, el rebaño empezó a subir por la ladera. Morna lo miró hasta que desapareció por el otro lado de la cumbre; luego volvió la vista hacia el sur.

Estaba segura de que vendría. Durante toda la última luna la había esquivado, pero Morna le había enviado un mensaje por la mañana, comunicándole que la Señora deseaba verle en la pequeña cueva que la tribu utilizaba como refugio cuando se cazaba en las colinas de la zona.

Arika no estaba en casa para desmentir el mensaje de Morna. Al amanecer había marchado con algunas mujeres a la cueva sagrada, con la intención de llevar a cabo una ceremonia curativa. Eran cosas de mujeres y Ronan no se habría enterado. Carecería de motivos para desconfiar del mensaje; acudiría.

La había evitado, pero Morna sabía lo que había visto en sus ojos y sentido en su cuerpo la última vez que habían estado juntos. Ella deseaba, y ella lo deseaba. Bastaría con reunirse a solas una vez más, pensó, y entonces, tanto si él quería como si no, le arrancaría lo que deseaba.

Morna se estremeció de voluptuosa anticipación y se volvió a examinar las pieles que había diseminado sobre el suelo de la caverna. Se acarició el cabello rojodorado.

¿Es que no iba a llegar nunca? Se sentó en una roca recalentada por el sol y se resignó a esperar.

Pasó una hora antes de que Ronan apareciera ante su vista. Le vio saltar con poderosa agilidad sobre un peñasco que bloqueaba el sendero, y la sangre se aceleró en sus venas. ¿Qué haría Ronan, se preguntó, cuando viera quién le estaba esperando en realidad?

En ese momento Ronan levantó la vista y miró hacia la cueva. Vaciló, como inseguro de la bienvenida, pero siguió avanzando.

Morna se levantó, el glorioso cabello heredado de su madre ondeando sobre sus hombros, y le observó con ojos bien abiertos y dilatados. Adivinó el momento exacto en que él la reconocería.

Ronan se detuvo en seco. Un pesado silencio cayó sobre el valle mientras ambos se miraban.

—¡Tú! —exclamó Ronan—. ¿Qué haces aquí?

Morna no contestó. Ronan caminó de nuevo hacia ella. Trepó por la suave pendiente rocosa hasta el saliente plano que encaraba la cueva.

—Tú enviaste el mensaje —dijo, cuando llegó a pocos pasos de Morna.

Al otro lado de la colina se oyó el escalofriante aullido de un lobo. Morna sonrió.

—Sí —contestó con voz suave—. Yo envié el mensaje.

—¿Dónde está la Señora?

—Realizando una ceremonia curativa para Narra en la cueva sagrada.

—Debí adivinarlo. Debí adivinar que nunca me habría enviado a buscar así.

Morna no captó, aunque Nel sí lo habría hecho, la profunda amargura que encerraban aquellas palabras. Sólo sabía que Ronan era infinitamente deseable, de pie ante ella, alto, con su cabello negro, su rostro arrogante y aguileño.

—Acércate más —dijo.

Ronan no se movió.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Ya sabes lo que quiero —respondió ella con una sonrisa.

El joven retrocedió un paso.

—Lo que tú quieres es tabú. —Otro paso atrás—. No tengo nada que darte que no puedas obtener de cualquier hombre de la tribu.

Morna meneó la cabeza para que su cabello oscilara alrededor de los hombros.

—Sabes que tú también lo deseas, Ronan —dijo—. Lo noté la última vez que estuvimos juntos. —Señaló hacia la cueva—. He traído pieles para acostarnos. —Avanzó hacia él—. Nadie lo sabrá, excepto nosotros.

Ronan temblaba como un venado acosado. Morna presintió que iba a dar media vuelta y huir de allí. Se adelantó con presteza y le cogió por la nuca. Se puso de puntillas y apretó la boca contra la suya, sin dejar de sujetar su cabeza. Palpó bajo los dedos helados su crespo cabello negro. Tenía la boca cerrada. Pensó que iba a reaccionar a su beso, y su alma se estremeció. Deseaba tocarle y tocarle y tocarle, hasta conocer todos los rincones de su cuerpo, hasta arrastrarle a su interior… Notó que su cuerpo vibraba, percibió su fuerza cuando se inclinó sobre ella. La sensación de triunfo se mezcló con el deseo en su sangre hirviente.

Pero Ronan la agarró por los hombros y la sacudió, la sacudió con tal brutalidad que hasta sus huesos parecieron entrechocar. Morna pensó que iba a desmayarse, tan feroces eran las sacudidas.

—No vuelvas a tocarme nunca más.

Lo repitió una y otra vez, sin dejar de sacudirla. Sus fuertes dedos produjeron grandes moratones en la suave piel blanca de los hombros de Morna.

—¡Ronan! —consiguió articular entre sus dientes castañeantes, y por fin él la soltó.

Sus caras seguían muy próximas. Se miraron fijamente un momento, fundidos en una extraña y despiadada intimidad. Fue entonces cuando Morna comprendió por fin que Ronan jamás se acostaría con ella.

Ronan dejó caer las manos y se apartó, respirando como un corredor al límite de sus fuerzas. Morna sintió en su interior un ansia de irreprimible violencia.

—Te arrepentirás de esto, Ronan —dijo con aspereza, y corrió como una gacela hasta el sendero que conducía fuera del valle.

En menos de un minuto, había desaparecido por la curva de la colina.

Al cabo de un rato, para que la tribu no las echara en falta, Ronan recogió las pieles que Morna había llevado.

En esta ocasión Ronan prefirió evitar a Nel y sus ojos penetrantes. Se mantuvo alejado de casa el resto del día. Regresó al anochecer y se encaminó a la cueva de los hombres, donde pasó el resto de una noche insomne.

Te arrepentirás de esto, Ronan.

Pensó en las palabras de Morna, recordó la expresión de su cara cuando las había pronunciado, y supo que debía ir con cuidado. La joven querría vengarse de aquel rechazo. Sería mejor apartarse de su camino.

La Luna de la Caída de la Hoja pasó y la Luna del Venado Combativo se alzó en el cielo. La tribu celebró los Fuegos de Invierno, y no fue Morna quien encarnó a la Diosa, sino Arika. La temperatura descendió en picado y cayeron algunas nevadas. Ronan empezó a creer que se encontraba a salvo.

Ocurrió al principio de la Luna del Alce. Casi todos los hombres habían subido río arriba para cazar alces, pero Ronan se quedó para terminar de reconstruir una choza que se había quemado cuando una chispa del hogar había prendido en las paredes. El día era frío y todas las mujeres se habían refugiado en sus casas, de modo que nadie vio a Morna cuando entró en la choza de Ronan.

El joven estaba solo. Nel le había hecho compañía el día anterior, pero su madrastra la había requerido para coser pieles. Ronan comprendió que estaba atrapado en cuanto vio a Morna entrar por la puerta.

Ella le miró con ojos grandes e inexpresivos. La luz procedente de la puerta abierta silueteaba su cara y su pelo. Ronan dejó caer la rama que estaba a punto de encajar en la estructura de la pared y se volvió hacia ella, con las manos caídas a los costados.

—Tendrías que haber hecho lo que yo quería, Ronan —dijo Morna.

Ronan comprendió cómo debía sentirse un animal acorralado. Mientras la observaba sin saber qué hacer, la joven se quitó la túnica y la arrojó al suelo de la choza. Después alzó las manos hasta el cuello de su camisa de piel de ciervo y la desgarró de arriba abajo. Ronan vio su inmaculada piel blanca, los rosados pezones de sus pechos desnudos. La joven rompió la tirilla de piel que sujetaba el extremo de su trenza y agitó el pelo hasta que cayó sobre su rostro. Entonces empezó a chillar.

Al oír el primer grito, Ronan fue presa del pánico. Apartó a Morna a un lado, salió por la puerta y se echó a correr.

Todas las mujeres surgieron de sus cabañas, gritándose unas a otras, aterradas y confusas. La sangre martilleaba en los oídos de Ronan mientras se precipitaba hacia el río, con el único objetivo de huir de aquel chillido agudo que le estaba partiendo el cráneo, destrozando su mundo.

—¡Ronan!

Creyó oír la voz de Nel, que gritaba su nombre.

Y sobre el murmullo de voces, una y otra vez, se imponían los gritos iracundos de Morna.

Frente a él, procedente del río, apareció una compacta falange de hombres. Los cazadores de renos habían regresado.

—¡Detenedle! —ordenó Arika a los hombres.

La voz de su madre devolvió la cordura a Ronan. «Todo ha terminado —pensó, y aminoró el paso—. Lo mejor será volver y plantar cara. —Se detuvo, con la respiración entrecortada—. No puedo hacer otra cosa.»

Arika se puso en pie, pálida en la choza casi terminada, y miró a su llorosa hija.

—Quiso que yaciera con él, madre —dijo Morna—. Dijo que era el hijo del Dios del Cielo, como yo era la hija de la Madre, y que te depondría y gobernaríamos juntos la tribu. —Morna se estremeció—. Cuando me negué, él… intentó forzarme.

—¿Te penetró? —preguntó Arika. Oyó su propia voz surgir de algún lugar externo a ella, muy lejano.

Morna volvió a llorar.

—¿Te penetró? —repitió Arika.

Morna la miró de soslayo, como si, pensó Arika, estuviera meditando la respuesta.

—No —dijo—. Lo rechacé.

La puerta de la choza sin terminar aún no estaba cubierta de pieles, pero la luz que entraba por ella quedó bloqueada de repente por un muro de cuerpos. Los hombres habían traído a Ronan.

Le empujaron con rudeza hacia el interior y quedó de pie frente a la Señora. Arika le miró. ¿De dónde había sacado aquella cara morena y orgullosa? ¿Fue Iun quien se había acostado con ella la noche que este muchacho había sido concebido, o algún otro poder?

Se había autodenominado el hijo del Dios del Cielo, materializando los temores más profundos y secretos de Arika.

Los ojos de la Señora examinaron a su hijo. Llevaba una túnica de piel para trabajar en la fría choza, y se le había torcido. Sería obra de Morna, pensó, o quizá de los empujones propinados por los hombres.

¿Por qué llevaba todavía la túnica de piel?

Estaba ante ella con el mentón erguido. Sus ojos eran grandes, oscuros, tristes. Guardaba silencio.

—¿Hiciste eso a mi hija? —preguntó Arika.

Ronan no contestó, pero miró a Morna. Ella le devolvió la mirada y Arika creyó vislumbrar un destello de triunfo en los ojos de su hija, antes de que volviera a romper en sollozos.

Ronan se volvió.

—No —dijo—. No he tocado a mi hermana.

—¡Lo hizo! ¡Lo hizo! —sollozó Morna—. Dijo que debíamos emparejarnos, que gobernaría conmigo y traería el Camino del Dios del Cielo para compartirlo con el Camino de la Madre. Cuando me negué, rasgó mis ropas e intentó… intentó…

Morna volvió a llorar.

—Si lo que dice Morna es verdad, ¿por qué no hay señales en el cuerpo de Ronan? —Era la voz de Neihle—. Sus ropas no estaban desordenadas cuando le encontramos, ni tampoco iba despeinado. No hay arañazos en su cuerpo, Señora. Ni la menor señal de lucha. —Neihle se volvió hacia su sobrino—. ¿Qué pasó, Ronan?

—Morna quiso yacer conmigo —contestó Ronan con voz inexpresiva y serena—. Fui yo quien se negó, no ella.

—¡Mentiroso! —chilló Morna—. ¡Me arrojó al suelo para que no pudiera resistirme y cuando empecé a gritar huyó! —Se llevó la mano al pecho y sujetó su prenda desgarrada. Lanzó una mirada desafiante a Neihle—. Si no es culpable, ¿por qué huyó?

—Exacto —dijo Arika—. Demostró su culpabilidad cuando huyó. —Miró de nuevo a su hijo—. Tendría que haberte abandonado cuando naciste —agregó, y vio que sus palabras le herían. Prosiguió con voz entristecida—: Lo sabía, pero fui débil. Ya no puedo seguir siéndolo.

Arika miró el círculo de hombres que la observaban. No le gustó lo que vio en aquellos rostros.

Tyr, el amigo de Ronan, rompió el silencio.

—No puedes echar en saco roto las palabras de Neihle, Señora. Si hubo un intento de violación, Ronan tendría marcas de arañazos y moretones.

Ronan intervino.

—Morna miente, Señora. —Una fría luz ardía en sus ojos—. Miente, y creo que tú lo sabes.

—¡No miento! —aulló Morna, al notar la oleada de antipatía creciente hacia ella. Apoyó la mano sobre el brazo de su madre—. Intentó violarme, madre. No tiene marcas porque no pude defenderme. ¡Es demasiado fuerte! —Paseó su mirada furiosa por el círculo de hombres—. ¡No miento!

Pensaban que tal vez sí. Estaba escrito en cada rostro masculino. Arika miró a su hermano, luego a su hijo, y comprendió la gravedad del peligro.

«Debo deshacerme de él ahora —pensó—. Si espero más tiempo, será demasiado tarde.» Escudriñó de nuevo los rostros de los hombres congregados en la choza. Quizá ya era demasiado tarde. Cerró los ojos un breve instante e invocó en su ayuda todo el poder de la Diosa. Se irguió en toda su estatura y un halo de autoridad rodeó su cuerpo.

—Escuchadme —dijo—. Soy la Señora de esta tribu. Soy la Voz de la Madre, la Diosa en la Tierra. Este muchacho ha osado poner su mano incestuosa sobre mi hija, la Elegida de la Madre, y debe ser expulsado. —Su voz adquirió un tono más profundo, y el poder de la Diosa se derramó sobre ella. Arika lo notó. Fluía en sus venas, resonaba en su voz. Miró a Neihle y doblegó su voluntad—. Mi maldición recaerá sobre todo aquel que desobedezca mi orden.

Un estremecimiento recorrió a los hombres. Se produjo un silencio mortal. Hasta los sollozos de Morna enmudecieron. Arika clavó los ojos en Neihle.

—Este muchacho es un peligro para la tribu —dijo—. Un enemigo del Camino de la Madre.

Percibió un brevísimo destello de certidumbre en los ojos de Neihle. «Lo sabía —pensó—. Sabía que decía la verdad.»

—La Madre dice que ha de ser expulsado.

Algunos hombres miraron a Neihle, pero éste no dijo nada. Arika se volvió hacia Ronan.

—Debes abandonar este lugar al caer la noche. Comunicaré a las tribus cercanas que no pueden acogerte. Mi maldición ha recaído sobre ti. Mi maldición y la maldición de la Madre.

Se hizo un silencio absoluto.

Ronan apartó los ojos de la Señora, paseó la vista alrededor y comprendió que Arika había ganado. Desde que nacían, los hombres del Ciervo Rojo eran educados en la reverencia a la Madre. No se volverían contra ella.

La voz de una niña, procedente de la entrada, rompió el silencio.

—¡No la creas, Señora! Ya había intentado seducir a Ronan en otra ocasión… —Era Nel.

Arika miró a Erek.

—Sácala de aquí —ordenó.

El fornido cazador apoyó la mano sobre el hombro de Nel.

—¡No! —Nel intentó soltarse—. ¡Debéis escucharme! ¡Ronan ha dicho la verdad!

—Vete, Nel —dijo Ronan.

No miró a su prima; tenía los ojos centrados en su madre. Parecían agujeros negros en su rostro tenso. Respiraba como un animal agonizante.

—Esto no terminará así, madre —dijo.

—Ya —replicó Arika con voz cansada y con amargo sabor a bilis en la boca—. Creo que sí. Llévatelo —ordenó a Pier.

El desafío había llegado demasiado pronto, pensó Ronan, mientras liaba el fardo de las pertenencias que Arika le permitía llevarse. Un poco más de tiempo, tal vez un año, y los hombres se habrían vuelto contra Morna.

Arika lo había comprendido, por supuesto. Por eso había actuado con tanta decisión. Sabía que debía deshacerse de Ronan mientras aún pudiera. Como siempre hacía Arika, anteponía la hija al hijo.

Expulsado. Expulsado de su tribu. Expulsado de las demás tribus de la vecindad, porque ninguna correría el riesgo de que Arika desatara sobre ellas la ira de la Madre.

No podía comprenderlo. Todos los hombres pertenecían a una tribu. No era posible sobrevivir sin la compañía de los suyos… Eso era lo que pretendía Arika, por supuesto. Pensaba que le enviaba a la muerte. Todo ha terminado, había dicho.

—Ronan… —Tyr había entrado en la cueva de los hombres, y brotaban lágrimas de sus ojos azules—. Ronan, yo no la creo —dijo con voz temblorosa.

«Ni la mayoría de los otros —pensó con amargura Ronan—. Pero no se enfrentarán a ella. Ni siquiera Neihle…» Se obligó a encogerse de hombros, como si no importara.

—La Señora ha hablado y la tribu obedecerá.

—Iré contigo —dijo Tyr.

Ronan le miró, sorprendido.

—¿No me has oído? La Señora ha dicho que maldecirá a cualquiera que me acompañe.

—Me da igual —repuso Tyr—. Iré contigo, pase lo que pase.

«Ahora que la Señora no le ve, Tyr puede actuar como un hombre —pensó Ronan—. Pero no puede hacerlo en su presencia. Ninguno es capaz.»

—No, Tyr —dijo Ronan—. Quédate con los tuyos.

—¡Tú eres los míos! —exclamó Tyr.

Ronan volvió la cara.

—No quiero que me acompañes.

El ocaso se aproximaba y el cielo se había teñido de lavanda cuando Ronan dio la espalda a la tribu del Ciervo Rojo y empezó su solitario camino río Gran Pez abajo.

Nel y Nigak le estaban esperando en el segundo recodo.

Vio las pieles para dormir a sus pies.

—No puedes acompañarme, pececillo —dijo con dulzura, al contrario que a Tyr.

—No puedes detenerme —replicó Nel. Estaba lo bastante cerca para que Ronan advirtiera sus ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar—. ¡La odio! —gritó Nel. Sus pequeñas manos se cerraron en puño—. ¡Las odio a las dos! No me quedaré con ellas, Ronan. ¡No lo haré!

Nigak, con las orejas medio alzadas, paseaba su mirada ansiosa de Nel a Ronan. Gimió, pero ninguno de ambos le prestó atención.

—Te ha desechado como se desecha a un gemelo —continuó Nel—. ¡La odio!

—No soy un bebé desvalido, Nel —contestó Ronan—. Y no tengo intención de perecer, te lo prometo. —Su rostro se ensombreció—. No le daré esa satisfacción.

—Es lo que ella quiere. —Nel se echó a llorar otra vez y su expresión se crispó de angustia—. Quiere que m-mueras.

—Escúchame, pececillo. —Dejó el fardo en el suelo y extendió los brazos. La niña se precipitó hacia él—. No puedo llevarte conmigo —dijo a la cabecita redonda apretada contra su hombro—. Eres demasiado joven. Sólo serías una carga para mí. Estaré más seguro si voy solo.

—Nadie me escuchó —sollozó Nel, la cara hundida contra la piel de reno que cubría el hombro de Ronan—. Quería contarles, de Morna, de lo que había hecho antes, pero nadie me escuchó.

—Temen a la Señora —respondió Ronan con tono sombrío—. No se atrevieron a escucharte.

Nel siguió llorando. Él la abrazó y deseó no haber pasado por este trago. Hasta entonces su ira le había procurado fuerzas. N o quería sentir lo que Nel le hacía sentir.

—Vamos —dijo—. Pronto oscurecerá. Debo irme.

—Apoyó los brazos en sus hombros y la apartó. Nel continuó sollozando.

—Volveré a por ti, pececillo. Te prometo que volveré.

—¿Lo p-prometes?

—Lo prometo.

Nel intentó sonreír.

—Bien, Ronan, si no me llevas al menos acepta a Nigak.

La esperanza alumbró en el yermo corazón de Ronan. Miró al lobo. Los ojos amarillos de Nigak estaban clavados en el rostro de Nel. La esperanza murió. Ronan meneó la cabeza.

—Nunca te abandonará.

—Lo hará por ti —repuso Nel—. Si yo se lo pido.

Ronan tragó saliva. Ansiaba llevarse a Nigak.

—No podría quitártelo, Nel —dijo—. Tú le quieres.

—Ya tengo a Sharan —replicó la niña—. Y me sentiré mejor si sé que él está contigo. Llévatelo, Ronan, te lo ruego.

Él no pudo continuar negándose.

—Muy bien, pero sólo si quiere venir. —Recogió el fardo.

—¿Adónde irás? —preguntó Nel, mientras contemplaba con ojos apesadumbrados cómo se echaba al hombro el pesado fardo.

—De momento, a nuestro campamento de verano —explicó Ronan—. Aquellas cuevas no se utilizan durante el invierno, y aún queda algo de caza en la zona. También podré pescar en el río, haciendo agujeros en el hielo, y siempre hay aves.

—Me parece una excelente idea. —El rostro de Nel se iluminó—. Has de buscar un sitio que la Señora desconozca. Después vuelves a buscarme y luego fundaremos nuestra propia tribu lejos de todos ellos.

Ronan contuvo una sonrisa ante aquellas ingenuidades y respondió con fingida seriedad.

—Ésa sí es una buena idea. —Oteó el cielo—. Se está haciendo tarde, Nel. He de marcharme.

La niña asintió con la cabeza. Ronan dio media vuelta.

Nigak —oyó que decía Nel a su espalda—, ve con él.

El lobo emitió un gemido de protesta. Ronan notó que sus músculos se tensaban.

—Ve con Ronan —repitió Nel.

Ronan no miró hacia atrás. Nigak no iba a acompañarle. La desolación, que su cólera había mantenido a raya durante toda la tarde, invadió su alma. Se obligó a seguir caminando, una solitaria silueta en la creciente oscuridad, con los ojos clavados en el camino, sin pestañear. De pronto, Ronan notó que algo cálido y húmedo hurgaba en su mano. Era el morro de Nigak. Las lágrimas resbalaron sobre el rostro del joven cuando acarició la cabeza del animal.

El lobo y él prosiguieron su camino.