CAPÍTULO VIII
Thorn se mantenía apartado de la sombra del precipicio, para, aprovechar el débil sol de principios de invierno. Hacía horas que su padre y él deberían estar trabajando en la cueva sagrada, para terminar las nuevas pinturas destinadas a la Ceremonia de Invierno de la tribu del Búfalo, pero Rilik había sido llamado a una reunión con el jefe. Haras tenía convocado al consejo de nirum para comentar la situación de los tres miembros de la tribu desaparecidos la noche anterior.
Fara y Crim se habían ido, al igual que Eken, la hermana de Fara. Se habían llevado todas sus ropas, los utensilios de cocina y las pieles de dormir. A nadie le cabía duda sobre el motivo de su marcha, ni sobre a dónde habían ido. La cuestión que Haras deseaba discutir era si la tribu debía perseguirles y obligarles a regresar.
Lo que más preocupaba a Haras era la pérdida de las mujeres. Crim era un buen hombre, un buen cazador, y todos le apreciaban. La tribu le echaría de menos, pero los fugitivos más valiosos eran las mujeres: dos jóvenes en edad de engendrar hijos, que la tribu no podía desperdiciar.
—Muy bien, muchacho.
Era la voz de su padre. Thorn se volvió a tiempo de ver que Rilik desembocaba en el fondo del valle, procedente del sendero que bajaba del risco.
—Ya podemos marcharnos.
—Estoy preparado, padre. —Avanzaron juntos hacia el río—. ¿Los hombres no van a perseguir a Crim y a las mujeres?
—No —contestó Rilik con voz tensa—. Haras ha decidido dejarles marchar.
Thorn miró de reojo a su padre. Era evidente que Rilik no aprobaba la decisión del jefe.
—¿Qué dijo Herok? —preguntó Thorn, después de lanzar al agua la pequeña barca de corteza y subir a bordo. Herok era el sobrino de Thorn, con quien Eken iba a casarse después de la Ceremonia de Invierno de aquel año.
Rilik gruñó mientras manipulaba el remo.
—No le hizo mucha gracia.
Un viento frío soplaba río abajo, y Thorn se subió la capucha de su túnica de piel de reno.
—Entiendo muy bien por qué Eken se decidió a ir con Fara —dijo, mientras se refugiaba en el calor de la capucha—. Siempre estuvieron muy unidas, incluso para ser hermanas, y Eken no querrá que Fara deje de tener al lado a una mujer de su sangre cuando vuelva a parir.
Rilik les impulsaba por el agua a base de movimientos fuertes y precisos.
—Ya —dijo, con semblante sombrío—. Entiendo a Eken. Al que no entiendo es a Crim. Es un hombre. Su lealtad a la tribu debería prevalecer sobre su estúpido afecto hacia una mujer.
—No se trata de simple afecto estúpido —replicó Thorn, algo desafiante—. Fara juró que se mataría si volvía a tener gemelos y la tribu los abandonaba. Lo dijo en serio, padre. Vi su cara cuando le quitaron los últimos…
Thorn calló con brusquedad, temeroso de que su voz se quebrara.
—Es probable que vuelva a tener gemelos —dijo Rilik—. Ya ha sucedido dos veces; ¿por qué va a ser diferente la tercera? —Consiguió encogerse de hombros sin romper el ritmo de sus movimientos—. Por eso Haras ha decidido dejarles marchar. Dijo que la tribu no necesita la maldición de otro par de gemelos.
—¿Han ido al valle del Lobo?
Rilik dio una última paletada con el remo.
—Es lo más probable. Vieron a Crim hablando con los hombres de la tribu de Ronan en la Reunión de Otoño. Debió ser entonces cuando le dieron instrucciones.
La pequeña barca había llegado a la orilla y ambos saltaron para sacarla del agua.
—Padre… —empezó el muchacho mientras los dos atravesaban la playa rocosa en dirección al risco que deberían escalar para llegar a la cueva sagrada—. Si Fara tiene gemelos, ¿crees que Ronan permitirá que se los quede?
Habían llegado a la base del risco.
—Por eso Crim la ha llevado allí —respondió Rilik—. El chamán dice que el Camino de la Madre consiste en conservar un gemelo. Y estoy seguro de que Ronan hará lo posible por contentar a Fara y Eken. Las mujeres constituirán un valioso complemento para esa tribu de proscritos que ha reunido. —Rilik miró hacia la cueva—. Al igual que constituyen una triste pérdida para la tribu del Búfalo —añadió con amargura.
—Espero que le permitan quedarse con los dos —dijo Thorn cuando Rilik tendía la mano hacia el primer asidero.
Dejó caer la mano y se volvió.
—¿Por qué iba a hacerlo?
La expresión que aparecía en la cara de cervatillo de Thorn era extrañamente seria.
—Porque Ronan no es de los que se doblegan ante tabúes que considera absurdos.
—El tabú de los gemelos es una buena cosa —replicó con sequedad Rilik—. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que Ronan no es un hombre muy respetuoso para con los tabúes. Por eso le expulsaron de la tribu del Ciervo Rojo.
—Tú mismo dijiste que no creías en su culpabilidad, padre —le recordó Thorn.
Rilik enarcó las cejas.
—Digamos que existen algunas dudas sobre su culpabilidad. —Contempló a su hijo en silencio antes de continuar—. Ignoraba que abrigabas tal admiración por Ronan. ¿Desde cuándo?
Thorn enrojeció.
—Solía hacerle compañía cuando estuvo con nosotros para recobrarse de sus heridas. ¿No te acuerdas, padre?
—Recuerdo que estaba muy malherido. A decir verdad, nunca entendí cómo había logrado cruzar el Paso del Búfalo con aquella pierna rota. De no haber sido por su lobo, habría muerto antes de que le encontráramos.
—Le hacía compañía mientras se recuperaba —repitió Thorn—. Solía dibujar… para él.
Rilik dirigió a su hijo una mirada acerada como una punta de flecha.
—¿Dibujaste para él?
—Sí.
Silencio.
—¿Dibujaste su cara, Thorn?
Silencio.
—Sí. —La voz de Thorn sonó suave pero desafiante—. Lo hice.
—¿Sabía él lo que estabas haciendo?
—Sí —repitió Thorn. Sostuvo la mirada penetrante de su padre—. No tuvo miedo, padre. Ya te he dicho que hace caso omiso de los tabúes que considera absurdos.
—En la tribu del Ciervo Rojo no dibujan. —El tono de Rilik se hizo más sombrío—. La magia que utilizan para cazar es diferente de la que empleamos nosotros, los seguidores del Dios del Cielo. Ronan no comprendió el peligro que entraña un retrato. Cometiste un error, Thorn, al abusar de su ignorancia. Un grave error. —Los ojos de Rilik escrutaron el rostro de su hijo—. ¿Qué hiciste con los dibujos?
—Los tiré al río —mintió Thorn.
Rilik dio rienda suelta a su cólera.
—¿Cuántas veces he de decírtelo? ¡Dibujar algo equivale a capturar su espíritu! Por eso dibujamos a los animales que cazamos, para ser más fuertes que ellos. Pero retratar a un hombre es tabú. Esa clase de poder es peligroso, Thorn. Ningún artista debería aprovechar su don para utilizarlo de esa forma. Te lo he dicho infinidad de veces…
Thorn agachó la cabeza y escuchó. Era verdad que se lo había repetido infinidad de veces. Él mismo no comprendía qué le impulsaba a dibujar caras de personas. A su padre le bastaba con dibujar animales, y lo mismo ocurría con los artistas que le habían precedido. ¿Por qué sólo él estaba maldecido por aquel deseo antinatural?
Por fin, Rilik se sumió en el silencio. Thorn oyó que su padre suspiraba.
—Vámonos —dijo con voz más serena—. Pongamos manos a la obra.
Tardaron veinte minutos en trepar hasta el agujero de entrada a la cueva sagrada. Recogieron las lamparillas de esteatita llenas de grasa animal que guardaban justo pasada la entrada, y Rilik encendió las mechas con las ascuas que transportaba en un cuerno de antílope colgado de su cinturón. Aquella cueva era muy profunda y las lamparillas sólo proporcionaban una luz muy débil, comparada con la oscuridad reinante. No obstante, Rilik conocía tan bien el camino que podía recorrer las angostas galerías con seguridad y velocidad pasmosas.
Thorn siguió a su padre por los tenebrosos y tortuosos pasadizos subterráneos. Al cabo de un kilómetro dejaron atrás un negro y silencioso lago subterráneo y llegaron a la primera sala de la cueva. Rilik se desvió y siguió las paredes de la sala, seguido muy de cerca por Thorn.
Habían recorrido unos metros, cuando Thorn notó que el suelo se elevaba bajo sus pies. Levantó un poco más la lamparilla, las paredes de la cámara se ensancharon. Ambos se encontraron en otra galería.
El estremecimiento de asombro y temor que le asaltaba cada vez que llegaba a ese lugar se repitió. Porque aquí, en esa oculta rotonda de techo alto, la tribu del Búfalo guardaba su mayor tesoro. Aquí, Rilik había capturado para su pueblo los espíritus de, los animales que la tribu cazaba para subsistir. Había búfalos, caballos, íbices y ciervos rojos pintados en la suave y pulida pared. Los animales estaban tan llenos de vida que parecían a punto de, saltar de su marco pétreo.
Thorn apartó su mirada reverente de las pinturas y miró a su padre, pues la gran mayoría de las pinturas que llenaban la cámara era obra de Rilik. Había realizado cuatro paneles diferentes de grabados, todos con la impronta de su estilo vago y difuminado. Sólo los búfalos parecían un poco más rígidos, algo menos evanescentes que el resto de los animales. En cierta ocasión en que Thorn interrogó a su padre al respecto, Rilik contestó que el búfalo era el tótem de la tribu y, por consiguiente, nadie lo cazaba ni comía, de modo que no era correcto plasmarlo con realismo.
No había seres humanos pintados en las paredes de la rotonda.
Aunque Thorn llevaba varios inviernos aprendiendo el arte de pintar, sólo este año le habían permitido entrar en la cueva sagrada, después de su iniciación. En principio sólo había observado trabajar a su padre, admirado por la seguridad y la destreza de su progenitor. El chamán había indicado a Thorn que bosquejara su dibujo, y luego rellenara el cuerpo. Jessl había dicho que las líneas del contorno podían borrarse después, pero Rilik estaba tan seguro de sí, era un dibujante tan excelente, que aplicaba el pigmento húmedo directamente sobre las paredes rocosas, sin bosquejo previo.
En este momento Thorn estaba trabajando en la pintura de un íbice, cabra de montaña que constituía una importante fuente de alimento para la tribu del Búfalo, y por eso procuraba conseguir el mayor parecido posible. Aún no confiaba tanto en su técnica como Rilik, de modo que había empezado la pintura bosquejando el dibujo con tierra negra y dibujando las líneas con una fina pluma de ave. También aplicaba con plumas los colores ocres que llenaban el cuerpo, y plasmaba las delicadas líneas y gradaciones de tono con puntas de diverso grosor.
A Thorn le gustaba el trabajo. Le alegraba y entusiasmaba ver que el íbice iba cobrando forma bajo su diestra mano. Por ese motivo, mientras se alejaba de la pared para comprobar los toques finales que necesitaba su pintura, se preguntó con afligida perplejidad por qué no era suficiente.
El invierno transcurrió en el territorio de la tribu del Búfalo, y la primera luna de primavera se alzó en el cielo.
—Sabremos si Fara ha vuelto a tener gemelos en la Reunión de Primavera —dijo Rilik a su hijo una fría tarde en la caverna de los hombres, mientras grababa la figura de un caballo en un hueso de pata de alce—. Vendrá alguien de la tribu del Lobo para trocar pieles de alce.
—¿Ronan no acudirá? —preguntó Thorn.
Rilik enarcó las cejas con ironía.
—Creo que Ronan considera arriesgado dar la espalda demasiado tiempo a ese puñado de proscritos. Envió un emisario en otoño y es probable que haga otro tanto esta primavera.
Se hizo el silencio, mientras Rilik continuaba dibujando.
—¿Cuántos hombres se han unido a Ronan, padre? —preguntó Thorn al cabo de un rato.
Rilik se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Ese valle suyo se ha convertido en el refugio de todos los parias expulsados de sus respectivas tribus. —Rilik levantó la vista de su trabajo, con el ceño levemente fruncido—. Lo que me preocupa es hasta cuándo va a seguirles controlando alguien tan joven como Ronan. No es jefe por derecho de sangre, como Haras. Es jefe porque fue el primero en descubrir el refugio oculto que él llama Valle del Lobo.
Rilik se enfrascó de nuevo en su trabajo. Thorn contempló las delicadas pinceladas que su padre trazaba para indicar el grueso abrigo de invierno del caballo.
—Últimamente no hay muchos caballos en nuestro territorio de caza —murmuró el muchacho.
Rilik gruñó en señal de asentimiento.
—Padre… —Thorn se inclinó un poco hacia adelante—, ¿puedo acompañarte a la Reunión de Primavera de este año?
Rilik asintió.
—He estado pensando en llevarte, Thorn. Te convendrá ver algunos de los objetos que se ofrecen. El año pasado había una jabalina, una de las obras de talla más hermosas que he visto en mi vida.
—¿De verdad? —preguntó Thorn, nervioso, con el rostro iluminado—. ¿Puedo ir?
—Si tu madre no se opone.
Thorn suspiró de puro placer. Ambos sabían que su madre no se opondría. A la madre de Thorn nunca se le ocurriría contradecir a Rilik.
Thorn apoyó el mentón en las rodillas.
—¿Qué tribus irán, padre?
Rilik dejó en el suelo su talla.
—A la Reunión de Primavera en la Gran Caverna asisten tribus de todas partes. Hay más gente incluso que en otoño. Viene gente del Clan desde el valle del río de la Serpiente y desde el valle del río Dorado. Siempre hay gente de las tribus procedentes del lado matutino de las montañas, y de las tribus que habitan junto al mar. Son como la tribu del Ciervo Rojo, en el sentido de que todavía siguen el Camino de la Madre. —Rilik adoptó un aire solemne—. En verdad, nunca verás tanta gente de tantas tribus diferentes como en la Gran Caverna cuando llega la primavera.
—¿Y se comercia?
—Sí, se comercia, conchas de las orillas del mar, pieles de reno, búfalo y zorro blanco, marfil de mamut y cuerno de buey almizclado del norte. Hay agujas, lanzas y jabalinas de hermosas tallas. Los talladores te fabricarán una especial para ti, si les dices exactamente lo que quieres. Hay toda clase de buriles y cinceles, y vasijas de cerámica para almacenar comida. Puedes conseguir brazaletes y medallones grabados, cintas para la cabeza y cinturones. —Rilik sonrió al ver la expresión fascinada de su hijo—. Noticias y habladurías son tan fáciles de obtener como los objetos, y uno de los principales negocios de cualquier asamblea es la transacción de acuerdos matrimoniales.
Thorn exhaló un suspiro trémulo.
—¿Qué llevará nuestra tribu para comerciar, padre?
—El picapedrero llevará sus herramientas; los cazadores, sus pieles; y yo, mis grabados. —Rilik recogió el hueso de reno—. No hay muchos artistas entre las gentes del Clan que sepan dibujar tan bien como yo —afirmó sin falsa modestia—. Sólo los de la tribu del Caballo están a mi altura, pero casi nunca se desplazan tan al sur, donde está la Gran Caverna. —Rilik cogió su cincel y contempló el hueso con aire pensativo. Grabó una línea y la examinó. Al cabo de unos minutos, Thorn se levantó en silencio y se marchó.
Una mañana de primavera fría y ventosa, los comerciantes de la tribu del Búfalo iniciaron el viaje de dos días que, siguiendo el curso del río Atata, les conduciría a la reunión que se celebraría en la Gran Caverna. El Atata era uno de los grandes valles que cortaba las montañas de norte a sur, y siglos de migraciones de animales habían practicado sendas que la posterior utilización humana había grabado con más definición en la tierra y piedra de las colinas. Empinados riscos flanqueaban el valle del Atata, pero las sendas de paso se encontraban preferentemente en las tierras bajas, junto al río.
—¿Cómo es la Gran Caverna? —había preguntado Thorn a su padre semanas antes.
—Espera a verla con tus propios ojos —contestó Rilik.
Era la misma respuesta que había dado a su hijo cuando, de pequeño, le había preguntado sobre la cueva sagrada. La espera le había resultado insufrible, pero al final Thorn se había visto obligado a admitir que estaba contento de no haber sabido lo que le aguardaba.
—Te pasará lo mismo con la Gran Caverna —prometió su padre—. Ya lo verás.
La espera de Thorn llegó a su término la segunda tarde de su viaje. En aquel momento, el grupo del Búfalo seguía la senda paralela al río del Guijarro, cuando de repente se alzó ante ellos la empinada pendiente de un risco, que daba la impresión de bloquear la carretera por completo. Thorn vigiló dónde pisaba. No obstante, debía de haber una senda, porque los hombres más adelantados del grupo habían desaparecido de repente. Thorn siguió adelante y vio la cueva.
Era muy grande, un enorme arco de piedra que se alzaba treinta metros sobre el río. De hecho, la Gran Caverna era más un túnel que una caverna, un gigantesco túnel excavado en la roca del acantilado. El río se precipitaba a su través en un torrente imparable de espuma blanca. Había gente acampada sobre la grava ante la boca de la cueva, y Thorn vio a un grupo de niños que gritaban de alegría y daban patadas a un estómago de caballo hinchado. Varios niños estaban mojados a causa de los chorros de agua que se elevaban del río.
Thorn había conocido a muy poca gente que no perteneciera a su tribu. Abrió los ojos de par en par y su corazón se aceleró. De repente, el peso de los huesos grabados que cargaba a la espalda se le antojó más ligero. Se enderezó, volvió a mirar a los risueños niños y sonrió.