CAPÍTULO XX
Fenris, jefe de la tribu conocida por el Clan como los Domadores de Caballos, estaba sentado sobre el semental al que había dado el nombre de uno de sus dioses, y contemplaba el campamento que se extendía ante él. Las mujeres habían encendido los fuegos para cocinar, y los niños iban de tienda en tienda con la esperanza de conseguir un poco de comida. Río arriba, a escasa distancia de las tiendas de piel de búfalo, el gran rebaño de caballos de la tribu apacentaba ávidamente la frondosa hierba primaveral.
El día era frío, claro y luminoso; y la escena que se desarrollaba ante sus ojos, apacible. Pero Fenris tenía el ceño fruncido. Los caballos ya habían agotado su pasto y sería preciso trasladarlos al día siguiente. La caza había escaseado durante los últimos días, y hacía mucho tiempo que las tribus cercanas habían sido aplastadas.
Sin hierba para sus caballos. Sin botín para sus inquietos guerreros.
«Hemos permanecido durante demasiado tiempo en este lugar —pensó Fenris—. El invierno termina y ya es hora de seguir adelante.»
Para muchos jefes, la perspectiva de poner en movimiento a una cantidad tan ingente de personas y animales habría resultado abrumadora. Pero no abrumaba a Fenris, cuyo abuelo, muchos años antes, había reunido a su pueblo y a sus rebaños de corpulentos caballos de crin corta, para conducirlos desde las heladas estepas del norte hasta los templados valles ribereños del sur.
Los Domadores de Caballos llevaban una vida nómada desde que habían abandonado las estepas, el tipo de vida atractivo para los aventureros, para los hombres inquietos e inescrupulosos, salvajes y valientes. Así eran los hombres de su tribu, y el jefe de todos ellos era su kain, Fenris.
La hierba de aquel valle ribereño era abundante y verde, pensó Fenris mientras contemplaba la escena. Río Dorado, le llamaban los hombres del Clan, y la hierba que producía era más bella que el oro para el rebaño de caballos, al que Fenris y los hombres de su pueblo consideraban más sagrado que sus propios hijos.
Porque los caballos habían convertido a esos hombres en lo que eran: cazadores y guerreros; fieros y nómadas, la pesadilla de los pueblos pacíficos que desconocían el arte de montar a caballo, cuyas tierras arrasaban sin piedad. El caballo era su principal tesoro, su mayor riqueza, el símbolo de su prestigio y poder. Eran los Domadores de Caballos, el terror del mundo.
La hierba primaveral empezaba a crecer en el valle del río Dorado, pero la nieve todavía se acumulaba en el valle del Lobo. Ronan entró en la choza de Bror, después de un día pasado al aire libre, y agradeció el calor del fuego y las caras risueñas del grupo de hombres que estaban sentados alrededor del hogar, charlando, bebiendo té y masticando pedazos de pescado congelado.
Thorn se levantó de un brinco y fue en busca de un raspador de hueso.
—Yo te cepillaré el chaquetón, Ronan —dijo.
Recibió a Ronan en el umbral, y el jefe extendió pacientemente las manos mientras Thorn sacudía la nieve de su túnica de reno. Hacía mucho tiempo que la tribu había aprendido a conservar secas sus ropas, porque las pieles húmedas se ponían rígidas y era preciso volver a rasparlas.
Cuando Thorn terminó, cogió el chaquetón de Ronan y lo colgó, junto con sus guantes, en el estante para el secado.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Ronan a Bror, mientras Thorn volvía a ocupar su lugar junto al fuego.
—La nieve es muy abundante en algunos sitios, pero es posible atravesar el paso.
Ronan acercó las manos al calor del fuego.
—Bien —gruñó.
Thorn escrutó la cara de Ronan y trató de leer los pensamientos del jefe.
—Necesitamos más infusión —dijo Crim, que estaba sentado a la izquierda de Thorn. Cogió la olla que descansaba cerca del fuego y vertió agua en la tetera.
Durante los últimos años, la tribu del Lobo había desarrollado diferentes métodos para defenderse del clima invernal que prevalecía en las altitudes del valle. Habían solucionado el problema del abastecimiento de agua potable mediante el sistema de cortar bloques de hielo del lago en cuanto se helaba por primera vez. Después amontonaban el hielo sobre mesas montadas cerca de las chozas, y cuando alguien necesitaba agua, cogía un bloque de hielo y lo arrojaba a la olla próxima al fuego.
El trabajo de cortar hielo del lago era agotador, pero en conjunto, la tribu había comprobado que era un método mucho más sencillo de tener agua a su disposición que la lenta y tediosa tarea de recoger y fundir nieve.
Se hizo el silencio cuando todos miraron a Crim, como si nunca hubieran visto a un hombre verter agua con un cucharón. Por fin, rompió el silencio una voz nasal en la que aún se detectaba el inconfundible acento de las tribus de la llanura, adoradoras de la Diosa.
—Me he estado preguntando, Ronan, por qué estás tan interesado en saber si el paso de la montaña está abierto —comentó Cree.
Ronan estaba masticando el trozo de pescado congelado que Okal le había tendido. Otro truco para sobrevivir al invierno que la tribu había aprendido durante los años pasados en el valle consistía en comer pescado crudo congelado. Al cabo de unos veinte minutos, el pescado empezaba a producir calor y mantenía caliente el cuerpo durante horas. Ronan, que había estado a la intemperie la mayor parte del día, lo masticaba con auténtico placer. Después de tantos años había llegado a gustarle su sabor, como al resto de la tribu.
Heno contestó por su ocupado jefe, con tono algo beligerante.
—Ya sabes por qué le interesa, Cree. Quiere vigilar una vez más la llegada de los Domadores de Caballos.
—Por supuesto —repuso con calma Crim—. Ya es primavera en las tierras bajas y pronto abandonarán su campamento de invierno. Si siguen el río Dorado o el Atata, llegarán a nuestras montañas.
Cree tiró los restos de su infusión al fuego, que chisporroteó.
—No sé por qué nos debe preocupar eso —dijo a Ronan.
Ronan miró a Cree con aire pensativo y continuó masticando con parsimonia, sin contestar.
—Si los Domadores de Caballos descienden por el Atata, llegarán a las cuevas donde moran las tribus de la Ardilla y el Búfalo —explicó Crim que, como Thorn, había nacido en la tribu del Búfalo.
—Si siguen el río Dorado —dijo Kasar—, llegarán a las tribus del Leopardo y del Ciervo Rojo. —Tenía la mandíbula tensa—. Comprenderás, Cree, que tenemos motivos para estar preocupados por los movimientos de esos jinetes.
Thorn miró con aprensión a Cree. Durante los últimos tres años, las divisiones entre los hombres de la Diosa y los hombres del Clan, antes tan problemáticas, se habían difuminado. Thorn era tal vez más consciente de este cambio que la mayoría, porque había plasmado una especie de crónica de la vida tribal en las paredes de una caverna y había tomado nota de la creciente camaradería que se había convertido en un rasgo característico de la tribu del Lobo.
Pero Thorn no había olvidado que Cree siempre era el portavoz de los hombres de la Diosa, y esperó con cierto nerviosismo a que el hombre volviera a hablar.
Lo hizo con voz apacible, que recordaba a la de Ronan antes de perder los estribos. Thorn se estremeció.
—Tengo la impresión de que las tribus de la Ardilla, del Búfalo, del Leopardo y del Ciervo Rojo tienen más motivos de preocupación por los Domadores de Caballos que la tribu del Lobo. —Hizo una pausa y extendió las manos en un gesto que les abarcaba a todos—. No corremos peligro. Los jinetes nunca encontrarán este valle.
En la cabaña sólo se oían los chasquidos del fuego. Como todos los hombres presentes, Thorn era consciente de que Ronan había instado a los jefes del Clan, durante la última Reunión de Otoño, a que organizaran una defensa unificada contra los Domadores de Caballos. Thorn también sabía que las advertencias de Ronan habían caído en saco roto.
Al ver que Ronan no contestaba, Cree prosiguió.
—En este asunto hemos hecho incluso más de lo que debíamos. Si las tribus en peligro hicieron caso omiso de nuestras advertencias, allá ellas.
—Sí —aprobó Mitlik—. Después de tu fracaso en la Reunión de Otoño, Ronan, estábamos seguros de que suspenderías la vigilancia.
Thorn vio que Ronan tragaba el último trozo de pescado.
—No tiene nada de malo —dijo el jefe plácidamente.
—Aleja a los cazadores del valle durante largos períodos de tiempo —indicó Cree—. Y este espionaje no deja de ser peligroso.
—¡Tú no estás preocupado, Cree, porque las tribus de la llanura aún no corren peligro! —intervino Heno, acalorado—. Es un lujo que no podemos permitirnos los del Clan.
Thorn sintió un nudo en el estómago. Estaba pasando otra vez, pensó desesperado; la vieja división asomaba de nuevo su desagradable semblante.
—Creo que Ronan tiene razón —dijo Cree— cuando dice que esos Domadores de Caballos llegarán a las montañas. Creo que las tribus del Clan están locas si no se preparan para combatir y salvar lo que es suyo. Pero también creo que la tribu del Lobo es ajena a esa lucha, que deberíamos desentendernos de un problema que no nos afecta.
Mitlik habló para apoyar a Cree.
—Creo que los hombres del Lobo han olvidado que ya no están atados a las tribus en que nacieron. —Se volvió hacia Heno—. ¿Qué importa si la tribu que te expulsó es arrasada por los Domadores de Caballos?
Por una vez, Heno no reaccionó con violencia.
—Parece absurdo, lo sé… —Enmudeció y frunció el entrecejo.
Thorn clavó sus grandes e imperiosos ojos castaños en Ronan. Como si hubiera escuchado la súplica muda de Thorn, Ronan se decidió a hablar.
—Puedo entender que los hombres de la Diosa piensen así —dijo con voz calma—. De hecho, todos habéis sido muy pacientes con lo que debéis considerar mi… obsesión por esos Domadores de Caballos.
—Las tribus del Clan no te han escuchado, Ronan —dijo Cree—. Has tratado de advertirles, pero creen que podrán esconderse de esos saqueadores, que podrán meterse bajo tierra como el zorro y esperar a que pase la tormenta.
—No pueden —dijo Ronan.
Cree se encogió de hombros. El agua del recipiente empezó a hervir.
—No podemos vivir aislados, Cree —continuó Ronan—. La vida humana desaparecería si no fuera por el hecho de que la gente vive en comunidades. —Su mirada sombría fue derivando de hombre a hombre, para que experimentaran la sensación de que les estaba hablando por separado—. Estoy convencido de que la gente de esta tribu comprende mejor que nadie lo vulnerable que es un individuo solitario.
«Es verdad», pensó Thorn, profundamente emocionado.
—¡Nosotros tenemos nuestra propia comunidad, Ronan! —dijo con ardor Asok, otro hombre de la Diosa—. Está en esta cabaña, con los hombres del Lobo.
El aire de la cabaña se estremeció con el poder de aquellas palabras. «Los hombres del Lobo», pensó Thorn, y miró con cierta angustia a Mait, el amigo de su corazón. Mait le devolvió la mirada con semblante serio.
Fue Kasar el primero en encontrar palabras para responder a Asok.
—Lo que dices es cierto, Asok y créeme: los hombres del Clan sentimos tanta lealtad hacia esta tribu como los hombres de la Diosa, pero no puedo olvidar que mi madre todavía vive en la tribu del Leopardo, así como mis hermanos y hermanas. —La voz de Kasar tembló levemente—. No puedo volverles la espalda. Yo no soy así.
—Creo que eso se puede aplicar a todos los hombres del Clan —admitió Crim en voz baja.
Thorn pensó en su madre. En Rilik. Agachó la cabeza en señal de asentimiento. El agua hirvió y cayó sobre el fuego. Crim, en silencio, sacó el recipiente del fuego y añadió las hierbas. Todos le miraron con semblante sombrío, conscientes de la inminente Crisis.
Bror se encargó de abordarla.
—El pasado otoño pediste a las tribus de las montañas que se unieran para defenderse —dijo a Ronan—. ¿Piensas pedírselo otra vez?
El rostro de Ronan estaba inexpresivo, y su voz sonaba serena. Nadie diría que se enfrentaba a la posible disgregación de su tribu, pensó Thorn.
—Sí —contestó—. Es verdad que en otoño no me escucharon, en parte porque los jefes seguían molestos con la tribu del Lobo por haberles arrebatado algunas muchachas. Si les comunico que definitivamente los Domadores de Caballos vienen hacia el sur, creo que les obligaré a escucharme.
—¿Y si esta vez acceden? —insistió Bror—. Si se unen para defenderse, ¿esperas que la tribu del Lobo se una también?
Los ojos de Ronan brillaron a la luz del fuego.
—Sí.
—¿Hasta los hombres de la Diosa?
Thorn contuvo el aliento.
—Hasta los hombres de la Diosa —dijo Ronan.
Cree pronunció sólo dos palabras.
—¿Por qué?
Ronan alzó los ojos hacia el agujero del techo, por el cual escapaba el humo hacia el frío exterior. Cuando habló, lo hizo con voz pensativa.
—En invierno, cuando llega la ventisca, todos trabajamos en colaboración por el bien de la tribu. Lo que cuenta es la tribu, porque los individuos que componen la tribu sólo sobrevivirán si sobrevive la tribu. Si una cabaña sufre daños, los responsables cierto pararla no son un hombre o una familia. Todos reaccionamos unísono, olvidando las preocupaciones individuales y en respuesta las necesidades comunes de la tribu.
Ronan bajó la vista.
—¿No es así? —preguntó.
Todos los hombres asintieron.
El timbre de la voz de Ronan cambió.
—Pues tratad de comprender esto. Esos Domadores de Caballos son como la ventisca. Son la tormenta que pone en peligro a todos los pueblos de estas montañas. Ante tal amenaza, un hombre ya no puede decir «Mi tribu» o «Mi tierra». —Por fin, la mirada de Ronan se posó sobre los hombres congregados ante él—. ¿No lo entendéis? Es nuestro mundo el que se encuentra amenazado. Y ninguno de nosotros puede quedarse al margen.
Thorn sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y parpadeó con rabia para contenerlas. Incluso Cree se conmovería ante tal súplica, pensó. Se quedó atónito cuando Cree negó con la cabeza.
—Lo siento, Ronan —dijo el hombre de la Diosa—, pero el pueblo de las tribus del Clan no es mi pueblo, ni las montañas más allá del paso mi mundo.
La mano izquierda de Ronan se inmovilizó. Sus ojos oscuros se clavaron en Cree. Debía de ser un momento muy amargo para él, pensó Thorn. Durante cinco largos años Ronan había logrado cohesionar a hombres de diferentes tribus y diferentes creencias. Ahora, justo cuando parecía que había triunfado, ¿iban a dividirse por culpa de los Domadores de Caballos?
—Soy un hombre del Lobo —prosiguió Cree. Miró a Ronan con expresión ceñuda—. He dicho lo que debía decir. Ahora bien, si mis hermanos deciden participar en esta defensa, yo te seguiré.
Algo bulló en el rostro de Ronan, que agachó la cabeza para contemplarse la pernera del pantalón, interesado al parecer en un pelo pegado a la piel.
—Yo también —dijo Mitlik.
—Y yo —dijeron Asok, Mait y los demás hombres de la Diosa.
Thorn sonrió a Mait, y éste le devolvió la sonrisa. Después, vio como todos los demás, miraron a Ronan.
—Vaya —exclamó Ronan, levantando la mirada. A la luz del fuego, su piel se veía muy rojiza. Sus ojos centellearon—. Parecemos una manada de lobos.
Thorn tragó saliva. Heno apoyó su manaza sobre el hombro de Cree.
—Eres un buen hombre, Cree. Hemos tenido nuestras diferencias, pero siempre he pensado que eres un buen hombre.
La atención de Thorn se desvió de repente. Miró a Heno y Cree, y visualizó un dibujo.
—Lo primero que debemos hacer es descubrir en qué dirección viajan los Domadores de Caballos —dijo Ronan con voz queda—. Si vuelven hacia el norte o se desvían hacia el este, nuestros planes son innecesarios.
—¿Quieres que esta vez me encargue yo de la exploración? —preguntó Bror.
Ronan meneó la cabeza.
—Iré yo, Bror. Nel y tú quedaréis al mando de la tribu hasta mi regreso.
Los hombres asintieron en señal de aprobación por la decisión, que ya había dado buen resultado en anteriores ocasiones.
—La infusión está a punto —anunció Crim, y Thorn se levantó para ayudarle a llenar los recipientes.
Una hora después, Ronan se encaminó a su choza, la misma en que vivía dos años antes, cuando Nel había llegado al valle. Apartó las pieles de la puerta, se agachó para entrar y fue recibido por una oleada de calor y luz, dos perros, un lobo y su mujer.
Nel había pasado toda la tarde con él, trabajando con los caballos, pero durante el rato que Ronan había estado en la choza de los hombres, había puesto a calentar la carne de reno que constituiría su cena. Sus pieles estaban extendidas sobre el estante de secado y Ronan colgó las suyas en el mismo sitio.
—¿El paso está abierto? —preguntó la joven, que estaba sentada cerca del fuego, rodeada de animales.
—Sí. —Se volvió para mirarla—. El paso está abierto.
Nel asintió. Leir y Sinta, dos cachorros del año pasado, ahora ya crecidos, se levantaron de su cesta, al lado de Nel para acompañar a Ronan a su sitio, meneando la cola. Nigak, tendido con el morro apoyado en el regazo de Nel, abrió los ojos para observar a los perros y luego volvió a cerrarlos. Nel había adoptado a los perros en cuanto dejaron de mamar, y Nigak los toleraba.
Ronan se sentó.
—¿Cuándo te irás? —preguntó Nel.
—Lo más pronto posible. Acabo de comunicar a los hombres que Bror y tú quedaréis al frente de la tribu.
Nel asintió de nuevo. Bror y ella se las habían ingeniado muy bien en la primavera y el otoño pasados, cuando Ronan se había ausentado de la tribu durante una luna para espiar a los Domadores de Caballos.
—Ojalá pudieras venir conmigo, pececillo —dijo Ronan, con tono apesadumbrado—. Aparte de que te echaré de menos, sería conveniente que vieras por ti misma cómo maneja esa gente a sus caballos, pero no puedo dejar solo a Bror, que es el único hombre que puede sustituirme sin provocar celos.
—Lo comprendo, Ronan —dijo Nel en voz baja.
Ronan contempló el fuego con aire pensativo. Tenía un perro a cada lado, con sus morros blancos apoyados sobre las patas delanteras, y también contemplaban el fuego.
—A veces me pregunto, Nel, si me estoy engañando con esta vigilancia de los invasores. Hemos domado ya algunos caballos, es cierto, pero los nuestros son apenas un puñado en comparación con los de los Domadores de Caballos.
—Al menos tú haces algo —señaló Nel—. Las demás tribus se limitan a esperar sentadas. Incluso cuando dijiste en la Reunión de Otoño que los invasores estaban muy cerca, los demás jefes se conformaron con esperar que los Domadores de Caballos regresaran al norte e importunaran a otros pueblos.
La expresión de Ronan era sombría.
—No tardaremos mucho en descubrir adónde se dirigen.
Nel apartó un mechón de su frente. El movimiento molestó a Nigak, que alzó la cabeza y bostezó. Los perros le contemplaron con fascinada reverencia.
—¿A quién piensas llevarte? —preguntó Nel.
—Creo que escogeré a un hombre de cada tribu. Si en verdad los Domadores de Caballos avanzan hacia el sur, siguiendo el curso de uno de los dos ríos, será necesario que organicemos rápidamente una defensa. Si envío a un hombre de los suyos como mensajero, es más probable que las tribus le escuchen.
Nigak miraba sin pestañear a Leir y Sinta. Los perros dejaron caer las orejas un poco en señal de sumisión y miraron nerviosos a Nel.
—Nigak —le reprendió Nel. El lobo volvió a apoyar la cabeza en su regazo y la joven hundió los dedos en su pelaje—. ¿A quién elegirás de la tribu del Búfalo?
—A Crim. —La voz de Ronan sonó apagada, porque se había agachado para desanudar las tirillas que ataban sus botas.
—¿Por qué no te llevas a Thorn?
—¿A Thorn? —Ronan levantó la cabeza, sorprendido—. Thorn es un crío.
—Es mayor de lo que eras tú cuando te expulsaron de la tribu del Ciervo Rojo —le recordó Nel.
Ronan continuó desanudando sus botas.
—Posee la visión de los artistas —insistió ella—. Puede que vea cosas de los Domadores de Caballos que a ti te pasen por alto.
Ronan soltó un bufido de incredulidad.
Nel contempló con una sonrisa su negra cabeza.
Ronan desató por fin los nudos y se quitó las botas. Flexionó sus pies desnudos con alivio. Después empezó a quitarse los forros de hierba de sus botas, para que se secaran ante el fuego. Las botas de invierno eran algo muy importante para la tribu del Lobo. Al contrario que los mocasines, confeccionados con piel delgada de pata de reno, las botas se hacían con la piel gruesa de la frente y luego se cubrían de hierba, que la tribu secaba y liaba en madejas con este propósito. La hierba seca mantenía los pies secos y calientes, al absorber el sudor y filtrarlo por la piel porosa. Era un descubrimiento muy importante, porque con temperaturas muy bajas cualquier humedad en la piel la hacía vulnerable a la congelación.
Ronan terminó de extender la hierba y colocó sus botas aliado del par mucho más pequeño de Nel, cerca del estante de secado. Cogió sus mocasines y volvió junto al fuego.
—¿Por qué no quieres que lleve a Crim? —preguntó.
—Confío en la cabeza fría de Crim cuando te vas —admitió Nel.
Ronan se calzó los mocasines.
—Supongo que podría llevarme a Thorn —dijo por fin—. Su padre goza de cierto prestigio en la tribu del Búfalo.
—Fue imposible hablar con los jefes el pasado otoño —dijo Nel al cabo de unos instantes—. Ninguno quiso escucharte. ¿Crees que esta vez será diferente?
—Escucharon —replicó él—, pero no creyeron que corrían peligro. Ojalá tengan razón.
—Pero tú no lo crees.
Ronan sacudió la cabeza.
—No lo creo. —Resopló—. Ese estofado huele bien. ¿Cuándo cenamos?
Al oír aquella palabra mágica, Leir y Sinta se incorporaron y ladraron.
Aquella noche, Nel yacía dormida en la oscuridad y escuchaba los ronquidos de los perros. Bajo su mejilla notaba caliente y suave el hombro desnudo de Ronan y el calor de sus cuerpos lograba que las pieles de dormir que compartían parecieran más confortables. No habían hecho el amor, porque la sangre lunar de Nel había empezado a fluir el día anterior.
Ronan siempre afirmaba que le daba igual no tener hijos todavía. De hecho, en más de una ocasión había dicho que quizá era mejor así, que ignoraba lo que haría si Nel fuera incapaz de realizar el trabajo que llevaba a cabo con los caballos.
Nel sabía que sus palabras contenían cierta verdad, pero no la consolaban.
Las demás mujeres de la tribu tenían hijos. Sólo ella era estéril. Sabía que Ronan ya era padre de algunos niños. Los hijos de Cala y Borba se le parecían de manera inconfundible. Sin embargo, su sangre lunar fluía cada mes y ninguna de las hierbas que tomaba cambiaba la situación.
Las demás mujeres solían comentar la suerte que tenía de estar casada con Ronan, que no la había rechazado por ser estéril.
—Es evidente para todos, lo mucho que te quiere —le había dicho Fara el día anterior, cuando había advertido la desesperación que Nel conseguía ocultar casi siempre.
Era verdad, pensó Nel ahora, acurrucada en la curva del cuerpo de Ronan. Él la quería. Ella era su pececillo y Ronan jamás haría nada que pudiera dolerle. Además, estaba tan obsesionado con la doma de caballos —para lo cual la necesitaba— y con la amenaza de la probable invasión, que un hijo no era algo importante para él.
«Tengo muchas cosas», se dijo Nel. Era una locura desear más.
Pero no podía evitarlo. Quería un hijo. Amaba a su marido y a sus animales, pero anhelaba fervientemente un hijo.
El mayor temor de Nel era que hubiera ofendido a la Madre, y su falta de hijos constituyera su castigo. La Diosa la había designado como siguiente Señora del Ciervo Rojo, pero Nel había elegido a Ronan. La suya no era una unión que la Madre quisiera bendecir.
¿Qué podía hacer? Cada luna, cuando su sangre fluía, los pensamientos de Nel recorrían el mismo camino de siempre. ¿Qué podía hacer para aplacar a la Diosa?
«Tendré que ir a la cueva sagrada.»
Ésta era la idea que cada vez acudía con más frecuencia a la mente de Nel. Si ella y Ronan celebraban los Sagrados Esponsales en el lugar más sagrado de la Diosa, quizá la Madre se ablandaría. Entonces, tal vez, el útero de Nel despertaría con la vida de un niño.
De alguna manera, pensó Nel mientras apoyaba la mano sobre su vientre liso, de alguna manera tenía que conseguir llevar a Ronan a la cueva sagrada.