CAPÍTULO IV

Arika se enfureció al saber que Ronan había matado al oso.

—¿En qué estaban pensando los hombres —gritó a Pier, el cazador que le había informado de la noticia—, cuando permitieron que un muchacho que aún no ha cumplido un año como iniciado fuera el Matador del Oso?

—Tal vez no me has escuchado bien, Señora —respondió con paciencia Pier—. El oso había desviado la lanza de Erek y se aprestaba a despedazarle. Erek estaría muerto de no haber sido por Ronan. Reconoce los méritos del muchacho, Señora. Fue el único de nosotros que plantó cara al oso. —Las fosas nasales de Pier se dilataron—. ¡Espera a verlo! Nunca había visto un oso tan grande.

Arika emitió un sonido sospechosamente parecido a un siseo.

Pier le dirigió una mirada de desaprobación.

—Erek está malherido. La Anciana le está curando.

—Erek tendría que haber matado al oso —dijo Arika—. Si un chico como Ronan pudo matarle, el fracaso de Erek es inexcusable.

—Ronan llevó a cabo la mejor matanza que he visto en mi vida, y he visto muchas —dijo poco a poco Pier—. No minimices su hazaña. Todos los hombres que estaban presentes saben muy bien lo que hizo.

Arika desvió la mirada.

—Muy bien —dijo con brusquedad—. Puedes marcharte, Pier.

—Iré a ver cómo está Erek —informó el hombre, y se volvió hacia la puerta de la choza.

En cuanto las cortinas se cerraron a su espalda, Arika empezó a pasear arriba y abajo del escaso espacio que quedaba libre de sus pertenencias. Aún seguía paseando cuando apareció la Anciana.

—He atendido a Erek —anunció—. Si las heridas no se infectan, vivirá.

—Bien —espetó Arika. Erek había sido su amante durante los dos últimos años, pero no merecía su compasión. Le había fallado.

—Los hombres no hablan de otra cosa que no sea Ronan —dijo Fali.

Arika dio media vuelta y la traspasó con la mirada.

Fali no se arredró.

—Es como tú, Señora —dijo—. Valiente. Y también un líder.

Además de ira, algo sombrío cruzó por el rostro de Arika. Levantó la mano como para conjurarlo.

—Ya —dijo quedamente. Se dejó caer en una de las pieles de ciervo que cubrían el suelo de la choza y con un gesto indicó a Fali que la imitara. La Anciana se sentó, con mayor lentitud que Arika.

—Posee mi fuerza de voluntad y el encanto de Iun —dijo Arika cuando Fali se acomodó por fin—. Me aterra —añadió, también quedamente. Cogió un palo y removió las cenizas del fuego apagado—. Siempre me ha asustado.

Fali contempló la mano de Arika.

—Me recuerda a Mar —dijo.

Arika levantó la vista.

—¿Mar? ¿El hombre del Caballo que te raptó?

—Sí. Ronan y él no se parecen, pero son muy similares en otros aspectos.

—Ese Mar era un jefe, ¿no?

—Sí.

Arika siguió removiendo las cenizas.

—Nunca se lo había contado a nadie —dijo—, pero la noche anterior al nacimiento de Ronan tuve un sueño. —Un montón de cenizas se derrumbó y el polvo remolineó en el aire, sobre el hogar. Arika dejó el palo y miró a Fali—. En el sueño vi un rebaño de ciervos rojos que pacían en el bosque. Una pantera de las cavernas estaba al acecho. Vi que el sol brillaba en el cielo y se reflejaba en la piel negra de la pantera… Arrancaba destellos de ella. Brilló hasta que su negrura fue casi tan brillante como el sol. Era como si el sol la acariciara, la amara… —Una mueca de dolor apareció en la boca de Arika—. En cuanto vi al niño, en cuanto vi su cabello negro, aquellos ojos oscuros, supe que era la pantera. Y supe que debía abandonarlo. —Sus ojos se ensombrecieron—. Mi debilidad me lo impidió.

—Por eso le diste la espalda —repuso lentamente Fali.

Arika asintió.

—Sabía que era peligroso dejarle pensar en mí como su madre, dejarle pensar que podría tener alguna autoridad sobre la tribu.

Fali emitió un leve sonido ambiguo.

—Pero estos últimos años —continuó con voz débil Arika—, a medida que le veía hacerse hombre, he comprendido que me equivoqué al dejarle vivir. Fui débil, Fali. Durante muchos años deseé un hijo… Y cuando llegó… no pude hacerlo.

—Es cierto que es un líder —dijo Fali—, pero los hombres siempre han tenido un líder en las cacerías. ¿Qué tiene eso de peligroso?

De pronto, Arika pareció envejecer.

—Ronan tiene algo de lo que carecen los demás hombres. —Se frotó las sienes, como si le dolieran—. Ha estado haciendo preguntas sobre el Camino del Dios del Cielo.

Fali guardó silencio. Arika dejó caer las manos y sus ojos se clavaron en Fali.

—Yo soy la Señora de la Madre Tierra —dijo—. De todas las tribus del Clan, sólo la tribu del Ciervo Rojo sigue a la Diosa. Es mi deber, Anciana, mantener la tribu en su Camino.

—Ronan es zurdo —observó Fali—. El camino de la izquierda es el Camino de la Diosa. Se me ocurre que tal vez la Diosa haya puesto su marca en él, Arika. Quizá era ése el significado de tu sueño.

—Yo no opino lo mismo —repuso Arika, sombría.

Hubo una pausa. Fali suspiró.

—El motivo de que la tribu del Ciervo Rojo se haya mantenido fiel a la Diosa durante tanto tiempo es que siempre hemos tenido una Señora Prudente y sabia que nos guiara. A lo largo de mi vida he conocido a Lana, Elen y Meli, y después a ti. Todas comprendían lo que significaba ser Diosa en la Tierra de la tribu. —La voz de Fali cambió—. Después de ti, Arika, seguirá Morna.

Arika alzó el mentón.

—Morna será una buena Señora —afirmó.

Fali enarcó las cejas, rodeadas de arrugas.

—Es joven —replicó la Señora, al percibir su escepticismo—. Joven y todavía un poco atolondrada. Pero madurará.

—¿Sí? —dijo Fali.

—Es la única hija que la Madre me ha dado —respondió Arika—. Lo hará.

Mientras atendían las heridas de Erek, el resto de la tribu se dedicó a preparar el festín que constituía la segunda parte del ritual de la Matanza del Oso. Este festín se celebraba tradicionalmente en la caverna de los hombres, y una norma estricta de la tribu ordenaba que sólo los hombres y mujeres iniciados podían comer la carne del oso. Incluso los perros eran expulsados de la cueva, por si lamían la sangre o mordisqueaban algún hueso. Después del festín, los hombres y las mujeres recogían los huesos y los enterraban.

En Ronan, el matador del oso, recaía el honor de cortar la cabeza del animal. Cuando terminó, Ronan la colgó en el lugar de honor de la cueva, para que el oso pudiera contemplar a la tribu durante el festejo. A continuación, se troceó la carne y las mujeres la cocinaron en dos enormes calderos de cráneo de mamut.

Neihle acompañó a Ronan a su choza para que el muchacho se lavara y cambiara sus ropas manchadas de sangre.

—Tu papel en la fiesta será mucho más importante de lo que pensabas —comentó Neihle mientras salían de la cabaña familiar en dirección a la caverna de los hombres. Sonrió—. Supongo que estarás hambriento.

—Siempre estoy hambriento —replicó Ronan. Pasó el dedo por debajo de la cinta de piel decorada que llevaba alrededor de su mojada cabeza negra. Era la cinta que llevaban en la fiesta los matadores de osos.

—¿Está demasiado floja? —preguntó Neihle—. Yo te la arreglaré. —Después de ceñir la cinta y reanudar el camino, Neihle advirtió—: Has de terminar toda la carne que te den. No debe quedar ni un trozo de carne del oso sagrado; hay que consumirla toda en la fiesta. Y el trozo más grande corresponde al matador del oso.

—Podré hacerlo —dijo Ronan, con toda la confianza de un muchacho en pleno crecimiento.

Neihle le dirigió una mirada burlona, pero no contestó.

La caverna de los hombres estaba abarrotada de gente sentada con las piernas cruzadas alrededor de un fuego que ardía lentamente, sobre el cual hervían los dos grandes calderos. Los hombres se sentaban a la derecha del fuego, y las mujeres a la izquierda.

La primera persona a la que Ronan vio fue su madre, sentada en el lugar de honor, donde el lado de los hombres se encontraba con el lado de las mujeres. Neihle había advertido a Ronan que, como matador del oso, debía ocupar el lugar de honor de los hombres, al lado de la mujer. Jamás había estado tan cerca de su madre.

Observado por los ojos curiosos de toda la tribu, Ronan caminó hasta su lugar. Se sentó.

Ella sólo le miró una vez. Sus ojos castaño rojizos eran perfectamente opacos. Después desvió la vista.

Una furia ciega se apoderó del joven. Apretó los puños. Estaba tan cerca que, si movía apenas el brazo, la tocaría, aunque ella fingiera no darse cuenta.

Ronan se esforzó en disipar la rabia de su rostro. Paseó la mirada alrededor del fuego para distraerse y encontró los ojos preocupados de Tyr. Se obligó a hacer un gesto con la cabeza para tranquilizarle. A continuación miró la cabeza del oso, que colgaba de un poste cercano a la entrada de la cueva.

¡Era enorme!

«No permitiré que me estropee la fiesta —pensó Ronan. Yo soy el matador del oso, y no dejaré que me fastidie.»

Un gran cuerno de carnero lleno de vino de moras recorrió el círculo, y cuando llegó a Ronan, éste lo cogió de manos de Arika sin mirarla y bebió un largo trago. Notó que el calor recorría su interior. Empezó a serenarse. Cuando le tocó el turno de nuevo, bebió con más brío. De repente, sus dedos tocaron los de su madre. Los ojos de ambos se encontraron, estupefactos.

Fue como si el vínculo que una vez les había unido nunca se hubiera cortado, hasta tal punto él pudo leer los sentimientos y pensamientos de su madre. Descubrió que ella no sentía tanta frialdad hacia él como Ronan pensaba. Vio su respiración acelerada, casi pudo percibir el esfuerzo que hacía por controlarla. En especial, percibió su miedo.

Arika había apartado la cara casi al instante, pero Ronan continuó observando su perfil. Después miró sus manos, enlazadas en el regazo. Las apretaba con tal fuerza que los nudillos estaban blancos.

Le tenía miedo.

«Me alegro de que me tengas miedo, madre —pensó mientras contemplaba aquellos nudillos blancos con fría satisfacción—. Me alegro mucho.»

Levantó la cabeza para echar un vistazo al círculo tribal desplegado ante él, y vio que Adun le miraba con una expresión extraña, casi de temor. Ronan sonrió.

A Arika la fiesta se le hacía interminable. Los cánticos se sucedían sin pausa. A su izquierda, percibía la inquietud de Morna. No estaba permitido hablar en la fiesta del oso, sólo cantar, comer y beber del cuerno. Los hombres y las mujeres estaban sentados a ambos lados del fuego, frente a frente. Incluso comían de calderos diferentes. Morna se aburría.

Ronan no se aburría. Arika notaba el júbilo de su hijo, gracias al vínculo común que Ronan también había descubierto. La súbita comunicación que había surgido entre Ronan y ella la afligía. No quería conocer a Ronan. Sólo implicaba peligro. Peligro y tristeza.

Los hombres estaban impresionados por la forma en que Ronan había matado al oso. Era un oso gigantesco. Arika también se sintió impresionada cuando lo vio.

Un tambor de piel de lobo redoblaba suavemente, y Pier empezó a cantar el relato de la matanza. Los congregados en la cueva escucharon la historia con suma atención. Arika reparó en que incluso Morna escuchaba. La Señora volvió a contemplar la enorme cabeza del oso. Imaginó cómo habría sido la experiencia de precipitarse hacia aquel animal terrorífico. El orgullo materno, espontáneo, inesperado y no querido, hinchió su pecho. Se volvió hacia Ronan.

Tenía la sonrisa y la estatura de Iun, pero aquel perfil aguileño era suyo. «Es hermoso como hombre, al igual que Morna es hermosa como mujer», pensó.

Él debió advertir el movimiento de su cabeza, porque volvió la suya y, por segunda vez aquel día, Arika y su hijo intercambiaron una reveladora mirada.

Lo que cada uno vio esta vez fue la imagen reflejada del otro. La misma sangre corría por sus venas, la misma energía caracterizaba sus voluntades; la misma disciplina, la misma audacia, la misma fría determinación había moldeado sus caracteres. Eran en verdad madre e hijo. Durante un breve y fugaz momento, ambos lamentaron amargamente que también tenían que ser enemigos.

Cuando depositaron su ración frente a Ronan, éste comprendió la mirada de Neihle.

«Es imposible que pueda comer todo esto», pensó Ronan. Levantó la vista de los grandes trozos de carne. ¡Le habían dado la mitad del hígado, como mínimo!

—Has de comerlo todo. Y no puedes vomitar —dijo la voz grave de Arika.

Ronan contempló la carne que habían servido a la Señora. Era un trozo minúsculo, comparado con las montañas que descansaban sobre la piel de reno, delante de él. Dedicó a su madre una mirada de indignación.

Ella sonrió levemente. Era la primera sonrisa que recibía de ella. Ronan cogió un trozo de hígado y se lo llevó a la boca.

—El Hermano Mayor consiguió vengarse —confió mucho después Ronan a Tyr, cuando la fiesta terminó y los dos jóvenes se disponían a acostarse.

—Nunca había comido tanto en toda mi vida —corroboró Tyr—. Ni siquiera cuando de niño me atiborraba de salmón hasta vomitar.

—Ojalá hubiera vomitado —gruñó Ronan—. ¡Cualquier cosa con tal de sacarme esta piedra del estómago!

—Es el precio de ser un héroe —argumentó Tyr.

—Recuérdame que te haga pagar caro ese comentario. Algún día, si es que puedo volver a andar.

Como respuesta sólo obtuvo una carcajada.

La hazaña de Ronan también había impresionado a las chicas. Un grupo se quedó charlando en la cueva de las mujeres después de la fiesta, todavía despejadas pero impedidas de hacer otra cosa. Durante los tres días posteriores a la Matanza del Oso se consideraba sucios a los hombres de la tribu, y debían abstenerse de cualquier actividad sexual. En consecuencia, la única alternativa que les quedaba a las chicas era hablar, y la conversación se centro en Ronan.

Morna escuchó en silencio.

—Me pregunto con quién se casará —dijo Cala, con cierto anhelo.

—¿Y para qué va a casarse? —rió Borba—. Se lo pasa mucho mejor así.

—Todos los iniciados deben casarse —apuntó Tosa—. Al igual que todas las chicas. —Se encogió de hombros—. Las cosas son así.

—Ya —suspiró Borba—. Tienes razón.

Iba a casarse durante la próxima luna llena, y la pérdida de su libertad le causaba nostalgia.

—No todas las chicas han de casarse. —Eran las primeras palabras de Morna.

Las demás la miraron fijamente.

—Es cierto —contestó Tosa en voz baja—. La Señora no se casa.

Morna escudriñó las caras iluminadas por el fuego.

—Tendréis que compartir vuestros maridos conmigo —dijo. Y sonrió.

Se produjo un silencio tenso. A juzgar por sus expresiones, las chicas no consideraban muy agradable la perspectiva.

De repente, los ojos de Borba se ensancharon. Sus labios se curvaron en una sonrisa tan encantadora como la de Morna.

—Es una pena que no puedas acostarte con Ronan, Morna. Te aseguro que es toda una experiencia…

Borba calló y exhaló un suspiro estremecido.

—Exacto. —Iva se apresuró a prestar su apoyo a Borba. Lanzó una mirada a Morna—. La mujer que no ha yacido en brazos de Ronan no ha vivido.

Los ojos castaños de Morna se entornaron y pasaron de Borba a Iva.

—Es un hombre como todos los demás —dijo con tono áspero.

—No —replicó Cala con absoluta sinceridad—. Ronan no es como los demás hombres.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tosa, burlona—. No te has acostado con otro hombre.

—Nunca lo he deseado —contestó Cala.

—¿Qué hace para ser tan diferente? —preguntó Morna.

Fue Borba la que respondió.

—No es lo que hace, sino cómo lo hace. Incluso aquella primera vez, cuando la iniciación…

Miró de reojo a Morna y sonrió satisfecha al ver la expresión de la muchacha.

—No te creo —dijo Morna.

Borba se encogió de hombros.

—Si no puedes comer carne de búfalo, Morna —intervino Iva—, supongo que no te gusta la carne de búfalo.

—No os entiendo —dijo Cala, confundida—. ¿Por qué habláis así de Ronan a Morna? Son hermanos.

—Ya. —Borba echó hacia atrás su trenza dorada. Morna y ella intercambiaron una mirada—. Exacto.