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En el monitor principal, las tres constantes sufrieron primero un vértigo, acelerándose en sus pálpitos mucho más que en las distintas subidas y bajadas de los últimos minutos, hasta que, de pronto, quedaron convertidas en líneas rectas.
—¡No hay pulso!
—¡Está muerto!
—¡Hay que abrir el sarcófago!
—¡Rápido!
—¡Preparados para reactivación médica!
Kumiko se tapó la boca con ambas manos. María miró a Ryutaro Tenji. Los técnicos corrían para abrir la tapa superior y desconectar los cables. Todos los indicadores marcaban cero.
Una voz se impuso al pequeño conato de caos.
—¡Quietos!
Miraron a Jyuro Nagako.
—Jyuro… —gimió su esposa.
—¡Nos ha pedido una oportunidad! ¿Lo has olvidado? —gritó el hombre—. ¡Ha dicho que no le despertáramos sin más, aunque pareciera que tenía problemas graves! ¡Ha dicho que podía regresar, que confiáramos en él, que era su oportunidad de acabar con las pesadillas! ¿Es que no vamos a dársela?
Los monitores seguían marcando cero en todas las constantes.
Habían transcurrido cinco segundos.
—Hiro… va a morir —exhaló Kumiko.
Jyuro Nagako estaba hipnotizado frente a los monitores.
Siete segundos de parada general.
—Señor Nagako… —balbuceó Ryutaro Tenji.
Nueve segundos.
—¡Oh, no! —Se echó a llorar Kumiko.
Diez segundos.
—De acuerdo… —dejó caer la cabeza sobre el pecho el padre de Hiro.
En ese momento las constantes no sólo se activaron de nuevo, sino que se recuperaron estabilizándose en cifras llenas de normalidad, pulso, presión…
Todos los presentes en el laboratorio, en cambio, perdieron definitivamente las suyas.