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El Albatros 1 sobrevoló Barcelona en mitad de un cielo radiante y una atmosfera limpia, que permitía ver, pese a que pronto anochecería, decenas de kilómetros en torno a la gran urbe mediterránea. El mar, azulado aunque también ligeramente plomizo, desapareció a su derecha cuando el avión supersónico giró trescientos sesenta grados, más allá del norte de la ciudad, con el objetivo de situarse en posición de aterrizaje. Para Hiro, fue el primer disparo directo a su conciencia. Barcelona ya era habitual en su mente después de los últimos tres días, viendo planos y sistemas virtuales u holográficos con objeto de familiarizarse con su entorno, pero la realidad siempre era muy superior a todo lo demás. Atrapada entre las montañas y la línea de la costa, daba la impresión de extenderse a lo largo de ella, en una sucesión infinita de edificaciones frente a las playas y las dulces olas del mar. Los rascacielos, construidos en la primera década del siglo XXI según sabía ahora, dotaban de un nuevo perfil urbanístico a la gran capital. Algunos desafiaban las normas, otros simplemente eran lo que cualquier arquitecto definiría con una simple palabra: «singulares».
Pero entre todos ellos, lo primero que vio, destacando con nítida claridad sobre el conjunto, fue las ocho torres de la Sagrada Familia.
Aquellas agujas esculturales apuntando al cielo.
Hiro sintió un vacío en su mente y un peso en su estómago.
—¿Qué te parece? —oyó decir a su padre.
—Es distinta a Londres, y sobre todo a Tokyo —se volvió hacia él.
—En Japón es una ciudad muy valorada, ya te lo dije. Es uno destino turístico de primer orden, excepcionalmente por Gaudí.
Trataban de hablar de ello con naturalidad. Aquel nombre había pasado a formar parte de sus vidas. Lo incongruente eran las pesadillas, no la realidad de aquel universo arquitectónico tan especial.
Hiro apartó sus ojos de la Sagrada Familia para tratar de localizar los otros edificios, o el parque, pero le fue imposible. Paseó sus ojos absortos por otros detalles relevantes de la capital catalana.
—Mira —señaló casi debajo de él.
Su padre pegó la nariz al cristal.
Sobrevolaban Montjuïc, el Estadio Olímpico, el Palau Sant Jordi. Muchos grandes músicos habían actuado allí y eso sí era del dominio de Hiro. Tenía un par de discos minicompactos registrados en directo, con fotografías, y un vídeo holográfico de los Satanic Preachers filmado también en aquel conjunto. A dos años del vigesimoquinto aniversario de la celebración de los Juegos Olímpicos, había leído que la ciudad preparaba una gran serie de festejos deportivos, culturales, musicales…
—Estaos quietos, que vamos a aterrizar —les recriminó su comportamiento Kumiko.
Los asientos modulares, graduables se adaptaron de nuevo a su posición. El vuelo Londres-Barcelona había durado apenas treinta y cinco minutos. Hiro sin embargo siguió oteando más allá de la pequeña ventanilla. Las pistas del aeropuerto pronto reemplazaron a la ciudad, extendida hasta allí y envolviéndolas. La toma de tierra fue suave, apenas un brinco.
Bajaron del avión por uno de los fingers y entraron en la terminal, con el aire acondicionado no demasiado alto. La recogida de maletas fue automática, así que en menos de diez minutos y tras pasar por el control de identidades, se encontraron en las instalaciones exteriores. Kumiko exteriorizó su última preocupación.
—¿Seguro que vendrán del consulado a…?
—Ahí está —indicó su marido.
El hombre, sosteniendo un precario cartelito luminoso en el que podía leerse tan Sólo la palabra «Nagako», se paseaba por delante de la salida. Ya se había fijado en ellos, los únicos japoneses del vuelo, pero aguardaba paciente a que los recién llegados se identificaran.
—¿Señor Jyuro Nagako? —expandió una sonrisa feliz cuando los tres se detuvieron frente a él.
—En efecto.
El del cartelito hizo una reverencia ritual, inclinando levemente la cabeza tres veces, una por cada uno de ellos, mientras apagaba el rótulo. Hiro y sus padres le correspondieron con otras tantas inclinaciones.
—Mi nombre es Aso, Chuichi Aso —se presentó.
Su sonrisa era tan grande que apenas se le veía el rostro.
—Mi esposa, Kumiko, y mi hijo, Hiro.
—Es un placer, ¿han tenido un feliz vuelo?
—Sí, perfecto.
—En este caso…
Se puso delante del carrito con los equipajes, ejerciendo el mando, y le siguieron hasta salir de la terminal. Allí se acabó la refrigeración.
Una densa oleada de calor estival, pese a que todavía le quedaban un par de días a la primavera, les azotó la cara para acabar de gritarles que se encontraban en el paraíso mediterráneo.