69
La casita del Parque Güell.
Entró.
Se detuvo frente a los mandos operativos. «Inicio del Juego», «Pausa», «Stop». Había otros: «Música», «Volumen», etc.
Presionó el dígito de «Inicio del Juego».
Salió por la otra puerta y se enfrentó al primer nivel. Estaba en los Pabellones Güell, con la puerta del Gran Dragón enfrente. Se aprestó a luchar. Imaginó que la bestia cobraría vida, saldría de la puerta y le atacaría.
No sucedió nada. De momento.
Tampoco había armas a ambos lados de su visión, ni el recuadro con la puntuación arriba. Nada.
Gauditronix era distinto.
Un paseo.
No se descuidó, mantuvo la guardia. Llegó hasta la puerta y alzó una mano para tocar el dragón, exactamente igual como lo había acariciado en Barcelona días atrás. De hecho, era como si estuviera en Barcelona. En Gauditronix todo era luz.
Estaba en Barcelona.
Pasó por los Pabellones Güell, más y más confiado, relajado. Abrió una puerta y reconoció la azotea de La Pedrera. El segundo nivel. Las chimeneas brillaban al sol, inmóviles y serenas. Descendió hasta el pasadizo que sustentaba el techo y después bajó a la calle. Pasó por la puerta en forma de pompas de jabón aplastadas y verticales. Ninguna araña, ninguna oscuridad. En el exterior miró la fachada de piedra del edificio. Pero esta vez no se convirtió en un mar.
Cuando volvió a emprender el camino estaba ya en el tercer nivel. El Parque Güell. La salamandra de colores se le antojó un regalo visual, y lo mismo las columnas que sostenían el parque, los bancos formando una enorme y repetida «s», el paseo de las columnas torcidas, las extrañas formas de las barandillas y los muros. Todo estaba vacío. Siguió avanzando. Tantas luchas, tantas lecciones, tantas formas de avanzar y llegar hasta el octavo nivel, y ahora no sucedía nada. Un hermoso tránsito, un relajado paseo.
El cuarto nivel fue para la Colonia Güell, con su cripta, su irregularidad arquitectónica, su conjunto en forma de cabaña medieval perdida en un bosque de fantasía. El quinto nivel era ahora el colegio Teresiano, solemne, majestuoso. Fue el tramo más corto y lo cubrió al término del pasadizo blanco, con los arcos superiores formando una avenida celestial por encima de su cabeza. Una puerta le condujo a la casa Batlló, la Casa de Los Mil Ojos. Se encontró precisamente dentro de ella, después de haber accedido por uno de esos ojos, una puerta irregular diseñada por una mano inestablemente genial. Tardó más en salir de allí. Pasó por puertas y ventanas, se deslizó por nuevos pasadizos, subió y bajó sus sorprendentes escaleras, se encontró en el techo, con la Serpiente. Acarició sus escamas de cerámica y regresó a la calle.
El séptimo nivel fue de nuevo breve, el Palacio Güell. Las caballerizas, donde había desarrollado tantos combates a muerte, las atravesó en un abrir y cerrar de ojos. Los Vigías, las chimeneas, los gigantes de colores que siempre le impedían el paso multiplicándose, volvían a ser lo que eran: árboles de piedra coronados por copas extravagantes, con colores de arco iris, capciosas formas verdes o cerámicas troceadas por un azar inaudito.
Cuando el Palacio Güell quedó atrás, Hiro se detuvo ante la última puerta.
La abrió.
Y llegó al octavo nivel.
La Sagrada Familia.
Volvía a estar allí, y esta vez para quedarse.