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Las oficinas de Tamusara Enterprises estaban en el centro de Tokyo, en Minato-Ku, cerca de la Torre de Tokyo y del Zojoji Temple. Sin embargo, el complejo industrial, los laboratorios de investigación y diseño, y la principal fábrica, se emplazaban más al oeste, a dos tercios de camino de Yokohama y Kamakura, en Ontakeshan, al sur de la New Tokaido Line. Viajaban todos en el automóvil, negro de María Tamusara. Ningún control se le resistió. Ni siquiera hizo falta bajar la ventanilla. Las dos barreras se levantaron, accionadas por sorprendidos guardias de seguridad, y el coche no se detuvo hasta la puerta principal de la factoría. Alguien había avisado ya a los responsables porque un comité de bienvenida se apresuraba a salir a modo de recepción no oficial. Al frente destacaba un hombre de mediana edad, cuarenta y muchos años, pero con el cabello enteramente blanco en contraste con sus gafas de concha negra.
—Es el señor Hideki Fukuda —les dijo María Estruch—, el director del complejo. Fue el hombre de confianza de mi marido, y de mi hijo después.
El chofer fue el primero en bajar del vehículo. Se apresuró en abrir la puerta trasera. La propietaria de aquel imperio descendió con un toque de solemnidad. A continuación lo hicieron Jyuro y Kumiko Nagako. Hiro lo hizo por la puerta delantera opuesta a la del conductor.
—¡Señora Tamusara! —Más que un saludo fue un grito—. ¡Es un honor…!
Hubo reverencias de cortesía. Hiro alcanzó a sus padres. Por primera vez, los presentes se fijaron en él. Era de la misma estatura que la misma viuda de Tanako Tamusara.
El rostro del señor Fukuda cambió de color.
El silencio les sobrevoló un par de segundos. Los padres de Hiro se dieron cuenta de cómo miraban a Hiro las personas del grupo de bienvenida. Para ellos, la certeza de estar viendo a un fantasma era evidente.
Hiro y Kazuo habían sido dos gotas de agua, salvando su diferencia de edad.
María Estruch no se detuvo. Entró por la puerta principal llena de determinación, con Hideki Fukuda trotando a su lado, aunque sin dejar de lanzar miradas desconcertadas a Hiro, que les seguía a continuación junto a sus padres. Una docena más de personas, pululando en esos instantes por el vestíbulo del edificio, quedaron paralizadas por el doble espectáculo: Hiro y ella.
—¿Podemos hablar a solas con usted, señor Fukuda?
—¡Oh, por supuesto! —La reacción fue tardía. El hombre, nervioso por hábito en sus gestos, como cualquiera hubiera deducido nada más verle, no hacía más que seguir a su oficiosa superiora.
Sin darse cuenta estaban ya en su propio despacho.
Los cinco. Nadie más.
—Señor Fukuda —no hubo ningún atisbo de recelo o timidez en su voz. Sólo la naturalidad de un gesto firme—. Permítame que le presente a los señores Nagako y a mi hijo Hiro.
Hideki Fukuda se atragantó, esta vez sí.
La leve inclinación quedó abortada de raíz. Su mandíbula inferior se descolgó de la superior. Hiro se hubiera echado a reír de no ser porque el giro de los acontecimientos le tenía también desbordado a él. Las últimas 24 horas habían estado repletas de sentimientos a flor de piel, emociones, risas, lágrimas, descubrimientos, perdones, gratitudes… Un día para conocer todo su pasado. El resto de su vida para aceptarlo. Y de nuevo, una noche más sin pesadillas.
Aunque sabía que seguían allí, en alguna parte de su mente, esperando.
—¿Ha dicho…? —tartamudeó el director del centro.
—Es una larga historia, amigo mío —la viuda de Tanako Tamusara le puso una amigable mano en el hombro, en un gesto nada oriental de complicidad y confianza—. Y ahora mismo no me apetece hablar de ella, ¿le importa?
Hideki Fukuda dijo que no con la cabeza.
—Queremos entrar en el laboratorio personal de mi hijo Kazuo —volvió a hablar María Estruch.
—¿Por qué? —Frunció el ceño el señor Fukuda.
—Por Gauditronix, naturalmente.
—Es curioso.
—¿Qué es curioso?
—Kazuo me dijo unos días antes de su muerte, como si la intuyera inmediata, que volvería del más allá si un día alguien entraba en su laboratorio personal. Yo le sugerí desmantelarlo cuando llegase… el triste momento —le costó decirlo—. Pero Kazuo me dijo que no, que debía permanecer cerrado hasta que usted o alguien de su misma sangre quisiera acceder a él.
—¿Mi hijo… dijo eso? —arrugó el semblante la mujer.
—Me resultó asombroso —Hideki Fukuda miró a Hiro una vez más—. Pero en Kazuo todo lo era.
—¿Nadie más ha entrado desde entonces en ese lugar?
—No, señora Tamusara.
—¿A pesar de que Gauditronix puede llegar a revolucionar la industria del videojuego, como aseguraba mi hijo?
—Jamás me habría atrevido a contravenir los deseos de su esposo o de Kazuo —elevó la barbilla con orgullo—. Fue un honor servirles. Ni siquiera sabemos hasta qué punto desarrolló su hijo el proyecto Gauditronix más allá de lo poco, más bien nada, que nos comentó. No hay pruebas, trabajos previos, ni pantallas, ningún registro fuera de ese laboratorio, nadie trabajó con él o accedió a sus esquemas. Todo estaba en la mente de Kazuo y en su ordenador personal. Hiciera lo que hiciera, lo dejara como lo dejara, sigue ahí, señora Tamusara. Exactamente igual.
—Entonces vayamos a verlo —dijo María Estruch abriendo ella misma la puerta del despacho, en el que habían permanecido de pie todo el tiempo.