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Era un escenario algo distinto del que venía soñando.
Por un lado, más real, por otro más fantástico.
Había estado ya allí, en Barcelona y soñando. Gaudí. Puro Gaudí. Sin trampas. La puerta de acceso al juego era la casita de entrada del Parque Güell. Había un cuadro de mandos con varios dígitos. «Inicio del Juego», «Stop», «Pausa». Accedía a ella y al otro lado aparecía el primer nivel, el fondo submarino, las columnas de agua, la Gran Salamandra. A ambos lados de su pantalla virtual vio diversos objetos. Sus armas. Pero no se trataba del bokken, el jo o el tanto. Había una espada samurái, siete puñales, dos pistolas laser y otros adminículos, un bote de veneno, una jaula con un extraño animal mitad águila mitad león, aunque del tamaño de un gato, una capa de color verde, una docena de bolas de color amarillo adornadas con un rayo de color rojo… Nada de todo aquello había figurado en sus sueños.
Así que se trataba de lo mismo, pero distinto.
Apenas dio unos pocos pasos. Su amiga la salamandra abrió la boca y de sus fauces emergieron cientos de pequeñas salamandras. Se abalanzaron sobre él. Movió una mano y atrapó una de las bolas amarillas. La arrojó y, como esperaba, estalló. Abajo, junto a sus pies, un marcador inició una puntuación. Pero las salamandras apenas se resintieron del incidente. Obviamente las bolas amarillas no podían desperdiciarse con tan poco. Utilizó la espada.
Un millar de salamandras le cayeron encima.
Le mordieron.
Sintió un cosquilleo en la piel. Hizo ademán de quitárselas encima. Eso le costó perder concentración. Las salamandras le derribaron al suelo, le sepultaron, todo se volvió oscuro…
Y le mataron.
«Primera vida», anunció el juego.
Le quedaban dos más.
Recordó la primera vez que había muerto en una de sus pesadillas. La voz del Hombre Sin Rostro le dijo lo mismo.
Volvía a estar en pie. Ni rastro de las salamandras. Miró los artilugios de que disponía. Quizás el animal de la jaula comiera salamandras. Tal vez la capa verde…
Se la puso.
Y se hizo invisible.
Cuando las salamandras aparecieron, en tropel, se quedó muy quieto. Echaron a correr hacia él pero pasaron de largo. Le buscaban, pero no le detectaron. Hiro sonrió. Parecía fácil. Como cualquier juego, videográfico o virtual. Todo era cuestión de aprendizaje.
Ni siquiera lo veía distinto de otros que conocía.
Salvo por Gaudí.
Las salamandras desaparecieron, el mundo oculto bajo las columnas de agua se llenó de paz. Llegó hasta su vieja conocida, la Gran Salamandra. Y se confío.
La bestia cobró vida de pronto y le devoró la cabeza.
Se quedó sin respiración tres segundos. Pudo percibir el impacto, los dientes segándole el cuello, el dolor, la falta de oxígeno y el desesperado latido final de su corazón buscando un término para la sangre que trataba de bombear.
Mientras se recuperaba de aquella sensación, el juego le anunció: «Segunda vida».
De nuevo en el punto de partida. Superó a las salamandras con su capa invisible, atacó a la Gran Salamandra con la espada y la mató. Llegó a las Columnas de Agua y se introdujo en la más cercana para nadar hasta la superficie del lago que después se haría sólido y daría paso a la formación del Laberinto de Colores…
Pudo nadar escasamente unas brazadas. La capa le pesaba y se le enredaba entre las piernas, le impedía progresar. Primero soltó la espada. Después quiso hacer lo propio con ella, pero no pudo. Ahora era de plomo. Cayó de nuevo hacia el fondo y al hacerlo la tela le cubrió la cabeza. Buscó la pared de la columna, tanteando, pero no pudo hallarla. Todo era agua. Agua, frío y oscuridad. Y sintió también la asfixia.
Una asfixia real.
Tan real que…
«Tercera vida».
Logró respirar, se arrancó el casco de la cabeza de un manotazo. Su gesto coincidió con la aparición de la frase: «Fin del juego», que todavía pudo ver, en grandes letras blancas, sobre la negrura virtual.
Hiro miró el equipo, jadeando.
¿Se estaba ahogando de verdad o era parte del juego?
Su maldito subconsciente.
No era más que su primera partida. Sólo eso.
Volvió la cabeza. El laboratorio seguía vacío. Se tranquilizó, tomó aire y se colocó de nuevo el casco.