20
Se levantó de la silla de su habitación cuando oyó abrirse la puerta. Su madre también apareció por la del pequeño estudio donde traducía las obras que le encargaban. Jyuro Nagako avanzaba ya por el pasillo con su paso acelerado y breve. Su bigotito parecía bailar por debajo de sus ojos oblicuos, que en ese instante se enfrentaron a su mujer y a su hijo con expectación.
—Traigo uno —reveló aunque no fuera necesario, porque el paquete que asomaba por debajo de su brazo era a todas luces lo que esperaban.
—¿Está todo? —preguntó Kumiko.
—Creo que sí, al menos lo más importante.
Hiro no dijo nada. Siguió a su padre hasta la mesa de la cocina y una vez allí el hombre depositó el paquete, rectangular, sobre el linóleo libre y despejado donde solían desayunar, comer o cenar. No se quitó la chaqueta. Él mismo retiró la envoltura plástica que protegía el objeto y se lo mostró en silencio a su mujer y a su hijo.
Era un libro.
«GAUDI, Mundo y Obra».
Hiro se sentó en una silla. Tomó el libro y se lo colocó delante. Casi le daba miedo abrirlo, como si su contenido pudiera cobrar vida y saltarle encima. Había visto tantas veces moverse aquellas formas. Habían sido tantas noches de miedo. Era tanta su sorpresa.
Un hombre llamado Gaudí había construido todos aquellos edificios en Barcelona, más de cien años antes.
Y seguían en Barcelona, la capital de Catalunya, una parte de España. Tan cerca. Tan lejos.
Incluso su padre se lo había dicho la noche anterior:
—Creía que todo el mundo conocía a Gaudí, hasta tú mismo, hijo. En Japón es muy famoso.
Quizás fuera un ignorante. Quizás tres años fuera de Tokyo fuesen ya demasiados años. Quizás hubiera visto alguna de aquellas construcciones y al llegar las pesadillas no las había relacionado. Quizás los mayores dieran por sentadas demasiadas cosas.
Quizás.
Comenzó a pasar páginas.
Y las sospechas de la noche anterior se hicieron realidad.
Allí estaba todo, absolutamente todo, pieza a pieza, pasadizo a pasadizo, pared a pared, escultura a escultura, universo a universo. Todo. El mundo en el cual penetraba cada noche era un mundo que existía, no era inventado. Y para cualquiera menos para él, era además un mundo hermoso, fascinante, único. El mundo de un genio que había dejado su huella en la vida y en la historia.
Ocho construcciones emblemáticas. Los ocho niveles de sus sueños.
«La Pedrera», «El Parque Güell», la «Casa Batlló», el «Colegio Teresiano», los «Pabellones Güell», el «Palacio Güell», la «Colonia Güell» y la «Sagrada Familia».
—¿Es esto, hijo? —oyó preguntar a su madre.
—Sí —exhaló—. Hasta el más mínimo detalle. Es… como si hubiera estado ya ahí. Lo conozco casi palmo a palmo.
La mano de su padre se posó en su hombro.
—Ha de haber una explicación —dijo sin mucho convencimiento—. Todo eso no puede haber aparecido en tu cabeza sin más.
Hiro continuó pasando páginas.
El Gran Dragón, el padre de todos sus dragones, era la escultura de hierro de la puerta de los Pabellones Güell. La Gran Serpiente era el techo de la Casa de los Mil Ojos, es decir, la llamada Casa Batlló. La Gran Salamandra era una preciosa escultura formada con mil piezas de cerámica de colores a las puertas del Parque Güell. Los Gigantes de Piedra estaban en la azotea de la Casa Milà, «La Pedrera».
Más páginas.
Más evidencias.
Todo su horror contenido en un libro de arte.
Lo único que no aparecía en ese libro era El Hombre Sin Rostro.