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El profesor Albert se detuvo frente a Hiro con el resultado de su examen en las manos. Sus ojos se encontraron, así que, antes de que él se lo pusiera encima de la mesa, ya sabía que estaba suspendido. La peor de las previsiones.

Albert era un hombre singular, de la vieja escuela. Algunos decían que si en Inglaterra volviera la libertad de infringir castigos físicos a los alumnos, él se sentiría de nuevo un ente libre y digno. Toda su amargura quedaba sin embargo superada en momentos como aquél, cuando podía escupirle a un alumno a la cara su fracaso, tanto como cuando podía decirle a otro que era brillante. Porque en matemáticas, para él, no había término medio. O se era un genio o un estúpido.

Y aquel año, en la clase, no había ningún genio, aunque algunos aprobasen por los pelos.

El examen fue a parar a la mesa.

Hiro se sintió golpeado por el insuficiente, claramente escrito en rojo en la parte superior derecha. Una especie de sol naciente a la inglesa.

El profesor Albert continuó su periplo.

Pero con los demás fue mucho más rápido.

Cuando sonó el timbre, como si hubiera medido el tiempo al segundo, acababa de devolver el último de los exámenes.

Hiro rehuyó su mirada. Salió enfurecido, más consigo mismo que con él. Las pesadillas empezaban a interferir demasiado en su vida. En el aikido, en los estudios, en su estado anímico… Creía que Penny sería la estabilidad pero verla en su sueño le acababa de aportar un nuevo miedo. No estaba solo. Ya no. Para lo bueno o lo malo.

—No me lo digas —oyó a Matthew a su lado.

—¿Qué tal tú?

—Un suficiente justo.

—Enhorabuena.

—El amor tiene estas cosas, pequeño —le palmeó la espalda su amigo.

—No digas tonterías.

—Pues ya me dirás.

Se detuvieron al llegar al inmenso jardín en el que todos aguardaban el turno de la siguiente clase. La selecta High School no parecía sufrir los efectos del descenso demográfico. Seguía brillando el sol, en un cielo sin nubes por tercer día consecutivo, así que caminaron hacia la sombra protectora del primer grupo de árboles.

—Nunca he sido una maravilla —le recordó Hiro.

—Pero no suspendías.

No llegaron a alcanzar los árboles. El profesor Edwards los interceptó a medio camino. Era lo más opuesto a Albert que se pudiera imaginar, un hombre afable, que creía en la vida sana, y con un entusiasmo peculiar.

—Nagako, ¿tienes un minuto?

—Sí, claro.

Matthew continuó caminando sólo tras hacerle un gesto cómplice. Hiro se quedó con el profesor de gimnasia y también el entrenador de la sección atlética del centro. El hombre fue al grano.

—Tengo los resultados de las pruebas de hace dos semanas —le comunicó—. Chico, estoy asombrado. Ya lo sabía pero… En serio, de corazón: deberías apuntarte al equipo.

—¿Qué dicen las pruebas?

—Que eres un portento, que estás sano hasta la médula, que tienes una capacidad atlética impresionante… ¿Qué quieres que te diga si ya lo sabes? Tienes un cuerpo idóneo para el atletismo, correr, saltar… ¡Todo! Podrías ser bueno en longitud, en carreras de velocidad, en pruebas de resistencia… ¡En decathlon!

—Señor Edwards…

—Lo sé, lo sé, no te gusta competir —hizo un gesto de rabia—. Por eso haces esa cosa del ai… aika…

—Aikido.

—Eso —apretó las mandíbulas el profesor—. Mira, hijo. Tener un cuerpo sano y no aprovecharlo es un crimen. Y contigo tendríamos una oportunidad de ganar los campeonatos este verano…

—No me interesa, de verdad —trató de contener su vehemencia—. Lo siento. Nunca he creído que correr más que otro fuese importante. No quiero ganar a nadie, que se sienta mal, ni que nadie me gane a mí y me haga sentir mal. Creo que hay otras cosas. En Japón me propusieron lo mismo, y tampoco quise aceptar.

—Es un desperdicio —se lamentó el profesor Edwards—. Genéticamente eres una joya, chico.

Era la primera vez que empleaba aquella palabra.

—¿Han examinado mi código genético?

—Los nuevos procesadores llegan hasta la raíz. Ésa es la cosa. Es como leer en un libro abierto. Todo está ahí, alto y claro. Les pedí que hicieran un trabajo especial contigo, a fondo. Tus padres deben tener unos genes impresionantes.

Hiro pensó en ellos. Jyuro Nagako era un hombre vulgar y corriente, o al menos así se lo parecía a él. Y en cuanto a Kumiko… Su madre era la mujer más maravillosamente normal del universo.

Genéticamente perfecto.

—Gracias por insistir, señor Edwards —fue sincero—. Y lo siento. De veras.

—Yo también lo siento, Hiro —se resignó el hombre—. Vaya que sí.