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No hubo preguntas, Sólo incredulidad.

No hubo cambios, Sólo la lenta aceptación de la verdad.

No hubo reacciones, Sólo la certeza de que su vida había cambiado de raíz.

En lo más profundo.

Ahora, sus padres… —¿Debía seguirles llamando así?—, trataban de razonar lo más difícil, creando una esperanza, aportando lo único de lo que rebosaba su corazón: amor.

Hablaban.

—Yo no podía tener hijos, cariño. ¡Y te necesitaba tanto!

—Eras precioso. En el orfanato nos dijeron que teníamos mucha suerte…

—Es imposible que todo esto tenga que ver con tus pesadillas de ahora, sin embargo…

—Perdónanos por no habértelo dicho antes, Hiro.

—No era fácil.

—Eres tan sensible que creíamos que…

—Pero eres nuestro hijo.

—No importa que no te engendráramos nosotros. Para tu madre y para mí es lo mismo.

—Sí, Hiro, igual que si te hubiese llevado nueve meses en mi seno y después…

No se oía nada proveniente del campo de fútbol. Debían estar en la media parte. Al otro lado de la ventana vio su silueta impresionante. Decían que era el mayor estadio de Europa. Las banderas ondeaban y se veía una porción de los graderíos. Gente feliz. Si ganaban el campeonato lo serían aún más. Y aquella noche Barcelona estaba en fiesta por lo que denominaban «verbena de San Juan», que celebraba el solsticio de verano. Les habían dicho que participaran de ella, que se encendían fogatas en algunas calles y plazas y se disparaban fuegos de artificio, que era la noche más mágica del año para los catalanes.

Todo un mundo.

Y él al otro lado.

—Hiro, cariño —gimió su madre.

—Háblanos, di algo —pidió su padre.

—¿Qué queréis que os diga? —Se encogió de hombros—. Supongo que está bien.

—Estará bien si tú estás bien.

—Bueno, nada ha cambiado —mintió—. Seguís siendo mis padres. No creo que importe mucho de dónde venga.

—A efectos familiares, no. Pero según los médicos tal vez sí en relación a tus pesadillas.

Hiro solía llamarlos «sueños». Sus padres, pesadillas.

—¿No creéis que es absurdo?

—Ya no sabemos qué pensar, hijo.

—Queremos que te pongas bien, nada más.

—¿Dónde me adoptasteis? —preguntó.

—En el Orfanato Akawua, un centro de recogida de Tokyo.

—¿No os dijeron…?

—No, claro —repuso Jyuro Nagako.

—¿Y creéis que ahora sí os lo dirán?

La pregunta no obtuvo respuesta. Las adopciones eran secretas. Aunque, en cualquier caso, si a él le habían abandonado…

Hiro se estremeció de pronto.

Recordó al Hombre Sin Rostro.

Él lo sabía.

Lo sabía todo, ahora era evidente.

Y aquello sí era extraordinario, porque establecía un nexo, un lazo de unión entre su realidad actual y su pasado.

Pero eso no se lo dijo a sus padres.