14
Junichiro Sakaguchi le cubrió con una de sus miradas cargadas de paz al terminar de contarle la historia, los principales detalles de los sueños, la angustia de su inquietud al converger en la peor de las pesadillas. Su sensei se lo había dicho: «Cuando sepas, y cuando estés dispuesto a saber aún más, puedes hablar conmigo». Ahora ya sabía que necesitaba ayuda, que aquello no tenía nada de común, que tal vez se estuviese volviendo loco. Sus padres iban a llevarle al médico. Pero quizás también el aikido pudiera darle respuestas. ¿Y acaso un hombre de cien años, con la sabiduría de uno de mil, no era el más adecuado?
—La mente humana es procelosa —fue lo primero que dijo el anciano—. Tu mente te está diciendo algo.
—Creo que me lo está gritando —manifestó Hiro con pesar.
—¿No tienes ni la menor idea de lo que pueda significar todo esto?
—No, mi sensei.
—Esos lugares… ¿los habías visto antes?
—No.
—Tal vez de niño vieras una película que te impresionara, y esas imágenes quedaran grabadas en tu subconsciente.
—No lo sé —repitió por tercera vez.
—Háblame de los animales.
—Las salamandras son de muchos colores, vivas y rápidas, en cambio los dragones son negros, tienen alas y cientos de puntas a modo de cuchillos que emergen de sus cuerpos, mientras que las serpientes tienen escamas muy brillantes.
—Animales con fondo mitológico. Extraño. ¿Y ese ser al que llamas Hombre Sin Rostro?
—A veces es amenazador, a veces parece amigable aunque siniestro, a veces es como si me hablara un pedazo de hielo, porque es frío como un iceberg.
—Los icebergs Sólo dejan ver una octava parte de su cuerpo —dijo su sensei—. Eso los hace peligrosos.
—Es algo más que eso. Creo que me conoce… de una forma extraña.
—Hiro, ¿te ha preocupado alguna vez no parecer japonés al cien por cien?
—No, nunca.
—Conozco a tus padres. Sus rostros y sus rasgos no engañan. Tú en cambio Sólo pareces tener una cuarta parte oriental, por lo menos en tus facciones.
—Nunca le he dado importancia a eso. Ni siquiera entiendo…
—¿Has dicho eso a tus padres?
—No.
—¿Qué más te dijo?
—Que hiciera preguntas, que todo tenía una causa y un efecto, y que lo buscara a él empezando por mí mismo.
Junichiro Sakaguchi meditó estas últimas palabras.
—Toda búsqueda empieza por uno mismo —reflexionó—, ya que todo está en nosotros.
—Sensei… tengo miedo —reconoció Hiro.
—Si tienes miedo, el espacio parece demasiado pequeño. Si tienes demasiada confianza, el espacio parecerá demasiado grande. ¿Sabes que significa el ai de aikido?
—Refleja el sentido de hacer Uno, poner en orden, armonizar.
—¿Y entonces, entiendes el significado de ma ai?
—Es el espacio que nace del corazón y del espíritu, de uno mismo y del contrario, y que engloba a ambos en una evolución constante hacia la posición más ventajosa. Ma ai no es Sólo noción de distancia, sino que incluye el movimiento de los corazones en el espacio.
El sensei asintió una sola vez con la cabeza, complacido.
—Ese Hombre Sin Rostro está jugando contigo. Te ataca a su modo, pero no te da ninguna fuerza para que tú la utilices en su contra y rechaces ese ataque.
—¡Pero no es más que un sueño! ¡Soy yo quien sueña eso! ¡El Hombre Sin Rostro puede que no exista más que en mi cabeza o en mis pesadillas! ¿Cómo voy a luchar conmigo mismo?
—El ser humano ha luchado consigo mismo desde que pobló la faz de la tierra, Hiro.
El chico se dejó abatir. Los hombros cayeron hacia ambos lados en un claro gesto de impotencia y desesperanza. Junichiro Sakaguchi le colocó una mano en el pecho.
—Shisei —fue lo único que le dijo.
Hiro se enderezó. Shisei equivalía a actitud, postura. Shi era la forma y la talla. Sei la fuerza, el vigor. Necesitaba que su fuerza interior fuese visible desde el exterior. Estiró la columna vertebral hasta tener la sensación de que estaba empujando el cielo con la cabeza. No hinchó el pecho, pero sí sintió el ano cerrado, los riñones distendidos, con el ki confortable y libre.
Expiró. Inspiró.
Kokyu.
—¿Por qué te iniciaste en el aikido, Hiro? —le preguntó su sensei.
—Para poder defenderme.
—¿Sólo eso?
—Y buscar un equilibrio en mí.
—¿De qué o de quién querías defenderte?
—Cuando vivía en Tokyo unos chicos de mi misma calle me… maltrataban bastante, y también en la escuela. Me sentía inferior.
—¿Por qué no un arte marcial más agresivo, jiujitsu, tae-kwondo…?
—Porque odio la violencia, mi sensei. Usted lo sabe. Sólo quería defenderme.
—Tu maestro japonés me escribió cuando viniste a Londres. ¿Sabes qué decía esa carta?
—No. Sólo me recomendó que siguiera aquí mis clases.
—Me decía que eras un alumno especial, que llegarías a ser un gran aikidoka, que absorbías las enseñanzas y que tu mente estaba dispuesta a evolucionar y engrandecerse —le explicó—. Pero también me decía que siempre te faltaría un punto de agresividad final, y que ése era el centro de gravedad inestable de tu equilibrio.
—Creía que eso era bueno.
—No puedes despreciar la agresividad, Hiro. Dominarla, sí. Vencerla, sí. Superarla, sí. Pero no ignorarla, porque está en nuestra esencia humana. Has de poseer aquello que quieras someter. De lo contrario, puede que tarde o temprano te posea y te someta a ti.