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Arriba, a la izquierda, un recuadro le recordaba que era la partida número veintisiete, y que su récord de anotación era de 7952 puntos. Había llegado únicamente al tercer nivel, en la partida vigesimotercera.
Tres sobre ocho.
Cada partida comenzaba en la casita de cuento del Parque Güell. Presionaba «Inicio del Juego» y entraba en el primer nivel. Pero ese nivel no era siempre el mismo, cambiaba el orden. Tanto podía iniciarse en La Pedrera como en la casa Batlló, en el colegio Teresiano como en la Colonia Güell. No había un orden específico, ni un patrón global. Y aunque se repitiera la entrada por una de las construcciones, los peligros eran distintos en cada ocasión. La segunda vez que entró por el Parque Güell, no hubo salamandras, pero recibió la embestida de peces devoradores que volaban con alas bajo el lago. Tampoco le atacó la Gran Salamandra, al contrario, se le apareció sumisa, indicándole que podía montarla, y gracias a ella alcanzó la superficie del lago. Caminó por los pasadizos del colegio Teresiano, el Palacio Güell y la Pedrera, se perdió por las puertas de la Casa de los Mil Ojos, la casa Batlló y se enfrentó a los gigantes de la azotea de La Pedrera. Cuando creía encontrarse en un lugar descubría que se encontraba en otro. Cuando pensaba que después del nivel dos, llegaría el mismo tres de una ocasión anterior, todo cambiaba. El juego era imprevisible, imposible de memorizar. Eso lo hacía muy difícil, fascinante, duro.
Y todavía invencible.
Kazuo debía haberlo terminado antes de morir.
Pero si era así… ¿por qué se había quitado la vida antes de darlo a conocer? ¿Tan insoportable era su dolor?
Llevaba vistos siete niveles, aunque nunca alcanzaba más de tres en una misma partida antes de morir y darse por finalizado el juego. Y cada muerte era peculiarmente dolorosa, sobre todo la última. Siete niveles. Siete edificios de Gaudí en Barcelona. El único por el que todavía no había llegado a pasar era la Sagrada Familia.
Ignoraba el por qué, y de momento, no le importaba. Lo atribuía al azar.
Tenía que ser el azar.
Hiro jadeaba.
Corría y jadeaba. Huía del Gran Dragón. El animal le arrojaba flechas metálicas que salían de sus fauces. Se protegía con un escudo aparecido como nueva arma en su progreso. Si la finalidad del juego era llegar al último nivel, quedaba aún por saber el objeto del juego. ¿Cuál era la recompensa? ¿Consistía sólo en llegar?
Una flecha quebró el escudo. Le quedaba la tercera vida. Buscó la protección de una cueva que surgió a su derecha y se lanzó sobre ella, para quedar atrapado en la tela de araña, que no era otra cosa que la puerta de entrada de La Pedrera.
Ya no había dragón, pero sí una araña, aunque en la oscuridad le vio únicamente los ocho ojos.
Después, la araña lo envolvió en su hilo a toda velocidad, aprisionándole, y le hundió el aguijón en el pecho.
El veneno le paralizó.
«Tercera vida».
No pudo sacarse el casco. Estaba inmóvil.
«Fin del juego».
Inerte durante una breve eternidad.
¿Había eternidades breves?
La muerte final era cada vez más dolorosa.
«¿Quieres seguir jugando?».
Se arrancó el casco, furioso, y se encontró con ellos, sus padres, María Estruch, el señor Fukuda. Estaban allí, observándole con preocupación.
—Hiro, ¿estás bien?
—Sí, ¿por qué? —Se sintió irritado.
—Llevas tres horas jugando, hijo —se alarmó Kumiko.
Tres horas.
Se sentía como si hubieran transcurrido quince minutos, veinte… treinta a lo sumo.
—Estoy cerca —mintió.
—¿Cerca de qué? —preguntó su padre.
—De acabar el juego, nada más. Aún no sé qué relación… Por favor, dejadme.
—Mañana, Hiro, ¿de acuerdo? Esto es…
—Ahora, mamá —le dirigió una mirada tensa—. No hemos llegado hasta aquí para irnos sin más. Déjame seguir.
—Hiro…
Se colocó el casco.
Y volvió a entrar en el Gauditronix.