25
La playa era hermosa.
Y Penny un ángel.
Entraban en el agua, cogidos de la mano. Un agua transparente y pura. Apenas les llegaba a la cintura después de haberse internado cincuenta, cien metros en el mar. Entonces ella se soltaba de su mano y se zambullía igual que un pez, dejando un rastro de espuma blanca que centelleaba con la luz. Hiro la imitaba casi a continuación.
Nadaban.
Nadaban con elegancia, sin cansarse, hasta que alcanzaban una construcción en mitad de la bahía, una plataforma de madera. Matthew estaba allí. Les ayudaba a subir. Entonces Penny agitaba la cabeza, ondeaba su cabello hecho de hebras de paja, y se le abrazaba para darle un beso.
—Esto es maravilloso —le decía—. Gracias.
Hiro se sentía feliz. Y en paz.
A lo lejos, a su espalda, Junichiro Sakaguchi paseaba en barca, silencioso, meditando. Al frente, Barcelona le mostraba su skyline. Los rascacielos, las dos montañas, el Tibidabo y Montjuïc, las torres de la Sagrada Familia.
Y todo estaba bien.
—Podría quedarme aquí para siempre —expresó sus sentimientos.
—No podemos —dijo Penny.
—¿Por qué?
—Es un sueño, y lo sabes.
—Es un bello sueño.
—Por supuesto —ella lo abrazó y le besó.
Cuando abrió los ojos Matthew había desaparecido y también la barca de su sensei. Sólo quedaba Barcelona, y el mar, y aquella sensación tan intensa.
—Hiro…
—Todavía no, Penny.
—Lo siento.
—Un poco más…
—No, Hiro. Ahora.
Abrió los ojos de nuevo, pero esta vez de verdad.
Miró el techo, la habitación del hotel, la ventana abierta detrás de la cual se veía el perfil del Tibidabo. Los ecos de su sueño se mantuvieron unos segundos más por encima de su realidad. Penny no estaba allí, claro. Eso era lo peor. Pero como contrapartida acababa de despertarse en paz, después de haber soñado con ella, sin miedos, ni agobios, ni persecuciones, ni trampas absurdas en el mundo gaudiniano en el que caía noche tras noche.
Pero no aquélla.
No aquélla.
Se levantó y se acercó a la ventana. La abrió de par en par y se asomó apoyándose en el alféizar. Era otra jornada de intenso sol y mucho calor.
—Ya estoy aquí —le dijo a la ciudad.
Había llegado el día.