51

Penny volvía a estar allí.

En el Laberinto de Colores.

Caminó hasta ella, pero la chica se apartó de su lado. Lo intentó de nuevo. Lo mismo. Optó por gritarle:

—¡Penny, sal de aquí, este mi sueño!

Ella le sonrió desde la distancia. Levantó una mano y apuntó hacia otro lado. Hiro siguió la dirección de su gesto y se encontró con Matthew.

—¿Tú también has venido?

—Podemos ayudarte —le dijo su amigo.

—No, nadie puede —aseguró él.

—Te sientes débil. Usa nuestra energía —insistió Matthew.

—Escúchales, Hiro —dijo otra voz.

Vio a Junichiro Sakaguchi. Formaba un triángulo equilátero con Penny y Matthew, con él en el centro.

Sensei

—Sabes que estás cerca, ¿verdad?

—¿Cerca?

—Busca al Hombre Sin Rostro. Es el conductor.

Junichiro Sakaguchi empezó a desvanecerse.

Hiro miró a Matthew.

Apenas era una sombra.

—Penny…

De ella aún flotaba su sonrisa de media luna. Deseó tanto abrazarla, sentirla, besarla…

El Laberinto de Colores dejó de ser sólido. Dejó también de ser un laberinto. El largo bancal del parque, que ya sabía reconocer después de haber estado allí, se convirtió en lo que siempre había sido, sólo que ahora la zona de esparcimiento que encerraba cambió de sólida a líquida. Hiro se hundió en las aguas, primero espesas, finalmente cristalinas. Era inútil nadar, así que buceó para escapar por las columnas de agua.

Llegó a la base de una y salió de su influjo. Siempre había hecho aquel camino en una dirección. Era la primera vez que lo hacía a la inversa. Eso le desconcertó. Nada parecía lo mismo.

¿O sí?

—¿Estás ahí? —le gritó al aire.

No hubo respuesta.

Pero sí una reacción.

De alguna parte, frente a sí mismo, surgió un guerrero.

Hiro se detuvo y lo estudió. No era pacífico. Vestía una ancestral armadura y llevaba una gran espada que sostenía con las dos manos. Utilizaba una máscara terrorífica. En cuanto se materializó, gigantesco, adoptó una postura bélica que no dejaba lugar a dudas.

—Armas —pidió Hiro.

Aparecieron el bokken, el tanto y el jo.

Tomó el bokken con la mano derecha, el jo con la izquierda, y guardó el tanto en su cinto. Se dio cuenta de que iba vestido de aikidoka.

El guerrero le atacó.

Hiro paró el primer golpe con el bokken, aprovechó la energía de empuje de su rival y cediendo ante ella pero reutilizándola en su contra interpuso su mano y propinó un formidable impacto en el pecho a su enemigo con el jo.

El guerrero se evaporó de la misma forma que lo habían hecho Penny, Matthew y su sensei.

Aparecieron otros.

—¿Me estás poniendo a prueba? —volvió a gritarle al aire.

Su futarigake, posición de defensa con dos atacantes a la vez, no hizo detener el ataque conjunto de los dos gigantes. Hiro se revolvió en un palmo de terreno con la suficiente armonía como para conseguir desequilibrar al primero y derribar al otro con un jijuwaza. Se incorporó justo a tiempo de ver, de nuevo, como ambos se esfumaban.

Entonces aparecieron cuatro.

Mucho después, o así se lo parecía a él, la derrota de los cuatro había hecho aparecer ocho, y la derrota de estos ocho había sido el paso para la materialización de dieciséis. Después… treinta y dos.

Ahora luchaba contra sesenta y cuatro.

Y eran demasiados.

Cayó vencido por la cantidad, no por su técnica, que era tosca y rudimentaria. Cada vez que rompía o perdía un bokken, otro llegaba a su mano. Pero en el intervalo, sentía el peso de la derrota más y más cerca. Se debatió con desesperación.

Un guerrero inmovilizó su brazo derecho. Otro guerrero su brazo izquierdo. Un tercer adversario se sentó en su abdomen. El cuarto le dominó una pierna. El quinto la otra. Los restantes devoraron su energía y el último alzó una gran espada dorada por encima de su cabeza.

Hiro tuvo miedo.

—¡No! —gritó.

La espada se abatió sobre su garganta, se la cercenó de cuajo, le separó la cabeza del tronco. Hiro sintió el dolor. El intenso dolor. Con la mente en blanco y el corazón bombeando una sangre que ya no llegaba al cerebro, se debatió en el estertor final.

Iba a morir.

Y sintió la muerte.

La sintió a pesar de saber, una vez más, que aquello era parte del sueño.

A su alrededor, se hizo la negrura.

Después la luz.

Y de pronto se encontró de nuevo en el Laberinto de Colores, con Penny, Matthew y Junichiro Sakaguchi en los extremos de un imaginario triángulo en cuyo centro estaba él.

—Te quedan dos vidas, Hiro —se oyó una voz.

Esta vez sí era El Hombre Sin Rostro.

Se dispuso a continuar la partida.