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Habían pasado más de tres años y, sin embargo, era como si regresaran después de unas breves vacaciones de apenas unos días. Todo estaba igual, la misma ciudad frenética y activa, casi los mismos rostros, su pequeño mundo en Akasakamitsuke, al oeste del Yasukuni Shrine, y también su calle, su propia casa…
Los tres contemplaron el pequeño edificio grisáceo con una mezcla de sentimientos encontrados. Hiro recordó la ilusión de la partida, aquél no tan lejano día de enero. Lejos de sentirse triste, marchaba a un nuevo mundo, fascinante y diferente. Londres se le presentó como la puerta del futuro. Tenía ilusión, ganas. Su madre era la que lo había pasado peor, por el dolor de tener que dejar a la familia, el calor del que nunca antes se separó, el trabajo, aunque en Londres pronto encontró su lugar ejerciendo de traductora. Su padre en cambio confiaba en dar el salto cualitativo. Era su oportunidad, un primer paso, aunque las expectativas, de momento, se mantuvieran aún inalterables a la espera de algo más.
Aquella casa, en el fondo, era todo lo que tenían. El legado de sus ancestros.
Entraron, abrieron los espacios cerrados, corrieron las mamparas, echaron un vistazo al vacío y acabaron los tres en el jardincito posterior. A Kumiko le gustaba recrearlo cada mañana, pasar el rastrillo por la arena blanca e inventar cualquier nueva forma o dibujo. Las piedras, situadas en un ángulo, eran el único adorno. El suelo estaba ahora desigual, machacado por la lluvia de tanto tiempo. Sintió deseos de ponerse a arreglarlo en aquel mismo momento. Antes de deshacer las maletas. Su jardín era muy importante para ella.
Todos los jardines japoneses solían serlo para sus dueños.
—Voy a mi habitación —dijo Hiro.
—Descansa, hijo. Acuéstate —le sugirió su padre.
—No, espera, ¿no quieres comer algo? —Reapareció su madre.
—No tengo hambre, mamá.
—Hiro…
—Con la porquería que nos han dado en el avión y el cambio de horario ¿cómo quieres que tenga hambre? —le defendió el hombre—. Déjale, mujer.
—Debería tomar algo —insistió ella—. Sabes que lleva comiendo mal desde hace demasiado tiempo.
—Tranquila, mamá —Hiro levantó una mano y salió de la abierta estancia que conformaba el núcleo central de su casa.
Entró en su habitación, dejó su maleta y corrió la mampara. A pesar de las diferencias estéticas y de confort, no echaba de menos el piso de Londres. No habría podido vivir como un japonés en Londres, ni como un inglés en Tokyo. Se olvidó de su maleta, se sentó en el suelo, sobre su habitual estera de junco japonés, y adoptó una posición za-zen para meditar.
En el avión, en los ratos de somnolencia, no tuvo pesadillas. No había vuelto a soñar desde Barcelona, cuando durmió en el hospital. Pensó en Penny, sin rehuir el leve dolor de la separación, y sonrió. Ella estaba con él. Se lo había dicho. Estaba con él y le esperaba.
Se aferraba a su amor, lo sabía, pero era lo mejor para hacer frente a todo aquello. Sin Penny todo habría sido distinto.
—Mañana —susurró.