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El sol había concluido su jornada y, engalanado de un color naranja que no era el suyo, se zambullía en el mar. Haslor lo observaba desde la cubierta superior del castillo de popa, los brazos apoyados sobre la barandilla, los dedos cruzados entre sí, la cabeza alta, la cabellera al viento. Podría ser la representación viva del triunfo, si no fuera porque aquel molesto tic se negaba a abandonarle el ojo derecho. Era injusto que el destino le recompensara con esa desgracia. Sabía que el propósito de su organismo, pese a ser mejor que el del resto debido a su alta cuna, no era soportar la presión a la que había estado sometido en los últimos días. Eso explicaba la aparición temporal de aquel movimiento involuntario. Sin embargo, no entendía que permaneciera ahí una vez que todo había concluido.

De todos modos, volvía a su hogar con una cantidad de oro muy superior a la esperada al comienzo del viaje. Quinientas dieciocho monedas de oro, nada menos. Había exigido el pago en metálico, por supuesto, rechazando el ofrecimiento de objetos de arte o de orfebrería que luego tendría que canjear o fundir. Eso nunca más. En realidad, según sus propias cuentas, su botín, tras descontar los gastos que había tenido que afrontar para pagarse las comodidades que su estatus le imponía, el adelanto de los costes de fletar ese barco y el caballo de Otuo, ascendía a quinientas diez monedas.

«Pagué por ese caballo para nada —se dijo—. A ese zote le faltó tiempo para dejarlo escapar.»

Buceó entre sus sentimientos al recordar al que antaño fuera su compañero y mejor amigo en las clases de esgrima, y no encontró nada. Eso le enorgulleció. Seguía en forma.

Fuera como fuese, esa suma le convertía en un hombre mucho más rico de lo que había sido hasta entonces. Tanto que ya nada impediría que su padre contratase a una buena mesnada y aplastase a los rebeldes de Ligsur. Incluso era posible que aquellas riquezas le sirvieran a él mismo para hacerse prematuramente con el control del marquesado. Sí, concluyó que, cuando la ciudad de Ligsur se entregase y el orden se reinstaurara, obligaría a su padre a abdicar. No podía considerarse un anciano, pero a esa edad no estaba en disposición de gobernar como lo haría él mismo. Justo después de hacerse con el control, aprovechando la infraestructura y el ejército disponible, atacaría al conde de Montaigne, odiado vecino y enemigo acérrimo de su casa. Lo derrotaría y se anexionaría sus tierras, convirtiéndose en el señor más poderoso del oeste de Falland. Eso sería suficiente para convencer al duque de Brammont de que le diera la mano de su hija Iliriana, todavía adolescente, pero cuya belleza y atributos ya la habían hecho protagonista de muchos de sus sueños. Sí, poseería a la hija y asumiría el control de las tierras del padre, lo que le traería aún más poder. Los terratenientes le temerían y se ofrecerían como sus vasallos con tal de no ser aniquilados bajo el imperio de sus huestes. Y así, en su omnipotencia, completaría su glorioso destino: destronaría al rey Knopf y ocuparía él su lugar.

Mientras la mente del aristócrata se agitaba con sus planes de futuro, el espasmo del ojo le latía con ímpetu conquistador. Consciente de ello, decidió calmarse, no porque le incomodaran los sueños de grandeza, sino porque no podía soportar que aquel movimiento siguiera haciéndole parecer estúpido. Respiró hondo y retomó sus pensamientos, calculando qué hacer con el botín correspondiente a Reshef. Contaba con usarlo también para sus propósitos, pero era cierto que, si se atenía a la estricta legalidad, no le pertenecía. El viejo Reshef no era un tipo brillante, pero la edad lo convertía en un zorro que había sobrevivido a todo tipo de situaciones. Además, conocía a Haslor desde que este no era más que un mocoso, lo que significaba que intuiría sus planes. El noble podía notar la sombra de recelo en los ojos de su vasallo cuando andaba cerca. Había pensado en ofrecerle un cargo importante en su futuro ejército, así como prometerle propiedades y riquezas, si primero le cedía su parte, claro. Si la codicia podía con él y su respuesta definitiva era no, siempre le quedaba la alternativa de retorcerle el pescuezo y alimentar a los peces con él. Cada vez que se paraba a pensarlo, se preguntaba por qué no empezaba por ahí. Luego recordaba que no era buena idea viajar solo con semejante capital encima. Tenía que ser cauto y esperar.

Fue entonces cuando descubrió que lo estaba volviendo a hacer. Mientras se perdía entre los pensamientos que en los últimos días le atosigaban, se había estado llevando la mano al colgante del que pendían las tres finas dagas de la ladrona.

«La Zorra.»

No la odiaba, eso era algo que había descubierto hacía poco. Era más bien un sentimiento puro y descarnado, algo que ningún plebeyo sería capaz de alcanzar. Estaba convencido de lo que lo que deseaba era darle muerte, pero una muerte en vida, dolorosa, llevando su sufrimiento hasta el límite de su resistencia. Sin embargo, no pretendía ver su cuerpo maltratado, sino que quería disponer de él lozano y juvenil, siempre a mano para ser poseído. Era raro y excitante, pues, después de todo, si ahora él era el dueño de una gran fortuna, en parte se debía a ella. No, aquel era un pensamiento equivocado, no quería que se le despertase un sentimiento cercano al agradecimiento por haber recibido cien monedas a cambio de la espada y de Adaveia, esa paleta. De cualquier modo, ya sabía que una de las primeras decisiones que tomaría al llegar al castillo de su padre sería hacerse con una esclava mestiza de piel morena con la que desahogar sus ansias. Y si tenía los ojos dorados, o un poco claros al menos, mejor.

Agarró con fuerza el colgante y de un fuerte tirón se lo arrancó. Lo arrojó al mar, comprobando al instante que así tampoco se libraría de su rencor.

«Maldita Zorra.»

—Señor, el capitán desea invitarle a un aperitivo en su camarote antes de la cena —le anunció un grumete.

Sus ensoñaciones desaparecieron como una pompa de jabón al oír la voz de aquel muchacho que apenas levantaba tres codos del suelo.

—Anuncia mi llegada —se limitó a contestar, apartándole con un gesto seco.

Haslor se volvió al océano sin más intención que hacerse esperar, como correspondía a alguien de su posición. Detestaba a aquel capitán. No era más que un tipo sin educación ni principios que había tenido la inmensa fortuna de encontrar a alguien entre las ruinas de Melay dispuesto a fletar su barco. Haslor había aceptado pagar los costes del viaje hacia su país, a cambio de un porcentaje de las ventas de las mercancías que el barco transportaba y que, por razones obvias, no habían podido ser intercambiadas en la ciudad devastada.

«Más gentuza que vive de mi caridad. Malditas sanguijuelas.»

El hijo del marqués pasaba por alto en sus pensamientos —a propósito—, el hecho de que había tenido que negociar de nuevo para llegar a aquel acuerdo con el capitán. Entre eso, la venta de sus posesiones, y la escena en la que tuvo que hacer valer sus derechos frente a aquella estúpida asamblea, el noble había tenido suficiente contacto con esas sucias artes mercantiles hasta el resto de sus días.

«Nunca más», se dijo.

Echó un último vistazo al horizonte. El sol se escondía tras la infinidad de olas, con un color rojo que tendía a púrpura. Haslor había oído decir que el último rayo de sol en el mar era verde, algo que él no estaba dispuesto a creer. Detestaba aquellas historias para niños, del mismo modo en que detestaba el mar y todo lo que estuviera relacionado con él. En cuanto pusiera un pie en su patria, no volvería a acercarse a nada que no estuviera asentado sobre tierra firme.

Bajó la escalera del castillo de popa parsimonioso, lanzando miradas altivas a todo miembro de la tripulación que se encontró de camino. Entró en el camarote del capitán sin llamar a la puerta. Encontró aquella estancia exactamente igual que todo lo demás en aquel barco: reducido, incómodo y maloliente.

—¡Buena tarde, patrón! —exclamó el capitán.

Haslor no soportaba que aquel tipo se empeñase en llamarle «patrón», pero al menos el elixir de ron que tenía en la mano era de una calidad aceptable. El inminente marqués respondió con unas palabras que sonaron a algo semejante a un saludo y se sentó en el único sillón más o menos cómodo de toda la nave. El capitán le dio un vaso de cristal de fondo grueso y vertió en su interior el líquido ambarino. Luego trató de darle conversación hablándole de las dificultades por las que habrían pasado de no aparecer él, de otros viajes, de la ya de por sí complicada vida de marino y de muchas otras cosas que al noble le aburrían hasta lo indecible. Si así iban a ser todas sus conversaciones durante lo que faltaba de viaje, más le valía llevar consigo un buen cargamento de ese ron.

El aristócrata vació el primer vaso de un golpe y, casi sin haber intercambiado palabra con su interlocutor, pidió que se lo rellenase.

—¿Mi capitán? —preguntó desde la puerta el mismo grumete que Haslor ya conocía.

—Adelante.

El chico atravesó el espacio con la maña de quien se lleva moviendo por barcos casi desde antes de aprender a caminar. Mientras Haslor se preguntaba si con la cantidad de dinero que les pagaba no tenían suficiente para contratar a más grumetes, el niño le comunicó algo al oído a su superior. Hubo un intercambio de mensajes privados que molestó al aristócrata.

—¿Qué ocurre? —preguntó con el vaso preparado para llevárselo a los labios.

—Nada, cosas de a bordo sin importancia. No se preocupe, patrón.

—Te recuerdo que este viaje lo sufrago yo y que todas las cosas del barco son de importancia para mí —insistió Haslor, con la esperanza de encontrar un tema de conversación con un mínimo de interés.

—Bueno, a decir verdad solo me ha adelantado una pequeña parte.

—Ya te he dicho que el resto te lo daré en cuanto hayamos alcanzado el destino y vendamos la mercancía. —El noble subió la voz. No quería que se notara que su verdadera intención era, una vez llegados a su propio territorio, no pagarle ni un mísero cobre más a aquel tipo—. Ahora, habla, ¿qué ocurre?

El capitán dio un sorbo antes de contestar.

—Ha desaparecido el bote —dijo de la mala gana.

Haslor se encogió de hombros. No sabía de la importancia de un bote en una carraca destinada a llevar mercancías en alta mar. Ni siquiera sabía que contaban con uno.

—Seguramente hayamos partido sin él —supuso.

—Imposible —contestó de inmediato el capitán—. Esta tarde estaba cuando dejamos puerto. Yo mismo me aseguré de comprobarlo.

—Bueno, a lo mejor se ha caído por la borda.

—No puede ser, iba bien seguro, preparado incluso para soportar una tempestad.

El heredero siguió sin verle la importancia. Empinó el codo y dejó el vaso seco.

—¿Qué otra posibilidad nos queda? —preguntó relajado—. ¿Alguien lo ha soltado?

—Eso tiene que ser —respondió—. Pero no tiene mucho sentido. Hemos preguntado a mis hombres, y ellos, como es normal, no lo han hecho. También hemos registrado a fondo la bodega en busca de polizones, pero no sabemos qué interés podría tener alguien en meterse de furtivo en un barco para luego abandonarlo a las pocas horas de haber zarpado. Están pasando cosas muy raras. Primero el incendio en la cocina, ahora esto…

El capitán siguió hablando mientras rellenaba el cristal de Haslor. El aristócrata lo tenía agarrado, pero lo dejó en el sitio como si se hubiera quedado pegado a las tablas de la mesa.

—Un momento —dijo—. ¿Cuándo ha desaparecido el bote?

—No lo podemos saber. Pero como no hay rastro de él, creemos que hace, por lo menos, un par de horas.

Mientras el capitán seguía cavilando en voz alta, los ojos de Haslor parecían querer salirse de sus órbitas y, si no lo hacían, en parte era debido a que el tic había vuelto con mayor fuerza que nunca.

—¡No puede ser! —exclamó.

—¿Qué? —preguntó el capitán.

Pero no obtuvo más respuesta que ver a su invitado levantarse y abandonar raudo la estancia. El joven noble atravesó el trecho de barco que le separaba de su propio camarote envuelto en turbios pensamientos. Se cruzó con Reshef, al que echó a un lado de un empujón. Llegó a la puerta, buscó la llave nervioso, la introdujo en el cerrojo y, tras forcejear un poco, consiguió acceder al interior.

—¡Reshef, luz! —ordenó, sin comprobar si su sirviente le había seguido o no—. Y cierra la puerta.

Este le acercó de muy mala gana un candil. El noble casi se lo quitó de las manos y lo dejó suspendido de un clavo en un travesaño. A continuación, quitó los bultos que transportaban con el único propósito de hacer de señuelo y abrió un gran arcón que quedaba tendido a sus pies. En su interior había el espacio justo para más valijas y un cofre, todo colocado tal y como él lo dejó. Eso le tranquilizó, pero no lo suficiente como para detenerle.

—No debería, señor —comentó su lacayo bajando la voz—. Llamaremos la atención. No conviene fiarse. Los marineros…

Haslor no le prestó atención y sacó el cofre de allí. El peso seguía siendo el mismo. El sonido metálico de su interior también. Todo estaba bien, pero hasta que no viera el brillo dorado con sus propios ojos no encontraría descanso. Sacó la llave que guardaba en la bota derecha, la manipuló con temblores y torpeza hasta colocarla en el cerrojo y abrirlo. Lo que debería ser una colección impresionante de monedas de oro no era más que un ajuar de cazos, cucharones y otras piezas metálicas propias de una cocina.

—¡No!

El aristócrata removió aquellos objetos con ambas manos y los sacó de allí, esperando encontrar debajo su preciado botín. Entre las maldiciones que zumbaban por sus pensamientos, recordó que él mismo se había asegurado de comprobar que todo estaba en su sitio, antes y después de zarpar. Esto no hizo más que alimentar su desesperación.

—¡NO!

Se lió a puñetazos contra la chapa del arcón hasta abollarla y desollarse los nudillos. Volvió a meter las manos en el cofre, por si acaso le quedaba algo por rebuscar, y encontró una pieza clavada en la madera del interior. La extrajo. Se trataba de la cuarta daga de Iviqi, la que le había faltado para completar la colección que arrojó al océano.