Cuentan las estrellas que, cuando el mundo era aún joven y la magia de la creación fluía libre por la profundidad de los océanos, nació Abinnayar, la primera ballena. Estandarte de la armonía en los cuatro rincones de los mares de Umheim, Abinnayar era venerada como una diosa de la justicia, la sabiduría y la paz. Nadaba majestuosa, desplazando su gigantesco cuerpo con soltura, rodeada de su vasta progenie y de un sinfín de criaturas marinas que caían cautivadas por la luz que de ella emanaba. Su templado resplandor iluminaba arrecifes, dorsales, llanuras, atolones, fosas, como un candil azulado en el fondo de un estanque. Así fue desde el principio, y así siguió siendo durante eones, ya que, cada vez que los años la vencían, Abinnayar volvía a nacer.
Los grandes Deriands, dioses hijos de los Siete Creadores, también la tenían en gran estima. No fueron pocas las veces que acudieron a ella en busca de consejo, a lo que Abinnayar siempre respondió aportando certeras indicaciones para solucionar los conflictos y alcanzar la paz. Se decía que su sapiencia desbordaba el mar, y con el paso de los siglos, sus dones se ganaron la fama y admiración de todos los moradores de Umheim.
Por aquel entonces, en tierra firme, el dios Inaat convocó a tantos sabios como había en sus dominios. Se acercaba el día de la boda de su primogénito, por lo que ordenó que le diseñasen un atuendo de gala acorde con tan extraordinario acontecimiento. Debía ser algo fantástico, digno del más grande de todos los Deriands, un traje que aglutinase a un mismo tiempo las bondades de la justicia y de la sabiduría, como símbolos de su propio poder.
Deseosos de complacer a su señor, los sabios se entregaron a la tarea. Incluso llegaron otros muchos desde cientos de leguas de distancia, atraídos por el encargo. Todos ellos tejieron y bordaron prendas de una belleza y una majestuosidad cautivadoras, y todos ellos fracasaron. Nada parecía capaz de satisfacer al dios.
Inaat se sumió en la frustración y en el desánimo al ver que el día de la boda se acercaba y él todavía no tenía una prenda de su gusto. Cuando ya se murmuraba que el enlace podría ser suspendido a causa de la tristeza del dios, un misterioso hombre se presentó en la corte. Traía consigo lo nunca antes visto: el boceto de una grácil armadura que emitía su propia luz: un brillo finísimo y musical, pero tan claro como los rayos de luz de luna reflejados en la pleamar. Inaat volvió a sentir calor en el corazón desde el mismo momento en que sus divinos ojos vieron la que sería la Armadura de la Luz. El Deriand la deseó con una avidez desmedida. Prometió al hombre que nadaría en riquezas si conseguía fabricarla a tiempo para el día de la boda, y este se puso manos a la obra inmediatamente.
El hombre, que se acreditó a sí mismo como maestro orfebre, pidió un rosario insospechado de materiales para la confección de la armadura, muchos de ellos tan exóticos que la mayoría de los servidores de Inaat no sabía ni que pudieran existir. El mismo dios consintió en todo, aunque para ello tuviera que encargarse él mismo de hacérselos llegar, aunque tuviera que recurrir a los poderes ocultos, aunque se perdieran vidas en el camino. Pasaron las semanas hasta que el orfebre le anunció que la armadura estaba finalizada a falta de un último ingrediente: Abinnayar, la ballena, viva.
Inaat lo meditó unos instantes. La codicia le había poseído como solo puede poseer a un dios, pero aun así, el rapto de la ballena sagrada supondría una impiedad que sin duda traería serias consecuencias. El dios puso como condición que Abinnayar no fuera dañada y que, cuando el trabajo terminase, pudiera marchar en libertad. «Por supuesto», contestó el maestro orfebre.
Sin escuchar a quienes le intentaron disuadir, el Deriand partió de inmediato en busca de Abinnayar. Se lanzó al mar cegado por la codicia, armado con la temible espada de poder Vembald. En su viaje masacró a tantas criaturas como le salieron al paso tratando de evitar, en vano, la felonía. Cuentan las estrellas que Inaat le arrebató la ballena a un océano sangrante que se retorcía con el fragor de mil tempestades.
De vuelta en sus dominios, el dios depositó a Abinnayar, viva y aterrorizada, en un lago sin acceso al mar, una pecera fantasmagórica. Complacido, el orfebre pidió entonces quedarse esa noche a solas con ella para finalizar su obra. Inaat le hizo jurar de nuevo, y sobre las Reliquias Sagradas, que no le haría daño. Y aquel, de nuevo, así lo hizo.
La mañana siguiente, día del esperado enlace, se levantó envuelta en la niebla. Inaat, devorado por la impaciencia, acudió con el canto del gallo al taller del maestro orfebre, situado en la ribera del lago. Lo primero que allí encontró le dejó sin palabras. El cuerpo inmóvil de la ballena flotaba sobre la superficie, sin luz, sin vida. El dios entró horrorizado en el taller buscando al orfebre y sus explicaciones. Pero lo que descubrió allí dentro le calmó al instante. La Armadura levitaba frente a él, grácil, hermosa, como suspendida por un hilo invisible. Brillaba en paz, blanca como un copo de nieve, ligera, pura, fulgurante. Al contemplarla, ya no hubo lugar para la pesadumbre ni la ira en el corazón de Inaat. El dios dio una orden y la Armadura obedeció colocando sus pequeñas y ornamentales piezas alrededor de su nuevo propietario. Extasiado, Inaat comprobó la perfección con la que le encajaba en el cuerpo.
Así lo encontró el maestro orfebre cuando apareció a su espalda. Él también llevaba puesta una armadura, una coraza oscura, sin rastro de brillo, desgastada, áspera, construida con un hierro desconchado y a punto de sucumbir a la herrumbre. Era desproporcionada, arcaica, fea, pesada, mal terminada y repleta de aristas cortantes.
Inaat no le prestó atención, centrado como estaba en experimentar de lleno las magníficas sensaciones que su nueva armadura le producía. Podía sentir la pureza de la paz, la vibración profunda de la creación, la armonía de la justicia. De pronto se estremeció. Una sacudida traspasó los cuatro costados de su cuerpo sagrado y lo obligó a doblarse sobre sí mismo. La descarga se fue volviendo más intensa, y el dolor comenzó a apoderarse de él, inutilizándole los miembros, postrándolo en el suelo. Trató de sobreponerse, pero pronto recordó: le sobrevino la imagen de Abinnayar muerta. Sintió una culpa imposible de cuantificar. Comprendió que la Armadura le estaba haciendo pagar por la injusticia.
Ni siquiera las estrellas saben cuánto tiempo estuvo siendo escarmentado Inaat por la Armadura de la Luz, pero cuando ya no era más que un trémulo despojo de sí mismo, el orfebre dio una orden y las relucientes piezas se desprendieron del cuerpo del dios. Alzaron el vuelo y, trazando una bella parábola en el aire, acudieron a encontrarse con la coraza negra. Las piezas se engarzaron con precisión, dando lugar a una nueva armadura, bella y terrible al mismo tiempo.
Una vez libre del suplicio al que había sido sometido, el dios levantó la cabeza para encontrarse allí con un guerrero formidable. La nueva armadura estaba rodeada por una aureola tan brillante que dañaba la vista. Su poder irradiaba más allá de lo que alcanzaban los sentidos, incluso los de un ser divino como él. Inaat sacudió la cabeza, se puso en pie y exigió saber qué estaba ocurriendo. Harto de solo recibir una carcajada estentórea por respuesta, decidió atacar. Fue repelido con violencia y, aparentemente, sin demasiado esfuerzo. Atónito, el Deriand instó de nuevo al maestro orfebre a que le diera una explicación.
—Mi verdadero nombre es Sukjhata —fue lo que le respondió—, un demonio del vacío encarnado en este cuerpo mortal. Te he utilizado, oh poderoso Inaat, para crear la más perfecta arma de todos los tiempos. Usando los materiales que tú tan esforzadamente me trajiste, he creado la Armadura de la Luz, de la paz y el orden. Pero no me he quedado ahí, sino que también he creado la Armadura de la Oscuridad, de la guerra y del caos. ¡El Bien puro y el Mal puro hechos armadura, y unidos para hacer de mí la criatura más poderosa sobre la faz de Umheim! Es mía y con ella nada podrá detenerme.
Inaat, incrédulo, volvió a atacarle, pero una vez más fue vencido, lanzado lejos, escupido por un simple gesto del demonio. Entonces, el dios fue consciente de lo comprometido de la situación. Experimentó el miedo como nunca antes lo había sentido. Se recompuso como pudo y, con un bramido que rajó los cuatro vientos, llamó a sus seguidores en busca de auxilio. No pocos guerreros acudieron, pertrechados con armas extraordinarias. Lanzaron hechizos y ataques innombrables contra el demonio, pero apenas si consiguieron rozarle. Cuando este contraatacó, en cambio, ninguno de ellos pudo escapar a su poder. Uno tras otro fueron cayendo sin remisión, dejando solo a Inaat, que, por su naturaleza divina, no podía morir.
Sukjhata fue a por el Deriand, le dominó, le obligó a postrarse a sus pies. Luego lo abandonó allí, exhausto, en aquel campo de batalla infame, a orillas de un lago plagado de guerreros caídos y el cadáver de la ballena sagrada. Desolado, el dios lloró. Rogó a los etéreos Creadores que le perdonaran y que derrotasen al enemigo del que él era responsable.
Cuentan las estrellas que, como la muerte reinaba por doquier y hacía eones que los Creadores no prestaban atención al mundo de Umheim, solo la Armadura de la Luz oyó el lamento de Inaat. Conmovida por su llanto y por la desolación causada por el combate, decidió escindirse de su unión con la Armadura de la Oscuridad justo en el momento en que Sukjhata sobrevolaba la superficie del lago. Sin las alas que le proporcionaba la Armadura de la Luz, el demonio se precipitó hacia las aguas. Trató de asirse al cuerpo de Abinnayar, pero la grasa y la sangre envolvían en abundancia a la ballena y era imposible no resbalarse. El peso de la coraza negra terminó de arrastrar a Sukjhata hacia las profundidades del lago, la que sería su tumba hasta el fin de los tiempos. El país entero se cubrió de tinieblas y lodo, un cenagal maldito de millares de leguas. Idéntico destino, o tal vez peor, sufrió el alma inmortal de Inaat.