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Salvo la constante amenaza alada y la presencia ocasional de algún depredador exótico que les hizo alterar el itinerario, Iviqi y Aezhel no encontraron ninguna dificultad importante desde que abandonaron el punto de partida. Apenas se toparon con gente. El toque de queda, la inminente invasión y el miedo a morir abrasados o devorados era suficiente para convencer a los saqueadores y demás habitantes de Melay de permanecer en sus casas. La joven pensó que así era mejor.

De pronto, pudieron oír el eco de una explosión lejana pero contundente.

—¿Qué es eso ahora? —preguntó Iviqi.

—Ha sonado a cañonazo.

—¿Cañonazo?

—Sí, los del Pacto deben de haberse traído los cañones. Se trata de unos tubos metálicos que, con una explosión controlada, son capaces de disparar con gran potencia y precisión unos bolardos muy pesados. Provocan más destrozos que una tribu de gigantes borrachos.

—¿Es eso magia?

—En absoluto. Son unos artilugios mecánicos ideados por ingenieros. Es todo lo contrario a la magia, en realidad. Pero no temas, a juzgar por la distancia a la que se oyen las explosiones, los pactistas andan lejos. Tienen que estar por el puerto. Y allí no encontrarán nada.

—¿Cómo? Antes dijiste que la lucha por conseguir la Armadura de la Luz iba a ser en el puerto.

—Y es cierto, pero todos están equivocados —contestó Aezhel—. Sobre todo los Deallhem.

—¿Los Desertores? ¿Por qué?

—Es bastante complicado de explicar.

—¿Y qué más te da eso, si ni siquiera necesitas aliento para contármelo? Además, me dijiste que me lo ibas a contar todo.

—Eso no fue exactamente lo que te dije.

—Desembucha.

El mentalista se tomó unos momentos. Sin quitar la vista del camino, sin volverse hacia ella en ningún momento, terminó por acceder.

—Desde que terminó el torneo, Annässar ha estado custodiando día y noche la Armadura de la Luz.

—¿Por qué?

—Pues porque sabía que existía el peligro de que fuera robada. Además, todos sus secuaces estaban recuperándose de los males del torneo.

—No lo entiendo —dijo Iviqi—. El riesgo de que fuera robada era el mismo que hasta entonces, ¿no?

El monje tardó unos instantes en responder.

—Sí. De hecho, los Desertores la han vigilado desde que tuvieron conocimiento de que se encontraba en el palacio de Jorel. Pero ahora, después de conocerse el vencedor del torneo, Annässar se sentía con el derecho de protegerla en persona.

—Un momento, ¿quién ganó el torneo?

—Lo sabrías si hubieras asistido a la ceremonia.

La mirada que le dirigió la joven a su acompañante decía: no intentes hacerte el gracioso cuando la curiosidad me está matando. Lástima que el monje no lo llegara a ver.

—Fue Daleid.

—Daleid —repitió ella, pensativa.

—Estarás pensando que la armadura la tienen ahora los Desertores, pero no es así. Ha sido robada.

—¿En las narices de Annässar? —preguntó la joven incrédula.

—No. Quienes están detrás de esto han sido muy hábiles. Son los mismos que han liberado al dragón y las demás bestias. Y tal vez también sean los que andan detrás de los barcos espectrales. Han creado una confusión tal que Annässar ha tenido que abandonar su escondrijo con la mayoría de sus seguidores.

—Entiendo —dijo la chica—. La ciudad está en peligro y ellos son los únicos que pueden defenderla.

—Te equivocas, querida Iviqi. Los Deallhem no tienen ningún interés en la suerte que pueda correr Melay. Eso les da igual. Su único interés, como el de las demás sectas, es unir las dos armaduras. Saben que la Armadura de la Oscuridad está muy cerca y creen saber dónde, pero todo el caos en el que se está viendo envuelta la ciudad, les ha hecho desconfiar de sus propios planes. Annässar es una guerrera incomparable, pero tiene sus debilidades. El ansia es una de ellas. Una vez que la semidiosa dejó de vigilar la Armadura de la Luz en persona y se lanzó a por la Armadura de la Oscuridad, la Cofradía aprovechó para robarla. Había dejado un destacamento de la guardia y varios de los Desertores protegiéndola, pero no pudieron evitar que se la llevaran.

Todos esos datos botaban en el interior de la cabeza de la joven, lo que, sumado al ritmo de la carrera que llevaba, la hacían sentirse aturdida.

—Los Desertores quieren unir las armaduras —dijo.

—Ese ha sido el plan de Annässar desde el principio. Prefiero no imaginarme qué podría hacer una semidiosa como ella con semejante objeto.

—Porque, según tú, lo usaría para hacer el mal.

—Lo usaría en su propio beneficio, lo que nunca puede ser bueno. Y lo mismo ocurre con cualquiera de sus partidarios.

—¿Quiénes son sus partidarios?

—Tú los conoces, amiga mía —contestó sonriendo—. A unos cuantos de ellos.

Como la joven se quedó mirándole con un gesto de interrogación dibujado en la cara, el mentalista decidió explicarse.

—El espadachín —dijo.

—¿Sergivs?

Aezhel indicó que sí con un movimiento de la mano derecha, destacando el índice sobre los demás dedos.

—También el gigante que empezó la pelea en la Sierpe Marina, el mago de los collares y la arquera que te estaba siguiendo el día que nos reunimos en la alameda. Hasta tus amigas las amazonas suelen colaborar con ellos de vez en cuando, aunque hay que reconocer que ellas son bastante independientes.

Estas noticias abrumaron a Iviqi. Desde que era niña y conoció a aquel trotamundos que aseguraba ser miembro de la orden Deallhem, ella había tenido el deseo secreto de pertenecer a esa hermandad, aunque sus nociones sobre ellos estuvieran poco fundamentadas. Ahora que se codeaba con ellos, e incluso se veía envuelta en sus intrigas, seguía sin saber muy bien de qué trataba. No sabía qué pensar. Desde luego, la baja estima que Aezhel sentía por ellos, unido a que, hasta el momento, Daleid tampoco la había tratado todo lo bien que ella desearía, recortaba sus expectativas. Con todo, seguía notando ese aguijonazo que la empujaba a querer saber más.

—Déjame que me aclare —dijo la chica—. Nuestra misión es recuperar una de las armaduras y así evitar que sean unidas. Para ello nos dirigimos al lugar donde, según tú, la Rosa Negra guarda la Armadura de la Oscuridad. Tanto la Rosa Negra como los Desertores y los demás bandos son los «malos» y nosotros dos somos los «buenos».

—Sé por dónde vas.

Ella se limitó a mirarle la nuca; sin hablar ni dejar de correr. Por primera vez, el monje se volvió hacia ella. Sus ojos violetas tenían un brillo indescifrable.

—Entiendo que todavía no te fíes de mí por completo —dijo—. Me encantaría disponer de más tiempo para explicártelo todo con detenimiento.

—Pero eso es algo que no tenemos, ¿verdad? —completó Iviqi—. Sí, eso me lo dicen mucho últimamente. Pero déjame que yo te diga una cosa, Aezhel. Me la has estado jugando desde que nos conocemos. Me salvaste el pellejo en la Sierpe Marina y todo eso, pero desde entonces he sido una marioneta en tus manos. Por algún motivo que no termino de entender, algo me hace confiar en ti. No es una confianza loca, no te creas, pero sí es suficiente para que ahora vaya corriendo con la lengua fuera por una ciudad que está a punto de estallar. Así que considérate afortunado. No, espera, déjame seguir. Hay una cosa que me dijo Daleid y de lo que tú no me has dicho nada todavía. Sé que los dos sois amigos de retorcer la verdad, por lo que voy a prestar especial atención a tu respuesta.

—Dime.

—Daleid me dijo que había algo oculto en la Rosa Negra. Algo tan secreto que ni ellos mismos sabían de qué se trataba. Me comentó que esa cosa había creado la Rosa Negra, o algo así. Y que estaba en Melay.

Aezhel se detuvo. Ella le imitó. Ambos se miraron a los ojos sin emitir más sonido que el de sus entrecortadas respiraciones.

—Hemos llegado —anunció el mentalista.

—Cuéntamelo —ordenó Iviqi.

Los iris de Aezhel la escrutaban con calma, como si estuvieran separados del resto del cuerpo, cubierto de sudor. De fondo, algún nuevo cañonazo y el rugido del dragón. Todo tan lejano que parecía perteneciente a otro mundo.

—No te ha mentido —dijo al fin.

—Es el tipo de la cabellera blanca, ¿verdad? El demonio que mató al hermano de Daleid y les robó tu libro.

El mentalista negó con la cabeza. Su expresión era grave.

—Ese demonio, como tú lo llamas, es Djrim, un sujeto muy peligroso, pero tan mortal como tú y yo. Él no es el misterioso líder de la Rosa Negra, aunque sí que es uno de esa parte oculta que te comentó Daleid.

La joven se llenó los pulmones antes de proseguir.

—Nos lo vamos a encontrar ahí dentro, ¿verdad? —preguntó, señalando al edificio a su izquierda.

—En realidad es este —contestó Aezhel, apuntando a la derecha.

—Responde a la pregunta.

—Créeme, Iviqi. Comparado con el peligro de ver unidas ambas armaduras, ese tipo es la última de nuestras preocupaciones.

—Y una mierda.

El monje mostró las palmas de sus manos pidiendo calma.

—Sí, ya sé que tengo que confiar en ti —espetó ella antes de que él tuviera tiempo de decir nada—. Pero esto es una nueva sorpresa. ¿Y qué te dije de las sorpresas?

—Baja la voz, por lo que más quieras.

Le costó, pero se contuvo; aunque no sin antes soltar un resoplido más propio de un caballo.

—Más te vale que hoy salvemos el maldito mundo —le dijo, apuntándole con el dedo.

Aquella parada en el camino fue un regalo del cielo para Jax. Dejando a un lado sus ocasionales dolores de espalda y la magulladura de la frente, el mercenario era un hombre sano y en forma. No obstante, no estaba preparado para tanta carrera ciudad arriba, ciudad abajo y vuelta a empezar. Mientras Sergivs, ese mequetrefe que se había autoproclamado líder del grupo, echaba un vistazo a los alrededores, Jax se dejó caer en el suelo, casi sin aliento, buscando alguna parte seca de su camisa que pudiera servirle para librarse del sudor en la cara.

—Parece que el muñeco de nieve se desmorona —comentó Xada, jocosa.

—Ya me gustaría verte a ti después de todas las calles que llevo ya recorridas esta mañana —se defendió Jax, jadeando.

—Es verdad, se me olvidaba que eres el único que se encontraba en una ciudad asediada.

El mercenario estuvo a punto de contestar a semejante provocación, pero el espadachín, ya de vuelta, los interrumpió.

—De las dos vías que nos pueden llevar a nuestra meta, una de ellas está bloqueada por un destacamento de encapuchados. Son seis y van armados.

—¿Quién es su madre? —preguntó Xada.

—No tengo ni idea —respondió Sergivs—, pero lo que está claro es que no son de la familia. Aixa, la calle es casi recta y no hay obstáculos. ¿A cuántos podrías silenciar?

—¿Qué distancia? —preguntó la arquera.

—Dos cuadras.

La mujer hizo un rápido cálculo mental antes de contestar.

—Tres seguro —dijo—. Dos antes de que den la voz de alarma.

—¿Y tú? —preguntó el espadachín, dirigiéndose a Jax con un movimiento de mano que en ningún caso le pareció masculino.

Jax no se esperaba ninguna pregunta.

—No lo sé. ¿Cuadras de la meseta de Anur o del valle del Ngok?

Recibió por respuesta la atención muda de tres pares de ojos que no sabían si hablaba en serio o en broma.

—Dos o tres también —se apresuró en corregirse.

—Pero su juguete es demasiado escandaloso para pasar desapercibido —apuntó Aixa con cierto tono despectivo que Jax no pasó por alto.

—Nos quedamos cortos, en cualquier caso —se lamentó Sergivs.

—Como soy la única amazona del grupo —dijo Xada—, me siento en la obligación de preguntar: ¿no podemos ir a por ellos sin más?

El duelista negó con la cabeza.

—Esos están ahí con la única misión de taponar la calle —respondió—. Si nos ven, darán la voz de alarma, y nos interesa pasar tan desapercibidos como sea posible.

—¿Y qué? —replicó Xada—. ¿Tú crees que con todo el jaleo que hay montado con el dragón y los cañonazos esos, se va a enterar alguien de la voz de alarma?

—Ya lo había pensado —reconoció el espadachín meditabundo—. Aixa, ¿cómo lo ves tú?

La arquera entrecerró los ojos un momento, como si estuviera a punto de quedarse dormida sin quererlo. Luego volvió a abrirlos tan grandes como eran.

—Veo dificultades —respondió—. Pero sin duda es mejor que el otro camino.

Jax no sabía si entendía qué acababa de pasar. ¿Era esa arquera muy sabia o acaso veía algo que a los demás se les escapaba? Como no estaba satisfecho con ninguna de las dos opciones, quiso aportar su experiencia, ya que, según sus propias cuentas, era el mayor en edad y, por tanto, el más autorizado.

—¿Qué le pasa al otro camino? —preguntó—. Está libre, solo habría que dar un pequeño rodeo. No se enteraría nadie.

Si aquello les pareció buena o mala idea al resto del grupo, no tuvieron tiempo de manifestarlo, pues Xada se les adelantó.

—¿El otro camino? —preguntó con desprecio—. ¿Por qué? ¿Porque no hay nadie? ¿Porque es más cómodo? ¿Y si eso nos hace alejarnos de nuestro objetivo? ¿Y si más adelante nos encontramos con más enemigos? En serio, no sé cómo una hermana amazona como Iviqi puede soportar ir contigo a ninguna parte.

—Un momento —contestó Jax, levantando la voz—. Solo lo he dicho por el bien de la misión, que, según tenía entendido, requería pasar desapercibidos.

—Haya paz —dijo Sergivs, interponiéndose entre los dos.

—Y otra cosa: Iviqi no es ninguna amazona —prosiguió el mercenario.

—Claro que lo es —replicó Xada—. De pura cepa, además

—¡No lo es!

—Niños, niños, ya está bien —exclamó el espadachín—. Como sigáis así no va a hacer falta que los encapuchados den la alarma.

La guerrera y el mercenario callaron, lo que no significaba que estuvieran conformes con la situación. La mirada de desprecio que se sostuvieron por unos momentos lo certificaba.

—Está bien —dijo Sergivs—. Aunque la opinión de nuestro compañero Jax es de gran valor, creo que será mejor optar por la vía del enfrentamiento. Tarde o temprano tenía que llegar.

—Para eso hemos venido aquí —añadió la amazona, mirando a Jax.

El mercenario le devolvió una exagerada mueca.

—Venid conmigo —indicó el espadachín—. El plan es simple. Vamos a la esquina a echar una ojeada y ver si esos seis siguen ahí. Luego, vosotros dos, los tiradores, os repartís cuatro blancos y esperáis a que Xada y yo hayamos llegado a la mitad del recorrido. Entonces disparáis.

—¿Quieres que disparemos con vosotros en mitad de la calle? —preguntó Jax.

—¿Te hace falta que nos agachemos? —replicó la amazona condescendiente.

—No, no, tú puedes quedarte de pie si quieres —contestó el mercenario.

—Nos agacharemos —dijo Sergivs—. En marcha.

Jax respiró hondo. Cada vez soportaba menos a aquel escuadrón de dementes.

—Veo que vas a fallar —le dijo la arquera.

—Yo no tengo clarividencia, pero también creo que la vas a fastidiar, guapito de cara —comentó Xada.

—Pero ¿qué diablos?

Cuando las primeras espadas chocaron, Adaveia todavía permanecía allí en medio. No supo cómo había salido de allí, si fue porque ella misma salió corriendo, porque la empujaron, o porque los contendientes la evitaron como evita un banco de peces a los depredadores. Fuera como fuese, la joven estaba paralizada de miedo, con las manos tapándose la cara, los ojos, los oídos, tratando de rehuir tanta barbarie. No era tan simple, ni siquiera cuando alcanzó una pared y se dejó caer sobre ella. Los impactos del metal contra el metal, los gritos, los golpes, todo podía sentirlo en su interior y, de algún modo, le hacía daño.

Sin ser del todo consciente de lo que hacía, la dama fue arrastrándose por ese muro, incluso donde se encontraba con ventanas. Tardó en darse cuenta que una parte primitiva de su cerebro había tomado el control y la había obligado a ponerse en movimiento pese al temblor que le sacudía las piernas. Su objetivo parecía ser la puerta por la que habían llegado los primeros corsarios. Le pareció un buen plan, después de todo. Se fue dejando llevar hasta que un par de enemigos le cortó el paso. Se empujaban con todas sus fuerzas, agarrándose con tanto brío y desde tan cerca que era difícil saber a quién pertenecía la única espada que una mano esgrimía. El tipo de la cabeza afeitada, que a Adaveia le parecía una especie de monje tenebroso, apretaba a su enemigo contra la pared. Pretendía ahogarlo o tal vez introducirlo dentro del muro. Ella volvió a perder la capacidad de moverse y, una vez más, las piernas dejaron de sostenerla. Por fortuna, los rigores del combate sacaron a aquellos dos de allí, pues prefirieron continuar la pelea en el suelo, algunos codos más allá.

Con un esfuerzo tremendo, y manteniendo todo el contacto posible con la superficie de la pared, la joven consiguió volver a levantarse. Reanudó su ruta, que la llevó hasta un rincón. No quiso arriesgarse a acercarse más de la cuenta a la pelea acortando camino, aunque el más próximo de los contendientes se encontrara en mitad de la sala, de espaldas a ella y luchando por su vida. La joven apretó el paso y, casi sin aliento, llegó al umbral. Lo atravesó exhausta, temblorosa, con la respiración al galope. Aunque hubiera dejado la lucha atrás, todavía no podía detenerse. Corrió por aquella otra sala diáfana de la cual no quería saber nada. Tenía que escapar de esos maníacos armados.

—¡Eh, tú! —le dijeron unos tipos que salían de una de las puertas que allí daban.

Debían de proceder de algún otro punto de una casa, que era bastante más grande de lo que ella había supuesto en un principio. Eso ya le daba igual. No contestó, no ya porque se tapaba la boca con una mano, sino porque apenas era capaz de retener una pizca de aire dentro de sí. Rompió a llorar. Esto, en ningún momento pretendido, le sirvió para evitarlos; fue de inmediato descartada como un enemigo potencial. Adaveia consiguió dar una bocanada profunda de aire, y luego lo soltó todo en un suspiro.

Nuevos golpes empezaron a retumbar. Parecían proceder de dentro de la casa, de la sala que había abandonado, de abajo, o tal vez de la planta superior. También captó el sonido de más espadazos, y voces varoniles que berreaban en lenguas que ella jamás había oído. La batalla estallaba por todas partes, y ella parecía situarse en el epicentro. Tenía que salir de allí. Prefería la remota opción de morir abrasada por el fuego del dragón en la calle antes que la más cierta posibilidad de terminar asesinada por alguno de esos bellacos.

La dama fue probando puertas, pero una a una las encontró cerradas. No quería volver sobre sus pasos, por lo que se obligó a seguir intentándolo más adelante. Al final de ese amplio pasillo en el que se encontraba, había una escalera que, una vez más, solo subía. No era lo que estaba buscando. Se acercó a una ventana y encontró una posible salida. Frente a la casa, cerca de una de las esquinas, había una reducida azotea rodeada de tejados. Tendría que saltar; una solución desesperada apropiada para la situación. Pero en su estado calamitoso, iba a necesitar saltar desde arriba. Posiblemente se hiciera daño en la caída, además de que le daban respeto las alturas, pero todo eso resultaba un mal menor comparado con la guerra desencadenada bajo ese techo.

Decidida a encontrar una forma de alcanzar esa terraza, Adaveia se lanzó hacia la escalera. Con la mano izquierda se sujetaba al mismo tiempo las faldas y el dolorido brazo derecho. Ascendió los escalones aprisa, tratando de abstraerse del rugido del dragón, que sobrevolaba la zona, y de los nuevos golpes que hicieron temblar el edificio desde sus cimientos. Cuando llegó a la planta superior, acudió a la primera puerta que daba hacia donde ella había calculado que se hallaba su objetivo. Fue a agarrar el pomo, pero un estruendo de cristales rotos la sobresaltó tanto que se vio obligada a soltarlo. Alguien gritó. Luego todo siguió como hasta entonces, con aquel omnipresente jaleo lleno de altibajos, pero constante en la lejanía.

La puerta se abrió sin mayores complicaciones. Daba paso a una modesta salita, donde había espacio para un par de estanterías cargadas de libros, un sillón, y una mesa de reducidas dimensiones. La dama obvió los detalles y se encaminó con decisión a la ventana. La abrió de par en par, se asomó y, en efecto, vio aquella terraza de la casa de enfrente. Espoleada por la urgencia, se agarró al marco y subió uno de los pies al alféizar, pero allí se quedó. Una ineludible sensación de vacío la dejó seca. Negó con la cabeza, luego se sacudió y volvió a tomar impulso, y una vez más fracasó. Se iba a hacer mucho daño si saltaba. Lo sabía. Con el brazo derecho en el estado en el que se encontraba, eso podía tener pésimas consecuencias. Luego estaba el miedo, ya no solo a la altura, sino al exterior, que no dejaba de ser tanto o más horrible que el interior. A lo lejos, Adaveia vio las columnas de humo ascendiendo hasta manchar las nubes que cubrían el cielo.

«Se avecina una tormenta», pensó tratando de recuperar el control.

Una vez más intentó subirse a la ventana, pero tampoco pudo esta vez. Llena de impotencia y rabia, la joven se dio media vuelta, convenciéndose a sí misma de que encontraría otra forma más civilizada de salvar la situación. No pudo evitar que se le escapase un chillido cuando descubrió que uno de aquellos corsarios, uno al que quizás hubiera visto luchando abajo, cerraba la puerta de la habitación a su espalda. Su acero estaba reluciente, pero él iba manchado de rojo de pies a cabeza. Entre sus barbas negras se dejaba ver una sonrisa podrida y criminal.

Cuando el dragón se precipitó, junto con su molesto parásito, sobre las aguas de la dársena, se formó un maremoto que convirtió las calles del puerto en los rápidos de un río embravecido. La ola los barrió a todos, dando lugar a un nuevo escenario para la batalla. Haslor, que no era amigo de masas de agua superiores a las que cabían en una jofaina, creyó que iba morir ahogado. Perdió el equilibrio y fue arrastrado por el ímpetu de la corriente hasta que consiguió agarrarse, de milagro, a la barandilla de una escalera. Dolorido por las rozaduras, mareado por las innumerables vueltas que había dado y asqueado por toda esa agua infecta que había tragado, el joven aristócrata trató de sobreponerse a las náuseas. Al menos seguía de una pieza y conservaba su mandoble.

—¡Mi señor! —llamó Reshef, corriendo desde la otra punta de la calle.

Haslor, todavía intentando sostenerse sobre sus propios pies, le respondió con un brusco gesto de su brazo; indicaba tanto «ven para acá» como «salgamos de aquí». Otuo tampoco tardó en aparecer, también empapado y con la cara blanca de la impresión. Los tres hombres buscaron la mejor forma de desaparecer cuanto antes. Acababan de abandonar las filas de la guardia, lo que les convertía en unos de los amotinados que andaban por allí buscando jaleo. El heredero del marqués necesitó sacudirse de arriba abajo para sacarse de encima la mala sensación que le dejó la posibilidad de ser confundido con uno de esos zarrapastrosos.

—Vamos —se limitó a ordenar.

No hacía falta ser un experto en estrategia militar para darse cuenta de que el barrio del puerto era el punto más candente de toda la ciudad. Tampoco había que ser un lince para imaginar que, por ese mismo motivo, las puertas de la muralla que les separaban del resto de la ciudad estarían cerradas. De hecho, sería de las primeras medidas que tomaría cualquier comandante con un mínimo de entendimiento. El aristócrata, sin embargo, tenía la esperanza de encontrar una forma de escapar de allí.

—Estamos atrapados —masculló Reshef.

—Ya lo sé, maldita calamidad —replicó Haslor. El tic del ojo derecho estaba fuera de control.

—Refugiémonos. Los almacenes —dijo el viejo soldado, apuntando a los edificios que sobresalían por encima de las casas.

El joven noble se detuvo un momento a considerarlo. El pulso le golpeaba con fuerza en las sienes, empapadas de sudor y agua salada. Necesitaba reflexionar sobre la mejor opción. No parecía haber demasiadas. Echó un vistazo en la dirección que proponía Reshef; aquellos edificios destartalados y comidos por la mugre marina le hacían sentir un profundo asco. Con todo, era lo mejor que podían hacer, ya que las puertas y ventanas de las casas y otros establecimientos estaban atrancadas con vigas; además no se veían seguros. Un grupo de soldados podría entrar si se lo proponía.

—Vamos —concedió el joven marqués a su subordinado, señalando hacia los almacenes.

Corrieron rambla abajo de vuelta a los muelles, con cuidado de no cruzarse con nadie. Empezaron a inspeccionar puertas buscando alguna debilidad que les dejase pasar. Por desgracia, y a juzgar por aquellos cierres, los dueños de los almacenes de Melay eran demasiado conscientes de la cantidad de ladrones que pululaban por la ciudad. No les fue fácil encontrar una puerta susceptible de ser derribada y, cuando por fin se decantaron por una, más por la necesidad que porque les pareciera especialmente frágil, fue Otuo el encargado de hacer de ariete. Era lo más lógico.

Al grandullón le llevó más rato del que a Haslor le hubiera gustado. El origen de su impaciencia no era solo que les descubrieran los de la Cofradía, o el Pacto, o los guardias, o quien fuera. Tampoco eran los rugidos del condenado dragón, que volvía a surcar los aires, con mayor enfado si cabe. La principal fuente de espanto para el joven noble era aquella niebla salida de ningún sitio que avanzaba irremisible y que se estaba tragando una a una las calles del puerto.

Cuando por fin Otuo logró vencer la resistencia de aquel trozo de madera y clavos, el noble accedió a toda prisa al interior del almacén. Lo primero que encontró fue una estrecha escalera que llevaba al piso superior. La subió con una mano aferrada a la empuñadura de su espadón, cosa que en realidad era inútil en aquel hueco en el que apenas hubiera podido desenvainarlo. Cuando llegó arriba, se encontró con un gabinete humilde y polvoriento que contaba con un par de ventanales que daban al embarcadero. Más allá del desorden propio de un negocio regentado por lobos de mar, allí no había demasiado por descubrir: un escritorio con su silla, un mugriento sillón, un banco destartalado y dos o tres estanterías repletas de legajos que Haslor no tenía ninguna intención de revisar.

—Bloquead la entrada —ordenó el aristócrata—. Tirad las estanterías escaleras abajo.

—Taponarán la salida, señor —dijo Reshef.

—No pretendo otra cosa, necio.

—Quedaremos atrapados aquí.

No había reparado en ello. Veía claro que no deseaba tener contacto con nada que estuviera ahí fuera, pero el reptil gigante seguía siendo una amenaza pese a que tuvieran un techo sobre sus cabezas. Aunque también pensó que, en el peor de los casos, siempre podrían saltar por la ventana. Además, estaba esa niebla tenebrosa y antinatural.

—¿Acaso tengo que repetir mis órdenes?

Reshef hizo un gesto a Otuo y este fue directo a por la estantería que tenía más a mano. Satisfecho con lograr una vez más el orden universal de las cosas, el aristócrata dirigió su atención al ventanal, una abertura compuesta por cuatro cuerpos cuyos cristales desnudos mostraban unas vistas inmejorables de la calle. Sería un punto estratégico magnífico de no ser porque la neblina ya casi no dejaba nada por cubrir. El joven noble se estremeció desde la punta de los pies hasta el último pelo de su melena leonada. La humedad de las ropas empezaba a darle frío y, para colmo, el movimiento espasmódico de su ojo derecho seguía su ritmo automático e independiente. Apretó los dientes y maldijo.

De pronto, creyó intuir algo allá afuera. Una suerte de mancha oscura del tamaño de un barracón se colaba por entre la bruma, a una distancia imposible de estimar. No sabía si era un reflejo o un efecto de la deformación de aquellos cristales tan baratos y mal acabados. Afinó la vista y volvió a verlo, algo más nítido esta vez.

—Reshef —llamó.

El lacayo acudió a su lado y miró, siguiendo la dirección que le indicaba el índice de su señor.

—Un barco —dijo.

—¿Qué clase de barco entra a puerto con este tiempo del demonio?

Reshef no dijo nada. Se limitó a acercar su oreja buena a la ventana para captar lo que venía de fuera. Tal vez fuera lo más inteligente, con aquella niebla pegajosa flotando alrededor. Se oyó un choque metálico lejano, amortiguado. Luego otro más cercano, y otro, y otro más, anticipo de la inconfundible sinfonía de la guerra. Les siguieron voces que llamaban, inconexas desde aquel puesto de guardia. Luego más choques, presuntos espadazos a unos pocos codos de distancia.

—La batalla —dijo el sirviente.

—Ya me he dado cuenta, estúpido —bufó el señor.

Se quedaron en silencio, expectantes. Cuando Otuo terminó su tarea y subió el último escalón resoplando, se encontró con que ni uno solo de los sonidos que se oían en aquella oficina pertenecían al interior del edificio. La presencia de un combate fuera era indudable, pero no podían distinguir quiénes luchaban. Entonces comenzaron a ver las primeras sombras descender del barco recién llegado.