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El cansancio acumulado, las insatisfacciones, las desavenencias con su prometido, el estar tan lejos de casa y el echar tantísimo de menos a su familia hacían que Adaveia estuviera instalada en una permanente insatisfacción. También experimentaba otra cosa, un calor que no terminaba de identificar, pero que debía de parecerse a la rebeldía. Pese a todo, podía sentirse afortunada porque le había tocado buscar a esa zorra miserable, como le había ordenado Haslor, en un barrio decente. Se trataba de Las Bodegas, un distrito lleno de tabernas y hostales de diferente pelaje. Y también bodegas, claro. No era como los alrededores de la Plaza del Prelado, y para nada como su bonito pueblo, pero al menos se encontraba separado del puerto por la muralla, lo que no estaba del todo mal. Odiaba el puerto; no podía haber un lugar en el mundo menos hecho para ella. De modo que no, no rebosaba felicidad, pero, tal y como decían los rezos que le había enseñado su madre desde pequeña, tenía que estar agradecida.

La joven se estremeció al pensarlo. Se sacudió como un gato al que le ha salpicado el agua de un barreño. No quería estar agradecida, se negaba. Era cierto que su situación podía ser peor y, sin duda, llegarían nuevas dificultades, pero ella no había elegido nada de todo eso. En un principio le había entusiasmado la idea de recorrer los caminos junto a su prometido, algo que se había imaginado maravilloso y bucólico. Sin embargo, no sabía que, en realidad, el objeto de ese viaje era vender propiedades, dato que había llegado a descubrir, no porque Haslor se lo dijera, sino por un descuido de Otuo. Por mucho que hubiera oído a su madre y a sus tías chismorrear, en realidad, la joven dama no sabía mucho de las costumbres de los nobles. Pero algo era seguro: cuando alguien vendía parte de sus propiedades era porque necesita oro con urgencia. ¿Qué podía significar eso? ¿Estaba el marqués en bancarrota? No podía saberlo y tampoco era el mejor momento para darle vueltas al asunto.

Por otro lado, Haslor, quien se suponía que debía estar bebiendo los vientos por ella, estaba más preocupado en capturar a la ladrona, que, para colmo, era una mujer joven; y aunque careciera por completo de su porte y clase, sí contaba con esos rasgos exóticos que por algún motivo atraían a ciertos hombres. Adaveia no tenía celos de aquella chica, en absoluto. La pobre bastante tenía con haber perdido la razón, hablar sola y tener que robar para subsistir. Adaveia solo reclamaba el amor que ese marqués le debía; no era tanto pedir. No podría estar contenta, ni mucho menos sentirse agradecida, hasta que tuviera lo que de verdad le correspondía.

—Lo siento de veras, madre.

Y no obstante, allí estaba, en mitad de una calle como tantas otras en aquella ciudad sucia y maloliente. Ella sola, rodeada de melayenses, pero sola al fin y al cabo. Él se lo había dejado muy claro al salir del cuarto. Pálido y ojeroso por la falta de descanso, pero con los ojos muy abiertos, como si se hubiera arrancado los párpados, parecía peleado con la realidad. Les ordenó que se pusieran en marcha, que todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Todos tenían que colaborar para dar con la Zorra, pues, según Adaveia creyó intuir por las instrucciones de Haslor, iban a raptarla. No estaba muy segura y no sabía si quería estarlo. La prometida no tendría que cometer tal infamia, pero sí que debía colaborar descubriendo el paradero de la ladrona. Y mientras ella recorría de arriba a abajo Las Bodegas, ellos estarían en otros distritos, supuestamente realizando la misma tarea, pero, en realidad, a la búsqueda de un anticuario para vender el patrimonio que le correspondía a su descendencia.

—Nuestra descendencia, por la Altísima Dualidad.

Enseguida agachó la cabeza y se santiguó sobre los ojos y la boca con los dedos índice y meñique, arrepentida por tomar en vano el Nombre Sagrado. Quiso aspirar una profunda bocanada de aire, pero a su pecho le costaba alojarlo. Se empujó entonces a seguir caminando, circulando por una calle por la que tenía la sensación de haber pasado antes. Evitando los callejones, como pretendía, no quedaban muchas vías por las que transitar. Todo le resultaba repetitivo y desagradable. Las caras parecían siempre las mismas, aunque solo las observaba desde una distancia prudente. Le sorprendía la forma de hablar de los melayenses, cómo gesticulaban, cómo elegían cuándo reír y cuándo poner en su sitio al otro con ademanes que a ella le resultaban rudos. Se imaginó a sí misma siendo otra persona, viviendo una vida anónima allí, en esas calles, lejos de su burbuja. Sintió vértigo, pero no era la primera vez que por su cabeza desfilaba una idea parecida desde que había atravesado las puertas de Melay. Pronto recapacitó, recordó su procedencia, sus padres, su papel en el mundo. Estaba ante aquello para lo que había sido preparada durante tanto tiempo: casarse con un hombre cuanto más pudiente mejor. No solo eso, estaba ante la gran oportunidad de ascender en la escala social con toda su familia. Ella le debía eso a su casa y no podía tirarlo todo por la borda porque no le agradase su situación, o por que, muy de vez en cuando, soñase con ser nadie. Ella era alguien.

Todavía no había dado por finalizada aquella batalla interna cuando tuvo que hacerse a un lado para evitar el alboroto que se le echaba encima. Se trataba de una especie de procesión, que se aproximaba precedida del jaleo de un número indefinido de trompetas, bombos y panderetas. Tras la música se sucedían hombres y mujeres, vestidos con ropas holgadas y estrafalarias de colores brillantes. Algunos hacían piruetas. Todos bailaban. Coreaban algo que ella no acertaba a distinguir. Entre la algarabía había varios portaestandartes que elevaban con orgullo unos escudos heráldicos muy similares entre ellos. Adaveia comenzó a comprender.

—¡El gran torneo de Jorel! ¡El torneo por la Armadura de la Luz! ¡Viva la Armadura! ¡Viva Jorel!

Esas eran las proclamas que se repetían sin cesar por encima de la música. A Adaveia aquel torneo le interesaba lo mismo que los que se celebraban en su comarca natal: nada. Pero este torneo y este organizador estaban demasiado presentes en la vida de la ciudad. No era raro encontrarse con paredes cubiertas de carteles o pintadas, tratándolo como el mayor acontecimiento jamás visto y convocando a la ciudadanía a participar. También era tema de conversación frecuente en los tenderetes, las plazoletas y las esquinas; estaba en boca de las mujeres, los hombres, los niños, los ancianos, los soldados, los comerciantes, los marineros, los aguadores, los mensajeros… Aquel desfile no hacía sino reforzar esta sensación de omnipresencia. Sin embargo, a ella le parecía que era ir demasiado lejos. Y eso que aún no lo había visto todo.

Cerrando la comitiva, escoltadas por varios hombres corpulentos armados con garrotes, un par de muchachas lanzaban monedas al aire. Las sacaban con las manos de un caldero y las arrojaban despreocupadamente en cualquier dirección, como si se tratase de un juego inocente. Adaveia se fijó en que, en su mayoría, eran piezas de cobre, pero también creyó ver allí plata, y tal vez incluso oro. Como cabía esperar, la marabunta que se iba formando al paso de tan chocante procesión, estaba enloquecida. La joven tuvo que buscar una salida hacia una bocacalle para escapar de los empujones.

Una vez que aquel jolgorio pasó de largo y lo perdió de vista y oído, Adaveia se quedó mirando los papeles de colores y los pétalos, las únicas cosas que habían quedado esparcidas por el suelo. En vez de ensuciar, esos restos tapaban parte de la decadencia de la ciudad e, incluso, la llenaban de una vida insospechada. Le pareció una estampa bonita, después de todo. Se preguntó si podría sentarse a disfrutar de esas pequeñas cosas más a menudo en el tiempo que le quedaba en ese caótico puerto de mar.

Y sin poder remediarlo, volvió a verse a sí misma allí, formando parte de aquella extraña ciudad.