20

Una lámpara de araña con sus numerosas velas encendidas, quizás demasiado ostentosa para un techo no tan alto, cubría con creces las necesidades de iluminación del establecimiento. Allí dentro había muebles, arcones, aparadores y mesas, pero sobre todo, vitrinas. Y objetos de toda índole: estatuillas, cornucopias, trofeos, máscaras, abanicos, jarrones, copas, platos, estuches, cajas, mantelerías, candelabros, espejos, tarros. Su distribución no haría cómodo vivir allí, pero la intención era mostrar el género con claridad. Tampoco estaba todo abarrotado como un bazar, sino que había cierta elegancia en la disposición. No en vano se encontraban en uno de los negocios de mayor renombre del gremio en Melay. Por lo menos, eso era lo que le habían dicho a Haslor. Allí plantado, rodeado de finas obras de artesanía, junto a sus dos sirvientes, el aristócrata se sentía tan en su lugar como un canto rodado en una sopa. No tardó en acercarse el dueño, un señor de pelo ralo y blanco, con la cara entregada a las arrugas y unos anteojos que se quedaban en nada sobre su prominente y alargada nariz. Iba acompañado por dos fornidos mozos.

—Buena tarde, señor marqués —saludó con la reverencia más profunda que le permitió su castigado cuerpo—. Perdonad la espera. Permitid que mis muchachos se encarguen de desembalar la mercancía.

—Trátenla con sumo cuidado —indicó el noble.

—Por supuesto. Vamos, muchachos, poned todo sobre la mesa grande.

Los mozos desenvolvieron las telas y mostraron el género: dos cajitas labradas, una de marfil y la otra de caoba; un diario a medio escribir con los lomos de plata; un relicario también de marfil; cuatro vestidos de gala; dos capas; tres mantones de seda; dos rollos con más seda; dos estolas de visón; seis pares de guantes; tres abrecartas de plata; dos espadas cortas pertenecientes a la dinastía Woorlen; una daga de plata, seis mapas, y un lienzo con el retrato en armas de parada del tío abuelo Honsor, un cabeza perdida que renunció al marquesado para fugarse con uno de sus ayudantes de caballería; una vergüenza y un estigma para la casa Erjkeraal, desde luego, pero eso era un secreto que el marchante no tenía por qué saber.

Haslor no pudo evitar sentirse sucio mientras aquel viejo se inclinaba sobre sus pertenencias, objetos preciosos que habían pertenecido a su familia durante generaciones y que ahora eran curioseados y ninguneados por esos dedos ansiosos de lucro. El aristócrata entornó los ojos y dejó que aquel trámite prosiguiera su curso.

—Esto es muy interesante, señor marqués —decía de cuando en cuando el hombre.

Haslor le esquivaba. En cambio, le daba un toque en el hombro o en la espalda a Reshef y este respondía cosas como: «Está labrado. Es de primera calidad. Un regalo del rey. Solo usado por marqueses».

El marchante parecía confundido. Él se dirigía al señor, pero este rehusaba participar en el proceso. Reshef, su sustituto, hombre de pocas palabras, hecho por y para los rigores del combate y cuyo concepto del arte se limitaba a lancear hasta la muerte a un animal salvaje en la plaza mayor del pueblo, apenas podía seguir la conversación más allá de lo poco que habían ensayado antes de entrar en la tienda.

—¿Está todo bien, mi señor? —preguntó el anticuario.

—Perfectamente —respondió Haslor sacando pecho, mostrando el blasón de su casa ahí bordado—. Pueden continuar.

Al noble le molestaba la actitud de aquel viejo. Le parecía inconcebible que no supiera que a él, un hombre de sangre azul, no le correspondía emplear su tiempo en sucios negocios mercantiles más propios de estamentos inferiores. Solo presenciar aquella tasación ya le resultaba ofensivo. Dudaba que aquel marchante fuera de verdad tan reconocido si ignoraba algo tan obvio.

«Pero ¿qué clase de clientela tiene este hombre?»

—Muy bien, creo que puedo hacer una oferta, mi señor.

—De primera calidad —contestó Reshef—. Solo usada por marqueses.

—¿Perdón?

Haslor le arreó un puntapié a su lacayo, que calló de inmediato.

—Habla.

—Aunque aprecio la alta calidad de todos los objetos, no estoy realmente interesado en todo. Sin embargo, puedo haceros una oferta por el lote completo que de seguro os satisfará. Es posible que, si optáis por venderlo por separado, consigáis sacarle un mejor precio, pero eso os llevará bastante más tiempo y, francamente, no será mucho más.

«Ya estamos con las sucias tretas de los plebeyos para arañar el máximo dinero, pardiez. Son como ratas peleándose por un mendrugo de pan rancio. Pero por eso existen los nobles, para evitar que el mundo caiga en manos de gente de tan baja ralea.»

—De modo que, siguiendo su deseo de venderlo todo y, a sabiendas de que no deseará regatear, puedo ofrecerle un precio final de veintitrés ducados de oro.

Haslor levantó la cabeza sorprendido y, en cierto modo, complacido. Siempre y cuando lograse recuperar la espada Shalthei y luego venderla, era una cantidad más que aceptable.

—¡Menudo robo! —graznó Reshef—. Quiere engañarnos. Es de primera calidad. Un regalo del rey.

Era lo que habían ensayado que debía decir al oír la primera oferta, dando por supuesto que sería demasiado baja. Lo que Haslor no hubiera imaginado nunca era que iba recibir una propuesta de salida tan satisfactoria. Poco o nada sensible a los matices de aquella negociación, Reshef había ido a lo seguro, ciñéndose al guion establecido. Haslor apretó con rabia los guantes que sujetaba en la mano y fustigó a su sirviente con ellos.

—¡Cállate ya, tarugo! —le espetó.

A continuación, el joven noble agarró a Otuo y lo puso delante del anticuario, que, parapetado tras los cristales de sus anteojos, no parecía dar crédito a la escena. El grandullón, ante semejante oportunidad de lucimiento, se llevó un grueso dedo a sus todavía más gruesos labios, pensativo.

—Somos de Falland —fue diciendo muy despacio—. Venimos a vender unas cosas. Muy caras. De calidad.

Antes de permitir que su sirviente siguiera desarrollando aquello que parecía querer decir, Haslor comenzó a golpearle en los hombros y la espalda con los nudillos.

—Acepta —expresó el marqués sin dejar de aporrear a su lacayo—. Quiere decir que acepta, por todos los demonios.

El propietario de la tienda levantó una ceja, lo que le provocó un maremoto de arrugas en la frente, para a continuación desplegar media sonrisa. Chasqueó los dedos, y uno de los mozos salió presto de la sala. Tardó poco, demasiado poco para ir a recoger tal cantidad de dinero. O aquel anticuario tenía el oro guardado en un sitio del todo accesible, o tal vez veintitrés ducados no suponían nada para él. Al heredero del marqués se le cruzó la idea de entrar allí con parte de sus tropas y requisar el dinero en virtud de alguna prebenda aristocrática. Algún día.

El marchante contó las monedas delante de Haslor y las introdujo en una bolsita de ante, obsequio de la casa. El noble la tomó con orgullo, sin ni siquiera mirarla, pero ardiendo en su interior por contar su contenido e incluso morderlo para comprobar su pureza. Se dio la vuelta y, tras ignorar deliberadamente al viejo y su despedida, salió de allí con la cabeza alta, seguido de los suyos.

—Tienes que haber perdido la cabeza —dijo Jax.

—Creía que habíamos zanjado ya ese tema —replicó Iviqi.

—No, lo digo en serio. Tienes que tener algo roto por ahí dentro que te hace decir la sarta de bobadas que dices.

—Vamos a ver, señor ogro. Llevamos todo el día dando vueltas por el puerto y no hemos encontrado nada. Pero nada de nada.

—Ya. ¿Y qué?

—Pues que la única persona que conocemos capaz de explicarnos algo de lo que está pasando en esta maldita ciudad es Aezhel.

Jax alzó ambas manos al oír de nuevo aquel nombre. Tuvo que recurrir a toda su paciencia y su mano izquierda, que no eran poca cosa, para controlarse y no contestar lo que le estaba rondando por la cabeza; como era su derecho, por otra parte. Por suerte, su templanza y su talento para manejar discusiones de ese estilo seguían a pleno rendimiento.

—¿Me estás diciendo que vas a confiar en un tipejo que puede entrar y salir de tu sesera a voluntad? —preguntó el mercenario—. Se me ponen los pelos de punta solo de pensarlo.

—Bueno, no he dicho que sea ideal, pero nos servirá para salir de este atolladero.

Él se pasó la mano por la frente, con cuidado de no rozarse la herida de nuevo y causarse un estropicio. Dio un largo resoplido antes de contestar.

—Creo que estamos los dos muy cansados —dijo—. Nos vendría bien volver a la posada y dormir un poco.

—Volver a la posada a descansar no puede ser tu respuesta para todo, Jax. Además, no tenemos tiempo. El plazo se termina mañana por la noche.

—Pues mala suerte. Nosotros hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos. No ha salido bien, bueno, pues así ha sido. Estas cosas pasan. A veces las ramas se caen de los árboles. No es tan grave. Seguro que ese Shalthei o lo que sea es capaz de entenderlo.

—No, no hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos —replicó ella decidida—. Nos queda una carta y lo sabes.

—¡Y dale otra vez la burra en el trigo! No puedes ser tan cabezota. Lo tuyo no es normal.

Iviqi dio un paso hacia él, con los ojos muy abiertos y las manos con los dedos muy extendidos, como tratando de agarrar algo que se le podría derramar. El mercenario ya conocía esa pose: era la que adoptaba cuando estaba a punto de decir algo con más pasión de lo acostumbrado. Él se puso en guardia al verla venir.

—Están pasando cosas a nuestro alrededor, Jax, cosas importantes. Nosotros podemos formar parte de ello y conseguir que todo salga bien.

—¿Que todo salga bien? —replicó el mercenario—. ¿Qué es lo que tiene que salir bien? Si ni siquiera sabes para quién estás trabajando, ¡por todos los santos nombres del río Fo!

Eso la dejó pensativa. Una vez más, él tenía razón y ella no podía negarlo. No tenían ni idea de qué hacían dando vueltas por el puerto y, lo que era peor, tampoco sabían qué intenciones ocultas podría haber detrás de todo eso. Suponiendo que el encargo tuviera algún sentido. Aprovechando este momento de indecisión provocado por el haz de iluminación arrojado sobre su compañera, Jax trató de terminar de llevarla a su terreno. Para ello la tomó por las manos con suavidad; con toda la suavidad que pudo, al menos. Sin embargo, ella reaccionó como una gata acorralada.

—Déjame —exclamó ella, dando un paso atrás.

—Bueno, ya vale. Vas a hacer lo que yo te digo —dijo el mercenario, perdiendo la paciencia y agarrándola por la manga de la camisa.

Ella se soltó de un rápido movimiento, como accionada por un resorte. Entrecerró los ojos como si estuviera a punto de estornudar o de soltar una palabra tan malsonante que pudiera hacerle daño al oído. Pero se controló.

—No eres mi padre —se limitó a decir.

—Si te sigues portando como una cría tendré que hacer como si lo fueras. Alguien tiene que cumplir con ese papel por una vez en tu vida, maldita sea.

—Y vas a hacerlo tú, claro, que eres el hombre más equilibrado que conoces.

—Soy el único que puede ayudarte porque soy el único que se preocupa por ti en este mundo. Ambos compañeros se mantuvieron la mirada con el pulso acelerado, estudiándose, desafiándose. Fue Iviqi la que terminó bajando la guardia.

—¿Sabes? No hace falta que vayamos los dos por el mismo sitio.

«¿Qué leches quiere decir eso?»

—Te estás tirando al pozo —dijo él—. Otra vez.

—Lo digo en serio, Jax. Podemos ir cada uno por nuestro lado y no se va a acabar el mundo.

Eso no sonaba bien. El mercenario tenía la oportunidad de revertir la situación antes de que fuera a peor. Se le pasó por la cabeza la idea de calmarse, dar un paso atrás, ofrecerle la mano, encontrar una solución. También vio abierta la puerta de la discordia. Tuvo la suficiente lucidez como para reconocerla y saber que no era la opción adecuada, que podría arrepentirse. Pero ¿por qué dar marcha atrás si él tenía toda la razón?

—Me parece bien. Más aún, creo que es lo mejor que podemos hacer.