28
Florecían en el firmamento las primeras luces del alba cuando Haslor salió de la posada a lomos de su imponente caballo de batalla. Frente alta y cabello al viento, cual heroico señor de la guerra. Aunque esa imagen le agradaba, él prefería ser recordado como un campeón del orden y la justicia; con sus fallos de mortal, por supuesto, pero también inclinado al buen gobierno. Todos sus actos estaban destinados a conseguir tal propósito y, según sus propios cálculos, iba por el buen camino. Partió seguido de su séquito: sus dos sirvientes y su prometida; todos ellos también montados, una vez que, por fin, habían conseguido el oro para pagar al posadero y comprar un nuevo palafrén. Dejaron que el traqueteo de los cascos sobre el pavimento fuera toda la música que acompañase su gloriosa marcha por las calles.
Al llegar al punto de encuentro, la Plaza del Prelado, les pareció un solar vacío e inmenso, sin los tenderetes ni los millares de transeúntes. Aun así, allí se arremolinaban varios centenares de personas, curiosos en su mayoría, que se volvieron para mirar de qué se trataba aquella cabalgata del alba. No esperaban encontrarse allí a semejante paladín liderando sus huestes. Pero un buen puñado de ellos eran guerreros de todo tipo y procedencia que, pertrechados para la ocasión, esperaban alguna señal de que el torneo diera comienzo. Haslor era el único de todo ellos que había acudido a caballo. Las miradas y los cuchicheos no se hicieron esperar. Algunos incluso le señalaban, cosa que él detestaba y que no hubiera consentido en condiciones normales. Pero no reaccionó, antes al contrario, se enorgulleció por ser señal inequívoca de que esa masa insulsa y mediocre le reconocía como el personaje distinguido y eminente que era.
—Entre nosotros media un abismo —dijo—. Así debe ser para que el mundo siga siendo mundo.
Cuando alcanzó la zona central de la plaza, muy cerca de la estatua ecuestre, detuvo su corcel. Allí se congregaba el grueso de los demás guerreros, que le observaban con desprecio y, aunque nunca tendrían la suficiente grandeza para admitirlo, con no poca admiración. El heredero del marquesado aprovechó su posición destacada para hacer un barrido con la mirada sobre las cabezas de los asistentes.
—Gentuza miserable y despreciable —murmuró sin importarle si le oían o no—. Son como una congregación de cucarachas alrededor de una letrina.
Alzó la cabeza todavía más, mostrando a las claras su gesto de desaprobación. Le repugnaba la idea de cruzar la mirada con alguno de esos infelices. Entonces comenzó a otear en la distancia, buscando por encima algunos rasgos conocidos. El corazón comenzó a animársele en el pecho. Realizó otro barrido, que apenas le aportó nueva información; luego, un tercero con el mismo resultado. Chasqueó la lengua y, molesto, pasó a inspeccionar los rostros de los presentes con mayor detenimiento.
—¡Santa Gracia, qué feos son estos plebeyos!
Nada, ni rastro. Ni de la Zorra ni de nadie que pudiera ajustarse a la descripción del patán que solía acompañarla. Sin embargo, no verla tampoco le importaba demasiado; él sabía que se encontraba en la plaza, buscando calor y cobijo entre la chusma, tratando de ponerse a salvo de él, temerosa de la venganza del joven marqués. Era lógico que le tuviera miedo.
—Y eso que no tiene ni idea de lo que le espera. Esa zorra.
No sospechaba, la muy estúpida, que Haslor de Erjkeraal no movería ni un dedo para atacarla. Eso sería propio de un gañán cualquiera, y él era un hombre cuya perspicacia destacaba como la cima nevada de una montaña. Lo que haría un hombre inteligente como él, sería esperar a que el torneo comenzase y entonces, sin la vigilancia de seres repulsivos de aborrecible calaña, le daría su merecido. De momento, se conformaba con infundir admiración y pavor entre sus próximos adversarios. El tan esperado momento del juicio estaba a punto de llegar.
—Paciencia —se dijo.

De improviso, el pórtico de uno de los palacios que daban a la plaza se abrió con un crujido. Los presentes miraron expectantes hacia la fachada, posiblemente la más grandiosa de todas. Por entre las dos poderosas columnas que custodiaban el acceso, apareció una comitiva compuesta por siete pajes, ataviados con trajes de gala azul marino. En la pechera sobresalía, bordado en oro, el blasón de Jorel Scylianne. El que iba a la cabeza portaba el estandarte con el escudo de armas de la casa Scylianne, que, por alguna curiosidad heráldica, no era el mismo que el individual de Jorel. Los cuatro siguientes sujetaban en alto antorchas forjadas en plata reluciente, encendidas pese a no ser necesario. Los dos últimos llevaban sendas trompas, también plateadas, que no tardaron en soplar. El espacio se llenó de la media docena de notas que entonaron, que más que música resonaron como un toque de alarma. Cuando los ecos se extinguieron, la incertidumbre había conquistado cada rincón de la plaza. Justo entonces llegaron dos nuevos pajes, uno de los cuales se distinguía por enarbolar una vara de mando y por llevar el pecho cruzado por una banda celeste. Fue él quien habló.
—Guerreros, cazadores de tesoros, aventureros venidos de lejanas tierras, buscadores de fortuna que anheláis la Armadura de la Luz, sed todos bienvenidos en nombre de maese Jorel Scylianne. La ceremonia de inauguración del torneo tendrá lugar dentro de dos horas. Quienes deseen participar deben acercarse, dejar su nombre completo al escriba y pasar al interior del palacio.
Acto seguido, unos sirvientes, también ataviados para la ocasión, aunque sin tanta pompa, llevaron una mesita, un taburete, papel, pluma y un tintero, y lo colocaron todo en el corro que se había abierto en mitad de la plaza. El escriba, hombre entrado en años, llegó por su propio pie. Así comenzó el turno de inscripción, un desfile de guerreros lento y constante.
Aezhel, agazapado tras uno de los pilares del pórtico que rodeaba la plaza, no perdía detalle de las evoluciones de esta primera etapa del torneo. Desde su posición, más interesado en permanecer oculto que en apuntarse, el mentalista hacía un repaso de los asistentes. Tenía localizados a los dos Shalthei, muy juntos, serios, enfundados en sus capas sin pasar por alto ningún detalle. Aunque se esforzaban en aparentar que estaban solos, contaban con varios aliados en los alrededores, no menos de diez, y todos ellos Desertores. Pero la orden Deallhem no era, ni por asomo, la que mayor presencia tenía. Había una buena cantidad de Tigs, de Umælem, de Siglaruu, de Phrat, incluso de esos detestables comerciantes de muerte de Naham. De la Rosa Negra, en cambio, no había señal alguna, cosa que el monje ya se esperaba. Siendo tan precavidos como eran, no iban a dejarse reconocer así como así. Pero no había duda de que varios de sus miembros se encontraban presentes. Ocurría lo mismo con otros clanes secretos, muy interesados en mantenerse ocultos.
«A mayor amor por la privacidad, peores intenciones», se dijo el mentalista.
Tampoco estaba muy seguro de a quiénes habrían vendido sus servicios los mercenarios presentes. Intuía que la mayoría de ellos habrían sido contratados por el Pacto, pero no todos. ¿Algún noble? ¿La Cofradía? No había que descartar nada. El monje también tomó nota mental de aquellos participantes sin afiliación conocida o de los que no hubiera tenido noticia hasta entonces, la mayoría de ellos aventureros errantes o tipos cortos de miras que no sabían en qué clase de charco se estaban metiendo. Y, por supuesto, cayó en la cuenta de los que deberían estar pero no habían aparecido, entre los que destacaban Iviqi y Jax. La chica llevaba desde el día anterior sin dar señales de vida, lo que, además del inconveniente de que lo hubiera dejado plantado la noche anterior, le preocupaba de algún modo. Esto podía significar que le hubiera ocurrido algo o que hubiera abandonado Melay. Aunque también cabía la posibilidad de que lograse escapar a la vigilancia del Ojo, demasiado ocupado con las distintas tareas que Aezhel tenía esa mañana.
Todavía no habían accedido al palacio la mitad de los participantes y el monje ya había confeccionado un registro mental de todos ellos. Doscientos ochenta y tres, sin contarse a sí mismo. Había memorizado sus caras y, lo que era más importante, sus huellas psíquicas. Como parte de su entrenamiento diario en la profundidad insondable del Ojo, el monje había desarrollado la habilidad de rastrear la actividad cerebral de los seres sintientes. Había descubierto que ciertas experiencias que requerían una inversión adicional de energía, como los esfuerzos prolongados, la tensión extrema o los momentos en los que se forzaba la memoria, dejaban una marca impresa en el lugar en que ocurrían. Dicha marca, se volvía semicorpórea y permanecía por un tiempo en ese mismo sitio. Era comparable al perfume que queda suspendido en una habitación aun después de que su propietaria la haya abandonado. Memorizar esas huellas le facilitaría reconocer a esas personas en el futuro, o incluso localizarlas en la distancia, de ser necesario.
El campanario de la plaza dio nueve toques, señalando que el tiempo para apuntarse al torneo estaba próximo a su fin. La fase de admisión había transcurrido sin sobresaltos y llegaba el momento de que él abandonase su escondite. Se acercó a la mesa sin hacer ruido, humilde, mirando o bien al pavimento o bien a las fachadas, pretendiendo el imposible de pasar desapercibido frente al más de un centenar de ojos que le examinaban.
—Aezhel Nedzeillim —le dijo al escriba.
Pronunció con un acento tan remoto que el hombre tuvo que pedirle que lo repitiera varias veces antes de estamparlo, fatal, sobre el papel. Era el último de una lista de doscientos ochenta y cuatro guerreros, contó de un fugaz vistazo. Eso significaba que sus cálculos mentales eran correctos, dato que le trajo una efervescente sensación de complacencia, que tuvo que observar unos instantes hasta verla desaparecer. Esto ocurrió cuando se encontraba justo en el umbral de la colosal puerta. Echó una última ojeada a la plaza esperando dar con Iviqi y, con un sentimiento cercano al pesar, atravesó el dintel.
La entrada daba a un desproporcionado zaguán que bien podría servir de cochera para dos pares de carruajes con los caballos incluidos. A continuación, había una nueva puerta, no tan enorme como la anterior, pero, de largo mayor que la de cualquier casa. O almacén. Al atravesarla, el monje accedió a un recibidor espléndido, donde le esperaba una escalera majestuosa. Los encargados de proveer de la iluminación que no daban las insuficientes ventanas eran unos candelabros cuyos brazos estaban atestados de velas, y una lámpara prodigiosa que parecía querer descolgarse de la cadena que la ataba al techo. Los suelos eran de un mármol trabajado y pulido que formaba caprichosas figuras geométricas allá donde no había ninguna alfombra que lo cubriera. Las paredes estaban ornamentadas con profusión, y era raro encontrar algún hueco que no albergase un tapiz, o un cuadro, o un escudo, o la cabeza disecada de un animal abatido, o un mueble, o unos azulejos de colores, o filigranas manufacturadas de madera o yeso.
«Jorel», pensó Aezhel al observar el personaje retratado en el lienzo que dominaba la estancia desde las alturas. No era la primera vez que lo veía; ya se había topado con, al menos, dos cuadros y una estatua de él en otros puntos de la ciudad. La corona de laurel sobre la cabeza, los rayos de sol cayendo inclinados sobre él, el porte majestuoso; todos los elementos de aquella pintura estaban destinados a engrandecerle. Por supuesto, no lo conseguían, no a los ojos de Aezhel. Había algo de forzado y triste en toda aquella demostración de poder. También algo siniestro, aunque el mentalista no sabría decir qué. Su especialidad era la psique, no los sentimientos, aunque era posible que estuviera pasando por alto aquello que despertaba esas sensaciones. ¿Escondía algo Jorel? Seguro, pero ¿escondía aquello que Aezhel estaba buscando? Lo dudaba.
—Señor, por aquí —le llamó la atención un paje cuya función parecía ceñirse a indicar el camino a los visitantes. Posiblemente también estuviera atento a que nadie robase nada de lo mucho apetecible que por allí había.
Aezhel no se habría perdido, por muy embobado que se hubiera quedado contemplando aquel cuadro. Para dar con el camino le habría bastado con seguir el bullicio de los pensamientos de los participantes. De cualquier modo, saludó con una leve reverencia al paje y reanudó la marcha. Recorrió varios aposentos conectados entre sí, también iluminados y engalanados, hasta alcanzar una larga galería que rodeaba un patio ajardinado, un oasis verde en aquel desierto gris. El mentalista disfrutó del breve remanso de paz que se colaba por entre la columnata, hasta llegar a una puerta donde un nuevo mozo le indicó que entrara. El monje siguió sus indicaciones con calma, aplacando el nerviosismo que desde hacía unos días quería hacerse dueño de él. Franqueó el vano, enmarcado por dos gruesas cortinas rojas, y dejó atrás el canto de los pájaros y el gorgoteo de la fuente. Para su sorpresa, accedió por un lateral a un espacio que, por su amplitud, le trajo a la memoria las basílicas que los antiguos sricios usaban para impartir justicia.
Se trataba de un espacio diáfano, de planta rectangular, con una nave central de tres o cuatro pisos de altura, flanqueada por otras dos con bastante menos protagonismo. Dos hileras de pilares sostenían la bóveda central. Los poderosos arcos laterales que se formaban entre columna y columna dejaban pasar la luz del día por cristaleras situadas en la parte superior. Habría unas cien varas de distancia entre los dos extremos más alejados. Una obra de ingeniería soberbia, elegante, equilibrada, más propia de épocas de mayor esplendor. Sin duda se trataba de una construcción muy anterior al resto del palacio e incluso de la mayoría de edificios de la propia Melay. Aezhel creyó ver allí la huella de constructores Shalthei, con su búsqueda de la belleza por medio de la armonía, no de la ornamentación. Aquella estética, claro, chocaba con los gustos de Jorel, quien se había encargado de cubrir las paredes con tapices de colores, y los pilares, con banderolas. El monje negó con la cabeza.
«Pese a todo, este edificio sigue siendo capaz de obrar el milagro de conseguir un ambiente de paz y recogimiento», observó.
Maravillado por la sensación etérea de aquel monumento, todavía no se había detenido a indagar qué estaba ocurriendo en realidad, pecado imperdonable para un mentalista como él. Los competidores por la Armadura estaban dispersos entre los pilares, la mayoría de ellos concentrados en lo que estaba por venir, otros admirando la majestuosidad del lugar, y los menos murmurando entre sí. Y arriba, en los niveles superiores de las naves laterales, convertidas en sombras por el fuerte contraste provocado por la luz que entraba por las cristaleras sobre sus cabezas, se agrupaban otras personas, desconocidas para el monje. Por el poco cuidado con el que hablaban y el tipo de vibración que despedían sus mentes, Aezhel supo enseguida que se trataba de nobles y otros hombres ricos. Habían venido a mirar y a apostar, atraídos por la promesa de sangre y emoción. Sintió desprecio hacia ellos, una sensación que se esforzó por observar con la más absoluta ecuanimidad hasta finalmente verla desaparecer. Mientras el monje luchaba por mantener el Ojo Interior atento y centrado, transcurrió un rato imposible de cuantificar que pudo haber durado horas o tan solo unos instantes, pero que llegó a su fin con la abrupta irrupción del toque de las trompas. Esto trajo de inmediato el recuerdo de Iviqi a la cabeza del mentalista. La chica seguía sin dar señales de vida y él empezaba a asimilar que no iba a volver a verla.
El silencio se hizo en la basílica. Los asistentes se quedaron mirando, expectantes, el balcón donde se encontraban los heraldos. Por allí, de la mano de su esposa, se asomó Jorel. Resultaba complicado reconocerlo a partir de los retratos que había tenido la ocasión de contemplar. Sus vestiduras eran una especie de traje ceremonial compuesto por una túnica brillante de color indefinido y abundantes bordados e incrustaciones de piedras. Su sombrero era un gorro alto y puntiagudo que si no se le caía de la cabeza, era sin duda gracias a alguna suerte de mecanismo oculto. Saludaba con ambas manos, mostrando unos anillos tan prominentes que debían de dificultarle la manipulación de cualquier objeto, en caso de querer hacerlo. Por más que lo mirase, Aezhel no paraba de encontrar nuevos colgantes y joyas que engalanaban un cuerpo, por otro lado bastante más hinchado que la versión en pintura. Desde su palco, Jorel sonreía, espléndido. Él, y no la Armadura, era el verdadero protagonista del torneo. El monje no necesitó mucho tiempo para concluir que aquel hombre ansioso de admiración y reconocimiento solo podía estar en el ojo del huracán por alguna desafortunada casualidad.
«Pobre diablo.»
—Queridos amigos —comenzó Jorel, abriendo los brazos—, sed todos bienvenidos a esta, mi casa. Soy Jorel Scylianne, el hombre más rico que mora en Melay. Hoy celebramos un acontecimiento especial, el más especial de todos desde los días de los grandes Deriands. Hoy es el día en que el más intrépido y valeroso guerrero de Umheim será proclamado campeón entre campeones. Hoy conoceremos quién es valedor de un premio digno de un dios: la Armadura de la Luz.
Hizo un gesto que podría formar parte de su ostentoso repertorio manierista, pero en realidad indicaba un punto en las alturas. Todos miraron hacia allá, y contemplaron una inmensa bola de un material que recordaba al cristal. Bajaba flotando de la bóveda como una fantasmagórica pompa de jabón. La sala se llenó de asombro, más aún cuando la esfera quedó suspendida a media altura y comenzó a emitir su propio brillo a una orden de Jorel. Aezhel dudaba de que aquel hombre poseyera el poder mágico y telequinético que pretendía poseer.
«Difícilmente podría hacerla rodar a empujones.»
El mentalista mudó su atención hacia los presentes y se concentró en dar con el verdadero responsable de aquel truco. Mientras tanto, en el interior de la esfera, apareció una imagen de la Armadura. Los presentes, tanto arriba como abajo, la contemplaron fascinados.
—Aquí la tenéis —anunció Jorel, nadando en su propio orgullo—. Os está esperando. Pero para conseguirla, deberéis superar mis mazmorras. En su interior encontraréis un millar de pruebas que llevarán vuestras habilidades al límite.
Mientras hablaba, la esfera comenzó a arrojar imágenes de una gruta llena de bifurcaciones, desniveles, pasadizos, fuego, humo y unas criaturas difíciles de reconocer en la lejanía. Aezhel quiso ver allí una recreación de los participantes, aunque no logró convencerse de que fuera auténtica. Luego aparecieron unos seres envueltos en oscuridad que el monje tampoco pudo reconocer, pero cuya monstruosidad se intuía. La incomodidad se instaló abajo, en las entrañas de los participantes, y la satisfacción fue generalizada arriba, en los rostros de los asistentes.
—Vuestros enemigos estarán por doquier —siguió explicando Jorel con una teatralidad que Aezhel juzgó innecesaria—, apareciendo y desapareciendo, amenazándoos, acosándoos. Sí, amigos, deberéis usar vuestras mejores dotes de combate para abriros paso y, en muchas ocasiones, para salvar vuestra vida, os lo garantizo. He preparado multitud de sorpresas para que la aventura esté asegurada. Entre ellas, una de mis más preciadas adquisiciones: mi colección de guardianes fantasmales de Jrûn. El capitán de esta terrorífica tropa es el Cazador, de cuya red de oscuridad deberéis guardaros si queréis conservar la vida.
Por descontado, una criatura temible acaparó la imagen de la esfera. Hubo expresiones de asombro, más en el nivel superior que en el inferior.
—Los que hayáis sobrevivido a todas las pruebas alcanzaréis la última mazmorra —prosiguió Jorel—, donde se disputará la lucha definitiva. Allí os esperará el cetro de campeón… y una sorpresa.
Un bastón de plata del que no quedaba ni una sola pulgada por labrar apareció en el interior de la bola, brillante, rotando sobre sí mismo.
—Quien logre el cetro será nuestro vencedor. Será el dueño de la Armadura.
En ese preciso instante, Aezhel localizó la fuente del sortilegio. El mago no era Jorel, tal y como ya se imaginaba, sino un hombre camuflado en uno de los balcones, entre los asistentes. Aezhel se sintió travieso y estuvo tentado de lanzarle un ataque psíquico para ver si así lograba interrumpir su hechizo y dejar la bola ingobernable. Sería curioso comprobar qué grado de humillación podría soportar un ego como el del grandilocuente Jorel.
«No juzgues», se reprendió a sí mismo el monje.
Entonces la vio. Alta e imponente, hierática, medio escondida entre el público: la maestra Shalthei, Annässar, cuyo nombre había leído en la cabeza de Iviqi. Se empezó a preguntar por qué estaba en el palco y no entre los participantes, pero pronto cayó en la respuesta.
«Es una semidiosa, sus poderes están demasiado por encima del resto. No le permiten participar.»
—Si alguno desea abandonar, ha llegado el momento —comentó Jorel con sorna.
Hubo muchas miradas recias y alguna que otra tos, pero nadie se movió del sitio. El maestro de ceremonias sonrió satisfecho.
—Muy bien, entonces. ¡Qué dé comienzo el primer torneo de artes Jhassai de Melay! Ofrecido a todos vosotros por mí, maese Jorel Scylianne, nunca lo olvidéis.
Alzó ambas manos con vehemencia hacia la esfera y esta respondió con un fulgor repentino. La luz era de un azul eléctrico que llenaba todos los rincones de la sala, incluso aquellos en principio destinados a quedar en sombras. De vez en cuando daba fogonazos tan intensos que atravesaban la piel y los huesos. Los altibajos seguían una cadencia dispar pero continua, aumentando la luminosidad hasta conseguir un fulgor tal que no había párpados capaces de resguardar las pupilas. Resultaba tan doloroso que era imposible abstraerse. Aezhel era la excepción, pues, pese a todo, consiguió mantener la atención lo justo para ver que el número final de participantes iba a ser de doscientos ochenta y seis.
Iviqi y Jax habían llegado.