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Utilizando como apoyo una fuente adosada en el muro, pudo acceder a una verja por la que era fácil subir hasta un balcón que se comunicaba con una cañería que, escalándola un poco, llegaba hasta el tejadillo donde le esperaba Aezhel.
—Es fascinante verte trepar —le dijo el mentalista.
—No puedo decir lo mismo de tu gusto eligiendo puntos de encuentro.
—Cuando conozcas las vistas, me entenderás, amiga mía —le contestó, guiándola por el tejado—. Ten cuidado con las tejas sueltas.
El monje ascendió hasta el punto más alto, donde se dividían las dos aguas. Luego fue caminando hasta la chimenea, que sobresalía justo por aquel extremo. La joven le siguió, observando en todo momento el caminar del mentalista. Su equilibrio no estaba nada mal para alguien que no había trabajado nunca en un circo. Iviqi llegó a su lado y contempló lo que le mostraba la mano de Aezhel. Con tanto ir y venir por callejas estrechas, la joven no se había dado cuenta de lo muy arriba que el camino la había llevado. Estaban casi junto al Barrio Alto. Desde aquel improvisado mirador podía admirar toda la ciudad en su esplendor. Era un día claro y luminoso, aunque varias columnas negras se levantaban desde diferentes puntos. Muy pronto, tras sentir la cercanía de un vuelo rasante, Iviqi recordó que había un dragón suelto.
—¡Demonios, Aezhel! —exclamó ella, agachándose junto a los ladrillos de la chimenea—. ¿No había un sitio más peligroso para reunirnos?
—Solo será un momento.
—Ya. Oye, hay algo raro en ese bicho —comentó la joven sin dejar de vigilar el vuelo del monstruo—. Lo veo como, no sé, quizás más pequeño.
—Lo más seguro es que se basaran en este espécimen para crear el del torneo y luego lo aumentaran y le agregaran nuevas características para hacerlo más fiero —contestó Aezhel—. Para un mago capaz de crear una ilusión colectiva de la envergadura de la del torneo, eso no sería más que un juego.
Ella se lo quedó mirando con interés. Tal vez demasiado como para ser del todo real.
—Qué listo que eres, ¿no?
El mentalista le devolvió una sonrisa que, si ella no se equivocaba mucho, llevaba sutiles pinceladas de timidez.
—Vayamos al tema que nos ocupa —continuó Aezhel—. Como te venía diciendo de camino aquí, la Cofradía ha robado la Armadura de la Luz. Según mis investigaciones, desde hace semanas tienen tratos con la Rosa Negra, con el fin de entregársela a cambio de una cantidad indecente de oro.
—Y, según tú, todavía no ha dado tiempo de realizar el intercambio.
—No, algo se ha entrometido entre ellos, sospecho que el Pacto, con una oferta muy superior. Una montaña de oro que los tipos de los bajos fondos no han podido rechazar.
—Es su punto débil, qué le van a hacer. Entonces, la armadura la tiene ahora el Pacto.
—No lo sé exactamente. Es posible que la tenga todavía la Cofradía. De cualquier forma, debe de encontrarse en algún lugar del puerto. Eso no es ningún secreto, y todos los clanes interesados en la armadura, y te voy avanzando que son muchos, están acudiendo allí para hacerse con ella. A eso hay que sumarle los soldados del Pacto, sus mercenarios, los sicarios de la Cofradía y la guardia de la ciudad. Y, bueno, un buen puñado de animales exóticos, destacando entre todos ellos nuestro amigo alado —dijo, señalando al cielo.
—Parece que hay poco que hacer en el puerto, entonces —comentó Iviqi, pensativa.
—Nada, en realidad. Pero tampoco es un problema, ya que nuestro objetivo es la Armadura de la Oscuridad, cuyo emplazamiento ha permanecido secreto. Hasta ahora. La Rosa Negra lo tenía todo listo para reunir las armaduras hoy mismo, pero se ha encontrado con la desagradable noticia de que ahora solo tiene una de ellas.
—Bueno, no pasa nada mientras unos tengan una y otros tengan la otra. Van a estar separadas de todos modos, y de eso se trata, ¿no?
—No es tan sencillo, Iviqi —contestó el monje, grave—. Igual que yo he descubierto dónde está el cuartel general de la Rosa Negra, es más que posible que la Cofradía o el propio Pacto, con sus cientos de espías por toda la ciudad, también lo sepan. Pero el peligro no termina ahí. La presencia de ambas armaduras en Melay ha despertado males muy profundos, ocultos desde hace milenios, y los está atrayendo como la sangre a los coyotes.
—¿Males?
—Presencias, sombras, entes tenebrosos, seres del Abismo. Demonios.
La joven se quedó pensativa, observando el extraño e indefinible tono que tomaban los iris de Aezhel bajo el brillo directo del sol. De no ser por el cariz acuciante que estaba tomando la situación, sería una bella imagen para acompañar las impresionantes vistas que desde allí les brindaba la ciudad.
—Me estás diciendo esto en serio, ¿cierto?
—Mucho me temo que sí. Y como muestra, ahí tienes esos barcos.
Iviqi miró hacia donde indicaba la alargada mano del mentalista. Encontró en la distancia, en mitad del mar, cinco barcos de velas negras avanzando en formación de cuña, las proas dirigidas hacia el puerto. Navegaban acompañados de una bruma que no permitía ver dónde la quilla rompía la marea. No tardarían en llegar.
—Pero ¿qué…?
—No sé qué son —contestó Aezhel—, pero parecen naves espectrales.
—Pero ¿qué…?
—Con todo el revuelo del torneo, acudieron a Melay sectas de adoradores del Abismo. Normalmente se trata de gente aburrida e ignorante, que realiza ritos encontrados en cualquier libro con aspecto de ser muy antiguo y arcano, con la esperanza de conseguir algo relacionado con la vida más allá de la muerte. Como es normal, nunca ocurre nada; sacrifican algunos animales y ya. Esta vez, no obstante, el poder de las armaduras ha hecho que las plegarias sean escuchadas.
Iviqi seguía con la mirada fija en aquellos barcos, tan fascinada como horrorizada.
—Han invocado espectros —comentó ella como para sí.
Aezhel dejó que pasaran unos momentos con la clara intención de que la joven asimilara esas noticias. Ella lo agradeció.
—¿Sabes? Las historias de miedo nunca fueron lo mío.
—Me alegra oír eso, ya que voy a necesitar toda tu ayuda para entrar en la base de la Rosa Negra.
Iviqi se detuvo un instante. Todo aquello sonaba excitante y podría satisfacer su renacido afán de aventuras, pero ese mentalista ya se la había jugado antes. Él pareció vérselo en los ojos y guardó silencio. O tal vez estuviera leyendo lo que se le pasaba a ella por la cabeza.
—No quiero ayudarte, que lo sepas —dijo ella—. Si te digo que sí es porque mi intención es evitar que algún loco una las armaduras.
—Es perfectamente comprensible. Para mí será más que suficiente. Puedes confiar en mi palabra.
—Ya, seguro —replicó la chica, adelantando el dedo índice—. Quiero que tengas muy claro que si te falta algo por contarme, aún estás a tiempo. Porque, como vuelva a haber alguna sorpresa, me hago un monedero con tus orejas.
—Me parece justo.
—Y como me vuelvas a leer el pensamiento, te arranco las pelotas.
Como Jax había supuesto por la ruta que llevaban, no tardaron en alcanzar la muralla del puerto. Aunque parecía imposible, la agitación era allí todavía superior a la del resto de la ciudad. A la gente que corría de un lado para otro sin aparente sentido, se le sumaban varias cadenas humanas que transportaban baldes de agua para atajar incendios aquí y allá. También era el punto donde se estaban reuniendo las tropas de la guardia de la ciudad, de las que, muy a su pesar, él mismo formaba parte. Debían acudir a los muelles, para controlar la lucha que, al parecer, se estaba desatando allí. Al menos, los animales salvajes liberados preferían evitar esta zona atestada de humanos en pánico.
Cuando la formación alcanzó un pórtico en la muralla, se encontraron con un fuerte destacamento de guardias que estaban siendo dirigidos por un tipo alto, delgado, de pelo oscuro y lacio, con unos rasgos que a Jax le resultaron familiares.
«Daleid.»
El mercenario se lo pensó unos momentos, sopesó los pros y los contras, y decidió que, si existía alguna posibilidad de reencontrarse con Iviqi, vendría antes mediante él que luchando en el puerto contra no sabía quiénes.
—¡Daleid! —llamó.
El Shalthei se volvió hacia él con la atención del águila que divisa un ratón. Dio un par de escuetas instrucciones al capitán y se dirigió hacia Jax a grandes zancadas.
—Salve, Jax el mercenario.
—Hola —respondió Jax, con la incertidumbre de si había contestado correcta o incorrectamente.
—¿Dónde está Iviqi, la de los ojos dorados? —inquirió con ese gesto invariable y esa mirada abrasadora que el mercenario apenas soportaba.
—El mentalista, el Aezhel ese, nos pidió ayuda. Íbamos a encontrarnos con él, pero la cosa esa atacó la calle por la que íbamos y nos separó.
Daleid no pudo evitar alzar la vista al cielo para luego volver a Jax. Se tomó unos instantes en los que pareció calcular su siguiente movimiento.
—¿No anunció adónde se encaminaba? —preguntó.
—No.
El Shalthei volvió a callar. El mercenario tuvo que luchar contra sí mismo para no preguntarle qué demonios le estaba pasando por esa mente de bicho raro. Aunque, en el fondo, prefería no saberlo.
—Ese psíquico —continuó Daleid—, no llena de regocijo mi corazón.
—¿Qué?
—Acompañadme con vuestro espíritu —dijo.
Antes de que Jax pudiera llegar a preguntar a qué se estaba refiriendo, el guerrero Shalthei dio la orden de que le liberaran de su enrolamiento forzoso. La patrulla reanudó la marcha y se adentró en el puerto. Jax buscó la cara del tal Haslor, que, junto con sus dos secuaces, había hecho con él todo el recorrido. Le divirtió ver la expresión de rabia e indignación de ese señoritingo al comprobar que él tenía que seguir luchando por la causa, mientras que Jax, en cambio, se libraba. Cuanto más aumentaba la cólera en los ojos del marqués, más se ampliaba la sonrisa de Jax. Incluso se despidió con la mano, cosa de la que justo después se arrepintió, pues quizás no fuera apropiada para un guerrero como él. En cualquier caso, esto también sirvió para agravar el enfado del noble.
Daleid le puso un guante en el hombro, tranquilo pero también impaciente, y le hizo volver a la realidad. El mercenario aligeró el paso para mantener el ritmo del Shalthei, que era casi de carrera. No volvieron a intercambiar palabra hasta que llegaron al fondo de un callejón, donde había un puñado de guerreros reunidos. Justo en el momento en el que ellos dos llegaban, cuatro salían. Por sus rostros graves, no acababan de recibir las mejores noticias. Encabezaba el grupo una amazona pelirroja de la que Iviqi le había hablado en más de una ocasión y que ni le miró al pasar. El segundo no era otro que Wolberg, cuya presencia ya no le impactaba por tratarse de un corsario tuerto, sino por la delicada parte del torneo que les había tocado compartir.
—Buen disparo, mercenario —le gruñó con sorna cuando se cruzaron.
Jax no encontró ni una sola palabra que responderle. Y era mejor así. Justo detrás estaba el gigantesco Omgarulh, más vestido y sobrio que el día que le había visto luchando en la Sierpe Marina; igual de amenazante. Por último, pasó otro viejo conocido: Nñet, que para mayor sorpresa del mercenario no le dirigió ni un triste «buenos días».
—Guardaos de pronunciar palabra ahora, pues mi maestra se encuentra sumida en plena plática —le indicó Daleid.
El mercenario se limitó a asentir sin mover los labios, la mejor forma de no equivocarse que encontró; apenas entendía nada de lo que ese tipo estirado le decía. Entonces vio a la que reconoció como Annässar. La imponente guerrera repartía instrucciones mientras los demás atendían taciturnos. Algo no marchaba bien en ese grupo de guerreros, se podía palpar en el tenso ambiente. El mercenario se preguntó qué podría ser, aunque no sabía si quería averiguarlo. Se acercó un poco más al corro que habían improvisado entre los diez o doce presentes. Allí encontró a otra de las amazonas de las que le había hablado Iviqi, al insoportable Sergivs —el único que, por cierto, le dedicó un silencioso pero cordial saludo—, y a la arquera que les había perseguido unos días atrás y que a punto había estado de usarlo como diana.
«¡La arquera, por el mercurio que le echaron en la sopa al tritón de Serem!»
—Mientras el dragón siga haciendo de las suyas, no tendremos mucho margen de maniobra —intervino Sergivs.
—El dragón ataca a los demás igual que a nosotros —replicó la amazona de piel oscura.
—Pero nosotros no tenemos armadura —contestó Sergivs—. Hay que hacer algo con ese bicho ya.
—Eso no es seguro —replicó ella.
Jax habría jurado que entre el espadachín y la guerrera había una tensión acumulada. Era posible que hubieran estado discutiendo desde antes de que él llegara.
—¿Por qué no aprovecha que por fin es libre y se va? —preguntó un tipo que el mercenario no había visto nunca antes.
—Los dragones son seres de enorme sensibilidad e inteligencia —respondió un tipo gordo, vestido con extraños retales de colores chillones y cubierto de collares y alhajas. Además de toquetearse continuamente como para cerciorarse de que todo seguía en su sitio, no miraba a nada en concreto al hablar—. Se está vengando de Jorel y de los que lo han tenido encerrado. No parará de sembrar el caos hasta que no vea la ciudad reducida a cenizas. O se aburra.
—Tampoco hemos de descartar que se sienta atraído por el poder arcano de las armaduras —completó Annässar
Hubo unos instantes de silencio.
—Daleid, ¿tienes nuevas de Allari? —preguntó la maestra al aprendiz poco después de que este se colocase a su lado.
—Me temo que no, mi señora —respondió él con su mismo gesto de siempre. Sin embargo, esta vez había un deje en su voz que denotaba algo cercano al abatimiento—. Empero, el flujo de información por parte de la guardia no cesa. Más pronto que tarde tendremos nuevas.
—¿Tenemos ya alguna certeza sobre quién ha podido ser? —volvió a preguntar la semidiosa.
—No, mi señora. Todo permanece del mismo modo. Las pistas persisten en señalar a la Cofradía.
—Eso es imposible —interrumpió la amazona con rabia—. Esos desgraciados no podrían con la capitana ni en la más enferma de sus fantasías.
—Yo también lo dudo, pero no podemos descartar posibilidades —le contestó Sergivs.
—No tienes ni idea, suertudo.
—Suficiente —dijo Annässar, levantando una mano—. Mness, ¿cuándo estarán aquí los espectros?
—Antes de que las campanas toquen doce veces —contestó el tipo estrafalario, de nuevo, sin mirar a nadie a la cara.
—Eso si el bicho ese deja algún campanario en pie —comentó Sergivs.
Annässar volvió a alzar la mano. No había atisbo de entusiasmo en su semblante.
—Debemos terminar de dividir nuestras fuerzas, no nos queda más alternativa —retomó la palabra la semidiosa.
—Quizás sea eso lo que ellos pretenden —dijo el espadachín.
—Eso es justamente lo que ellos pretenden, Sergivs —replicó la Shalthei de inmediato—, pero si es cierto que hemos perdido la potestad sobre la Armadura de la Luz, ya solo nos resta ir con nuestros espíritus a por la Armadura de la Oscuridad. Ya que nos arriesgamos, hemos de hacerlo hasta sus últimas consecuencias.
—Eso es un disparate —repuso el espadachín, el único que parecía tener voluntad de discutir a la maestra guerrera—. Ya hemos enviado al grupo de Wolberg a por ella, y no sabemos qué suerte ha corrido Allari.
—Ella está bien —aseguró la amazona.
—Vale, muy bien, pero eso no nos quita los problemas de encima —siguió Sergivs—. Media ciudad está viniendo al puerto a luchar por las armaduras y ni siquiera sabemos con certeza si están aquí o no. Tenemos un condenado dragón echando fuego sobre nuestras cabezas y, para colmo, se nos acercan unos barcos cargados de espectros.
—Yo me encargaré de pacificar al nhaossilurë alado —dijo Annässar—. Y tú acudirás a la casa donde conjeturamos que la Rosa Negra esconde la Armadura de la Oscuridad.
—Ya hemos enviado a eso a Wolberg y los otros.
—No, Wolberg ha ido adonde creemos que la Cofradía puede guardar la Armadura de la Luz —le corrigió Mness.
—¿Y los barcos? —preguntó el espadachín.
—Forma tu cuadrilla —le ordenó Annässar—. Toma a tres combatientes con tu espíritu y partid sin más demora hacia la madriguera de la Rosa Negra.
Sergivs echó un rápido vistazo a los presentes. Sin necesidad de decir nada, la amazona negra y la arquera se adelantaron. Jax, pese a lo horrible que le parecía compartir misión con aquella fría asesina y aquel espadachín engreído, sabía que era al cuartel general de la Rosa Negra donde había ido Iviqi. Por eso mismo se apresuró a adelantarse también. No se podía creer que tuviera semejante oportunidad de reunirse con ella, después de tantos infortunios. En eso pensaba cuando reparó en que todas las miradas estaban puestas en él.
—Mi amiga Iviqi, mi compañera, va también de camino a esa casa —masculló Jax—. Ella nos puede ayudar y yo puedo ayudar también, claro. ¿Qué pasa?
—Creía que desconocíais adónde se encaminaba vuestra compañera, mercenario —dijo Daleid.
—Y no sé dónde es… —respondió Jax, encogiéndose de hombros y mostrando las palmas de las manos.
El Shalthei le dirigió una mirada aún más dura, dentro de su proverbial calma, pero prefirió expulsar detenidamente el aire del pecho.
—Seguimos sin saber qué va a pasar con los barcos—preguntó Sergivs.
—Daleid liderará otra cuadrilla con el resto de nosotros y permanecerá en el puerto —señaló la semidiosa—. El propósito es tener controladas a las facciones que luchan aquí, por si acaso hallamos que alguna de ellas nos puede llevar a lo que estamos buscando. Y no importunéis a los espectros. Debemos limitarnos a evitarlos; en caso de que no consigamos nada, son nuestra última oportunidad de llegar a las armaduras.
—¿Por qué? —no pudo evitar preguntar Jax.
—El poder de las armaduras les atrae —contestó el tipo raro del gorro metálico que no paraba de toquetearse a sí mismo—. Pueden mostrarnos el camino a seguir.
El mercenario levantó una ceja y asintió escéptico, jurándose a sí mismo nunca volver a abrir la boca delante de esa panda de lunáticos.
—Magnífico, pues —dijo Annässar—. Id partiendo y que la luz de Atham guíe vuestras almas. Vamos.
Aunque se encontraba entornada, la puerta no resultó fácil de abrir. La habían dejado sujeta con un canto grande como un melón y además la vieja madera se arrastraba con esfuerzo por el suelo. Aun así, eran tan acuciantes las prisas que tenía Adaveia por encontrar un lugar donde guarecerse, que no le importó empujar con energía. Notó un pinchazo en el codo que la hizo estremecerse, pero no consintió que ningún sonido saliera de su boca; se encontraba dentro de una casa ajena, y se moría de miedo y de vergüenza ante la posibilidad de ser descubierta. Cerró tras de sí con desconfianza y hasta que no hubo atrancado la puerta no pudo respirar tranquila. Su alivio pronto se convirtió en un leve temor al descubrir ante sí un espacio amplio y poco iluminado. Tuvo que contener el impulso de llamar a alguien. No sabía si era preferible estar allí sola o que apareciera compañía. ¿Qué le respondería a los dueños si la encontraban allanando su hogar? ¿Y si aquella casa hubiera sido saqueada y la confundieran a ella con la responsable? ¿Y si estuviera siendo saqueada en esos momentos?
La duda se apoderó de ella, y a punto estuvo de hacerla volver sobre sus pasos, pero un nuevo rugido del dragón devolvió las cosas a su sitio. Se agachó por instinto, como si todavía estuviera rondando las calles y corriera el riesgo de ser golpeada en la cabeza por un trozo de fachada desprendido. En cuclillas, llegó de nuevo a la conclusión de que la prioridad era mantenerse a salvo; el resto ya vendría después de la forma en la que tuviera que llegar.
El rato que duró su titubeo le sirvió para que sus ojos grises se adecuasen a la penumbra de la casa. Se trataba de un salón bien provisto de objetos y elementos decorativos. Tenía cuadros, candelabros, muebles y alguna alfombra en el suelo. También un par de puertas, además de la que ella había atravesado al entrar, cuatro ventanas, una chimenea de notables dimensiones y una escalera que se perdía en su camino al piso superior. Se sintió tentada de descorrer las cortinas, pero prefirió evitar ser vista desde el exterior. Tampoco quiso tomar un candelabro y encender las velas. Lo mejor sería pasar lo más desapercibida posible.
Poco a poco, tratando de hacer el menor ruido posible, fue avanzando por aquel salón. Adelantaba los pies procurando ni siquiera levantar el polvo. Tampoco se atrevía a tocar nada. Supuso que allí debía de morar alguna familia, tal vez no demasiado rica, pero sí pudiente y numerosa. Pero ¿dónde estaban? Era como si hubieran tenido que abandonarla a toda prisa.
«¿Quién estaría tan loco para querer salir ahí fuera?»
La dama se acercó a la puerta que le quedaba más cerca, asió el pomo y forcejeó hasta convencerse de que estaba cerrada. Luego, pasando por alto la escalera, se dirigió a la otra puerta. También cerrada. Su instinto le decía que tener un techo bajo el que cobijarse no le garantizaba la seguridad. Había visto demasiado bien lo que esa criatura demoníaca era capaz de hacer con los tejados de los edificios, y ella no quería ser aplastada por una cubierta que se le viniera encima entre llamas. Tenía que encontrar un acceso al sótano que esa casa sin duda tenía. Sin embargo, desde allí no tenía posibilidad de descender. Era o permanecer en el salón o, en todo caso, ascender. Chasqueó la lengua. Abrió los ojos y buscó alguna llave sobre las mesas, o tal vez colgadas de algún clavo en la pared. Al no encontrar nada, quiso probar suerte en los cajones. Fue entonces cuando algo golpeó la puerta.
Pudo haber sido el choque fortuito de algún hombre que huía, por ejemplo. O tal vez se tratara de alguno de aquellos vándalos buscando un lugar en el que colarse. O quizás una dama en apuros como ella. Una casualidad, en cualquier caso. Sin embargo, la madera volvió a ser aporreada, esta vez con mayor dureza. Adaveia se sobresaltó. Retrocedió un par de pasos, tratando de no pensar en las punzadas que sufría en el hombro y en el codo, más intensas cuanta mayor era la velocidad de su pulso. Los toques se repitieron, con creciente fuerza e insistencia. Estaban llamando, lo que se vio confirmado con unas voces masculinas y agresivas que llegaban desde el otro lado. Ella ni podía ni quería abrir; ella no estaba allí. Se tapó la boca y siguió retrocediendo mientras los golpes en la madera arreciaban. Ahí ya no había intención de llamar, sino de derribar la puerta.
Viéndose atrapada, la joven dio media vuelta, vencida por el pánico. Tenía que salir de allí como fuera. Ya no veía con tan malos ojos la planta superior a la que le llevaría esa escalera. Se arremangó la falda con el brazo bueno y comenzó a subir los peldaños de dos en dos. Una vez arriba se encontró con un espacio todavía mayor que aquel del que procedía. La iluminación seguía sin resultar convincente, pero con solo un vistazo pudo comprobar que se trataba de una estancia de techos altos y ningún elemento que no estuviera tocando alguna de las paredes. Por algún motivo le recordó a una capilla, aunque en realidad se parecía más a los salones donde solían tener lugar los bailes de la alta sociedad, allá en su país. Encontró ventanas de mayor tamaño, todas ellas atrancadas. También nuevos portones de doble hoja, grandes como para dejar pasar a un caballero montado; también cerrados. Pero no por mucho tiempo.
A la dama se le escapó el aire del pecho cuando vio aparecer por allí a un grupo de hombres. Sus ropajes eran distintos, pero todos ellos tenían el mismo aire pendenciero y peligroso, con melenas greñudas, bigotes oscuros, cadenas en el cuello y argollas en los lóbulos. Y las armas en las manos dispuestas para hacer daño. Se detuvieron todos de golpe al distinguir a Adaveia parada en mitad de la sala. La joven se sintió fuera de lugar, como una gaviota sorprendida por las olas.
«¿Quién eres?, ¿qué haces aquí?», parecían preguntarle aquellos rufianes. Pero ninguno dijo nada. La chica tardó un momento, pero pronto descubrió que esos hombres no estaban pendientes de lo que ella tuviera que hacer o decir; vigilaban la escalera, por donde habían empezado a llegar un grupo de encapuchados. Serían como diez en total, un número similar a los otros. Uno y otro grupo se desplegaron a lo ancho del salón, con Adaveia en medio, que no sabía qué hacer para mejorar en algo su situación. Parecía que nada, sobre todo cuando los encapuchados se descubrieron el rostro y mostraron semblantes ceñudos y cabezas afeitadas. Luego metieron las manos en las túnicas, y todos extrajeron espadas. Si la dama todavía albergaba alguna mínima esperanza de no verse envuelta en un combate a muerte, acababa de perderla de golpe.
Tenía que salir de allí. Haslor nunca había tenido en su vida un pensamiento más claro. No entendía qué estaba haciendo en el puerto, recibiendo instrucciones, en formación junto a un grupo de guardias y un montón de chusma que ni conocía ni quería conocer. No le importaba lo que fuera eso tan importante que tenían que hacer ellos en aquel sucio puerto, cuál era esa causa plebeya por la que tenía que poner en peligro su vida. Si por él fuera, podía abrirse la tierra y tragarse aquella maldita ciudad con todos sus estúpidos habitantes. Y mejor si él no se encontraba entre ellos. Haslor de Erjkeraal no era ningún cobarde; era un caballero de Falland, cargado de valor y pundonor, pero no pretendía malgastar ni una gota más de su aristocrático sudor, y además ya llevaba unas cuantas desde que les enrolaran por la fuerza y les hicieran ir corriendo hasta allí abajo.
El joven noble no tardó en convencerse de que los capitanes de la guardia eran una panda de incompetentes que solo podían conducir a sus hombres a una muerte ridícula. Sus órdenes sonaban inseguras, aleatorias; lo mismo ordenaban marchar hacia un frente que retroceder al cabo de un momento, porque no habían calculado bien las consecuencias. Haslor podía llegar a entender que la situación era, como mínimo, caótica; con todas esas refriegas en cada esquina, sin poder reconocerse los bandos ni diferenciar entre los defensores y los amotinados, con ese dragón del demonio sembrando el terror desde los cielos, y con esos condenados pactistas y sus palos de fuego.
«Más ponzoñosos cobardes. Son una plaga, por todos los infiernos.»
Mientras los capitanes de la guardia trataban de ponerse de acuerdo en la táctica menos desastrosa a seguir, el monstruo volvió a dejarse ver, con un vuelo rasante y un grito capaces de helar los nervios del guerrero más resuelto. Aquel bicho parecía empecinado en no dejar ni un solo tejado en su sitio. Tampoco parecían agradarle las personas, cosa que al heredero del marqués le pareció de lo más lógico. Le daba igual que fueran guardias, soldados, civiles, bellacos de la Cofradía o aristócratas de sangre azul que estaban allí por una estúpida equivocación; a todos los rociaba con su aliento de fuego.
En una de esas muchas ocasiones en las que el estruendo de los ataques aéreos dejó a su improvisada compañía clavada en el sitio, Haslor pudo distinguir la silueta de Annässar, la condenada Shalthei que le había humillado hacía casi una semana. Trepaba por el tejadillo de una torre cercana. El noble no tenía ni idea de cómo aquel ser extraño se había aupado hasta allí, pero sobre todo, desconocía qué diantres pretendía. A continuación, como si no estuviera lo suficientemente expuesta al dragón, empezó a llamarlo con una voz cavernosa que parecía imposible que pudiera salir de aquel cuerpo espigado. En cuanto el monstruo la vio, no necesitó pensárselo dos veces antes de ir a por ella. Plegó las alas y se lanzó en picado, a una velocidad vertiginosa. Cuando estuvo a la distancia apropiada, lanzó un chorro de fuego que causó una explosión bárbara que se tragó a la semidiosa y a la misma torre.
No contento con la destrucción ocasionada, el reptil volador fue a golpear los restos del edificio con las garras o la cola, en una violenta pasada, como ya era costumbre en él. No esperaba, ni él ni ninguno de los presentes, que Annässar fuera a estar todavía allí, agazapada, indemne, preparada para cualquier nueva locura.
—¿Qué demonios? —exclamó Haslor.
La Shalthei dio un salto medido que la llevó hasta el lomo de la criatura. Una vez allí, se aferró a uno de los numerosos cuernos que salían de la horripilante cabezota. El dragón, sorprendido, comenzó a aullar y a retorcerse sobre sí mismo en el aire, realizando giros y piruetas a la velocidad del trueno.
Aquello fue más que suficiente para el joven marqués. No quería participar en nada de lo que aconteciera en esa ciudad del infierno y, hasta que no hubiera puesto un millar de leguas de distancia, no encontraría el descanso. Pero lo primero era lo primero: librarse del yugo de la guardia y abandonar ese absurdo frente de combate. Y sabía cuál era la mejor forma de hacerlo. Se lanzaría hacia los primeros enemigos que encontrase y, en la confusión generada por la lucha, desertaría. Así se lo comunicó a Reshef. A Otuo le indicó que cerrase el pico y fuera donde él le indicara.
Inmersos en la vorágine del puerto como estaban, la primera oportunidad no tardó en presentarse en forma de una banda de truhanes con mazas, hachas, cuchillos y otras herramientas con posibilidades punzantes, cortantes o contundentes. Aquellos tipos eran tan zafios que tiraron por tierra el factor sorpresa con sus gritos y su vulgaridad. Por ello, para cuando el capitán de la patrulla dio la orden, Haslor y sus muchachos ya iban a la carga. Después de un primer encontronazo en el que se puso de manifiesto la superioridad militar del aristócrata y sus hombres, llegaron los otros guardias de refuerzo. Como era normal, muy pronto consiguieron que sus rivales se dieran a la fuga.
—¡A por ellos! —bramó Haslor.
—¡Alto! —ordenó el capitán a su espalda.
Pero el noble no detuvo su carrera. Si acaso, corrió todavía más rápido. Sabía que romper filas para perseguir a adversarios que huían por sus vidas, era algo que ocurría con asiduidad en las batallas. En este caso, no era tanta su ansia de acabar con aquellos pobres estúpidos como la de desaparecer. Por eso, nada le haría dejar de correr, ya le gritasen, soplasen un cuerno o enviaran en su búsqueda a toda una jauría de sabuesos.