17

Por primera vez desde que la conocía, Jax estaba preocupado por la cordura de su compañera. Ella siempre había derrochado imaginación, incluso en ocasiones tendía a fabular más de lo deseable. Pero lo que le había contado sobre lo ocurrido la noche anterior iba más allá de cualquier consideración racional. Que si amazonas, que si ella misma era una amazona, que si guerreros misteriosos, Shalthei, tipos que hablaban dentro de la cabeza, los panolis asaltados en el bosque que volvían a aparecer, que si la ciudad estaba siendo invadida por adoradores de quién sabe qué infiernos, que si frases que se aparecerían solas en la cabeza, que si encargos de recuperar objetos valiosos robados… Aquel despropósito no tenía fin. Y para completar la pirueta, todo le había ocurrido en una misma noche, en el lapso de tiempo desde que él dejó de vigilarla —¡qué casualidad!— y el amanecer. Jax no sabía qué pensar. En realidad, sí lo sabía, pero prefería no hacerlo. Temía que su compañera hubiera sido envenenada o drogada, una posibilidad que no quería mencionar, no fuera a ser que ella pensase que había sido hechizada por algún brujo. En medio de su delirio podría saltar de una fantasía a otra y quién sabe qué más.

Otra opción que barajaba Jax, aunque no estaba seguro de si la prefería o no, era que la muchacha se estuviera inventando todo eso para esconder lo que de verdad había estado haciendo durante toda esa larga noche para volver por la mañana con una bolsa cargada de plata. Eso sí que era algo plausible, y él se encontró fantaseando con las posibilidades, a cual más rocambolesca: una casualidad, apuestas ilegales, un robo, falsificación de moneda, otro robo pero con asesinato y huida, prostitución, pacto demoníaco con algún astuto extraño. No obstante, en caso de ser así, no tenía demasiado sentido. Iviqi siempre había sido muy clara con él y le había contado todo. A veces incluso cosas que a él no le importaban. ¿Sería todo eso una señal de que ella estaba cambiando su actitud hacia él? ¿Estaría relacionado con que, quizás, él estuviera tratando de controlarla demasiado últimamente? ¿Estaría ella planeando cambiar de compañero de viajes? En realidad, si lo sopesaba con detenimiento, esta opción se iba volviendo más y más indeseable. Casi prefería la locura.

Y mientras, la chica seguía en sus trece, asegurándole que muy pronto vería indicios de lo que le estaba contando y que él terminaría creyéndola. En otras palabras, le pedía que le siguiera la corriente, en una especie de acto de lucidez trastornada, como si ella misma se diera cuenta de que esa era la forma correcta de tratar a los desequilibrados.

«La pobre.»

En esas estaban cuando llegaron al puerto. Jax recordaba haberse jurado que no volvería a poner un pie allí ni por todo el oro del mundo, pero los desvaríos de Iviqi les conducían a ese lugar y no a otro. La razón, porque ella seguía dando razones para todo, era que el puerto no era solo la cancela de entrada y salida de Melay, sino que también donde se desarrollaban los negocios de casi todos los habitantes. Eso lo convertía en el principal centro de actividad y el punto más indicado para encontrar información. Y como ellos habían pasado a ser agentes especiales en busca de información precisa sobre nada en concreto, pues allá iban.

Fuera como fuese, la chica tenía razón en lo de que allí encontrarían movimiento. Desde que traspasaron las murallas que separaban la ciudad del puerto, se introdujeron en una marabunta humana solo comparable con la del mercado de la Plaza del Prelado. En ese lugar no permanecía nadie quieto, y quien lo estaba aparentaba tener algo entre manos. Siempre había algo que hacer; barcos que cargar y descargar; mercancías que trasladar, vender, comprar, revender, arrendar, liquidar, facturar, cancelar, devolver, renegociar. Toda esa actividad tenía un inquietante efecto contagioso. Ellos dos, que por el momento estaban allí de paseo, se veían como objetos extraños en medio de un organismo que imponía mantener el pulso y que parecía exigir o bien de ponerse a hacer algo, o bien poner tierra de por medio. En el caso de Jax, este se hubiera decantado por lo segundo.

—Pese a todo este jaleo, lo prefiero a como es por la noche —comentó él en voz alta.

—¡Tú qué vas a preferir, si lo pasaste en grande, granuja! —contestó ella, dándole un codazo amistoso—. Que te fundiste todo el metal.

El mercenario no replicó, pero odió más que nunca aquella enfermedad de su amiga, que, por lo visto, la hacía decir cosas sin sentido, pero dejaba intacta su capacidad de proferir comentarios ácidos.

«Maldita sea mi calavera.»

Siguieron andando hasta verse rodeados de agua. Habían llegado a los muelles y, como el mercenario esperaba, no habían encontrado ninguna información más allá de que se hallaban en el puerto más bullicioso de todo Umheim. Entonces decidieron, o mejor dicho, Iviqi decidió caminar examinando los diversos barcos que allí había atracados. Jax accedió, ¡qué remedio!, sin saber todavía cómo manejar el mal que atenazaba la mente de su amiga. Ella seguía inmersa en su ensoñación, señalando a los barcos y los pabellones de estos, haciéndole preguntas que él difícilmente sabía contestar; no tenía tanto mundo como le gustaba aparentar.

—¿Los conoces? —le preguntó Iviqi, señalando los distintos emblemas.

Él apenas había reconocido un par de símbolos perdidos dentro de dos o tres banderas.

—Casi todos —contestó él con suficiencia.

Llegó un momento, mientras se encontraban a mitad de camino de uno de los largos embarcaderos, en que vieron que la actividad se detenía de una forma antinatural. La gente se había parado y cuchicheaba mientras miraba en una misma dirección. Jax y su compañera les imitaron y encontraron algo que no se esperaban. Por la dársena principal hacía su entrada en el puerto un velero distinto a los demás, de proporciones únicas. De proa a popa, podría ser tanto o más largo que la suma de los dos mayores barcos que pudieran encontrar fondeados. Apenas si tenía espacio para maniobrar, aunque se demostró grácil y preciso, mucho más de lo que cabría esperar a simple vista. Por fortuna, no era mucho más ancho que un galeón, lo que le daba la apariencia de una gigantesca barracuda. Mientras el barco se acercaba al muelle, Jax vio algo que había pasado por alto entre el velamen. Justo en la mitad, saliendo de las entrañas del navío, se hallaba una enorme chimenea.

—Pero ¿qué clase de cocinas tiene esta cosa? —preguntó atónito.

No obtuvo respuesta, ni de la impresionada Iviqi, ni de ninguno de los otros transeúntes que se agolpaban en el muelle, compartiendo la misma expresión de pasmo en los rostros. Entonces, ondeando en un alto mástil situado en el castillo de popa, como si fuera la cola de un caballo de exhibición, Jax encontró una insignia que sí reconoció. Sobre un fondo granate, un cangrejo dorado con las largas patas extendidas y las poderosas pinzas apuntando al cielo, luciendo una corona con forma de tridente y rodeado de un círculo de trece estrellas azules.

—Es el estandarte del Pacto —dijo alguien a unos pasos de ellos.

Otros lo secundaron, sin apartar la vista de aquel majestuoso barco que ridiculizaba a los que le quedaban cerca. El mercenario se preguntó qué podía hacer una delegación tan importante del Pacto en Melay. En el pasado, él había tenido ocasión de ver algún soldado, comerciante o sacerdote pertenecientes a ese imperio, pero siempre de forma aislada y casual en alguna gran ciudad. Pero un navío era demasiado, sobre todo contando con que, si lo que había oído era cierto, las tierras del Pacto se encontraban en la otra punta del mundo. Las historias que había oído sobre los pactistas eran en su mayoría siniestras, siempre relacionadas con la guerra, la conquista, las traiciones o el esclavismo. Era mejor tenerlos lejos.

—Vamos —dijo Iviqi, yendo en la misma dirección que el barco.

—¿Perdona?

—Ha llegado un pedazo de barco de ultramar. Seguro que podemos averiguar algo, ya sabes.

—Pero ¿tú te has vuelto lo…?

No se había frenado a tiempo. El daño ya estaba hecho.

—Sí, Jax, estoy loca. Estoy como un perro persiguiéndose el rabo —contestó ella con paciencia.

—No, en serio. Quería decir que esa gente es peligrosa. Sé de lo que hablo.

—Solo vamos a echar un vistazo. Vamos.

El mercenario todavía tenía objeciones, todas ellas sólidas, que podría estar exponiendo si ella no estuviera tirando de él entre el gentío. Pero, de nuevo, la falta de prudencia de su amiga, sumada a la misión ficticia que ella misma se había encomendado, hacía de lo razonable un fardo del que desprenderse.

«¿Estará oyendo voces ahora?»

La nave se detuvo en un lugar lo suficientemente espacioso para albergarla sin riesgo de colisión con otros barcos. Ellos llegaron cuando terminaba de maniobrar. Jax consiguió que, al menos, no se colocaran en primera fila de la nube de curiosos que allí se estaba congregando. Entretanto, los marineros desde cubierta, y los operarios desde tierra, se afanaron en amarrar aquella bestia marina. Luego tendieron pasarelas, trajeron carros y prepararon grúas destinadas a descargar la mercancía por la borda. Poco después, por una plancha de madera comenzaron a bajar los pasajeros, primero los tripulantes, pero también soldados, docenas de ellos. Vestían el mismo uniforme marrón, sombrero ridículo incluido, e iban pertrechados con una espada corta pegada al cinto y unas picas alargadas que apoyaban en uno de los hombros. El emblema del Pacto estaba bordado sobre las mangas diestras.

—Creo que son varas de fuego —dijo Jax—. Las usan para disparar a gran distancia.

—¿Como tu pistola?

—Algo así. ¿Podemos irnos ya?

La chica echó una rápida ojeada al barco y después a la multitud. Jax sabía que, si ella no encontraba algo en lo que basar sus fabulaciones, accedería a irse. Incluso si aquella patraña del encargo Shalthei era cierta, la realidad era que ella no tenía ni idea de lo que hacía allí. Ni de lo que estaba buscando.

—Está bien —concedió Iviqi.

«Ya te diré yo si está bien, demonio de chica.»

Se abrieron paso entre la gente y continuaron su paseo hacia ningún sitio. Procuraban esquivar a los compradores y vendedores de mercancía, que se habían significado como personajes ceñudos, iracundos y comidos por la prisa. Pero los peores eran los albaceas del puerto, que no dudaban en amenazar con lanzar a la guardia sobre quien fuera que no estuviera de acuerdo con sus dictámenes.

—¿Has visto eso? —preguntó ella de súbito.

Jax no veía nada por más que ella señalara.

—Ven conmigo, vamos —le dijo la joven, agarrándolo del brazo.

—Un momento, maldita sea. ¿Se puede saber qué pasa?

—Ese tipo, Jax, es lo que estamos buscando.

—¿Qué tipo? ¿Se puede saber de qué diablos estás hablando? —preguntó, acelerando el paso para no perderla.

—No grites que se va a enterar, majadero.

—Pero ¿quién? ¡Por todas las flatulencias del trol de Sazir!

Iviqi se volvió hacia Jax como accionada por un resorte. Los ojos le resplandecían como hierro fundido en el crisol.

—He visto a un tipo sospechoso, ¿de acuerdo? Le falta un ojo y tiene toda la cara llena de cicatrices. Además, va armado y parece que está buscando algo. Como nosotros.

—¿Y qué cuernos nos importa, Iviqi?

—No digas mi nombre tan alto ¿quieres? Lo va a oír.

El mercenario tuvo que contenerse para no replicar, para no decirle lo que él opinaba de sus alucinaciones, de su persecución de cosas que no existían, de su manía absurda. De hecho, se lo hubiera dicho de no ser porque ella reinició la persecución. Más rápido esta vez. Jax pateó el suelo como única forma de liberar toda la impotencia que le apretaba el diafragma. Pero no pudo desahogarse del todo, pues si no se ponía en movimiento pronto, perdería a su compañera entre la muchedumbre. Después de todo, tenía que cuidar de ella. Apretó el paso hasta llegar de nuevo a su altura. Ella no se volvió a mirarle, demasiado atenta en algún punto más adelante. El mercenario miró en esa dirección, esperando encontrarse con algo excepcional, pero todo lo que consiguió distinguir fue una cabellera negra, greñuda y mugrienta. Ni siquiera sabía si aquel tipo al que miraba era al que ella se refería. Ya pensaba en lo demencial que resultaba esa situación cuando un encontronazo súbito con otro viandante les hizo detenerse.

—Pero ¡qué diablos! ¡Mira por dónde vas, desgraciado! —exclamó Jax.

—Lo siento, señor. No sabe cuánto lo siento. Espero que esté usted bien.

—¡Sergivs! —exclamó Iviqi, todavía alterada por la persecución.

—Iviqi, afortunados los ojos. Y tú también, Jax, me alegro de volver a verte.

El mercenario fue a responderle algo, pero luego se lo pensó mejor, y se quedó a medio camino con un gruñido que, a pesar de todo, le convenció.

—Es toda una sorpresa verte, Iviqi —siguió hablando Sergivs. Su voz había perdido algo de la calma y la flema que le habían caracterizado la noche anterior—. Sabía que el destino no iba a permitir que nuestra despedida fuera definitiva.

—Yo también me lo temía —replicó Jax.

—No hagas caso a este —dijo Iviqi, dándole un golpe amistoso más fuerte de la cuenta—. Me alegro de verte de nuevo. Lo único que pasa es que ahora…

—¿Sabes que ha arribado a puerto un barco de vapor? —le cortó él—. Es una maravilla de la mecánica. Yo iba ahora a verlo, antes de chocarme con vosotros.

—No creo que debas —contestó Iviqi—. Es del Pacto. Ya sabes, los que han puesto a tu cabeza la mayor recompensa hasta la fecha.

El espadachín lo pensó por un instante para luego sonreír. Jax consideró en ese momento que aquel hombre tenía un aire de chulo de prostíbulo que le salía por el cuello del traje y le daba once vueltas. Aunque tampoco era muy complicado rodear a Sergivs, bastante más bajo de lo que él recordaba. Le llegaba por el hombro, más o menos igual que Iviqi.

—Tienes buena memoria, querida —dijo el duelista—. Tendré cuidado con ellos, aunque, en ese aspecto, mis verdaderos enemigos son los cazarrecompensas.

Y le guiñó el ojo, gesto con el cual el espadachín pasó a consagrarse, con honores, en el panteón de los individuos indeseables de Jax. El mercenario estaba fantaseando con empujarlo a las aguas del puerto cuando un halcón bajó raudo y se posó en el guante que Sergivs le tendía. Iviqi y Jax se apartaron en un acto reflejo.

—¡Por las piedras del desierto que se tragó el ermitaño Umtipki!

—No hay por qué alarmarse —dijo Sergivs, acariciando la pechera emplumada del animal—. Este es mi amigo Flamígero. Viene a recordarme que tengo algo muy importante que hacer y que no admite más dilación. Iviqi, Jax, queridos amigos, me alojo en la posada Fortuna del Mar, en la calle Toneleros, muy cerca de Marina. Suelo estar en la cantina al anochecer. Si nada lo impide, hoy mismo estaré allí. Espero veros y poder invitaros a algún trago.

Tras besar la mano de Iviqi y hacer una cortés, y del todo innecesaria, reverencia a Jax, aquel grotesco individuo se retiró. El mercenario comprobó, aliviado, que, con esa planta, no tardaba en confundirse entre el gentío.

—¿Puedes ver al tuerto? —le preguntó Iviqi de sopetón.

Por un momento, él había olvidado las alucinaciones de su compañera.

—¿En serio?