5

Un candil de latón mal colgado de un pequeño clavo suponía la totalidad de la iluminación del cuarto. Su llamita insignificante oscilaba amenazando con apagarse cuando menos se esperase, pero por el momento era suficiente para aquellas cuatro paredes. También contaban con un tosco ventanuco, cuya capacidad para dejar pasar una adecuada cantidad de luz habría que evaluar en otro momento. A pleno día, por ejemplo. Había dos camas allí, muy reducidas y muy juntas entre sí, solo separadas por el largo de una mesita que estaba a punto de caer vencida por la edad. Con esto, quedaba el espacio justo para que la puerta se abriera y para que en una esquina resistiera una silla que invitaba a permanecer de pie. Jax lo prefería así, pues como sabían todos los que alguna vez han habitado en un cuartel, cuanto más sitio, más mugre. Como remate, y a modo de decoración, de las paredes colgaban un espejo descascarillado y un cuadro del que apenas se distinguía el dibujo del marco. No hacía falta ser un lince para descubrir que ambos elementos tenían el fin de disimular el alcance de dos feas manchas de humedad. Con todo, era la mejor habitación en la que había estado desde hacía meses.

El mercenario yacía sobre uno de los colchones, jergones de lana deformados por el uso y, muy posiblemente, atestados de chinches. Estaba tumbado boca arriba, con la cabeza acomodada en sus encallecidas manos. Tenía los ojos abiertos, pero no miraba a ningún sitio. Cavilaba. Pensaba en su vida durante las últimas semanas. Esto era una novedad para él, algo que llevaba poco tiempo haciendo, pero que iba camino de convertirse en una costumbre. Lo interpretaba como otra señal más de que se hacía viejo. Ya iban unas cuantas, como el desapego por las aglomeraciones de gente, la mayor necesidad de descansar o los dolores que se le amontonaban en la espalda. No sabía qué pensar sobre ello, pero más que nada lo sentía por no poder seguirle el ritmo a Iviqi. La chica, siempre pletórica de vitalidad, no se conformaba con llevar todo el día dando vueltas en la calle, sino que también quería salir por la noche, animada con la noticia de la llegada a puerto de seis nuevos veleros de ultramar.

—Pues yo no creo que sea buena idea —le dijo él.

—¿Por qué no, a ver? —respondió ella—. Tenemos tanto metal que no nos cabe en la bolsa, somos guapos y la ciudad nos espera.

—Por eso mismo tenemos metal, zoquete, porque no andamos por ahí gastándolo.

—¡Qué va! Las monedas vinieron porque desplumamos a los panolis esos en el bosque.

—Baja la voz, ¿quieres?

—Bueno, lo que quiero decir es que no nos llovió del cielo. ¿Qué tendríamos ahora si nos hubiéramos quedado quietos?

—Me da igual —respondió veloz Jax, antes de que ella notase que lo había dejado sin argumentos—. Si salimos esta noche, nos quedaremos sin nada, lo sabes tan bien como yo. No podremos pagar la habitación y luego tendremos que salir de la posada por la gatera.

—Deja de ser tan ogro, hombre. Si solo es una vueltecita para ver qué se cuece en el puerto.

—¡Ja! Me río yo de tus vueltecitas.

Ella se detuvo a mirarle, entrecerrando los ojos y apretando los labios, como siempre que calculaba lo siguiente que iba a decir. Por eso él, que estaba preparado, se le adelantó.

—Podríamos quedarnos aquí, no sé, charlando un rato, contando chistes o historias viejas. Y acostarnos pronto para aprovechar la mañana.

—Casi me convences —dijo ella antes de que él terminara de hablar.

Y como él ni le respondió ni agregó más, ella empezó a arreglarse como lo haría un gato, atusándose el pelo, secándose el sudor con un trapo, untándose el aceite aromático que había comprado en el mercado y cambiando su raída camisa por una de las prendas robadas en el bosque. Prendas que, por la talla, deberían ser para él, pero que ella se colocaba por encima del jubón y se anudaba con gracia a la cintura. Por lógica, deberían quedarle como si le hubiera caído encima la vela de un barco, pero no era así. Ya estaba lista, quiso decir con la última mirada que le lanzó al mercenario, que seguía prefiriendo no contestar.

—Adiós, gruñón. Te veo mañana.

Con un portazo, la muchacha se llevó con ella el ruido y el movimiento. Jax se quedó allí sin inmutarse, como un mueble más. Pero en la cabeza los pensamientos le bullían.

«Siempre con la misma historia. Que si gruñón, que si no sé qué. Pero ¿cuándo va a enterarse la cría esta de cómo funciona el mundo? “Una vueltecita para ver qué se cuece.” Ella sí que se va a cocer. Vaya, esa ha sido buena, a ver si me acuerdo para la próxima vez que me venga con alguna de esas tonterías, porque no tiene más que tonterías. Pero claro, en uno de los antros que tanto le gustan no va a haber nadie que le recuerde lo tonta que está siendo y la poca idea que tiene de la vida. Así luego querrá aprender algo. Luego soy yo el que está ahí para ayudarla siempre que se da cuenta de que ha metido la pata, de que no debería haber hecho algo como acostarse con el primer imbécil que le ha bailado el agua, maldita sea.»

El mercenario detuvo sus pensamientos tras dar un manotazo a la pared que le caía más cercana. Cerró el puño para tratar de recuperar algo de sensibilidad mientras lanzaba una plegaria muda para que el espejo no se le desplomase encima.

«Pues no pienso ir con ella. Me quedaré aquí y mañana me iré a dar una vuelta a lo mío, que todavía no me he gastado ni un miserable cobre en mí desde que llegamos a esta estúpida ciudad. De todas formas, ¿qué hago yo aquí? ¿Qué diablos pinto yo en Melay cuando lo que debería estar haciendo es buscar un sitio tranquilo, yo qué sé, como el campo? Se lo voy a decir, en cuanto tenga la oportunidad voy a mirarla a la cara y se lo voy a decir. Se va a enterar. Pero no esta noche. Este día ya se ha terminado y ahora toca dormir.»

Se levantó, apagó el candil y de inmediato volvió a la misma postura de antes. No tardó en volverse sobre sí mismo hasta quedar apoyado en el hombro izquierdo, de cara a la pared. Buscaba una comodidad que no terminaba de llegar. No obstante, apretó los ojos y esperó que el sueño llegase por su propio pie.

«Para colmo, me ha dejado el cuarto apestando a los asquerosos aceites esos.»

Sin perder la sensación de haber estado allí muchas veces antes, Iviqi recorrió la taberna desde la escalera que procedía de las habitaciones hasta el mostrador del bar. Aquel lugar le parecía poco original, repetitivo, con esas ventanas cerradas con cristales que no dejaban ver nada del exterior, esas mesas y taburetes rescatados de un naufragio, esos trofeos de caza acumulando polvo y esos tres o cuatro parroquianos fieles que no faltaban así tronase, así cayera fuego del cielo. Había visto repetirse ese patrón en todos los tugurios apestosos que había tenido la ocasión de visitar desde que tenía memoria. Incluso se preguntaba si toda aquella parafernalia tabernera no era un requisito legal para poder servir alcohol. Aquel lugar todavía estaba medio vacío, pero ella no necesitaba esperar a que se llenara de borrachos para tacharlo de aburrido. De modo que metió ambos pulgares en el cinto donde guardaba las tres dagas y del que pendía Destello, y se encaminó hacia la salida.

—Muy buenas tardes, señorita —oyó a su espalda cuando todavía le quedaban unos cuantos pasos para alcanzar la puerta.

Dudó de si aquella voz se referiría a ella o no, pero de cualquier forma, se volvió. Sintió una sensación en parte de alivio, en parte de decepción cuando comprobó que quien la llamaba era el posadero, el mismo tipo de pelo grasiento y olor tirando a rancio que no le había dirigido la palabra cuando había alquilado la habitación con Jax. No le contestó.

—¿Ya te vas? ¿Cómo es eso? —le preguntó él.

«Pues claro que me marcho —pensó—. Tan pronto como me dejes en paz.»

—Sí —respondió, y al ver que el hombre no borraba su sonrisilla ni su mirada expectante, añadió—, voy a encontrarme con alguien.

No tenía que darle explicaciones. Se sintió estúpida al hablar más de la cuenta. Odiaba cuando eso ocurría.

—¿Y no le darías una oportunidad a mi establecimiento tomándote una copa? A la primera invita la casa. Trato especial para mis huéspedes.

—Claro —dijo, encogiéndose de hombros y arrimándose a la barra.

—Tengo un ron excelente, traído de las Islas de la Sal Roja. Lo hacen las nativas con sus propias manos. Dicen que para conseguir ese sabor inigualable agregan un elixir hecho a partir de su propia esencia de mujer, lo que nadie sabe muy bien qué puede significar. De cualquier forma, me lo trae en primicia mi cuñado el navegante. Solo para mis clientes; los que puedan pagarlo, claro. No se lo ofrezco a todo el mundo.

—Vamos a probarlo.

—Verás cómo repites —aseguró el tabernero, vertiendo un par de dedos de líquido caoba en el vaso—. Y dime, joven, ¿qué te trae por Melay?

«Nada que te importe, cara de jaula», fue lo que le hubiera contestado de no ser porque le parecía demasiada desconsideración hacia el hombre que le había ofrecido el ron que en ese momento sorbía y que, ¡demonios!, estaba delicioso.

—Es una ciudad tan buena como otra cualquiera.

—La mejor, sin duda. ¿Qué, cómo está eso? —preguntó, señalando el vaso.

—Terrible.

El hombre rio, mucho más alto de lo que ella consideró apropiado.

—Supongo que habrás visto mucho mundo, ¿no?

Iviqi lo comprendió cuando el tipo le señaló, muy sutilmente, las armas. La estaba confundiendo con un mercenario profesional, uno de esos que surcaban los mares buscando encargos y aventuras. Uno de los muchos que debían de andar por una ciudad como esa. La perspectiva de encontrarse con alguno la llenó de excitación.

—No tanto como me gustaría.

—Seguro que sí. Déjame adivinar de qué país vienes.

—Si te hace ilusión.

—Bundwika.

—No.

—Saz Dihlu.

Ella murmuró una respuesta negativa.

—¿Monbileu?

La chica negó con la cabeza.

—¡Delesseria!

—Ese te lo acabas de inventar.

El posadero volvió a reír a carcajada limpia, de nuevo, a un volumen demasiado elevado para esa clase de broma. Iviqi dudó por un momento si se habría vuelto tan graciosa de la noche a la mañana, pero sabía que era exactamente lo que aquel tipo pretendía. O eso, o que era imbécil.

—Bueno, me rindo —dijo él para a continuación quedársela mirando con gran expectación.

La joven no le respondió de inmediato. Ella daba por bueno que aquel tipo se rindiera, sobre todo si eso significaba que no iba a volver a emitir esa risa estridente. Sin embargo, no pudo evitar sentir cierta incomodidad.

—Supongo que ahora viene el momento en el que te digo de dónde soy.

El posadero asintió con un gesto algo infantil. Ella se sintió tentada a contestarle que no era asunto de su incumbencia, pero no sería lo más adecuado con el tipo que guardaba el lugar donde ella dormía y al que era más que posible que tuviera que pedirle algún favor en un futuro cercano. Además, ese ron estaba tan rico.

—Soy de Adul… Adulla.

—¿Adulla? ¿Dónde está? No lo he oído en mi vida.

—Es una isla pequeña —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Está muy lejos de aquí; al otro lado del mar.

—¿Si te traigo un mapa podrías indicarme dónde se encuentra?

—No soy buena con los mapas —zanjó la chica, cada vez menos paciente.

—Es una lástima.

—Bueno, si quieres le digo a mi compadre que has preguntado por Adulla. Él sabrá decirte dónde se encuentra.

El semblante del posadero varió al oír eso último. Su gesto pasó del superficial desánimo a la sorpresa, y al interés.

—Luego, no sois matrimonio —dijo—. Lo sabía. Desde luego, lo que no hagan estos extranjeros.

—Bueno, ¿qué tienen de malo los extranjeros, a ver? —replicó Iviqi algo molesta, no porque aquel tipo mostrase prejuicios por ser ella forastera, cosa que le daba más bien igual, sino porque le había sonsacado información con demasiada facilidad.

—Absolutamente nada. ¿Más ron? —contestó el hombre, apuntando con la botella al vaso vacío.

Ella asintió con reservas.

«Una cosa por la otra», se dijo.

—Has venido por el torneo, ¿a que sí? —El tabernero volvía a la carga.

Había algo en su cara y en su voz que a ella le hizo pensar que estaba siendo condescendiente. La incomodaba, aunque iba a procurar no mostrárselo. Quería jugar a ese juego y ganar. Empezaba a ser algo personal.

—Es posible —contestó ella—. ¿Te extrañaría?

—Bueno, tal vez sea que me pareces demasiado joven, eso es todo. Ya sabes, para practicar esas artes oscuras.

—Ellos también pensaban lo mismo al principio. Pero cuando me vieron usando la espada, me suplicaron que entrase.

—¿Ellos?

—Los Deallhem.

Era la única orden de Jhassai que conocía. Al oír eso, el posadero arqueó las cejas. Por fin lo había pillado desprevenido.

—Vaya, los creía desaparecidos. Por lo menos no se sabe de ellos desde… Bueno, desde que desertaron. Eso cuentan las historias, ¿no?

Definitivamente, seguía sin tomarla en serio. No era de extrañar: en su afán por quedar por encima, ella solita se había metido hasta las rodillas en un charco del que no sabía cómo salir. Decidió escapar de aquel embuste, por mucho que le gustase imaginarse siendo como una Deallhem. Significara lo que significase eso.

—Mejor dejemos las viejas historias que no van a ningún sitio, y hablemos un poco de cosas más actuales.

—Tú dirás, joven.

—Digamos que me interesa el torneo. Pero —se apresuró en decir cuando vio que en la cara del posadero se dibujaba una sonrisa de victoria— no porque vaya a participar, sino porque no se habla de otra cosa en esta ciudad.

Era verdad, al fin y al cabo.

—Por supuesto, por supuesto. ¿Qué deseas saber?

Todo, quería saberlo todo y no sabía por dónde empezar.

—El organizador, ese tal Joel.

—Te estás refiriendo a Jorel, chica, Jorel Scylianne. Apréndetelo bien porque es el hombre vivo más importante de todo Melay.

—Sí, bueno, eso. Ya suponía que sería alguien de importancia, para organizar todo este jaleo y encima dar un premio como una armadura mágica, ¿no?

—Calla, calla. No hables en alto de esos artefactos de brujería. Trae mal fario.

Iviqi no pudo evitar desanimarse al comprobar que, incluso en una ciudad tan antigua y abierta al mundo, la magia se veía igual de oscura que en los otros lugares que había visitado. Eso le recordó que, en realidad, no tenía ni idea de lo que estaba buscando.

—Es extranjero, ¿sabes? —continuó el hombre—. Ya lo sabes, yo no tengo nada en contra de los extranjeros, no soy de esos, el gran Sahsu me guarde; ellos me dan de comer. Sin embargo, Jorel es un hugxa, y ya sabes lo que dicen de los hugxa.

«No, no tengo ni idea de lo que dicen de ellos.»

—Ya —respondió ella con desgana—. Pero es rico, ¿no?

—Más que el sultán de Dej-Ilán. Y eso es bueno para la ciudad, sin duda. Sus actividades comerciales han atraído nuevos tipos de negocio y mucho oro de otras partes del mundo. Y eso se nota. Se podría decir que ha rejuvenecido Melay. Yo le estoy agradecido como el que más por ello, pero, por otro lado, toda esa actividad está sirviendo para que vengan aquí otras gentes, ya sabes, como ellos.

—Pero esto es un puerto marítimo, ¿no? Aquí ha habido mucho trasiego de gente de toda la vida.

—Ya, a mí tampoco me gusta. ¿Quieres más? —preguntó, señalando al vaso vacío.

Ella no respondió, demasiado ocupada manteniendo oculta su irritación hacia aquel tipo. Él, mientras tanto, seguía charlando despreocupado, vertiendo ron en el vaso y sus ideas en los oídos de la chica.

—Hay extranjeros y extranjeros. No te lo tomes a mal, estoy convencido de que en tu país, Adulla, sois todos maravillosos, pero cuando uno tiene que tratar con tanta variedad de gente, llega un punto en el que no es fácil ni agradable. Si vivieras aquí, como yo, lo entenderías, pero tranquilízate, que esto no va por ti.

Aquel posadero había conseguido lo que nadie antes: despertar una especie de patriotismo abstracto en Iviqi. Si hubiera sabido cuál era su propio país natal, estaba segura de que le hubiera arrancado la botella de las manos y se la habría estrellado en la cabeza. Se obligó a calmarse. No debía perder los nervios. Ella no era de ninguna parte, nunca lo había sido. Sus recuerdos solo la llevaban al circo itinerante. Su patria era el circo y el circo no pertenecía a ningún país. A partir de ese punto, no sabía qué pensar.

—Vaya —dijo ella, haciéndole un gesto para que parase de llenar el vaso—, por un momento creí que me ibas a hablar de otros pueblos. Ya sabes, elfos, enanos, todo eso.

—Bah. No merece la pena hablar de eso, muchacha. Hace ya mucho que apenas se sabe de ellos y, por suerte, si alguno aparece por la ciudad, se marcha pronto. Solo lo siento por los Shalthei.

—Los Shalthei —repitió ella como para sí.

—Tenían un barrio entero. Lo siguen teniendo, de hecho. El Barrio Alto, las casonas señoriales que rodean al castillo. Pero ahora todo eso está abandonado. Yo ya lo conocí así, pero mi padre me contó que él sí que los vio. No puedo decir que me alegre de que ya no estén, porque, según dicen, esa gente manejaba siempre muchos dineros, no importaba a qué se dedicasen. Pero también me quedo más tranquilo sabiendo que mantienen sus asuntos oscuros lejos de aquí.

Al oír eso, la joven tuvo que luchar contra sí misma para ocultar su creciente emoción. Acababa de oír de la boca de un adulto muchas de las cosas que tenía por mitos y que ella misma temía que fueran patrañas. Dio un sorbo que le supo mejor que el anterior.

—¿El castillo también está abandonado? —preguntó tranquila.

—Todo.

—¿También era de los Shalthei?

—Fueron ellos los que fundaron la ciudad. La levantaron de la nada hace miles de años. Por eso es tan bonita. Como tú.

Llegados a este punto, una vez conocidos tantos detalles suculentos y más que desvelado el interés galante de aquel señor que podría ser su padre, la joven decidió continuar la conversación sin prestar mayor atención a lo que el posadero tuviera que agregar. Estaba demasiado enfrascada en los pensamientos que iban surgiendo de los salvajes coletazos de su imaginación. Shalthei. ¡Cuántas veces había oído hablar de ellos! No obstante, nunca pensó que pudiera llegar a ver alguna prueba real de su paso por el mundo. Y toda esa ciudad había sido construida por ellos, al menos según el posadero, claro. Se moría de ganas de contárselo a Jax, aunque lo más seguro era que él le contestase que aquello no eran más que fantasías para niños pequeños. Cayó en la cuenta de que aún no le había contado su encontronazo con la chica a la que había desvalijado en el bosque. Porque si no era ella, debía de ser su hermana gemela. Habían estado frente a frente, pero por algún motivo que se le escapa no había sido reconocida. No sabía qué podía significar verla allí; podía ser una simple casualidad o que hubieran llegado hasta Melay siguiéndoles la pista. Prefirió no alertar todavía a su compañero, entre otros motivos, para no tener que soportar sus molestos «ya te lo dije».

Y como si le hubiera leído el pensamiento, el mercenario surgió de la puerta que provenía de la escalera, con sus armas y el pelo mojado, peinado, más o menos, hacia atrás. Parecía listo para salir, aunque el gesto de su cara era una incógnita. Ella sonrió y se volvió hacia el posadero, interrumpiendo lo que fuera que este estuviera diciendo.

—Me han hablado de la Sierpe Marina —dijo—. ¿Sabrías decirme dónde está?

—¿La Sierpe Marina? ¡Qué lugar tan horrible para una señorita tan guapa y de tan buen gusto como tú! ¿Por qué ir allí habiendo aquí más luz, mejor gente y ron de primera? —le preguntó el posadero, demostrando que no había visto aparecer a Jax—. Podrás tomarte todo el que quieras, que, como me has caído bien, yo te invito. Para que veas que no pasa nada porque seas extranjera.

«Claro, y así emborracharme hasta dejarme fuera de juego y luego a ver qué pasa, ¿eh?»

Iviqi no le contestó. Se limitó a apurar el ron, delicioso de veras, y a dedicarle un vago encogimiento de hombros. Justo entonces, mientras el posadero trataba de descifrar aquella respuesta, llegó Jax.

—Venga, vámonos —dijo.