16

Un rumor cercano despertó a Jax. Desde luego, cualquier cosa que se encontrase dentro de aquel cuchitril estaría cercana a él. El mercenario se había cubierto la cara con el brazo, en una incómoda máscara, bastante eficaz, que le ayudaba a burlar la luz que entraba por la ventana. La contrapartida era la correspondiente falta de visibilidad. Dudó si aquello que se movía tanto sería el ladrón más torpe del mundo, un mapache que se había colado en el cuarto, o Iviqi retornando por fin. De ser esta última, no pensaba decirle nada sobre su ausencia todas esas horas; eso lo sabía incluso recién despertado. Por desgracia, al estar ya despierto realizó algunos movimientos involuntarios que su compañera captó.

—¿Estás despierto? —preguntó la voz de la chica.

—No —respondió él de mala gana.

Se sentía agarrotado y lento, más de lo que solía ser normal a esas horas. Aunque, si se paraba a pensarlo, no tenía ni idea de qué hora podía ser ni cuánto podía haber descansado.

—Pues deberías ir espabilando. Son ya más de las nueve.

—Me da igual la hora que sea.

Con ese dato y, según sus cálculos, que en absoluto eran fiables, había dormido unas cinco horas. Eso explicaba que se sintiera tan decaído, y que le hubieran aparecido dolores que antes no estaban, como molestias y sobrecargas en ambas caderas, sobre todo la izquierda.

—Sabes que te has acostado con la espada y la pistola encima, ¿verdad? —preguntó ella.

Jax no contestó. Se llevó ambas manos a uno y otro costado, encontrando, efectivamente, sendas armas colocadas en el mismo sitio donde las había puesto al salir por la noche. Por lo menos, eso daba una explicación a sus dolores. Chasqueó la lengua y se la encontró boqueando en una cavidad seca y de sabor amargo. Beber agua pasaba a la cima de sus prioridades más apremiantes. Al haber apartado ya el brazo de los ojos, Jax pudo ver a su compañera rebuscando algo a los pies de su cama. Parecía entusiasmada. Mucho más de lo que debería estarlo una persona que volvía de pasar toda la noche bebiendo y quién sabría qué más. Pero eso era asunto de la joven y Jax no tenía el más mínimo interés en ser el quién que sabría qué más.

—Gran noche, ¿eh? —preguntó ella.

A todas luces, según el parecer de Jax, Iviqi estaba dando a entender que él se había excedido con la bebida y que había tenido que regresar a gatas o algo así.

—Y tú volviendo a estas horas, ¿qué? —replicó.

—Si yo te contara…

No le gustó cómo había sonado esa respuesta. Y menos aún que la hubiera dejado sin acabar, como suponiendo que él debía rellenar la información que faltaba. Era, de un solo golpe, una forma de presumir de lo que había hecho y de decirle que él era un ignorante por no saberlo. Era una provocación, pero el mercenario no se iba a dejar enredar en ese juego. Él era adulto. En eso pensaba cuando la chica se incorporó y se volvió hacia él. Parecía que le iba a decir algo, pero, al encontrarse con su cara, el gesto se le torció. Se lo quedó mirando sin decir nada, como examinándole o, lo que era peor, juzgándole.

«Juzgarme, ella a mí. Cómo osa.»

—¿Qué ocurre ahora, a ver? —preguntó Jax.

—Vaya leñazo que tienes en la frente, compañero —exclamó ella, más divertida que preocupada.

Era justo sobre la ceja izquierda. Jax se llevó la mano a la herida por instinto. Volvió a ver el taburete volando en su dirección y la negrura que le había seguido. El leve roce del dedo le hizo dar un respingo sobre el colchón. Trató de ocultar el dolor encogiéndose de hombros. Más o menos.

—Hubo una estúpida pelea en la Sierpe Marina.

—Ya, dímelo a mí.

—Claro, qué te voy a contar a ti. Tú eres muy lista y lo sabes todo —replicó él de sopetón.

—Vale, vale, tranquilo, fiera. Tienes puntos. ¿Quién te cosió?

El mercenario no se vio capaz de responder cómodamente a esa pregunta. De entrada, no lo sabía con certeza. Trató de hacer memoria y, aun así, solo recuperó imágenes inconexas. Le sonaba que había siso una chica de la calle Marina, pero no conseguía ligar las imágenes. Empezaba a pensar que reconstruir una noche de esas características no iba a ser sencillo. Y menos recién despertado.

—No tienes ni idea, ¿eh?

Con tanto rememorar se le había olvidado contestar a Iviqi.

—Sí, diablos. Fue la hija del tabernero.

—Que estaba despierta a esas horas y dispuesta a coser toda ceja que encontrara abierta, claro.

—Que sí, demonios, que estaba en el establo ayudando a parir a una burra o algo así. Bueno, lo que sea. Pásame algo de agua.

—Menuda cogorza, ¿eh?, compañero —comentó ella.

—¿Quieres dejarlo ya y pasarme el maldito búcaro, por los muñones sangrantes de Danko-Poh?

Sin borrar su media sonrisa de entre desaprobación y burla, la joven alzó el botijo y se lo alargó. Él lo cogió con un exagerado y malintencionado ademán de agradecimiento, inclinación de cabeza incluida. Luego se vertió el agua en la boca, sintiendo una creciente punzada en la herida durante todo el proceso. Pudo disimularlo. Se secó la boca con la manga de la camisa, manchada de sangre, muy probablemente la suya. Levantó la mirada y descubrió a Iviqi observándole y sonriendo sin reparo. Algo debía de estar maquinando aquella condenada cría.

—¿Qué ocurre ahora? —le preguntó molesto.

—No sabes lo mucho que tengo que contarte.

—Ahórratelo. No es asunto mío.

—Me parece que no sabes de lo que estás hablando.

—Ah, claro, la señorita sí sabe de lo que habla porque es muy lista y lo sabe todo.

—¿Quieres dejar de repetir eso ya, pedazo de ogro? Va, levanta el culo y salgamos de esta choza de mala muerte. Vámonos a regalarnos con un buen desayuno en algún sitio fetén.

Eso hizo que algo más le fuera a la cabeza al mercenario, un nuevo recuerdo de los menos agradables. En el tiempo que había estado inconsciente, que no debía de haber sido mucho, y tirado en el suelo de aquel antro de la Sierpe Marina, algún ratero había aprovechado para desvalijarle. Una vez despierto y fuera de aquel tugurio, había descubierto que de su bolsa solo quedaban las cuerdas de piel anudadas al cinto, cortadas por una navaja. Antes de la pelea había gastado en cerveza con responsabilidad, como de costumbre. Pero estaba seguro de que tenía la bolsa repleta de cobres, e incluso alguna libra de plata, porque le estaba yendo fenomenal en las apuestas por primera vez en mucho tiempo. Solo le quedaba el consuelo de que podía haber sido peor: podía haber perdido las armas.

—Estoy pelado —dijo con reservas—. Anoche me lo gasté todo. Invité a unas chicas que conocí. —Fue animándose por momentos—. Lo pasamos muy bien, así que me dije, ¿por qué no?

Iviqi lo miraba con una mueca de sorpresa que Jax quiso ver como sobreactuada. Había algo más tras esa reacción, estaba convencido.

—Eso es tan propio de ti… —comentó ella.

—Ríete lo que quieras, pero es la verdad. Me lo pulí todo en una noche memorable. Y, mírame ahora, estoy desplumado. Así que nada de grandes desayunos ni sitios fetén.

De pronto, la chica sacó una bolsa de alguna parte y se la lanzó. Él no pudo evitar que le diera en la pechera, pero consiguió sujetarla antes de que terminase de caer. La forma, el sonido, el peso y la textura anunciaban lo imposible.

—Es plata —reconoció él—. Pero ¿qué son?

—Diez escudos —respondió ella.

—¿Escudos? —preguntó después de morder uno—. No lo había oído en mi vida. ¿De dónde diablos los has sacado?

—Eso es parte de lo mucho que te voy a contar mientras nos atiborramos. Vamos. Yo invito.

Haslor no sabía cuánto tiempo llevaba despierto. Ni siquiera podría asegurar que hubiera pegado ojo en absoluto. Había pasado varias horas tumbado sobre el jergón, pero eso no significaba que hubiera traspasado ese estado de duermevela tan insatisfactorio. Con los ojos abiertos, contemplando las irregularidades y manchas del techo, el joven noble se sentía aplastado. Hasta el momento, las pocas dificultades que había tenido que superar en su vida se habían encarado apretando los puños y peleando. Casi siempre había salido airoso y, cuando no, pese a la rabia que le ocasionaba no tener al instante lo que deseaba, tampoco había sido demasiado grave; todo tenía solución, de un modo o de otro. Esta situación, sin embargo, se salía de los parámetros que él había manejado hasta la fecha. Se encontraba fuera del abrigo que le otorgaba el marquesado y ante un problema infranqueable que hacía que toda su lucha fuera en balde. La impotencia que esto le ocasionaba le mantenía anclado a la cama.

Se encontraba solo en la habitación. Adaveia se había marchado hacía no sabía cuánto, cosa que no le importaba y en la que prefería no pensar. Si se acordaba de ella era para secretar más hiel, y eso tampoco le servía de nada. Necesitaba ideas frescas, salir del bucle en el que se encontraba varado. Algo mucho más fácil de decir que de hacer. Se dio una nueva vuelta sobre sí mismo, buscando un sueño que le rehuía. Volvió a formularse la pregunta maldita: «¿Qué demonios me queda por hacer?».

Regresar al castillo de su padre sería un fracaso mayúsculo, pues aunque lograra vender por un buen precio todos los objetos que todavía conservaba, no alcanzaría una cantidad aceptable. Ni siquiera se quedaría cerca. Y las veinte monedas de oro recibidas a modo de compensación, que por sí solas eran una suma importante, se quedarían en nada para paliar los aprietos de su familia. Además, eran el símbolo de su humillante derrota, de su orgullo pisoteado. No podía presentarse así ante su padre. De ninguna manera.

Tenía que recuperar la espada y venderla; era la única salida. Entonces, la cuestión radicaba en superar el desánimo; reagrupar a sus tropas, por llamarlas de alguna manera, y lanzarse a la calle a seguir peleando. Era la primera vez en aquel día que tenía un pensamiento de tal positividad. Solo le restaba reunir las fuerzas suficientes para levantar la cabeza de aquella almohada empapada en sudor. Se dijo que empezaría acudiendo a algún anticuario, nada de mercados ambulantes atestados de gentuza y criaturas raras. Visitaría algún establecimiento con solera y conseguiría vender el género por una cantidad razonable de oro, por qué no. Luego planearía cómo lanzarse a por esa maldita ladrona, la Zorra, que debía de andar suelta por la ciudad como si no fuera una vulgar delincuente. Ya había comprobado que encontrarla no era tan difícil. Y menos ahora que él y sus muchachos le habían visto la cara y podían reconocerla en cualquier lugar. Él, por lo menos, no se creía capaz de poder olvidarla jamás. El alguacil le había conminado a dejarla en paz; tanto él como sus hombres. Incluso había llegado a amenazarlo con enviarlo al calabozo si no lo hacía.

—Ese estúpido alguacil. ¿Quién se ha creído que es?

Pero el alguacil no podía impedir que él o uno de los suyos la siguiera. Así actuarían. La acecharían y aprovecharían alguna ocasión en la que la guardia de la ciudad no estuviera presente para inmovilizarla. No sería tan complicado. Luego la llevarían a algún lugar apartado, como un torreón o, si esos plebeyos no contaban con ninguno, un sótano. Allí la encerrarían y le harían pagar por todos los daños que les había causado.

Haslor apretó los dientes imaginándose a sí mismo empuñando un látigo y a ella enfrente, arrodillada, encadenada a un poste. La desnudaría y la castigaría, o mejor, le despojaría de la ropa a latigazos. Una vez humillada, con la piel solo cubierta de sangre y sudor, se acercaría a ella y la agarraría por el cuello. Apretaría, no con intención de ahogarla, aunque tendría que controlarse. No, querría que sintiera miedo, que supiera que él podría hacer con ella lo que quisiese, cuantas veces quisiese. Le haría rogarle por su libertad y por su vida, y a la vez dejaría que alimentase la esperanza de ser libre alguna vez. Pero eso ya no llegaría a ocurrir. Ella le pertenecería. De hecho, ya le pertenecía, solo que todavía no había caído en sus manos. Pero pronto lo haría.

«Muy pronto», se dijo Haslor, justo antes de darse cuenta de que estaba en pie con ambos puños levantados y apretados, dos pasos lejos de la cama.