8
Faltaba poco para medianoche y el jaleo era ya incontenible bajo la enorme bóveda. En la mesa que no albergaba fuertes discusiones había peleas, o alaridos, o apuestas, o se cantaban viejas tonadas marineras con mayor o menor acierto. El alcohol empapaba todo tipo de superficies, incluyendo las ropas y las cabelleras. También había gente en pie junto a la arena donde se sucedían los combates, junto a la barra, o aprovechando cualquier espacio donde pudiera formarse un corro. Se echaba en falta algún apuñalamiento, pero eso ya vendría, con seguridad, más adelante. Lo importante era que todo indicaba que la actividad en la Sierpe Marina estaba cerca de alcanzar su máximo esplendor.
Perfecto conocedor, sin duda, de las fases de su local, así como de los gustos de su clientela, el organizador de todo aquello acudió al centro de la arena.
Mientras un chico rociaba con serrín la sangre que allí había dejado el último luchador en morder el polvo, otro llevaba rodando un tonel vacío y lo colocaba, de pie, justo en medio. Allí se subió, ayudado por un mozo y después el otro, el dueño de la Sierpe Marina, Nico el Gordo. Impermeable a las burlas de los asistentes, levantó ambas manos hasta que todos hubieron callado. O al menos hasta que pudo hacerse oír. Se secó con un trapo el sudor que le chorreaba frente abajo y se aclaró la garganta con energía.
—¡Amigos! —berreó—. ¡Hermanos, camaradas, sabandijas despreciables! Sed bienvenidos a la mejor y más elegante taberna del mundo. ¡Bienvenidos a la Sierpe Marina!
El respetable festejó sus palabras con vítores, elevando su bramido hasta hacer que los que en ese momento estuvieran en las calles de alrededor se preguntaran qué demonios estaría pasando ahí dentro. Satisfecho con la respuesta, Nico el Gordo volvió a pedir la palabra.
—Aunque el Concejo quiera que cerremos; aunque los señoritos de la ciudad nos aborrezcan; aunque vosotros, hijos de mala madre, no consumáis un cagarro; aquí estamos una noche más para ofreceros el mejor espectáculo a un lado y otro del mar.
Hubo nuevas exclamaciones, risas y aplausos, que no tardaron en diluirse.
—Veo que esta noche tenemos entre nosotros a muchos grandes guerreros que han venido por ese torneo, o a lo mejor solo para conocer a su padre, maldita sea. Sí, esta noche vamos a aprovechar que estáis aquí para lanzaros el verdadero gran reto que vais a encontrar en Melay. Recién llegado del lejano Ptam, es para mí un placer presentaros a nuestro campeón: ¡Vlado!
Mientras Nico el Gordo iba narrando cosas como que el tal Vlado no había dicho una palabra en su vida, que solo se alimentaba de carne humana, o que había asesinado a toda su familia hasta los primos segundos por mera diversión, entró en la arena, vestido con un exiguo taparrabos, un hombre de más de cuatro codos y medio de alto, construido de músculo, sudor, vello y venas abultadas. Tenía algo de animal salvaje y, no obstante, soportaba sin inmutarse los abucheos y aullidos que el público le dirigía.
—Al valiente que salga a enfrentarse a Vlado le invito a una de nuestras deliciosas cervezas rubias de doble malta —siguió vociferando el dueño—; si no hace falta llevarlo corriendo al boticario, claro. Y aquel de vosotros que venza a Vlado, se llevará el barril entero. Pero ni lo soñéis, panda de bobalicones. Va, ¿dónde está el primer voluntario?
Hubo un revuelo entre los asistentes que no terminó de traducirse en algo concreto.
—¡Banco de arenques, piltrafas, cobardes! —espetó Nico el Gordo, más fuerte que nunca—. Ya sé que os daría miedo hasta un estornudo sobre un charco, pero esto no es un combate a muerte. Son solo un par de trompazos, la napia reventada y ya está. Os da miedo que os estropeen vuestra bonita cara de porcelana, ¿eh, pardillos?
Continuó así un buen rato, lo que tardó en aparecer el primer voluntario. Se trataba de un sujeto calvo, barbudo como una deidad marina, grande como un trinquete. De cintura para arriba iba desnudo excepto por un chaleco que, a todas luces, no era de su talla, y que llevaba abierto por la imposibilidad de abarcar su barriga. A juzgar por el tamaño de esta, podría llevar muy avanzado el embarazo de una orca. Iba borracho, tanto como sus compinches, que le jaleaban sin parar desde la mesa.
—¡Toug, Toug, Toug! —repetían.
Cuando el hombretón llegó a la arena, ya toda la Sierpe Marina era un clamor coreando su nombre. Cara a cara con Vlado, Toug destacaba por lo corpulento, por ser un poco más alto y bastante más ancho, lo que encendió todavía más los ánimos del respetable. Vlado cabría de pie dentro de aquel hombre. Como colofón, el voluntario alzó uno de esos dos enormes brazos en señal de victoria. La audiencia creyó enloquecer. Se avecinaba una pelea interesante.
—¡Hagan sus apuestas! —bramó Nico el Gordo, frotándose las manos.
Con más problemas de lo esperado, pese a contar con la ayuda de los dos mozos que le acompañaban, el dueño del local consiguió bajar del tonel. Viendo la tempestad que estaba a punto de desatarse, no tardó en ponerse a cubierto. Alguien hizo sonar una campana en algún sitio desconocido.
Vlado y Toug levantaron la guardia, evidenciando muy pronto quién era un profesional de la lucha y quién un bravucón con mal beber. El aspirante tomó la iniciativa, buscando algún resquicio en la aparentemente perfecta defensa de Vlado. Lo tanteó un poco antes de lanzar su primer puñetazo; un golpe capaz de abrir un boquete en un tabique. Pero Vlado lo esquivó sin demasiados apuros. El barbudo probó con el otro puño, pero volvió a ser evitado. Por mucho, además. Molesto por la facilidad con la que le esquivaba, y tras demostrar que tenía menos paciencia que un niño pidiendo un caramelo, Toug soltó un mazazo con el brazo derecho que, de nuevo, solo golpeó el aire. Sin embargo, esta vez Vlado aguantó la posición, basculó con la cintura y arreó un gancho terrorífico, que impactó sin oposición en plena cara de su contrincante. El golpe fue tan violento que ascendió por encima del tumulto y resonó con eco en la bóveda. Toug pudo dar todavía dos o tres pasos antes de derrumbarse. El público todavía tardó un poco en comprender que había finalizado el primer intento de batir al campeón.
Jax levantó su único puño libre con furia, triunfante, para devolverlo raudo al cinturón. Ni siquiera la alegría de haber ganado cinco cobres, que él no era de los que arriesgan más de la cuenta, hizo que se confiara. El mercenario siempre llevaba una mano tocando algún punto de su cinturón, listo para proteger de los amigos de lo ajeno la espada, la pistola y la bolsa. La otra mano se aferraba a una jarra que no tardó en vaciar, lleno de júbilo. Se sentía mejor, entretenido, animado.
«¿Quién dijo que yo no sabía divertirme?»
La posible respuesta a esa pregunta, Iviqi, estuvo a punto de devolverle a las tinieblas, pero él no iba a permitirlo. Si esa chica no le valoraba como debía, era su problema. Si no sabía escoger con quién pasar el rato, él no podía hacer nada al respecto. Como un hombre con recursos y experimentado, Jax sabía que la enseñanza era algo difícil, que requería esfuerzo e incluso, de cuando en cuando, sangre; pero lo que no podía hacer era atarla y obligarla a aprender. Esa muchacha se iba a arrepentir de rechazar su ayuda, por supuesto, y aunque no era intención del mercenario causarle ningún mal, no podía evitarlo si ella se empeñaba en ese estúpido comportamiento.
«Si ella quiere tirarse a un pozo, no voy a poder impedirlo, y si, además, para que ella no se caiga en el pozo, tengo que sufrir humillaciones o hasta caerme yo, pues prefiero que sea ella la que caiga.»
El mercenario sacudió la cabeza, apuró el contenido de la jarra y llamó al corredor de apuestas para recibir su recompensa. No iba a dejar que los caprichos de esa jovencita le amargasen la velada. No, se sentía animado, efusivo y con la suerte de cara. Iba a volver a jugar para el siguiente combate. Le diría al corredor que se guardase los cinco cobres y a eso le subiría dos, no, tres más.
«Y ahora voy a por otra pinta. Que se entere la niña esa de lo que es pasarlo bien.»
Cuando a Iviqi le acercaron la quinta cerveza de la noche, Vlado seguía imbatido y ella había brindado junto a las amazonas por más cosas de las que podía recordar. Estuvo a punto de rechazar la bebida, consciente de que empezaba a aproximarse a la línea que separa la sensatez del «yo puedo hacer lo que sea», pero terminó cediendo: no había forma humana de resistirse al tesón de aquellas guerreras. Además, por qué no reconocerlo, estaba disfrutando como hacía tiempo que no lo hacía. Las amazonas eran rudas, malhabladas y tenían una fuerte tendencia a levantar la voz, pero eran pura diversión. Ello hacía que Iviqi evitase en lo posible hacer cualquier cosa que pudiera romper la confianza con que la estaban tratando; le estaban haciendo sentir una más de la cuadrilla, a ella, una desconocida. Apenas podía creerlo, viniendo de las mismas bravas mujeres que habían estado a punto de rebanarle el pescuezo a Sergivs un rato antes.
Esa insospechada cercanía maravillaba a la joven, pero no era más que el principio. Aquellas cuatro guerreras, en conjunto, resultaban un misterio que a Iviqi le estaba costando descifrar. No sabía cuál le parecía más viva, más llena de garbo y gracia. Compartían un estilo innato, una distinción natural que las hacía únicas. No importaba que alardearan de sus malos modos, que estuvieran armadas hasta los dientes, o que sus ropas fueran prácticamente harapos. Y si se detenía a mirarlas una a una, todavía le resultaban más intrigantes.
Dhun, la pelirroja, era la dueña de la melena más frondosa de todo el grupo; un pelo que crecía ondulado y salvaje, del color de una copa de vino tinto bañado por un rayo de sol. Tenía una piel lechosa que hacía que en ella los tatuajes destacaran más que en las demás. Sus ojos eran verdes, el que parecía ser su color predilecto, a juzgar por sus prendas. Era temperamental, fácil tanto para la risa como para el enfado. En sus historias, siempre terminaba o bien rebanando cuellos con su cuchillo dentado, o batiéndose a muerte con su sable.
Reconocible por su piel oscura como una sombra, Xada no tenía en la cabeza ni un solo pelo más largo que una semilla de sésamo. Eso le daba todo el protagonismo a los bellos rasgos de su cara, sobre todo a sus enormes ojos negros. También iba tatuada de los tobillos al cuello, pero para distinguir los diseños era necesario acercarse más de lo correcto. Su carácter era, de largo, el más templado de las cuatro, aunque eso no significaba que careciera de nervio. Tal vez ese equilibrio fuera lo que la había convertido en la número dos en rango, justo por detrás de la líder. También era la contadora de historias oficial de la cuadrilla, porque, según las demás, tenía una lengua de plata. Y en verdad, su voz era hipnótica, profunda y aterciopelada.
Sibima, la más joven del grupo, era también la que parecía ostentar la más baja graduación en este peculiar ejército de cuatro. Parecía ser el resultado de una mezcla racial imposible. Por una parte, tenía los rasgos faciales propios del lejano Zendián, sobre todo los ojos rasgados tan peculiares. Pero, por otro, su pelo era rubio en lugar de oscuro, y sus iris eran azules y no negros. Además, tenía una piel pálida con tendencia a sonrosarse y estaba cubierta de pecas, algo que definitivamente jamás podría encontrarse en ninguno de los habitantes de Zendián. No resultaba menos llamativo que fuera la única de las cuatro que no estaba cubierta de tatuajes.
Por último, la capitana, Allari; la guerrera que más impresionaba a Iviqi. Con la melena negra, suelta, sin ninguna trenza ni adorno; con la piel de terracota, la nariz aguileña y los ojos oscuros, capaces de atravesar lo que miraran. La líder era todo raza, orgullo y poderío, lo que no le restaba ni un ápice de cordura y sabiduría. Le gustaba ver sus órdenes obedecidas con presteza, pero siempre estaba dispuesta a escuchar las palabras de sus subordinadas. De entre todas las armas de las que disponía, si tenía la ocasión de elegir, decía preferir la lanza.
Tras observarlas con detenimiento, y después de un número indeterminado de historias sobre batallas, asaltos, refriegas y todo tipo de enfrentamientos, Iviqi se debatía entre el deseo y el temor de verlas en acción. No le gustaría enfadarlas por nada del mundo.
«Pero a la vez sería tan excitante…»
La joven se sorprendió a sí misma buscando una excusa para organizar alguna pelea. Desde luego, se encontraba en el sitio indicado para ello, con todos esos marineros, mercenarios y demás fuera de la ley pululando a su alrededor. Tal vez esto, sumado a la nada despreciable cantidad de alcohol que llevaba consumido, hizo que bajase la guardia y dejase ir la lengua más allá de lo recomendable. Fue justo después de escuchar una anécdota de Sibima, en la que la joven maldecía su mala suerte porque su peor y más visible cicatriz había sido fruto de un accidente que nada tenía que ver con la lucha, y eso no era motivo de orgullo para una guerrera.
—¿Y por qué no te la tapas con un tatuaje como los de las demás?
Por imposible que pareciera, hasta el momento nadie había mencionado nada al respecto. Y habían tenido oportunidades de sobra. Ninguna de las cuatro contestó a Iviqi, y por primera vez desde que llegaron se hizo el silencio en la mesa. Fue breve, no obstante.
—Porque no queda nadie que pueda hacérselo —dijo Dhun en un tono bastante por debajo de lo que acostumbraba.
Fue una respuesta demasiado críptica. Xada se dio cuenta y, ante la expresión de contrariedad que Iviqi no pudo evitar, completó la información.
—Nuestros tatuajes no están ahí solo porque sean bonitos. A ver, lo son, pero además tienen un carácter ritual y nos los vamos haciendo conforme vamos pasando por momentos importantes en nuestra carrera militar.
—Una batalla, el rango en el ejército, el primer muerto a nuestra espalda —agregó Allari—. Los hitos más importantes en nuestro camino.
—También están estrechamente ligados a la Historia Sagrada, y al culto de los Tres Pilares que sostienen el universo —continuó Xada.
—La Guerra, la Paz, el Amor —volvió a completar Allari usando, por turnos, el pulgar, el índice y el anular.
Las pocas nociones de teología de Iviqi le indicaban que eso que le estaban contando no se correspondía con la Historia Sagrada. No con la que ella había oído. Entonces comprendió que las amazonas, en realidad, estaban hablando de una extraña religión propia.
—Al tratarse de un asunto sagrado que atañe al orden cósmico, solo unas pocas amazonas pueden tatuar a las guerreras —siguió Xada—. Esas son las sacerdotisas y las acólitas. Supongo que no lo habrás notado, porque somos las primeras de nosotras que te encuentras, pero las hermanas y yo somos soldados. De modo que no podemos tatuarnos entre nosotras.
Para Iviqi, de esa explicación solo surgían nuevas preguntas, como las cabezas de una hidra. Aun sabiendo que penetraba en un territorio conflictivo, siguió adelante, azuzada por la curiosidad.
—¿Quieres decir que ya no hay sacerdotisas amazonas?
—Claro que hay —respondió Dhun—. Hemos conocido a un montón en nuestros viajes.
—¿Y no podíais haberles pedido que os tatuaran?
—Pues claro que no, niña, ¿qué te crees? —replicó la pelirroja con un deje de desprecio.
Iviqi levantó una ceja, pero no dijo nada. Sus deseos de saber más se impusieron a las ganas de quedar por encima de aquella rabiosa guerrera.
—Lo que quiere decir Dhun es que nosotras somos hijas de Amildis —explicó Xada—, por lo que solo podemos realizar el ritual del tatuaje bajo el Fuego Ancestral de Amildis. Tú eres bárbara y no lo entiendes, pero se trata de un asunto sagrado que no admite excepciones.
Aquello se ponía interesante; demasiado quizás para no arriesgarse con una nueva pregunta.
—¿Quién es Amildis?
—Amildis era nuestra patria —respondió Allari con una voz seca que sonó como un derrumbe.
En esos momentos, el ruido en la Sierpe Marina era ensordecedor; uno de los combates debía de estar en su punto álgido. Pero de nada importó eso cuando el silencio cayó sobre aquella mesa, aislándolas, transportándolas a una dimensión lejana. La capitana miró una por una las caras de las presentes. Empleó unos instantes en ello, escrutando, sacando lecturas. Su expresión era la misma que hasta el momento, tal vez más grave.
—Xada, cuéntaselo tú.
—No hace falta —comenzó a decir Iviqi, como una falsa disculpa.
—Ahora te callas —la interrumpió Dhun.
La chica hizo caso, riendo para sus adentros. Buscó con expectación a Xada, que, un par de banquetas más allá, hacía crujir el cuello con varios movimientos precisos. Luego dio un trago largo y suspiró. Iviqi dudaba de si se tomaba todo ese tiempo porque necesitaba poner sus pensamientos en orden o porque se sabía el centro de todas las miradas.
«Siempre pasa.»
—Como ya ha dicho nuestra capitana —comenzó Xada—, Amildis era nuestra patria. Amildis la grande, la reluciente, la estrella esmeralda de Tonxial. Durante mucho tiempo, Amildis fue la más importante de las colonias amazonas en la costa del mar de Tzend, muy lejos de aquí. Había otras colonias amazonas allí, pero todas seguían la estela de Amildis en una confederación libre llamada Tonxial. Por siglos, Tonxial fue próspera y temida por los reinos vecinos, ya que el único modo de vida conocido por las amazonas es la guerra, y nadie hace la guerra mejor que las amazonas. En un lugar como la ribera del mar de Tzend, donde se arremolinan los reinos humanos más ambiciosos y despreciables que se puedan encontrar, no teníamos que ir a buscar la guerra. Esta venía a nosotras.
»Entre aquellos humanos siempre había algún litigio territorial, alguna rebelión, alguna guerra de prestigio o alguna afrenta imposible de solucionar por la vía diplomática. Nuestro papel era siempre el mismo: entrábamos en los conflictos de parte de alguno de los bandos y en cuestión de meses decidíamos el resultado de la guerra en cuestión. Por supuesto que aquellos peleles nunca consiguieron vencer a ninguno de nuestros ejércitos y, como la ley prohíbe la lucha entre hermanas amazonas, la confederación Tonxial siempre salía fortalecida tras cada conflicto. Eso trajo nuevos territorios, riqueza y prosperidad.
La guerrera negra hizo una pausa para refrescarse la garganta. Nadie movió un dedo.
—Esa situación no era agradable para todos aquellos reyezuelos sin escrúpulos que siempre se veían superados por nuestros ejércitos; pero ese es el destino de los vecinos de las amazonas. Ellos dependían de nuestra fuerza para dirimir sus disputas, pero, cuando ya no nos necesitaban, seguíamos estando ahí. De modo que consiguieron dejar de lado sus problemas y se unieron. Fue muy extraño, ya no solo por lo mucho que esos países se odiaban entre sí, con guerras que llevaban durando siglos, sino por la cantidad de reinos involucrados y la lejanía entre ellos. Además, el complot se gestó en cuestión de pocas semanas, tan rápido que no pudimos preverlo. —Se detuvo un instante para tomar una profunda bocanada de aire—. Nos atacaron sin avisar, desde distintos puntos, al mismo tiempo. En un solo ciclo lunar, y pese a que nosotras vivimos siempre listas para el combate, ya habíamos perdido a la mitad de nuestras tropas y tres cuartas partes de nuestras tierras. Pero conseguimos detenerles. Nuestra reacción fue sólida, precisa, devastadora. Les combatimos como solo unas amazonas traicionadas pueden combatir.
»Si ellos necesitaron un ciclo para acosarnos, nosotras les devolvimos el golpe en menos de tres semanas. Por cada guerrera amazona en los campos de batalla, siempre había nueve soldados enemigos, pero eso no evitó que les enviáramos a patadas de vuelta a sus castillos. Sin embargo, era una trampa. Una vez que habíamos recuperado todas nuestras tierras y mientras ya deliberábamos cómo llevar a cabo nuestra venganza, volvieron a caer sobre nosotras. Lo habían calculado y sabían que, diezmadas como estábamos, no podríamos cubrir todo el terreno fronterizo de Tonxial, donde se encontraban desplegados nuestros ejércitos. Los muy cobardes habían guardado la mitad de sus tropas, esperando que llegase ese preciso momento. Cuando volvieron a atacar, rompieron nuestras defensas y penetraron por las heridas. Ahí vino lo peor.
»Nuestras ciudades, gloriosas urbes mucho más avanzadas que lo que aquellos estúpidos bárbaros hubieran soñado jamás, fueron cayendo una a una. En menos de dos estaciones, de la federación Tonxial solo resistían tres capitales. Amildis era una de ellas, pero teníamos pocas esperanzas. Estábamos sitiadas, encerradas en la empalizada que tuvimos que levantar para defendernos. ¡Qué vergüenza, una empalizada! Si nos hubieran visto nuestros ancestros…
De repente, las otras tres guerreras pronunciaron algo, una frase o un lema, en su extraña lengua. Sus palabras sonaron contundentes, llenas de orgullo pero también de rabia, y se alzaron por encima del jaleo ensordecedor hasta hacerse oír en el último rincón de la Sierpe Marina.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Iviqi.
—«Amildis no tiene murallas, sus murallas son sus guerreras» —tradujo Xada. Luego bebió un largo trago, el último que le quedaba en la jarra—. Habíamos acordado que jamás entregaríamos la ciudad a los invasores. Las que quedábamos capaces de luchar, atacaríamos al amanecer y moriríamos en la gloria de la última batalla. Sería el mejor final posible para nosotras. Sin embargo, durante esa noche, la generala nos convocó a la capitana, a Dhun y a mí. Tenía una última misión que encomendarnos. Debíamos viajar a mil leguas al noreste de allí, al lago Ammei, el hogar primigenio y ancestral de las amazonas, donde nuestras hermanas guardan la Llama de la Verdad. La generala nos dijo que íbamos a pedir ayuda, pero nosotras sabíamos que en realidad solo íbamos a dar la noticia de nuestra derrota. También nos reveló un secreto que había guardado desde el comienzo de aquella maldita guerra. Nuestras espías habían reportado un movimiento sospechoso de extranjeros en las capitales de nuestros vecinos. Se trataba de embajadores llegados de diferentes países, pero que en realidad parecían pertenecer a un mismo lugar. Iban disfrazados, porque nuestras espías descubrieron que se comunicaban entre ellos en un mismo idioma. Además, por si faltaban más indicios, se les vio utilizando un emblema oculto. Las espías no habían conseguido ninguna prueba física de eso, pero una de ellas hizo un dibujo que mostraba una serpiente devorando a un león vivo. Era la única pista que teníamos que ofrecer.
»No fue nuestra elección, pero esa misma noche, cuando casi llegaba la mañana, aprovechamos el primer ataque que lanzaron nuestras hermanas y atravesamos el cerco. Nos adentramos en las tierras que otrora fueran amazonas y que en ese momento estaban infestadas de enemigos. Más adelante tuvimos que atravesar algunos reinos rivales, de noche, como sombras. Cuando por fin abandonamos el territorio hostil, fatigadas, sin apenas habernos detenido para descansar, todavía nos esperaban interminables leguas de estepa salvaje. Seguimos caminando sin descanso, deteniéndonos nada más que para cazar, comer aprisa la carne cruda y dormir algunas horas. No sé cómo lo logramos, pero la mañana del septuagésimo tercer día, exhaustas, famélicas y agarrotadas por la enfermedad, vimos amanecer sobre las aguas sagradas del lago Ammei: la visión más hermosa de nuestra vida para reconfortar unos corazones heridos de muerte.
»Nuestras hermanas nos acogieron en sus casas de curación y nos rindieron honores de heroínas pese a que éramos portadoras de malas nuevas. Nos llevaron al ágora y nos hicieron contar nuestra historia ante la asamblea. Allí supimos que, aunque hubieran estado dispuestas a llevar suficientes tropas a Tonxial, no hubieran podido hacerlo, porque también habían sido atacadas. Y lo mismo ocurrió con otras lejanas colonias, con mejor o peor suerte que nosotras. En todas esas ocasiones se había repetido el mismo patrón y, lo que es más inquietante, en esos lugares distintos aparecieron referencias a los misteriosos extranjeros que portaban el emblema de la serpiente y el león. Por fortuna, nuestras hermanas del lago Ammei cuentan con los ejércitos más fuertes del mundo y no pudieron con ellas. De no ser así, es posible que ahora no quedasen tierras amazonas libres. Lo que es seguro es que hay algo muy influyente y poderoso que pretende lo que no pudieron conseguir ni los Deriands: extinguirnos como pueblo.
—Voy a por otra ronda —dijo Dhun, levantándose y rompiendo el silencio que se había vuelto a crear en la mesa.
Allari la observó unos instantes con gesto áspero. Parecía que iba a ordenarle que se callara y volviera a su asiento, pero se limitó a darle permiso con un ligero movimiento de los dedos. Para sorpresa de Iviqi, que a esas alturas había olvidado cuál había sido la pregunta que había dado pie a ese relato, Xada todavía no había terminado.
—Nuestra misión había concluido y nuestro hogar había sido destruido, pero de todas formas nosotras decidimos regresar a Amildis cuanto antes —continuó—. No sé qué esperábamos encontrar, pero tampoco teníamos nada mejor que hacer. Amildis lo era todo para nosotras, y sin ella nuestra vida ya no tenía sentido. Teníamos que volver aunque fuera para cerciorarnos de la muerte de nuestra patria. Verlo con nuestros propios ojos, supongo; no lo sé. Como la llegada del frío había convertido la estepa en un infierno blanco, tuvimos que dar un rodeo que nos llevó casi cinco meses de travesía.
»Cuando por fin llegamos, comprobamos que, en efecto, la nada se había tragado nuestra ciudad. Las casas habían sido arrasadas, los campos quemados y cubiertos de sal. Solo quedaban en pie los restos de los Recintos Sagrados, en cuyas inmediaciones encontramos un campamento de obreros humanos. Su labor era extraer de allí la piedra, como si en lugar de una ciudad monumental se tratase de una vulgar cantera. Acordamos que nos lanzaríamos a atacarles, aunque ellos fueran más de cincuenta y nosotras solo tres. No habría mejor venganza ni forma de morir. Sin embargo, no salió como esperábamos y, en lugar de una batalla, aquello fue una matanza. A veces se nos olvida que los humanos carecen de la habilidad de luchar.
»Aquella noche nos acostamos apesadumbradas y, tras haber honrado con plegarias a nuestras hermanas muertas, logramos descansar. Partimos al amanecer sin rumbo fijo. Aparte de saber que jamás regresaríamos a las antiguas posesiones de Tonxial, ni tampoco volveríamos al lago Ammei, no nos habíamos puesto un objetivo. Queríamos encontrar a aquellos misteriosos tipos de la serpiente y el león, eso sí, pero no teníamos ni idea de por dónde empezar. Duele decirlo, pero desde entonces no hemos encontrado nada.
—¿Nada? —preguntó Iviqi.
—Ni la más mínima pista —respondió Allari—. Solo tenemos el dibujo que nos dio la generala y que conservamos como una reliquia.
La capitana se llevó la mano a algún compartimento secreto en su pantalón y extrajo un pequeño trozo de pergamino doblado. Fue de mano en mano hasta Iviqi. El dibujo estaba tan borroso que era necesario aportar algo de imaginación para encontrar ahí lo que ellas decían que había. Lo inspeccionó un momento y, temiendo estropearlo, se apresuró en devolverlo.
—No te suena de nada, ya lo sabemos —dijo Xada—. Esto, por fin, nos lleva a Sibima y su falta de tatuajes.
—Ah, sí, eso.
—Cuando salíamos de lo que un día fue la confederación Tonxial, atravesando los campos y los montes enemigos de noche, como proscritas, nos topamos con un caserío solitario. Fuimos a dar un rodeo como solíamos, pero un llanto nos detuvo. Era una niña, y no una cualquiera, sino una de las nuestras.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó Iviqi— Quiero decir, no se llora en un idioma o en otro. Todos los niños lloran igual.
—Nosotras sabemos reconocer a una de nuestras hermanas —intervino Allari con una sonrisa triste—. Aunque sea una cría y no diga ni una sola palabra.
Iviqi asintió, medio convencida.
—Como dice la capitana, es algo que nosotras sabemos —siguió Xada, como si no hubiera sido interrumpida—. Nada más descubrir que allí había una de las nuestras, asaltamos el caserío. Encontramos a la cría encadenada a una argolla como un perro, sucia, malnutrida y desorientada. Al verla en tan pobre estado, fuimos conscientes del horrible destino de miles de niñas guerreras de Tonxial. —Hizo una pausa para soltar una bocanada de aire que pareció quemarle al salir—. Era tan pequeña que apenas supo decirnos su propio nombre, lo primero que aprenden las niñas amazonas. Pobre, pobre criatura —dijo, aprisionando la boca de Sibima por las mejillas.
La joven guerrera se zafó molesta de la mano de Xada. Luego sonrió con modestia.
—Sibima es nuestra chiquilla —dijo Allari con un casi imperceptible y transitorio deje de ternura.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? —le preguntó Dhun a Iviqi cuando le trajo la nueva jarra y comprobó que todavía le quedaba mucha cerveza en la anterior.
—Dame tiempo, hermana.
—Dos trompazos te voy a dar. Y luego voy a beberme tu cerveza.
—Si la quieres…
La mirada que la pelirroja le dirigió en respuesta hizo que Iviqi se preparase para cualquier cosa. Esos ojos verdes podrían empezar un incendio.
—… te aguantas —completó la joven en un complicado equilibrio entre el desafío y la indiferencia.
Eso pareció agradar, o por lo menos calmar, a Dhun, que le devolvió una carcajada propia del peor filibustero presente en el local. Había quedado claro que con aquella mujer lo más inteligente era no bromear. Jamás.
—Oye, pimiento, todavía no he terminado de contar la historia —le dijo Xada—. No te estarán entrando ganas de irte a mear, ¿no?
—Cierra el pico, grajo —contestó Dhun de mala gana.
—Si quieres puedo vigilarte las pestañas para que no te entre ninguna en el ojo —le soltó Sibima.
—Mejor vigila lo que sale por esa bocaza, niñata, a ver si te la voy a tener que sellar a trompazos —replicó Dhun, cada vez más molesta.
Todas las amazonas, menos la pelirroja, rieron.
—Siempre evitamos contar esta historia —le explicó Allari a Iviqi—; nos entristece. Pero para Dhun es mucho más que eso. No la soporta y llora cada vez que la oye.
Y a continuación, Xada y Sibima comenzaron a imitar el llanto de un niño pequeño, llevándose las manos a la cara, representando lagrimones y mocos.
—Podéis iros todas al infierno, a ver si os achicharráis el culo.
Como suele ocurrir en esos casos, a mayor indignación del damnificado, mayor celebración de los bromistas. Iviqi se limitó a seguir el juego sin agregar nada, disfrutando, pero atenta a una posible reacción de aquella guerrera impredecible. Algo le llenaba el pecho, no sabía si la satisfacción o el orgullo, al comprobar que esa avalancha de bromas a costa de Dhun habían comenzado porque esta había sido grosera con ella. Al menos, eso quería pensar. Dio un trago, se aclaró la garganta y pidió la palabra.
—A mí también me gustaría contar mi historia.
—Por fin pasas la pierna por encima de la muralla —exclamó Xada.
Las otras tres la acompañaron con expresiones similares, que Iviqi interpretó como que consideraban que se había pasado la mayor parte de la velada escuchando y que ya iba siendo hora de que contase algo sobre sí misma. Dio un trago y mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, se fue aclarando la voz. Las amazonas enmudecieron; los cuatro pares de ojos puestos sobre la joven.
—Os aviso que no es una historia tan emocionante como la vuestra, ni hay tantas aventuras, pero sí que es algo que no voy contando por ahí. Me habéis hecho sentir una más de la cuadrilla desde el principio, sobre todo después de contarme lo vuestro, ya sabéis, lo de cómo encontrasteis a Sibima y todo eso. Os estoy agradecida y, bueno, por qué no, también en deuda.
—Nos sentimos muy afortunadas —dijo Dhun con sorna.
—A callar, pimiento —le espetó Sibima.
—¡Silencio! —ordenó Allari antes de que comenzase una nueva discusión entre las dos—. A esa sensación las amazonas lo llamamos el Corazón de la Guerrera y es una virtud que apreciamos por encima de muchas cosas —le hizo saber a Iviqi, señalándola con un dedo.
Ella correspondió con una modesta sonrisa.
—Yo me crié en un circo ambulante —comenzó a decir—. El Gran Circo de la Baronesa Schian. Ofrecíamos funciones de saltimbanquis, como se le suele llamar: acrobacias, malabarismos, contorsionismo, ilusionismo, esas cosas. También hacíamos teatro, sobre todo comedias breves para hacer reír al público mientras se preparaban los otros números. Me podéis creer si os digo que era el mejor espectáculo que podríais haber visto en vuestra vida. Ni punto de comparación con esas representaciones del tres al cuarto que hay circulando por ahí, no exagero. Teníamos un gran talento, éramos elegantes y también nos esforzábamos de firme para nunca dejar de mejorar. Pero nuestro verdadero secreto era que vivíamos como una familia que lo compartía todo. Esa era mi familia, la única que he conocido. No teníamos país, solo nos teníamos a nosotros mismos, nuestros números y el placer de saber que, por unos instantes mágicos, el público nos pertenecía.
»Como en nuestro mundo no existían las fronteras, no era raro que no siempre fuéramos los mismos. Era una de las particularidades de mi gran familia. Aparte de la Baronesa Schian, que no era ni baronesa ni nada parecido, su marido y sus ayudantes, los únicos que no actuaban y con los que yo apenas tenía relación, había un núcleo de veteranos que se mantenía más o menos constante. El resto iba y venía. Yo era muy pequeña y no había conocido otra cosa, así que lo veía de lo más normal. Creía que era igual para las demás niñas de mi edad. Por mi parte, no me atraía la idea de ser yo una de las que se marchaban del circo y se lanzaban al mundo por su cuenta. Ya os digo que tenía todo lo que necesitaba, era feliz y quería seguir como estaba.
»No iba a la escuela, pero eso no significaba que nadie cuidase de mi educación. De hecho, recibí más clases que cualquier otra niña. Bueno, no eran clases propiamente dichas. Tampoco había un orden ni un propósito claro, pero, aparte de los números que luego tenía que realizar en el espectáculo, aprendí a leer y a escribir, y a hacer cuentas básicas y todo eso. Además, con tanta entrada y salida de artistas, fui conociendo técnicas, trucos, juegos y lenguas de todo el mundo. Así, con el paso de los años, y sin darme cuenta de lo afortunada que era, aprendí cosas que no están al alcance de cualquiera. Y también fue así cómo encontré a mi primer amor.
»No sé cómo será para las amazonas, pero para los humanos el primer amor es algo parecido a un terremoto en una isla que está siendo azotada por un huracán. Todos los días sin parar. Perdí la cabeza por Brulian, un joven prestidigitador, uno de esos magos que juegan con los sentidos de la gente, incapaces de realizar un auténtico hechizo. Era alto, desgarbado y desaliñado; el chico más guapo del mundo. Quería casarme con él, tener un montón de hijos con él, quedarme a su lado el resto de mi vida. Ese es el tipo de cosas en las que piensa una humana la primera vez que se enamora.
»Y para tener el equipo completo, Brulian y yo decidimos hacer otra de las cosas que las parejas de jóvenes enamorados hacen continuamente: fugarnos. Por supuesto que no lo pensamos demasiado bien; supongo que eso hubiera ido contra las normas del primer amor, qué sé yo. Hicimos unos cuantos preparativos y quedamos en partir al anochecer del mismo día en que lo habíamos decidido, así de locos estábamos. No podría decir en qué estaba pensando en ese momento, pero sí que recuerdo las sensaciones, la excitación constante, la ilusión, la avalancha de felicidad irracional que me arrastraba. Cuando llegué al lugar convenido, Brulian se hallaba allí, pero no solo, como yo esperaba. Con él estaban algunos de los veteranos y la misma Baronesa Schian con sus ayudantes. No sé si Brulian me traicionó o no, o si solo cometió el error de contárselo a alguien, pero aquello me destrozó. Ahora, cuando pienso en ello puede que hasta me ría, pero entonces me sentí morir, lo digo en serio. Y eso que no era la única mala noticia que recibí en aquel momento. El motivo por el que no podía marcharme del circo era porque yo era propiedad del circo.
»No me habían abandonado de pequeña debajo de un puente y ellos me habían encontrado, como me habían contado desde siempre, sino que la Baronesa Schian me había comprado cuando yo todavía no tenía uso de razón. No podía irme de allí porque mi vida no me pertenecía, porque esos números que yo realizaba eran propiedad del circo y de nadie más que del circo. Había estado viviendo en una jaula todo ese tiempo, pero solo fue el conocer la verdad lo que me hizo sentirme encerrada. Fue demasiado para mí, y no ya solo porque echaron a Brulian y no lo volví a ver. Era mi vida, que había sido un engaño desde el principio. Me rebelé. Me negué a actuar, a hablar con nadie, a colaborar en lo que fuera. Eso provocó que primero me encerraran y luego terminaran deshaciéndose de mí. Como yo no sabía realizar tareas de granja, ni del hogar, ni nada parecido, y era testaruda como una mula, solo consiguieron venderme al regente de un burdel.
»Allí también me encerraron y me trataron como a un animal. Yo no sabía qué utilidad podía tener en ese sitio, si no era más que una cría y solo tenía una vaga idea de cómo funcionaba aquel negocio. No pongáis esas caras, que ninguno de esos asquerosos clientes llegó a tocarme un pelo. Y es que por muchas precauciones que tomaran, escapar de un caserón destartalado no es complicado para alguien que se ha criado haciendo mortales sobre un cordel suspendido a veinte codos del suelo. Así que huí; desnuda pero libre por fin. Fue como volver a nacer.
Cuando Iviqi pronunció la última palabra de su historia se encontró con que la consternación, o algo similar, había borrado la expresión festiva de la cara de las amazonas. En ese momento, compartían un semblante serio, mitad intrigado, mitad incrédulo. Desde luego, no era lo que ella había esperado. La chica bebió un buen trago, confiando en encontrar cambios cuando volviera a mirarlas, pero no fue así. Peor todavía, habían comenzado a intercambiar entre ellas miradas fugaces y llenas de intención, sobre todo Allari y Xada.
—¿Qué edad tienes, Iviqi? —fue Dhun la que lo preguntó.
—No estoy segura. Un tipo que conocí que presumía de saber mucho de mujeres me dijo que yo tenía veinte años. Era un poco fantasioso, pero, siguiendo sus cuentas, ahora debería de tener veinticuatro.
—Veinticuatro, ¿eh? —preguntó Xada para luego tomar aire y entrecruzar los dedos de las manos por delante de su pinta, dejándola rodeada con ambos brazos—. No sé si sabes que hay diferencias entre el ciclo vital de las amazonas y el humano. Los humanos tienen una infancia larga en la que apenas pueden valerse por sí mismos, y tardan muchos años en llegar a ser adultos.
—Si llegan —completó Dhun.
—Luego van siguiendo una progresiva y larga decadencia hasta que se hacen viejos y alguna enfermedad termina con ellos —continuó contando Xada—. Las amazonas no somos así. Llevamos nuestra única profesión de guerreras en el organismo, por lo que alcanzamos muy rápido la edad de luchar. Pronto llegamos a adultas y nos mantenemos jóvenes y en plenitud de facultades muchos años, décadas. A simple vista, dirías que todas tenemos la misma edad, ¿verdad? Pero no podrías estar más equivocada. Yo tengo cuarenta y seis años, y ese vejestorio de ahí —dijo señalando a Dhun—, cuarenta y siete.
—No pierdes ocasión de hacer el chistecito de marras, ¿eh? —replicó la pelirroja—. Pues eso no es nada, porque la capitana tiene…
—¡La capitana te callas! —la interrumpió Allari de un rugido.
Todas rieron, pero la alegría se apagó pronto, y volvió a dar paso a los rostros serios.
—Sibima, aquí donde la ves —continuó Xada—, tiene tan solo dieciséis años.
Ese último dato le pareció algo más lógico a Iviqi, aunque la joven guerrera sin duda aparentaba tener unos veinticuatro, o una edad no muy lejana a la de ella misma. Lo que no le cabía en la cabeza era que las demás, que si acaso parecían solo unos años mayores, fueran lo maduras que decían ser.
—Según nuestros cálculos —retomó la palabra Xada—, Sibima nació cuando estaba finalizando la guerra, y nosotras la encontramos antes de que cumpliera su primer año. Al contrario de lo que pasa con los humanos, nuestras niñas apenas necesitan cuidados para sobrevivir. Con el año cumplido ya corren, saltan y hablan.
—Y dicen palabrotas como demonios —añadió Dhun.
—Solo las niñas menores de dos años son incapaces de retener recuerdos. Con cinco empuñan armas letales y con solo diez ya son consideradas adultas en todos los aspectos; físicamente ya han alcanzado la madurez, por lo que se les da su sitio en las falanges y el derecho a ejercer la ciudadanía con plenos poderes.
—Todo esto me parece muy interesante, de verdad, pero no veo adónde quieres llegar —dijo Iviqi.
De nuevo un silencio que se extendió lejos, más allá de la mesa, del jaleo, del puerto, de aquella ciudad.
—Es imposible que lo sepas —dijo Allari—, pero en la confederación Tonxial había una ciudad-estado vecina de Amildis que también cayó durante la guerra. Se llamaba Xediol. Tenía una acrópolis muy hermosa, no demasiado grande, pero bonita y bien provista de templos y espacios públicos. Era una ciudad mucho mejor que cualquier estúpida urbe humana. En uno de los extremos de su ágora, justo enfrente del Altar de la Guerra, se encontraba el templo de Xheiviqihi, la guardiana del fuego de la ciudad. Xheiviqihi significa mariposa, sin embargo, los humanos, ignorantes de su significado y su belleza, pronunciaban ese nombre en sus torpes lenguas como Heiviqi, Heviqi, Ziviji, Tzaiviqi o Iviqi.
Silencio.
—¿Sigues pensando que tienes veinticuatro años?