45
Desde su puesto de guardia junto al acceso de la azotea, Piern no veía nada. Allí, había una vista estupenda del cielo, pero, si lo que se pretendía era saber algo de la ciudad, debía bordear la pared del desván y recorrer los veinte pasos que había hasta llegar a la azotea propiamente dicha; cosa que no iba a hacer porque supondría abandonar el pórtico que guardaba. Sus otros tres compañeros, en cambio, aprovechándose de su mayor antigüedad y mejor relación con el capitán, contemplaban la batalla del puerto asomados desde el pretil.
—¿Qué está pasando ahora? —preguntó Piern.
—La niebla ha ocupado casi todo el puerto. Solo se ven algunos tejados.
—¿Y el dragón?
—El tipo ese sigue subido a su lomo como si fuera un caballo. Es una mala garrapata.
—Me juego veinte cobres a que se suelta.
—Hecho.
—Pues a mí me parece que es una tipa.
—¡Qué va a ser una tipa! ¿Estás tonto? Es un guerrero. Y tiene redaños, además.
—Bueno, no te emociones tanto, que sea quien sea, es un infiel, ¿entendido? Ahora volved a vuestro puesto. Yo me quedaré vigilando aquí. Ya os contaré lo que esté pasando.
Los otros dos dejaron al más veterano asomado al mirador y volvieron junto a Piern. Llegaron con cara de fastidio.
—Delcan, Sfen, venid aquí ahora mismo —ordenó de pronto el más veterano.
Los tres se miraron entre sí, extrañados por ese cambio de parecer. Se encogieron de hombros y acudieron a la llamada. Piern, mientras, tuvo que permanecer en su puesto, de nuevo solo.
—Tú también, Piern —llamó el jefe, al cabo de un instante.
—¿Perdón?
—Sí, ven. Es solo un momento.
—Pero eso sería abandonar mi puesto.
—Que vengas, diablos. Es una orden, maldita sea.
Después de sopesarlo un momento y de cerciorarse de que no había forma posible de que apareciera alguien de improviso, terminó acudiendo. Era una orden, después de todo. Dobló la primera esquina y, con el pecho lleno de expectación, salió a la luz del sol. No llegó a ver el puerto; nunca volvería a contemplarlo. El acero que le atravesó el estómago le impidió pedir ayuda o volver a tomar aire.
Iviqi se aseguró de sujetar al tipo antes de que se derrumbase contra el suelo, tal y como le había indicado Aezhel. Retiró a Destello, que salió con tanta facilidad como había entrado. Se quedó mirando la hoja ensangrentada en lugar de retirar el cadáver, como el mentalista le había insistido que hiciera.
—Toma la túnica de uno de ellos, vamos —dijo Aezhel, reproduciendo todavía la voz del tipo de mayor rango.
Pero ella no reaccionó a aquella siniestra broma. Ni mal ni bien. Tenía la mirada perdida en algún punto de aquellas losetas desgastadas.
—¿Qué ocurre, Iviqi?
—Es el primer tipo que me cargo —dijo ensimismada.
El monje calló, acompañándola en la gravedad del momento.
—¿Ni siquiera en el torneo?
—El torneo no cuenta. Además, ahí solo maté bichos de aquellos.
Aezhel la observó con detenimiento. No dijo nada, pese a la prisa que llevaban.
—Alguna vez tenía que ser, ¿no? —dijo ella.
—Te terminas acostumbrando —contestó él.
—Eso dicen —dijo la joven, buscando una capa que ponerse. Sus sentimientos no era un tema que quisiera tratar en ese momento—. Oye, ¿no se supone que los de la Rosa Negra deben ir vestidos de negro? O, por lo menos, no sé, ¿de rosa?
Escogió la que parecía haber quedado menos manchada de sangre. Era del mismo tono parduzco que las demás y contaba con una amplia capucha. Se la puso, desafiando el calor de aquel mediodía de mayo.
Después de esconder los cadáveres, se dirigieron al pórtico.
—Muy bien, Iviqi —dijo el mentalista, vistiendo también la capa de uno de los guardias muertos—, ahora estate atenta a lo que te digo. No te separes de mí en ningún momento. Ve siempre tapada y no hables. Se supone que no hay ninguna mujer entre los servidores de esta secta. Yo te iré dando indicaciones y tú, por el bien de la misión, debes hacerme caso en todo lo que te diga, ¿de acuerdo?
—Tú mandas.
Aezhel empujó la puerta, que chirrió sobre sus goznes y crujió como si se quejase por estar siendo abierta contra su voluntad. Daba a una habitación oscura y triste, sin muebles, con las ventanas cegadas por ladrillos. Justo en el extremo contrario había otra puerta. Aezhel hizo una seña con la mano para que Iviqi se acercase sin hacer ningún ruido, y luego se quedó quieto junto al nuevo acceso. Al cabo de unos instantes, el mentalista tiró del pomo con tanta delicadeza como pudo, y se coló como un felino por el estrecho hueco que había abierto. Iviqi fue su sombra. Habían alcanzado un rellano del que partía una escalera que se perdía en la profunda oscuridad del caserón. Se quedaron quietos tratando de oír algo, pero fue imposible debido a los ocasionales cañonazos y, sobre todo, a los rugidos del dragón. Aparte de eso, el caserón parecía estar muerto.
Bajaron la escalera sin hacer ruido, con sigilo, hasta llegar a un amplio recibidor que tenía doble salida a una galería que rodeaba un patio. La abertura había sido tapada con un sistema de toldos, por lo que el interior permanecía en penumbras. Aezhel comenzó a caminar e Iviqi le siguió de cerca, tratando de esconder el rostro bajo una capucha que no había sido diseñada para tapar un pelo rizado y rebelde como el suyo. Avanzaron por la galería como dos sombras. Todavía se encontraban tres pisos por encima del nivel de la calle. Accedieron a una estrecha escalera que les llevó al siguiente nivel inferior. Una vez allí, a través del patio, pudieron ver una procesión escalofriante, encabezada por dos pajes que portaban sendos cirios. Pero lo más llamativo era que iban vestidos con los emblemas de Jorel.
«¡¿Qué?!»
—Son los ladrones de la Armadura de la Luz —le informó el mentalista al momento—. Se debieron de disfrazar para llegar a ella. No habrán tenido tiempo de cambiarse.
Ella no consiguió contestarle lo que de verdad quería: «Deja de leerme ya la mente, memo», ya que no terminaba de controlar la comunicación mental. En vez de ello, sufrió un estallido de pensamientos inconexos que se formularon a un mismo tiempo y que el monje debió de oír como una conversación de varias personas que parloteaban simultáneamente.
«Eso tiene sentido. ¡Malditos sean! Qué calor da esta capa. Pero qué listillo eres.»
—Lo siento —dijo Aezhel.
No muy conforme con las disculpas de su acompañante, Iviqi vio que a los dos pajes les seguían ocho sujetos que portaban una caja que, a simple vista, debía de pesar un quintal.
«¡La armadura!»
—Así es —comentó el mentalista.
Justo detrás, cerrando la comitiva, un encapuchado avanzaba sosteniendo un libro voluminoso, recitando lo que allí ponía. Se trataba de una lengua de sonido irregular que la chica no había oído jamás. Iviqi dejó de prestar atención cuando comprobó que se trataba del libro robado de la posada a Daleid. Pero tampoco tuvo demasiado tiempo para pensar en ello cuando reparó en que entre los pliegues de la capucha de aquel hombre se asomaba un mechón de pelo blanco perla.
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Pese a algún pequeño inconveniente en el que Jax se había visto envuelto, la maniobra de eliminación de los seis encapuchados fue un éxito. Uno de ellos consiguió escabullirse lo justo como para dar la voz de alarma, pero nadie acudió a salvarle de las dos espadas de Xada. Eso le dio al grupo vía libre para avanzar por una calle que parecía no tener fin, uno de esos largos corredores tan característicos de Melay. Cuanto más la recorrían, más sospechoso se hacía el silencio que les rodeaba. Sergivs volvió a adelantarse para ver qué había al otro lado de la siguiente esquina.
—Ahí está el callejón —informó el espadachín de vuelta—. A unos pocos pasos tenemos la plazoleta que buscamos. Esta vez son solo cuatro los encapuchados que nos separan de nuestro objetivo.
Aixa asintió al oír eso y, sin esperar a que le dijeran nada más, trabó una flecha en el arco y acudió a la intersección. Jax, algo menos avispado, entendió entonces que su colaboración también era requerida. Se acercó a la arquera y aguardó a lo que ella tuviera que decir. Siempre tenía algo que decir esa enigmática mujer. Fue en ese preciso instante cuando el mercenario recordó lo poco que le agradaba la idea de estar envuelto en una misión suicida a su lado.
—A mi señal dispararás a uno de los que queden en pie —dijo después de haber ojeado el callejón durante un suspiro—. Al más próximo a la esquina, para que no escape. Solo tendrás que hacer un blanco, así que, por favor, apunta bien esta vez.
Sin esperar la respuesta del mercenario, tensó el arco y apuntó hacia la pared. Luego dio un par de pasos laterales a su izquierda, lanzó la flecha y volvió con otros pasos laterales a su derecha. Tomó un nuevo proyectil y repitió la operación con una exactitud mecánica, solo que en esta ocasión, antes de salir, le avisó.
—Ahora.
Cuando Jax se asomó, se encontró a un tipo tirado en el suelo, otro a medio camino y otros dos que no terminaban de saber qué estaba pasando. El mercenario necesitó un par de disparos para derribar a uno de ellos. El último, pese a permanecer suficiente rato en el punto de mira de Aixa, consiguió desaparecer ileso.
—A por él —exclamó la arquera echando a correr.
El mercenario la siguió tan de cerca como pudo, que no fue mucho, dada la agreste velocidad de aquella guerrera. Cuando llegó a su altura, pudo comprobar que, a unos veinte codos de distancia, el fugitivo ya había mordido el polvo.
—No disparé ahí atrás porque dijiste que era tuyo —dijo Jax con la respiración entrecortada—. Además, lo tenías hecho.
—Lo tenía hecho, pero no disparé —le interrumpió ella—. Ya lo sé.
Y, sin siquiera mirarle, fue a comprobar si su pieza seguía con vida. Sergivs, que no se había despegado de ellos en todo el proceso, le puso la mano en el hombro al mercenario.
—Aixa es Aissirem —le informó—. Tiene ciertos niveles de clarividencia que le permiten, entre otras cosas, ver qué va a ocurrir en el futuro más inmediato.
Jax no supo qué contestarle.
—Que si sabe que va a fallar, no deja ir la flecha —completó Xada, hablándole de pasada.
A la estupefacción que sintió al escuchar lo que le decía aquella panda de dementes, se le unió la aversión por aquella altiva amazona que parecía perseguirle con el único propósito de recordarle su inferioridad. El mercenario estaba pensando en lo mucho que detestaba a aquellas dos guerreras cuando reparó en que la mano enguantada del espadachín seguía posada en su hombro. Este la retiró nada más comprobar la incomodidad de Jax, pero, en lugar de mostrar arrepentimiento, desplegó una estupenda sonrisa. Al mercenario le entraron ganas de estrangular a ese fantoche de cejas negras, pero en vez de eso, prefirió salir andando.
—No hay pájaros en el torreón —informó Xada—. La plaza está vacía.
—¿Estás segura? —preguntó Sergivs, ayudándose de un innecesario movimiento circular de las manos.
—Más que eso. Hay un reguero de muertos, y el único árbol está todo chamuscado.
El guerrero acudió a comprobar aquello con sus propios ojos. Al volver parecía desconcertado y pensativo.
—La plaza está vacía —dijo—. Debería de estar a rebosar de soldados.
—Ahora está a rebosar de cadáveres —dijo Xada.
—Aprovechemos para pasar —opinó Jax.
—Claro, como está vacía —comentó Xada ácida.
El mercenario hizo el amago de ignorarla, pero no pudo evitar lanzarle una mirada de soslayo cargada de toda la inquina que consiguió reunir.
—No me fío —dijo Sergivs, ignorante de la tensión entre sus dos compañeros—. Aixa, ¿serías tan amable de venir un momento?
La arquera regresaba de recuperar sus flechas con ese andar felino que no emitía ruido alguno.
—Yo no entraría en esa plaza sin un motivo que me empujara a hacerlo —dijo seria.
—Es la única forma de esquivar la puerta principal —replicó el espadachín—. El grueso de las tropas enemigas luchan allí. No sabemos si hay pactistas y sus rifles.
—Los estaríamos oyendo desde aquí —comentó Xada.
—La muerte habita en esa plaza —contestó la arquera—. Si vamos a ella con una venda en los ojos, solo podremos encontrar muerte.
—¿No puedes ver cuál es el peligro?
—Se me escapa —reconoció ella—. Pero, silencio.
La mujer se quedó paralizada. No miraba hacia ningún sitio. Los demás la imitaron. Jax esperaba encontrar, entre el lejano bombardeo, el aullido del dragón, pero, en lugar de eso, diferenció una especie de eco rítmico.
—¿Qué es? —preguntó el mercenario.
No obtuvo más respuesta que el guante de Sergivs, como si él sí fuera capaz de adivinar qué era lo que resonaba. Avanzó unos cuantos pasos hacia la calle que se cruzaba antes de llegar a la plaza. Se asomó con unos movimientos que, de no ser por la tensión, incluso parecerían cómicos.
—Vienen los primos del pueblo —dijo, volviéndose a toda prisa.
—¿Traen chorizos? —preguntó Xada.
—Y polvorones —contestó Sergivs.
—¿Se puede saber de qué diablos estáis hablando ahora? —preguntó Jax.
—Son como cincuenta —explicó el espadachín.
La amazona reaccionó frunciendo el ceño y poniendo sus dos espadas en guardia.
—¿Cincuenta guerreros? —volvió a preguntar Jax.
—Tenemos que retroceder —dijo Aixa.
—Imposible, nuestro objetivo está en la otra dirección—contestó Sergivs—. Nos cortarían el paso
—Vamos a por ellos —dijo Xada.
—¿Qué? —volvió a preguntar Jax.
—La plaza es demasiado peligrosa —dijo la arquera.
—Nos hemos quedado sin opciones —añadió el espadachín—. Vamos.
Los cuatro guerreros salieron en una más o menos ordenada estampida.
—Separaos tanto como podáis —indicó Aixa cuando cruzaban la esquina—. Ante la duda, buscad refugio tras el árbol.
«Querrá decir bajo el árbol», pensó Jax.
La respuesta llegó de inmediato. Nada más poner un pie en la plaza, comenzó la lluvia de proyectiles. Eran tantos y tan seguidos que las probabilidades de recibir un impacto eran, cuanto menos, muy elevadas. Por suerte, su plan de dividirse confundió a los tiradores.
—¡Ballesteros! —exclamó Sergivs, encogiendo el cuello entre los hombros—. ¡Están en la azotea de enfrente!
Tras unos primeros compases de desconcierto, los cuatro aventureros comenzaron a correr en busca de un lugar donde esconderse. De entrada, no parecían abundar.
—¡Xada, entretén a unos cuantos! —indicó el espadachín.
La amazona aceleró en dirección a la fachada donde se apostaban los tiradores, mientras Sergivs llegaba a la mitad de la plaza, cubriéndose solo con las raquíticas y ennegrecidas ramas que quedaban de lo que una vez debió de haber sido un árbol inmenso. Estas no le tapaban, pero sí que cumplían su función de cubrirle la entrepierna.
—Aixa, atenta a la retaguardia —ordenó Sergivs.
La arquera ya había encontrado un refugio tras una escalera que sobresalía de la fachada.
—¡Jax!
—¿Q… qué?
—Escóndete y usa tu pistola. ¡Ahora!
La mayor parte de los ballesteros seguía descargando su mortal munición, en principio contra Xada. La guerrera supo burlarlos con un hábil —a la par que suicida— zigzag, que la llevó hasta un extremo donde ya no podía ser alcanzada. Entretanto, Jax, en cuclillas, con la espalda tan pegada a la pared como le era posible, esperaba desde el otro lado de la esquina, único lugar que había encontrado seguro. Sabía lo que tenía que hacer. Dejaría pulsado el gatillo y lanzaría una bola que hiciera saltar por los aires aquella azotea. Sin embargo, no sabía si le daría tiempo a apuntar. Y ese no era su único problema; los pasos al fondo de la calle anunciaban que los otros guerreros estarían sobre él muy pronto.
—¡Jax! —gritó el espadachín.
Había algo más que apuro en su voz. Evitaba los proyectiles tanto como podía, pero no parecía que pudiera aguantar mucho tiempo más detrás de aquel árbol. El mercenario tomó una honda bocanada de aire, posó el ojo sobre el minúsculo punto de mira de su arma y se asomó con cuidado a la plaza. Apretó el gatillo y luego fue a apuntar. No sabía a qué temía más, a que le dieran un saetazo o a que pulsara más tiempo de la cuenta y la pistola le estallara en las manos. Cuando soltó el gatillo apareció una bola tremenda, que trazó una diagonal por el aire de aquella plaza surcada por otros muchos proyectiles. En comparación, aquella esfera luminosa era el sol del mediodía y el resto eran mosquitos. Por desgracia, no dio en el blanco, sino a un par de plantas más abajo. Por descontado que la explosión no alcanzó a los tiradores, sin embargo, la sacudida que sufrió el edificio fue tan salvaje que varios de ellos perdieron el equilibrio y terminaron lloviendo sobre el asfalto.
—¡Cuatro menos! —oyó gritar a Aixa.
Jax dejó salir todo el aire de un golpe. Las manos y la frente le sudaban por igual. No tuvo oportunidad de celebrar lo conseguido, porque el escuadrón ya entraba en la calle. El mercenario se puso de pie y les apuntó con la pistola sin necesidad de comprobar quiénes eran. Este gesto fue visto como ridículo por los guerreros, unos tipos pertrechados con alabardas que no dejaron de avanzar. Sus intenciones no parecían benévolas. Jax pulsó el gatillo, contó hasta cinco y dejó ir el disparo contra la multitud. La explosión fue salvaje, tanto como la onda expansiva que le empujó varios pasos hacia atrás.
Cuando el mercenario se levantó ya no estaba en aquella calle, sino en la plaza. Los guerreros a los que había disparado corrían en desbandada sin entender qué les podía haber ocurrido. Pero eso era algo que ya no importaba; de buenas a primeras se encontraba a descubierto, desorientado y desarmado.
«¿Y mi pistola?»
—¡Jax, cúbrete! —chilló Sergivs.
Pero el mercenario no estaba en condiciones de reaccionar. Notó el golpe de un par de proyectiles cerca de los pies, y otro más que le pasó tan próximo a la oreja izquierda que incluso oyó cómo el aire zumbaba tras su estela. Y su arma seguía sin aparecer. En esos momentos de confusión, Aixa encontró un resquicio para derribar a otro de los ballesteros, pero eso seguía estando lejos de resolver sus problemas. Entonces, Sergivs abandonó su escondrijo y salió corriendo a toda velocidad en dirección contraria a Jax, hacia la otra calle que daba a la plaza, el objetivo que perseguían. Los tiradores no dudaron en convertir al espadachín en el blanco que buscaban. Sergivs realizó un par de quiebros que ni por asomo fueron tan ágiles como los de Xada. Era cuestión de tiempo que acertaran en él.
Mientras tanto, en el otro extremo de la plaza, Jax comenzaba a recuperar sus facultades. Ya era consciente del peligro en el que se encontraba, por lo que empezó a moverse tan aprisa como las circunstancias le permitían, lo que tampoco era demasiado. Nuevos saetazos cayeron en sus inmediaciones buscándole, pero él sabía que tenía que encontrar su pistola. De momento, no estaba teniendo suerte.
Sergivs, por su parte, incapacitado para seguir esquivando las saetas, había optado por desenvainar su acero y enfrentarse a sus enemigos. En un alarde de reflejos sin parangón, se quitaba de encima los dardos a espadazo limpio. Su precisión y velocidad de movimientos era asombrosa.
—¡Jax! —volvió a gritar.
La vista del mercenario por fin consiguió distinguir su arma entre los proyectiles y otros objetos que había diseminados por el asfalto. Corrió hacia la pistola y se lanzó a por ella resbalando por el suelo. Solo le restaba ponerse en pie, apuntar y disparar. Apretó el gatillo y contó dos, tres, cuatro, cinco. Pero un flechazo que pretendía clavarse en algún lugar de su pecho, le hizo dar un paso a un lado. Había salvado la vida, pero a cambio había enviado el bolazo de magma demasiado alto. El disparo se iba a perder en las alturas, al menos cuatro codos por encima de los ballesteros. Jax cambió de posición blasfemando. Conocía su pistola, sabía por el sonido que había sido su último disparo. Estaba sin munición.
Mientras el mercenario se maldecía a sí mismo, el bolazo siguió su rumbo y terminó impactando en la chimenea principal del edificio. Esta se derrumbó con gran estrépito junto a una buena parte del tejado, todavía lejos de los tiradores. Sin embargo, aquel estropicio sumado al estallido anterior, terminó de hacer ceder al edificio, cuya planta superior se colapsó llevándose por delante gran parte de la fachada. Ese fue el final de aquel batallón de ballesteros.
Todavía sin creerse lo que acababa de ocurrir, Jax acudió corriendo hacia Sergivs. El espadachín yacía en el suelo, con tres dardos sobresaliendo de su traje de esgrima. No parecía que fuera a incorporarse. El mercenario quiso comprobar si todavía estaba a tiempo de hacer algo por ese personaje que le había salvado la vida con semejante imprudencia y heroicidad. No creía que pudiera curarlo, pero sí reconfortarlo o escuchar sus últimas palabras, lo que fuera. Sin embargo, el espadachín tenía otros planes y se puso en pie por sus propios medios. Sudaba a chorros y apenas tenía control sobre su respiración, pero, por lo demás, se le veía entero y, cosa impensable, sonriente. Jax se quedó atónito, incapaz de creer que ese individuo estuviera allí tan campante, sacudiéndose las ropas como si en lugar de haber recibido tres flechazos espantosos hubiera trastabillado tontamente.
—Por las calumnias que soportó con entereza Bango Yu, ¡no puede ser! —balbuceó Jax—. ¿Qué demonios pasa con esos proyectiles?
La respuesta llegó muy pronto. Uno de ellos seguía clavado en el pecho, pero el otro se cayó solo. El tercero, alojado bajo la axila derecha, se lo quitó él mismo.
—No todos me han alcanzado —contestó Sergivs despreocupado, mostrando un agujero en su ropa, justo por debajo de su axila derecha—. Se ve que he perdido un poco de peso en los últimos tiempos y visto mis prendas con algo de holgura.
—Pero ¿y los otros dos?
Jax se aproximó para inspeccionar el torso del espadachín. Pronto encontró uno de los impactos, justo sobre su vientre. Había golpeado exactamente sobre una de las tachuelas de su traje de esgrima.
—¿Este remache insignificante ha detenido un proyectil del grosor de un dedo que volaba más rápido que una centella? —preguntó el mercenario, más incrédulo con cada palabra que pronunciaba.
—Es una prenda muy resistente como ya no las hay —explicó Sergivs—, hecha a conciencia por los mejores artesanos. Con todo, no ha impedido que la colisión me dañase la piel debajo. Escuece un poco, la verdad.
Jax no fue capaz de procesar esas palabras. Siguió inspeccionando ante la pasividad del espadachín, buscando aquel dardo que seguía allí clavado de forma inverosímil, justo en mitad del pecho. Sin saber cómo todavía se mantenía en pie aquel pobre diablo, el mercenario acercó la mano al proyectil. No se atrevió a tocarlo para no causar un daño mayor. Se acercó un poco más para descubrir que esa saeta no había penetrado ni una pulgada en la piel. De hecho, se encontraba un poco separada de ella; justo el espacio de un colgante que parecía de plata. Representaba el rostro de una mujer de belleza serena; una obra maestra de orfebrería. En su boca sonriente cabía justo el filo mortífero de aquella flecha. Pese al golpe, no tenía ni un miserable arañazo. Jax miró a Sergivs a la cara, boquiabierto.
—Es un amuleto de protección —explicó el duelista, encogiéndose de hombros.
—No puede ser —volvió a balbucear Jax.
—Ya sabes lo que se siente al ser testigo de las hazañas de Sergivs el Inmortal, el tipo con más suerte de todo Umheim —comentó Xada, llegando desde atrás.
—¿Inmortal? —preguntó el mercenario, cada vez más desconcertado.
—Un apelativo cariñoso —contestó el espadachín.
—Uno de ellos —añadió la amazona, con una considerable carga de desprecio en su voz.
—Ya sabes, amigo mercenario. Habladurías.
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Aquellos dientes marrones cada vez se veían más en la torcida sonrisa de triunfo. A Adaveia le recordaron al carey, pero con poco brillo y mucha repugnancia. La dama se llevó una mano a la boca, en una forma instintiva de evitar que el corazón, o tal vez el espíritu, le huyera del cuerpo. El individuo pronunciaba frases cortas, susurros en un idioma de sonido cortante y áspero que ella nunca había oído. Le daba instrucciones que ella no entendía con la punta de su espada. Pero sabía a qué se estaba refiriendo. Quiso impedir su avance, algo imposible cuando lo único que podía hacer era mover la mano sana. Rompió a llorar. El bellaco soltó una carcajada canina y volvió a decir algo, lo que fuera, mientras iba avanzando hacia la joven. Se pasó la lengua por los labios con deleite.
A diferencia de la parálisis que la había dominado en la planta de abajo, en ese momento, Adaveia estaba dispuesta a hacer algo. El problema estaba en aquella amenazante espada que se dirigía hacia ella sin oposición. Le aterraba encontrarse con su filo, ser despedazada como un trozo de ternera. El rufián muy pronto notó este temor y no se detuvo a la hora de tocar con la punta el vientre de la joven. Temblando, y sin apenas convicción, ella trató de apartar el arma. Solo tenía un brazo, el izquierdo, disponible. El otro, lastrado por innumerables dolores y aguijonazos desde el hombro hasta la punta de los dedos, permanecía quieto junto al cuerpo.
Aquel tipo fue ascendiendo con la espada desde el vientre al pecho de la dama. Apretando lo justo para que ella pudiera sentir el filo sin llegar a rasgarle la ropa. Ella contuvo la respiración. Él reía y babeaba. Adaveia sintió el tacto gélido del acero en el cuello desnudo y se quedó más rígida todavía. Quiso rogar que no le hiciera daño, pero el hilo de voz que le salió era tan ínfimo que quedó apagado bajo la risa y la respiración entrecortada de aquel sujeto. No había habido pelea y ella ya se había rendido. Seguro de ello, el asaltante dio un paso al frente y la agarró por la nuca. Acercó su cara sudorosa y mal afeitada a la de ella, buscando los jóvenes labios de la joven. Adaveia logró evitarlo, pero tuvo que dejar que ese hombre le lamiera la cara con ansia. La mano le apretó la nuca con mayor violencia, y él se acercó todavía más; su lengua viscosa se entretuvo con los labios sonrosados de la joven, buscando penetrar en la más que cerrada boca. Su respiración, entrecortada y tórrida contra las mejillas, la asqueaba.
Con un movimiento enérgico, el granuja soltó a la muchacha y se separó de ella. Farfulló algo ininteligible para a continuación golpearla con el revés de la mano que no sostenía la espada. La dama, no preparada para algo similar, sintió el porrazo como si le hubiera arreado con una maza. Perdió la visión y el equilibrio, y no pudo evitar desmoronarse. El aterrizaje sobre el costado derecho fue incluso más doloro que el propio golpe. Un oído le pitaba, los ojos estaban cegados por manchas fosforescentes, había perdido la sensibilidad en ambas mejillas —cada una por un motivo distinto— y su brazo diestro era una tormenta de penetrantes punzadas. Ella trató de sobreponerse, pero se detuvo al sentir de nuevo el acero contra el cuello.
Abrió un ojo y vio a aquel individuo agachándose y aproximándose. Le decía algo sucio que no tenía idioma. Ella se rindió. Opuso una débil resistencia, pero terminó permitiendo que aquel bellaco le levantara las faldas y tirase de ella hacia abajo por la cadera. Él se situó entre sus piernas y no fue hasta entonces que envainó el arma. Con una sonrisa impaciente y ansiosa, comenzó a deshacer el nudo que le sujetaba los pantalones. Entonces se abrió la puerta a su espalda, con un sonido que se oyó como si procediera de otro mundo.
El asaltante se volvió a una velocidad frenética, y encontró a un guerrero bajo el umbral. Adaveia creyó reconocer esa cara, aunque su vista se encontraba severamente disminuida. De súbito, experimentó alivio y vergüenza, dos sensaciones que la hicieron luchar por levantarse. No obstante, lo que de verdad la empujó a ponerse de pie fue el recuerdo que su mente rescató de su memoria: el recién llegado no era otro que el mercenario tuerto con la cara surcada de cicatrices. Ya no estaba encerrada en una habitación minúscula con un violador y asesino en potencia, sino con dos.
Fuera de las tribulaciones que sufría Adaveia, el asaltante original se había lanzado a por el nuevo, tratando de desenvainar su espada sin éxito. El tuerto, haciendo gala de unos reflejos impropios para alguien de su edad, al menos de la que aparentaba, consiguió deshacerse del ataque de su adversario con un par de movimientos medidos de sus manos desnudas. El primer bellaco golpeó con la espalda una estantería y luego, todavía agarrado por la presa de su rival, fue impulsado hacia la de enfrente. Fueron tan contundentes los topetazos que uno y otro muebles cayeron hacia delante, sepultando de libros y estantes a ambos adversarios.
Adaveia, que se había salvado de aquel pequeño gran estropicio por unas pocas pulgadas, no necesitó ninguna nueva señal para saber lo que tenía que hacer. Con la resolución que le había faltado hasta ese momento, con un solo brazo, se agarró al marco, aupó un pie, luego el otro, y con los ojos cerrados, saltó al vacío.