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Desde que, a duras penas, consiguieran abandonar aquel almacén, el número de espectros parecía remitir por primera vez. No ocurría lo mismo con el temporal; los rayos arreciaban, el viento se hacía más y más insoportable e incluso la lluvia empezaba a venir acompañada de un doloroso granizo. Haslor y sus secuaces buscaron sin descanso un lugar donde refugiarse, pero no llegaron a encontrarlo. Estaban agotados. No habían parado de correr y luchar desde que el portón se viniera abajo y los fantasmas entraran a por ellos. Por suerte, todo lo que esos seres tenían de persistentes, les faltaba de veloces. De cualquier forma, su situación en las calles del puerto no era mucho más agradable. Seguían teniendo la necesidad de encontrar un lugar donde protegerse de aquella hecatombe, pero, o se daban con las murallas, o con puertas cerradas, o con guerreros parapetados que no aceptaban visitas.

De pronto, cuando la tempestad parecía haber alcanzado su zénit, los espectros dejaron de luchar contra lo que se moviera y comenzaron a marchar ciudad adentro.

—¡Mi señor! —exclamó Otuo, apuntando hacia el caserío en la montaña.

Los rayos de la tormenta se concentraban en un mismo lugar. Había algo que los estaba atrayendo, pero que, por la distancia, no acertaban a ver. Fuera lo que fuese, se encontraba justo debajo del inquietante ojo de la tempestad, el disco sobre el que giraban las nubes. Un potente haz de luz se colaba por allí entre el gris plomizo predominante en el cielo. Sobre todo aquel apocalipsis, una atroz carcajada se imponía; atravesaba el viento, la piedra, la carne y los huesos. Haslor y compañía supieron entonces hacia dónde debían de estar dirigiéndose los espectros. Era un dato que tampoco reconfortaba al heredero del marquesado.

Parapetado en un exíguo portal, abrazado a sí mismo, con la cabeza apoyada contra un muro de ladrillo, el noble se enfrentaba al desafío de mantenerse en pie. Era, al mismo tiempo, la tarea más simple y más complicada que había tenido que acometer en mucho tiempo. No sabía qué pensar al respecto, pero su resentimiento era profundo y punzante. Mientras farfullaba algunas blasfemias, de las antiguas y de las nuevas, el aristócrata tuvo que pegarse todavía más a la pared cuando vio, de entre los almacenes, surgir un tornado que devastaba todo a su paso. No iba en su dirección, de hecho, se alejaba de ellos con destino al mar, pero para alguien que no contaba con ningún lugar donde refugiarse, se trataba de un espectáculo escalofriante. A lo lejos, varias formas oscuras, que el aristócrata reconoció como espectros, corrieron hacia la procedencia del remolino. Pronto, un grueso rayo fulminó a varios de ellos. Y luego otro hizo lo mismo con los que quedaban. Haslor se quedó petrificado al descubrir que las descargas no procedían de las nubes, como debería ser, sino de un punto impreciso también en las alturas, pero mucho más bajo. Sus pensamientos no consiguieron darle explicación a lo que veían sus ojos: una forma acorazada que, por algún insólito motivo, tenía la capacidad de flotar. Si esa cosa estaba detrás de aquella tempestad, el noble lo desconocía, aunque una extraña lógica en su cabeza le indicaba que así era. Entretanto, los espectros acudían a ella para luego ser barridos por un rayo o bien una suerte de impulso energético que surgía con violencia de ese ser.

Demasiado preocupado por sus propias dolencias y pesares, Haslor no logró controlar el arranque de pánico de Otuo. Ver a ese monstruo aniquilando todo lo que tuviera por delante, fue demasiado para un soldado que salía de su pueblo por primera vez en su vida. El grandullón corrió despavorido con las pocas energías que le restaban. Esto atrajo la atención del monstruo que, emitiendo una de sus espeluznantes carcajadas, descargó un rayo mortífero sobre el soldado. Ese debió ser el fin de aquel pobre desdichado, pero el heredero del marquesado no hizo ni el amago de acudir a verificarlo. Su inmovilidad no evitó que la monstruosa criatura se interesase por ellos. Sin dejar de reír, descendió en su vuelo para acercarse. En ese momento, Reshef había dejado de ser un ser humano para convertirse en un desperfecto más en la superficie de la pared. Incluso parecía que ya ni respiraba. Solo miraba a esa criatura acorazada y voladora que iba irremisiblemente a por ellos.

Haslor supo que iba a morir en ese instante, de modo que hizo lo único que alguien como él podría hacer: sacó la espada. Su postura y su semblante eran incapaces de despertar nada diferente de la pena. Esto excitó a la criatura, y le hizo lanzar la mayor de las risotadas hasta el momento, que a esa distancia sonó como una concatenación insoportable de chirridos. El noble quiso llorar. Intentó un ataque, pero su espada salió rebotada al estrellarse contra lo que parecía un campo de fuerza invisible que recubría la imponente coraza de su adversario.

El monstruo entonces tendió uno de aquellos titánicos brazos y asió al aristócrata por la cabellera. Haslor chilló, primero por el dolor, pero luego por la impresión de sentirse levitar. No satisfecho con levantarlo a pulso, el ser se lo llevó consigo a las alturas. El hijo del marqués ya no sabía qué era peor, el dolor, la posible caída, el ser azotado sin compasión por la lluvia y el viento, o las contundentes carcajadas de ese demonio, que le achicharraban los tímpanos. Aunque hubiera encontrado las palabras, no hubiera podido concentrar el suficiente aire para pronunciarlas. Ni siquiera el tic de su ojo tenía fuerzas para latir.

—¡Jorel! —llamó un vozarrón desde algún punto más abajo.

Era el Shalthei, el aprendiz de la odiosa y arrogante guerrera que con tanto desprecio le había tratado. Se encontraba encaramado a un tejado, no tan lejos como Haslor hubiera supuesto. Sus ropas estaban sucias, raídas y quemadas; su rostro, magullado. Donde se alcanzaba a ver entre el agua que le caía encima, tenía rastros de heridas, pero también una determinación férrea en el rostro. Su espada, tanto o más larga que el mandoble de Haslor, estaba desenvainada y dispuesta para el combate. Un soplo de esperanza alcanzó al hijo del marqués.

—¡Jorel! —volvió a gritar el Shalthei.

«Entonces, ¿lo que hay dentro de esta cosa es el papanatas de Jorel? Pero ¿qué diantre está pasando aquí? ¿Es que nunca se van a terminar las sorpresas en esta pesadilla?»

—¿No has tenido suficiente? —bramó el monstruo.

—La Armadura del Alba me corresponde en justicia. La conseguí de buena lid en vuestro torneo. Soy el dueño de la Armadura.

De nuevo se oyeron las carcajadas, retumbando como un campanario que alerta de un peligro. Haslor ya no sentía el cuero cabelludo, ni los oídos, ni los dientes, ni los ojos.

—Vas a tener que quitármela, Daleid, vencedor del torneo —tronó Jorel—. Ven a por ella, dueño de la armadura.

Y volvió a reír. Y justo después, sin previo aviso, el vacío. Haslor nunca supo si ese monstruo le soltó adrede, porque se había aburrido de él, o sin querer, en un descuido al hablar con Daleid, pero el joven noble voló por los aires sin lugar donde agarrarse. Sus pies encontraron suelo o, al menos, una superficie sólida, no mucho más abajo, en el tejado derrumbado de un templo. Al parecer, la cubierta había cedido bajo la fuerza del dragón, un rayo, el viento o aquel maníaco acorazado, dejando al descubierto un falso techo que le salvó la vida. Haslor se puso en pie tan pronto como pudo. Se había herido en las rodillas y tenía las palmas de las manos en carne viva, pero a fin de cuentas estaba vivo.

Entretanto, Jorel reaccionó a las peticiones de Daleid de la única forma que se había demostrado capaz hasta el momento: a carcajadas. Extendió los brazos cuan largos eran a uno y otro costado, formando una cruz. A continuación, llevó ambas manos hacia delante hasta unirlas, en una posición semejante a la de la oración, y luego las levantó con fuerza. La tierra bajo él contestó con un temblor y un rugido salidos de lo más profundo. Todas las edificaciones de Melay sufrieron la brutal sacudida, pero fue justo la porción de terreno que había entre Jorel y Daleid la que se llevó la peor parte.

Surgida de las entrañas de la tierra, una masa ingente de roca se alzó, arrasando sin distinción tanto las calles como las casas que pudiera haber encima. Muy pronto se mostró como un volcán recién nacido. La lava candente rebosaba en todas direcciones, iluminando de la forma más inquietante posible aquel día ensombrecido por el huracán. Haslor se agarró a una viga desprendida, convencido de que el edificio en el que estaba también acabaría sucumbiendo. Pero aguantó.

Las risotadas de Jorel subían y subían sin control, al igual que el humo de aquella monstruosa creación.

—¡Jorel, es tu última oportunidad! —gritó Daleid.

—No, querido Shalthei, esto no es más que el principio. Mi imperio no ha hecho más que comenzar. Imagina qué podré hacer cuando mi dominio de la Armadura Sagrada sea absoluto. Seré adorado como un dios. El único dios que queda en Umheim. Arrodíllate ahora que puedes. Humíllate ante mí, Shalthei.

—¡Jorel! —clamó Daleid.

Pero el monstruo no le hizo caso y fue a por él, volando despacio, con la seguridad de que nada ni nadie podría detenerle. El guerrero se aferró a su espada y aguardó el momento en el que tendría que enfrentarse a semejante contrincante. Fue entonces y no antes, mientras Jorel sobrevolaba el volcán que acababa de levantarse según su propia voluntad, cuando los delicados pedazos de la Armadura de la Luz se desligaron del resto. La coraza negra también volvió a ser visible, desnuda de su luz, su gracilidad, su omnímodo poder y su capacidad de volar. Enfundado en aquel tosco armatoste, Jorel cayó a plomo, su risa convertida en un aullido de frustración, luego de espanto y, finalmente, cuando entró en contacto con el magma, de dolor y agonía.