38
La luz llegaba tan tenue que no era capaz de atravesarle los párpados. Los sonidos eran meros murmullos, filtrados por una tela que mantenía aislada su cama del resto de la habitación. Aezhel se dio cuenta de que no sabía ni dónde se encontraba, ni cómo había llegado hasta allí. En vez de sobresaltarse, mantuvo la calma, una de las primeras cosas que debía hacer un buen mentalista. Aunque era posible que aquella reacción viniera porque no le quedaban en el cuerpo suficientes fuerzas para permitirse otra. Incluso abrir los ojos le representaba un desafío.
Inspeccionó los alrededores confuso, febril. No consiguió demasiada información, aparte del hecho de que estaba tumbado y cubierto con unas mantas que le pesaban como si fueran de bronce. Más allá de las sábanas que servían de paredes a uno y otro lado de la cama, parecía haber la misma quietud que encontraba de este lado. Decidió acallar sus sentidos y expandir sus pensamientos para encontrar respuestas. Encontró el Ojo debilitado, lejano, pero entero.
Su mente estaba lenta, burda, falta de reflejos y demasiado dispuesta a dejarse enmarañar con cualquier cosa. Poco a poco, con mucha paciencia, Aezhel encontró una sensación entre las costillas, débil pero creciente, que identificó como rechazo. Se limitó a observarla hasta que al rato la vio desaparecer. Aprovechó la serenidad recién adquirida para situarse en el Ojo Interior. Solo así pudo atravesar sus fronteras físicas y proyectarse alrededor. Comprendió que se encontraba en una habitación amplia, bastante más larga que ancha. Las ventanas estaban cerradas a la luz, el viento y la lluvia del exterior, por lo que la iluminación procedía de un único candil, sostenido por una mano femenina.
Aezhel descubrió que, a su lado, tras la tela, se encontraba un hombre tendido en una cama, como él; su actividad cerebral era leve y anárquica, propia de quien duerme. Avanzó con lentitud y, a unos pocos codos de distancia, dio con un mismo caso, casi calcado. Se detuvo a investigar con mucho trabajo, tratando de evitar que le desconcentrase la punzada de dolor que le invadía de vez en cuando. Calculó que en aquella habitación había ocho hombres y una mujer que dormían como él, o como debería estar haciendo él. Había otras dos mujeres más, despiertas, que recorrían sin hacer ruido el espacio que quedaba entre los pies de las camas y la pared. Cuidadoras.
Entonces comenzaron a llegarle los recuerdos, borrosos primero, algo más claros después. Fue recreando, con dificultad, los pormenores de su breve y vibrante pelea contra el dragón. Le había detectado en mitad de aquella tormenta, no sabía cómo. Tal vez por casualidad. Había estado a punto de ser devorado primero, aplastado después y achicharrado para finalizar. Había conseguido huir de puro milagro. Creyó recordar que algo se había entrometido, pero sus recuerdos más nítidos llegaban hasta ahí. A partir de ese punto, todo se volvía borroso.
Soltando un casi inaudible quejido, Aezhel repasó las partes del cuerpo en las que recordaba haber sufrido algún porrazo. Ya parecían no existir. Envió una orden de movimiento a sus brazos y piernas, pero bajo tanta ropa de cama no supo si le obedecieron o no. Abrió una mínima rendija en la boca por la que dejó salir un aire cálido. Dudó si rendirse y dejarse llevar por aquel cansancio insoportable, como su propio organismo le rogaba.
La proximidad de una de las cuidadoras llamó entonces su atención. Concentró sus tenues energías y, con gran esfuerzo, logró penetrar en aquella mente tierna. Se trataba de una niña de apenas once años. Era la ayudante de su tía, allí presente, de quien aprendía el arte de atender y sanar a los enfermos. Sujetaba con ambas manos una escudilla en la que bailaba un palmo de agua fresca. Pasó de largo, afanada en no dejar caer ni una gota, y abandonó la estancia. El mentalista la perdió, pero al poco rato ella regresó, y él reconectó de inmediato. La chica traía esta vez las manos libres y el paso decidido, repitiendo para sí alguna instrucción recibida por su mentora. La joven enfermera iba tan absorta en sus quehaceres y, a la vez, tan segura de lo que se iba a encontrar en la habitación, que Aezhel previó su sorpresa cuando se encontrase con sus ojos abiertos.
La niña se tapó la boca y retrocedió hasta chocar con la pared. Su tía no tardó en aparecer, reprendiéndola con la mirada. La chica respondió señalando al mentalista con la mano que no le cubría la cara. La mujer miró en esa dirección, controlando con empaque el grito de asombro que pareció querer escapársele cuando encontró aquellos iris violetas fijos en ella. Se acercó a la cama de inmediato, inclinándose hacia el monje. Este sintió entonces el contacto de la mujer y descubrió que, al menos, seguía conservando el brazo izquierdo. Quiso preguntarle dónde se encontraba, sin recordar que no tenía forma de entender su remoto idioma.
—Chsssssst, no te esfuerces —le susurró—. Todo está bien. Estás a salvo.
Aferrándose a las templadas palabras de esa desconocida, Aezhel fue dejándose vencer por el cansancio y el sueño.
Fue un despertar abrupto. La realidad que creía estar viviendo se desvaneció en cuanto tuvo conciencia de que lo que había más allá de sus párpados no era una mazmorra. Todo había sido un sueño. Pero le tocaba interpretar qué era aquello que le mostraban sus sentidos, qué eran esa cama, esas sábanas, esa luz tenue. Jax sacó las manos del interior del amasijo de mantas que le cubrían y se las puso sobre la cara. Salvo la herida de la frente, que ahí seguía, molestándole, no notó ningún otro daño físico. Por dentro, la cabeza le funcionaba despacio, como lastrada por un sobrepeso que no recordaba haber adquirido. Los ojos aún no le respondían con la nitidez habitual y el resto del cuerpo seguía esa tendencia a la parsimonia, pero no había heridas que lamentar. Esto, lejos de alegrarle, le desorientó aún más. Soltó un quejido instintivo, que, si bien no retumbó tanto entre las paredes de la habitación, sí lo hizo entre las paredes de su calavera.
—Tranquilo —le dijo una voz surgida de algún lugar desconocido.
Fue en ese momento cuando descubrió que había vuelto a cerrar los ojos. Al abrirlos, se encontró cara a cara con la enfermera. Si hubiera conservado suficiente energía, se habría sobresaltado.
—Estás a salvo, a salvo —siguió calmándolo la mujer.
El mercenario sintió una oleada de vértigo y escalofríos. La mujer le ofreció agua.
—Poco a poco —le recomendó la mujer—. Eso es, mucho mejor.
—¿Estoy muerto? —preguntó tartamudeando.
—Nunca nadie me había llamado ángel de esa manera.
Fue una respuesta demasiado complicada para un estado tan lamentable como el de Jax.
—Solo estás un poco cansado —añadió ella con voz suave—. Ahora estás a salvo. Descansa.
—¿Dónde estoy?
—En los aposentos de invitados del palacio de Jorel Scylianne. Ha pasado un día y medio desde que finalizó el torneo.
El mercenario trató de calcular el significado de la información que acababa de recibir, pero, a poco que profundizó en sus cábalas, volvió a quedarse dormido.
—Calma, calma.
Las manos de aquella extraña no solo eran incapaces de apaciguarle, sino que conseguían el efecto contrario. Haslor luchaba con unas fuerzas que se le iban despertando a andanadas, surgidas de una concatenación de desconocimiento, desconfianza, ira, temor. Acertó a sacar uno de los brazos del embozo, usándolo para deshacerse de aquella mujer a la que no conocía de nada, y cuya razón para estar allí, ignoraba. Aún más, tampoco sabía dónde era allí. Sus últimos recuerdos procedían del interior de la sala final de la mazmorra, de la cima del promontorio custodiado por el dragón. Todo era un manto de negrura y sueños absurdos desde entonces.
—Relájate —decía la mujer mientras trataba de contenerle con gran esfuerzo—. Estás a salvo.
—¡No!
Continuó forcejeando con un solo brazo, primero, y con el otro después, nada más consiguió liberarlo. Viendo que estaba fuera de control, la mujer salió huyendo tan rápido como le permitieron las piernas. Haslor sabía que no tardaría en volver con refuerzos. Observó con extrañeza que la cama estaba rodeada de unas siniestras telas blancas que le impedían ver qué ocurría a su alrededor. No quiso saber más. Hizo acopio de fuerzas para sacarse de encima aquellas mantas y, cuando por fin lo consiguió, llevó las piernas afuera. Al incorporarse, notó que el mundo daba un vuelco. Se sujetó a las sábanas con ambas manos, apretó los ojos y aguantó muy quieto a que la marejada pasase. Sentía cómo la cabeza quería estallarle en mil pedazos. Intentó ignorar los mareos, consciente de que tenía que aprovechar la oportunidad para escapar de allí. Posó decidido los pies en el frío suelo, pero, cuando quiso apoyar su peso en ellos, se derrumbó como un castillo de arena. Las contracciones del estómago le obligaron a abrir la boca y, de no ser porque llevaba desde no sabía cuánto sin probar bocado, hubiera vomitado algo más que aquel hilillo de bilis.
Aquella horrible mujer regresó con dos mozos que no tardaron en lanzarse sobre él. El joven noble trató de quitárselos de encima con sus exiguas energías, dando manotazos sin sentido, increpándoles, amenazándoles. Lo agarraron con firmeza y lo devolvieron a aquella cama que él repudiaba. La mujer le sujetó los pies mientras uno de los hombres entremetía de nuevo las mantas. Con ello, resucitó el recuerdo de aquel momento en que se dirigía hacia el cetro y la Zorra le frenó aferrándose a sus piernas. Esa imagen le llenó de impotencia y resquemor.
—¡No, no, dejadme, miserables!
Los mozos y la enfermera tuvieron que emplearse a fondo para detener sus acometidas. Entonces, llegó una anciana pidiendo paso. Le acercó una botellita diminuta a la boca. Haslor la rechazó apartando la cara, pero la vieja le sujetó por los carrillos y le introdujo el borde del frasco entre los labios. El heredero del marquesado sintió un líquido templado escurriéndose por entre los huecos que sus dientes, que no podían tapar, hasta inundarle la boca. Quiso escupirlo, pero la anciana se lo impedía tapándole la boca con la palma de la mano. Siguió luchando como una bestia recién enjaulada hasta que su oposición se fue apagando con la paulatina caída de sus narcotizados párpados.