49
Cuando salieron a la calle llovía a mares. Eso no era nada, después de haber estado sobreviviendo a continuos intentos de asesinato desde primera hora del día, pero tenía un efecto melancólico que perturbaba el ánimo de Jax. Por fortuna, Xada, que se apoyaba en él con el brazo sobre sus hombros, había cesado las hostilidades. Más o menos.
—No te emociones por tener tan cerca a una mujer de verdad, soldadito.
—No sé si podré contenerme.
De súbito, surgido de entre la manta de agua que caía, apareció el halcón de Sergivs. El espadachín lo recibió levantando el puño. Trató de protegerlo de la lluvia con la otra mano y, al ver que eso no resultaba demasiado efectivo, se parapetó en un portal cercano.
—¿Qué noticias traes? —gritó Xada, para hacerse oír bajo la tempestad.
—Es Daleid —respondió Sergivs, sosteniendo un pequeño trozo de papel—. Tiene algo. Me reclama con urgencia en el palacio de Jorel. No está lejos.
—¿En el palacio de Jorel? —preguntó Aixa, intrigada y con una expresión de asombro, como si se hubiera confirmado una sospecha que llevara rondándola desde hacía un tiempo.
—Maldita sea, id sin mí —dijo la amazona.
Jax miró a Sergivs, que pareció leer en su cara la disyuntiva que se planteaba en su interior.
—Yo me quedo contigo —dijo el mercenario.
—De eso ni hablar —replicó Xada, soltándose de él—. No pienso ser ningún estorbo.
—Daleid me advierte que se avecina un gran enfrentamiento: la apoteosis, según sus propias palabras —informó Sergivs—. No tenemos tiempo para discutir.
—¡Con más motivo! —exclamó la guerrera, aguantando el dolor que le ocasionaba apoyar el pie en el suelo.
—Deberíais buscar refugio —recomendó Sergivs, mirando a Jax—. Y si es en la parte alta de la ciudad y bajo tierra, mejor.
El mercenario asintió. Acto seguido, el espadachín y la arquera se adentraron en la cortina de lluvia. En un santiamén habían desaparecido.
—No seas estúpido, mercenario. Ellos te necesitan y a mí no me haces falta para nada —dijo Xada.
—Ya lo sé. Pero, de todas formas, he agotado la carga de magma de mi pistola.
—Se me olvidaba lo poca cosa que eres sin tu juguetito.
—Solo hasta que lo vuelva a cargar —replicó Jax, armándose de paciencia—. Eso me convierte en el mejor bastón que puedas tener.
—Y también en el guerrero más inservible que se recuerda.
El mercenario se separó de ella lo justo para que ambos se vieran las caras. Así mojados, apenas conseguía distinguirse el enojo en Jax y la mofa en Xada.
—Está bien, mercenario, te estaré muy agradecida cuando hayamos encontrado un buen refugio.
—Y yo te lo estaré a ti cuando hayas cerrado el pico.
Sobre el hombro de aquel proscrito, cargada como un vulgar saco de garbanzos y en una posición por completo inapropiada para una señorita de su rango, Adaveia luchaba por salvarse. Gritaba y pataleaba con todas sus energías. Sin embargo, la mano que le apretaba el antebrazo sano era fuerte como un cepo. Lo mismo ocurría con el otro brazo que le sujetaba las piernas y minimizaba el efecto de sus patadas.
El mercenario tuerto la sacó en volandas de aquella azotea lo que, al fin y al cabo, con la tempestad que estaba azotando la ciudad, era de agradecer. No obstante, la dama no se podía permitir estar satisfecha con el desarrollo de los acontecimientos. La estaban transportando en contra de su voluntad por el interior de aquella casa. Tampoco recibía ninguna respuesta a sus alaridos por parte de su captor; si acaso algún nuevo apretón de esas manos que se cerraban sobre ella como garras.
Sabía lo que iba a ocurrir. Una vez que ese individuo infame se había desecho de su competidor, iba a consumar lo que aquel no había podido. Se la iba a llevar a alguno de los aposentos de esa casa anónima, preferiblemente a alguno con una cama. No dejaría que nada le detuviese; mataría a los dueños o a cualquier pobre diablo que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. La tumbaría, la despojaría de sus ropas y la tomaría con crueldad. Con un poco de suerte eso sería todo, pero ella sabía que aquel bellaco no se conformaría solo con el placer carnal; sin duda ese tuerto era uno de esos proscritos que necesitaban ver correr la sangre para satisfacer sus malvados instintos. Con la imagen fresca en la mente de su cuello rebanado entre las sábanas, la dama se retorció y peleó con renovados bríos. Tampoco logró nada.
Desde su desventajoso punto de vista, la joven fue viendo los lugares por los que iban pasando. Muy pronto comenzaron a bajar una escalera.
«Vamos directos a los dormitorios», pensó.
Pero no se detuvieron en la planta, sino que siguieron descendiendo hacia lo que, suponía, era el nivel de la calle.
«A lo mejor tiene algún tipo de gusto extraño y prefiere otro lugar.»
Siguieron avanzando por la casa, en una dirección sin definir. Era como si no se conformase con lo que veía, o como si estuviera buscando algo.
«Una cama, o un sofá, o una mesa, tal vez.»
Ella oyó cómo su captor trasteaba en algunos muebles. Por el sonido parecía que abriera y cerrara cajones, hasta que, una vez más, volvieron a ponerse en marcha. Con tanta vuelta, la dama ya había perdido la orientación varias veces. Por eso se sorprendió al notar que descendían de nuevo. Iban por una escalera mucho más estrecha que las anteriores, iluminada por una vela que ese condenado tuerto debía portar en las manos.
«Ya está; me lleva a la bodega donde se va a segurar de que nadie nos oiga. Me va a matar y va a abandonar mi cuerpo mancillado allí mismo.»
En un claustrofóbico cubículo, limpio pese al persistente olor a humedad, ese infame rufián la dejó por fin en el suelo. La joven, extrañada por verse sostenida por sus propios pies, cerró un puño y se preparó para descargarlo sobre su agresor en cuanto este diera un paso en su dirección. Sin embargo, ese momento no llegó. A la luz del candil que el tipo estaba depositando sobre una estantería, Adaveia pudo observar una vez más esas horribles cicatrices, todavía peores bajo el juego de luces y sombras de la vela. La dama no pudo evitar retroceder los dos exiguos pasos que le permitía el reducido espacio de la bodega.
—Quieta —dijo él con una voz rugosa y torcida.
—¿Para qué? —replicó ella, con la emoción subiéndole de la garganta—. ¿Para que vengas luego a acabar conmigo?
Ante su asombro, y no poca indignación, él se dio la vuelta y desapareció escaleras arriba. Había dejado el candil atrás. La joven empezaba a preguntarse si eso no sería una muestra de que tal vez pudiera salvarse de lo peor, cuando, de súbito, oyó una puerta cerrarse.
«Me ha dejado aquí encerrada. Solo me está reservando para otro momento. Estoy perdida.»
Adaveia pasó por distintos grados de desesperación antes de decidirse a actuar. Todavía con las piernas doloridas, subió aquellos irregulares peldaños hasta la puerta. Como imaginaba, estaba cerrada. Sopesó la posibilidad de aporrearla, no con intención de derribarla, sino para la llamar la atención de alguien que pudiera socorrerla. Pero pronto recordó que en esa ciudad inhóspita, nadie iba a ayudarla; menos aún con todo lo que estaba ocurriendo.
«Además, ese tuerto horroroso no permitirá que nadie le impida tomarme. Matará a quien tenga que matar para ello.»
No, tendría que salir de allí por sus propios medios. Sufriendo nuevos dolores, la joven volvió a bajar a aquella bodega en busca de algo que pudiera servirle para abrir la puerta. Rebuscó por entre las cajas sin saber qué era lo que quería encontrar, y en el momento de tenerlo en sus manos, cómo usarlo. Chilló y dio un lacerante brinco cuando descubrió una cucaracha corriendo por el filo de un tonel. Se tapó la boca por instinto, sin saber muy bien qué más hacer. Allí de pie, empapada, Adaveia rompió a llorar una vez más.
Entonces, con un crujido, la puerta anunció el regreso de su captor.
—Por favor, te lo suplico —rogó ella—. No me hagas daño. Haré lo que me pidas, pero no me hagas daño.
El tuerto, que traía consigo una bolsa de tela abultada y una jarra de barro, se la quedó mirando con esa expresión de canalla sin corazón.
—No quiero morir —siguió implorando ella.
Él no abrió la boca. Se limitó a dejar la jarra sobre un tonel y a tirarle a los pies la bolsa de tela. En ella asomaba ropa seca y, al parecer, limpia. La jarra contenía agua. Confundida, Adaveia no sabía hacia dónde mirar.
—Sécate —dijo el individuo.
Acto seguido, ante el asombro de la joven, llenó de agua un vaso que llevaba en una mano y que ella había pasado por alto hasta entonces. Se lo ofreció con un brazo musculoso, velludo y cosido de venas. Ella lo miró, más que con curiosidad, con estupefacción.
—No te voy a matar —dijo él—. Ahora, bebe.
La dama tomó el vaso y dio un ligerísimo trago. Luego, al recordar que en realidad se moría de sed, lo apuró de un trago. Se quedó quieta sin saber qué más hacer.
—Sécate —indicó él.
Ella, sintiéndose estúpida, terminó reaccionando. Tomó aquellas sábanas limpias y se las pasó por el cabello, la cara y los brazos. Eran de tacto suave y olían a espliego. Una vez que terminó las dobló y las devolvió a la bolsa. De nuevo, se quedó sin saber qué más hacer.
—Descúbrete —añadió él.
«Ahí está —pensó ella, convencida—. Me ha estado tratando bien para que baje la guardia y ahora hacer conmigo lo que le plazca. Su crueldad no tiene límites.»
Adaveia se cubrió con el brazo bueno y miró al suelo como respuesta.
—Quiero ver la herida de ese hombro —volvió a decir el rufián.
—Mentira.
—Noto la inflamación desde aquí. Si no la tratamos pronto, te va a dar muchos problemas.
Anonadada, la joven se quedó, de nuevo, sin recursos. No supo qué responderle y tampoco supo cómo reaccionar cuando él se acercó y la fue despojando, con mucho cuidado, de la chaqueta. El dolor que sufrió para librarse de esa prenda le recordó el estado calamitoso, no solo de su hombro, sino de todo el brazo. Cuando quedó al descubierto, la extremidad estaba hinchada y roja. El tuerto se acercó con calma. Su ojo sano pareció centrarse en la zona dañada, sin ni siquiera un intento de desviarse hacia otras partes de la anatomía de la joven, que habían quedado, no desnudas, pero sí más expuestas.
—¿Qué haces? —le preguntó Adaveia cuando vio que unía ambas manos como si estuviera rezando.
—Esto va a dolerte —respondió él sin mirarla.
Cuando le tocó el hombro fue como si estuviera siendo marcada con un hierro candente. Adaveia soltó un alarido provocado tanto por el dolor como por el sobresalto. Tras unos instantes de suplicio, él retiró la mano. Para mayor perplejidad de la dama, la punzada del hombro había remitido.
No fue fácil encontrar una forma de llegar a la planta baja sin llamar la atención ni perder de vista la evolución del ritual. La basílica carecía de elementos de decoración, y las paredes se veían lisas y pulidas como si fueran nuevas. Para el descenso, Iviqi trató de utilizar una hendidura vertical que surcaba toda la cara exterior de los pilares, pero era demasiado arriesgado. Si se caía, perdería el factor sorpresa, fundamental, tal y como Aezhel se había encargado de recordarle en varias ocasiones, por no mencionar las altas probabilidades de romperse una pierna o abrirse la cabeza.
—Solo si atacamos de improviso y los dos a la vez, tendremos alguna posibilidad —le había dicho Aezhel.
Ella no se lo iba a discutir. Le tenía un tremendo respeto a aquel tipo de melena blanca tras haberlo visto corriendo por la pared como si fuera una cucaracha. Además, había sido capaz de vencer al hermano de Daleid y, casi con toda seguridad, a Allari y Sibima. Esto último, en cambio, le producía una sensación de odio que le ascendía efervescente desde el estómago. Deseaba vengarse, aunque no supiera cómo. De modo que, acuciada por la falta de tiempo, la joven se afanó en encontrar la mejor vía posible para pasar desapercibida. La respuesta la encontró atada a uno de los pilares que hacían esquina. Allí se encontraba una banderola con los colores de Jorel, larga hasta casi llegar al suelo. Había sido colocada para ser vista por quienes accediesen a la basílica por la puerta principal. Ella creyó haberla visto el día de la ceremonia de inauguración del torneo. En cualquier caso, quienes se encontrasen en la nave central no la podían ver, como era el caso con sus dos enemigos. Estos, además, miraban en otra dirección.
La joven se descolgó grácil por aquel trozo de paño y alcanzó el suelo sin esfuerzo. Con la misma cautela, corrió a ocultarse tras un pilar y esperó a que su compañero llegase. El mentalista volvió a hacer gala de su notable agilidad y aterrizó resuelto.
—Por aquí —le indicó el monje, pasando fugaz a su lado.
Avanzaron por la galería que recorría la nave lateral, al amparo de las sombras y los pilares. Una vez que llegaron a la altura de sus adversarios, se miraron el uno al otro.
—Solo tendremos una oportunidad —dijo él—. Sé tan rápida y sigilosa como puedas.
Ella asintió, desenfundando a Destello sin hacer el más mínimo ruido. El mentalista la imitó.
—A la de tres.
—A la de tres.
No les dio tiempo a contar ni siquiera hasta uno, ya que ambas cajas estallaron a la vez, haciendo volar trozos de tablas y astillas por toda la sala. La chica y el monje se asomaron para comprobar qué había ocasionado aquel estruendo, y se encontraron con las dos armaduras desnudas, depositadas una frente a la otra. Era sobrecogedor contemplarlas frente a frente, tan distintas como podían ser la noche y el día, pero a la vez idénticas en poder y majestuosidad. Verlas y sentir admiración por ellas era una misma cosa.
—Ahora —dijo Aezhel.
Salieron de su escondite blandiendo las espadas, a paso vivo, pero con la cabeza gacha, como si esa tímida reducción de su propia talla les sirviera para no ser detectados. Desde luego no funcionó con Djrim, que se levantó en cuanto ellos hicieron aparición. Aezhel, más preparado que Iviqi ante la posible reacción de su enemigo, apretó el ritmo con un único objetivo: Jorel. A punto estuvo de asestarle un tajo en el cuello, pero el rival se interpuso entre ellos con un salto formidable y un bloqueo digno de un manual de esgrima. Le bastó ese movimiento para dejar claro que su pericia sobrepasaba lo imaginable. El monje apenas había intercambiado con él tres espadazos cuando ya se vio por completo desbordado. Iviqi acudió al rescate, cargando con coraje. Si eso de haber roto el primer sello Jhassai significaba realmente algo, era el momento de demostrarlo.
El tipo de melena blanca resultó igual de extraordinario batiéndose contra uno que contra dos. No solo tenía la capacidad de repeler las embestidas que le llegaban de dos flancos distintos a la vez, sino que su maestría le permitía contraatacar, ganar espacio e incluso dirigir el sentido del combate. Si alguno de los dos tenía la más mínima oportunidad de dirigirse hacia Jorel, era invariablemente rechazado por algún nuevo espadazo o patada. No hacía falta ser un experto en lucha con espada para comprobar que ese combate se resolvería antes a favor de Djrim que del duo Iviqi-Aezhel.
—Tienes que estar muy atenta —le dijo el monje a la mente—. Voy a lanzarle un ataque psíquico que le aturdirá. Aprovéchalo para acabar con él. ¡Ya!
Sin saber cómo decirle a su compañero que había recibido el mensaje, la joven continuó peleando. De pronto, aquel tipo comenzó a mostrar los efectos de esa jaqueca angustiosa que ella ya había visto antes en otros oponentes de Aezhel. Iviqi no se lo pensó ni por un parpadeo y atacó. Para su mayor sorpresa, su contrincante respondió con suficiencia a los golpes, incluso se revolvió y contestó con nuevos golpes de espada. Entonces recibió una nueva punzada, o quizá fuera la misma de antes en una versión intensificada. El monje, en pie pero quieto, contemplaba la pelea con un gesto de máxima concentración. Iviqi comprendió que era su oportunidad; agarró a Destello con ambas manos y arremetió con ímpetu. También esta vez fue bloqueada por ese acero que parecía volar. Por si fuera poco, su siguiente ataque fue esquivado con una finta, lo que hizo que ella diera con los huesos en el suelo. La joven se levantó de un salto, cubriéndose con la espada por delante, pero su rival no estaba pendiente de ella; parecía concentrar sus energías llevándose una mano a la frente. A esa altura hizo el gesto de agarrar algo invisible y acto seguido lo lanzó en dirección a Aezhel. Era una suerte de onda energética que surcó buena parte de la basílica hasta alcanzar de lleno al mentalista. Este salió disparado por el choque, resbalando decenas de codos por aquellas lustrosas placas de mármol.
Djrim, con Aezhel en el suelo, pareció ver clara su siguiente jugada. Se lanzó hacia el mentalista a toda velocidad, en una carrera que se antojaba imparable. Ella no tenía ninguna posibilidad de impedir lo que sería el fin de su compañero. Solo le quedaba intentar una cosa. Sin pararse a pensar, asió a Destello con ambas manos y la lanzó contra Jorel. La espada cortó el aire girando sobre sí misma, dibujando a su paso una estela de ese brillo azulado que desde el principio había conseguido encandilar a la joven. En un movimiento reflejo, Jorel interpuso el libro entre él y el acero, a la vez que se apartaba lo justo. La hoja cortó en dos el tomo, y siguió adelante, imparable, hasta clavarse en un pilar. Caído sobre la espalda, con brazos y piernas hacia arriba como una cucaracha muerta, el hechicero seguía entero e indemne, salvo por el más que presumible dolor en la rabadilla. El volumen, sin embargo, había quedado arruinado.
Jorel se levantó como pudo, torpe debido al sobrepeso, la edad y lo aparatoso de su vestimenta. Su cara, en cambio, mostraba una insana alegría. Sin prestar atención al libro, alzó ambos brazos y, con la boca abierta hasta mostrar varios pares de muelas, soltó una carcajada estentórea que retumbó por toda la basílica. Acto seguido, utilizando ese mismo torrente de voz, volvió a cantar sin bajar los brazos. Era la misma lengua ignota que había estado empleando durante la tenebrosa ceremonia. Aquello parecía hacerle aterradoramente feliz, sentimiento que estaba contagiando, de algún modo, a las armaduras. Una y otra cobraron vida, elevándose en el aire como animadas por hilos invisibles. Jorel volvió a soltar otra carcajada tectónica para luego seguir cantando a placer.
Eso era, sin duda, un problema apremiante, pero no tanto como la sensación de vacío que invadió a Iviqi al ver que tenía que recibir, desarmada, el inminente ataque del guerrero de pelo blanco que ya se cernía sobre ella.