23
Allí estaba él, cubierto, seguro al calor de los suyos, en su terreno. Sonreía sintiéndose importante, poderoso, sabiéndose respetado por quienes le acompañaban en la mesa, a su alrededor, y los que estaban más allá. La mayoría de sus subalternos le seguían porque era el miembro de mayor rango, y las normas no escritas de la Cofradía decían que a los superiores había que obedecerles sin hacer preguntas. Le escuchaban, observaban sus gestos, atentos a cualquier cosa que él pudiera comunicarles u ordenarles. Callaban cuando él hablaba, respondían cuando él les preguntaba, reían cuando él hacía una broma y volvían a callar hasta nuevo aviso. Así pasaban la mayor parte del tiempo en que no tenían ninguna ocupación entre manos. Él sabía que todo aquel respeto se debía a su nueva posición, no porque aquellos despreciables tunantes aceptasen ser subordinados. Ellos deseaban escalar la pirámide, ansiaban ocupar su lugar. Ser el objetivo de las ambiciones de los demás podría amedrentar a algunos, pero a Jean le causaba placer.
Dio un trago, depositó el vaso vacío en la mesa con un golpe seco, se limpió la boca con la manga y eructó. La información que solo él manejaba había sido su salvoconducto a la cima. Le habían nombrado jefe de operaciones de ese negocio en concreto, su negocio. Si no había contratiempos y sus nuevos socios aportaban la lluvia de oro que habían prometido, nada le impediría llegar a gran maestre de la Cofradía. Sería el jefe, el mandamás, el gallo del corral.
Los tipos con los que iba a cerrar el acuerdo, unos extranjeros con los que llevaba tratando hacía meses, eran precavidos en extremo. Las negociaciones iban lentas, mucho más de lo deseable. Pero avanzaban. Eran tipos extraños, desconfiados hasta el absurdo. Tenían peticiones insospechadas, como la de nunca realizar actividades los jueves, o presentar siempre para cualquier trabajo a un número de hombres múltiplo de tres. Eso le había causado problemas a Jean, no solo porque la mayoría de sus hombres no tenía ni idea de qué era un múltiplo, sino porque esas cosas tan fuera de lo común ponían nerviosos a sus jefes. Y no era recomendable hacer que los mandamases de la Cofradía perdieran la calma. Jean utilizó sus mejores artes sociales para contentar a unos y a otros. La recompensa merecía la pena. Sin embargo, estuvo a punto de mandarlo todo al cuerno cuando esos extranjeros le alertaron de la presencia de enemigos con poderes extraordinarios: magos, guerreros increíbles, tipos con la capacidad de leer el pensamiento. Le exhortaron a prepararse contra ataques psíquicos, algo que no había oído en su vida. Y pese a que no terminaba de creer ni media palabra de semejantes advertencias, Jean les hizo caso. Sabía que estaba metido en un asunto más turbio de lo habitual, y que un error por su parte podría costarle caro. No dudaba de que cualquiera de los que ahora le adulaban, podría ser el encargado de ajusticiarle llegado el momento. Así llegó él allí.
Pero no tenía por qué temer. Su misión estaba cumpliendo los plazos previstos y, pese a los gastos originados por el barco que les había incautado la guardia esa madrugada en el puerto, los jefes estaban contentos. Le habían asignado una gran cantidad de hombres, oro y recursos para esta misión, y él los estaba usando para mantener controlados a todos los elementos sospechosos en la ciudad. Conocía los movimientos de los espías del Pacto y también de los tipos con los que iba a cerrar el trato. Por supuesto que tenía vigilados a los tres Shalthei que habían llegado a Melay unos días atrás. Uno de ellos había sido asesinado la noche anterior por alguien sin identificar, pero él no tardaría en enterarse de quién había sido el responsable. Tenía ojos y oídos en todos los cuarteles de la guardia y en toda casa donde se alojaban más de tres miembros de alguna orden, clan o hermandad extranjera. Nada se le escapaba y por eso mismo iba a triunfar.
Sin avisar, una punzada se le clavó en la sien. Al principio era un dolor superficial, pero poco a poco fue trazando una línea recta desde el cuero cabelludo hasta el fondo de su cerebro. Jean se llevó una mano a la frente y enseguida se le pasó. Resopló y dijo algo, lo que fuera con tal de aparentar normalidad delante de esa caterva de canallas que deseaban encontrar algún síntoma de debilidad en él. Levantó el vaso nada más se lo hubieron rellenado, pero no consiguió dar ni un sorbo, acosado por una nueva punzada. El dolor había torcido a la derecha y se abría paso en una diagonal irregular y corrosiva. Aquel mal estaba vivo. Se llevó otra vez la mano a la cabeza, pero no le sirvió de mucho. Inspiró una profunda bocanada y luego soltó el aire ante el mutismo de sus secuaces.
—Voy a salir a tomar el aire —dijo, poniéndose en pie.
No solía dar explicaciones de sus actos, pero en esa ocasión se sintió obligado a aparentar normalidad. Rodeó la silla, caminó el trecho que le separaba de la escalera y la subió agarrándose al pasamano. Varios pasos más atrás, dos de sus hombres más fornidos le acompañaban sin necesidad de mediar una orden. Hostigado por el intenso dolor, Jean tardó más de la cuenta en alcanzar la calle. El callejón estaba desierto y oscuro, solo animado por la luz y el sonido de una calle principal que se cruzaba muchos codos más allá. Inspiró con fuerza el aire de la noche. La fresca brisa marina era milagrosa a la hora de ahuyentar los malos humos, pero ese dolor se hacía más agudo y penetrante.
—¡Ah! —exclamó, agarrándose la cabeza con ambas manos.
Los dos secuaces, que en ese instante salían del tugurio, se lo encontraron postrado contra la pared. Miraron en derredor antes de ir a auxiliarle, siempre atentos a la llegada de algún posible enemigo. Le estaban preguntando si debían avisar a algún boticario justo cuando, desde el balconcillo que había sobre sus cabezas, Aezhel calculaba su ataque. Hacían bien en desconfiar, después de todo.
El mentalista abandonó los pensamientos del castigado Jean y se aupó al pretil. Desenfundó su espada curva y chata, y sin darse un respiro, se dejó caer, descargando una estocada mortal sobre el hombre que le quedaba más cerca. Ningún sonido pudo salir de aquel condenado salvo un quejido moribundo. El otro matón se volvió alarmado al ver que el cuerpo de su compañero se derrumbaba sin explicación. Para cuando intuyó el peligro y fue a echar mano de su espada, el filo de Aezhel ya había dibujado en el aire la mayor parte del arco letal que terminó rebanándole el cuello.
Jean, indefenso, asustado y con un dolor que no le dejaba ponerse en pie, trató de volver a la seguridad de la cantina, pero entonces sintió el peor pinchazo de todos. Los miembros dejaron de responderle; solo podían permanecer agarrotados y pegados al cuerpo. Quiso gritar pidiendo auxilio, pero de la garganta apenas le salió un hilo de aliento.
—Estás mudo —dijo Aezhel.
El hombre sintió pánico al ver aquellos ojos violeta, que se clavaban en él con mayor violencia que el propio acero que empuñaban. Luchó por zafarse, pero ya lo tenía encima, agarrándole del cuello de la camisa, arrastrándolo al interior del laberinto de callejones y dejando atrás la puerta, el bullicio y los dos cuerpos todavía calientes. Cuando el mentalista consideró que ya estaban lo bastante alejados, empujó al hombre contra una pared apretándole el filo contra el cuello.
—Habla —le exhortó.
—No tengo nada que decirte —contestó Jean con voz entrecortada.
—Tienes todo que decirme.
Aezhel se sumergió en el Ojo Interior y penetró de nuevo en esa mente, cuyos recovecos ya conocía. Pudo ver unas imágenes de un barco asomándose por los pensamientos de Jean, pero pronto fueron tragadas y devueltas a lo profundo.
—No voy a decirte ni una palabra, perro —dijo el hombre con gran esfuerzo.
Trató de escupirle a la cara, pero el dolor que le azotó de súbito la cabeza fue tan intenso que perdió el control de los labios. Ese violeta le estaba achicharrando por dentro.
—Veremos. Va, deja de luchar.
El hombre había roto a llorar. Tenía la cara empapada en sudor, moqueaba y su respiración se atropellaba.
—Me matarán si hablo —consiguió decir.
—Tu vida no vale nada —replicó Aezhel—. Tus jefes te han vendido. Van a deshacerse de ti en cuanto el trato se haya cerrado y ya no te necesiten.
Jean miró a Aezhel, incrédulo, luchando por no derrumbarse ante el dolor que se abría un camino salvaje por su cabeza. Sus piernas habían perdido su firmeza. Era la oportunidad esperada por el mentalista. Se abrió un hueco entre los muros de esa psique y por allí se asomó. Vio el barco llegando y en el puerto unos hombres. Eran nueve, tres de ellos monjes, no como él, sino pertenecientes a la orden Ambdasul, la Rosa Negra. Por fin daba con ellos. Iban a cerrar el trato, una parte de él, al menos. Aezhel se concentró para situarse junto a ellos. No podía penetrar en sus mentes, ya que eran solo recuerdos, pero sí podía oírles hablar. Sin embargo, los labios de esos monjes estaban sellados, y si lograban hablar era en una lengua ininteligible. El mentalista no supo si eso había sido una estratagema de la Rosa Negra, o si era Jean blindando su mente. Ese hampón le estaba dando más problemas de la cuenta.
—Alguien te ha enseñado a proteger tus pensamientos, ¿eh?
Por supuesto, no recibió ninguna respuesta. Tampoco la necesitaba para reconocer un bloqueo voluntario de los pensamientos. Optó por aumentar la intensidad del golpe psíquico.
—¡Ah! —volvió a exclamar Jean. De las comisuras de los labios le empezaba a brotar una espuma inverosímilmente blanca.
Aezhel volvió a penetrar. Pudo ver que tanto los de la Cofradía como los de la Rosa Negra llevaban meses esperando la llegada de aquella mercancía. Meses. El barco transportaba algo en la bodega. Algo muy importante, secreto y peligroso. Era el momento perfecto, pues la guardia del puerto estaba entretenida con el alijo de las armas. Aezhel comprendió la estratagema, pero no pudo ahondar en el interior de aquella bodega.
—¿Qué llevaba el barco, Jean? Vamos, dímelo.
El hampón le miró con la cara descompuesta. Trató de revolverse, pero su cabeza le estaba traicionando y apenas era capaz de realizar movimientos más complicados que los precisos para mantener la respiración. De nuevo, apareció el barco. Sus hombres sacaban a la superficie una caja de madera. Necesitaban muchos brazos para poder subirla al carro, con cuidado. Era muy importante. Peligro. Aprisa, para no llamar la atención de la guardia. Jean no conocía el contenido. Su valor era incalculable.
—¿Estás seguro de que no sabes qué hay ahí dentro, Jean? Piensa un poco.
Aezhel incrementó un poco más la presión del golpe psíquico. Corría el riesgo de que su presa perdiera el conocimiento, pero era la única forma de vencer su resistencia. Estaba a punto de llegar al lugar donde llevaban la caja, pero entonces, el psíquico percibió una presencia que no había registrado hasta ese momento. Un ente de naturaleza maligna y retorcida, canalizador de una energía inconmensurable.
—¿Qué es eso, Jean? ¿De dónde emana todo ese poder?
Pero el hampón apenas mantenía un hilo de consciencia. Aezhel siguió hurgando en su cabeza, esta vez sin ningún tipo de reparo, nervioso, perturbado por la magnitud de esa presencia. Pero la había perdido. Entonces volvió a la caja, pero la encontró estanca. Sabía de sobra qué se guardaba en ella y, aunque también era un descubrimiento importante, se quedaba en nada con lo otro. Siguió registrando aquellos hechos hasta que oyó gritos y pasos que llegaban multiplicados desde fuera de la cabeza de Jean, del otro lado del callejón. Sus secuaces venían a por él. Aezhel tuvo que abandonarlo allí mismo.