25
Al otro lado de la ciudad, junto a la costa, en lugar de muelles o barcos, había un malecón que se adentraba en el océano hasta alcanzar una isleta cercana en la que se levantaba un faro. A su lado, siguiendo la irregular línea de una costa sin playa, alguien había tenido a bien situar una alameda. Se extendía por una franja de terreno donde no cabía una calle convencional, pero sí una fila de casas humildes situada contra la pared pétrea del peñón. Era un sitio tranquilo y si se comparaba con el resto de la ciudad, casi bucólico. El único sonido provenía del oleaje, del viento meciendo las altas copas de los álamos o del graznido ocasional de algún pájaro pescador. Allí llevó a Iviqi la carrera guiada por Aezhel.
La joven había estado recorriendo las calles largo rato, tanto como para oír las campanadas de dos torres distintas. Aunque había perdido a su perseguidora, tuvo que evitar correr porque, según le indicó el mentalista, de lo contrario podría llamar la atención de alguno de sus secuaces. O de cualquier otro de los muchos informadores que pululaban por la ciudad. Iviqi sospechaba que tanto celo se correspondía con manías de Aezhel, que aseguraba que Melay estaba repleta de espías y que ella misma era uno de los objetivos más apetecibles. Significase esto lo que significase.
—Aquí me tienes —dijo ella nada más llegar y comprobando que allí nada ni nadie la estaba esperando.
Entonces, con un único paso, el monje apareció ante sus ojos. Estaba oculto tras el tronco de un árbol, aprovechando el camuflaje que le ofrecía el acusado contraste entre el sol y las múltiples sombras.
—Buen día —saludó él sin mover los labios.
Ella, todavía con la respiración acelerada y cubierta de una fina capa de sudor, le miraba sin saber si devolverle el saludo o mandarle a freír espárragos.
—Después del paseíto espero que este sea un lugar seguro.
—Dejará de serlo en cuestión de minutos, así que vayamos al grano.
—Qué remedio —suspiró la chica.
—Primero de todo, quiero ser totalmente franco contigo. La situación se ha precipitado y nos quedamos sin tiempo para actuar. Si no hacemos algo hoy mismo, nuestra última oportunidad de salvar la coyuntura será el torneo de mañana, pero veo muy complicado que podamos sacar algo de él.
—Para el carro un momento, ¿quieres? Vamos a ver, estás hablando de cosas que tú entiendes, y eso me parece muy bien, pero yo no me entero ni de la mitad y así es difícil.
Aezhel sonrió y realizó una escueta reverencia que Iviqi no supo cómo interpretar. Algo bueno, supuso.
—Tienes toda la razón. Te pido disculpas por tanto secretismo. Te aseguro que la situación requiere un tratamiento así.
—Disculpa aceptada.
—Bien. Mi nombre completo es Aezhel Nedzeillim. Procedo del altiplano de Nadur-duil, al otro lado del mundo. Soy un monje perteneciente a la ancestral orden de Abin Mara, los guardianes de los secretos y custodios de las reliquias. Durante milenios, mi orden se ha entregado a la importante labor de guardar documentos que encerrasen la sabiduría universal, así como a la preservación de objetos sagrados. Nuestra tarea es justa y honrosa, siempre lo ha sido desde su fundación.
—Coleccionáis antiguallas y leéis mentes. Os lo tenéis que pasar fantásticamente.
—No —sonrió Aezhel—. La historia de mis habilidades psíquicas es algo que te contaré en el futuro. Escucha lo que te digo ahora. Yo servía a mi orden en la abadía de Abin Phrerem. Como última etapa de mi aprendizaje, fui destinado a la corte de un reyezuelo, créeme si te digo que no importa su nombre. Estuve trabajando para él tres años. Otros tres los pasé encerrado en una celda, pero me temo que es algo que también tendré que contarte en otro momento. Cuando al fin conseguí regresar a la abadía, descubrí que esta había sido asaltada meses atrás. De las muchas reliquias que pudieron haberse llevado, solo faltaba una: la Armadura de la Oscuridad.
Mientras Iviqi no podía impedir que sus labios formaran una O, Aezhel la sondeaba con sus ojos violetas.
—No es un asunto baladí asaltar la abadía de Abin Phrerem, puedes estar segura de ello. La protegen conjuros arcanos, maldiciones de otro tiempo y la pericia en combate de mis propios hermanos. Debió de ser alguien extremadamente poderoso, tanto como un dios, o un demonio del Abismo, pero ninguna de esas opciones es plausible, pues, como todo el mundo sabe, hace cientos de años que esas criaturas nos abandonaron. La cuestión es que mi maestro me envió en busca de la Armadura de la Oscuridad sin pista alguna sobre su posible paradero. Han pasado más de cinco años desde entonces.
—¿Qué te trajo aquí?
—Bueno, me dediqué a viajar por los diferentes países donde mi orden tenía abadías o templos, estudiando textos milenarios, recopilando información, pasando días con sus noches encerrado en bibliotecas. Fui atando cabos, pero mis conjeturas se demostraron improbables. Los indicios eran demasiado débiles en unos casos e imposibles de demostrar en otros. De modo que continué mi viaje por no volverme de vacío, pero con poca idea de adónde dirigirme. Hasta que, un día, mi suerte cambió. En un puerto remoto, me topé con un cartel que anunciaba el torneo de Jorel Scylianne y su magnífico premio.
Iviqi frunció el ceño.
—Pero el premio del torneo es la Armadura de la Luz.
Aezhel la contempló con semblante enigmático.
—No conoces la leyenda de las armaduras del dios Inaat.
No fue una pregunta. Iviqi prefirió guardar silencio. Era la primera vez que escuchaba algo por el estilo, pero intuía que parecería una idiota si su respuesta era negativa. Aezhel volvió a sonreír.
—¿Tan grave es? —preguntó ella.
—Podría decirse que sí. Pero hay solución, conozco los versos de memoria. Dicen así:
Cuentan las estrellas que,
cuando el mundo era aún joven
y la magia de la creación fluía libre
por la profundidad de los océanos,
nació Abinnayar, la primera ballena…
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Cuando Aezhel recitó el último verso, la expresión de Iviqi era de absoluto asombro. Por fin entendía por qué tanta expectación, tanto secretismo, tanto enredo alrededor del torneo.
—La Armadura de la Luz y la Armadura de la Oscuridad unidas convierten a su poseedor en un guerrero indestructible —pensó la chica en voz alta—. La Armadura de la Luz tiene un poder enorme.
Aezhel asentía en silencio.
—¿Todos los que han acudido a Melay conocen esta leyenda? —preguntó ella.
—No necesariamente. Muchos habrán sido atraídos por la oportunidad de poseer una armadura mágica y los posibles beneficios de su venta. Supongo que no pocos estarán aquí solo para demostrar que son los más fuertes. Pero que no te quepa duda de que todas las sectas y órdenes secretas que han ido arribando a Melay en estos días conocen a la perfección esta historia.
—Pero ¿es real?
—Tanto como el escalofrío que estás a punto de sentir.
Iviqi le devolvió una mirada extrañada. Era cierto que seguía envuelta en una fina capa de sudor que la humedad del ambiente no permitía secarse. También era verdad que soplaba una suave brisa marina, pero eso no significaba que tuviera escalofríos. Entonces lo sintió. La situación parecía divertir solo a Aezhel.
—Disculpa, pero era una oportunidad perfecta para mostrarte lo sutil que puede llegar a ser esta verdad —explicó Aezhel.
Ella se sintió burlada, pero, a la vez, fascinada.
—Sigue, anda —le dijo.
—Cuando venía hacia Melay, descubrí a dos personajes que viajaban en mi mismo barco. Eran dos hombres normales en apariencia, pero su interior era oscuro, de una naturaleza inhumana y despreciable. Les investigué a fondo durante las cuatro jornadas que duró la travesía, pero no pude averiguar nada. De improviso, un día trataron de asesinarme. Sortearon mi vigilancia mental, que te aseguro que es más que fiable, y a punto estuvieron de clavarme un cuchillo en la nuca. En el forcejeo pude arrojar a uno de ellos por la borda y finalmente reducir al otro. Le interrogué usando todas mis artes, pero no conseguí nada, ni un solo detalle. Lo maté y, tras registrarle, me deshice del cadáver. No encontré nada. Pero lo peor de todo no fue eso, sino que, cuando regresé junto a mis pertenencias, me di cuenta de que alguien había aprovechado para robarme.
—Creía que los monjes no teníais posesiones.
—Depende del monje, pero yo, en efecto, solo tenía una cosa de valor: el Códice ab Hörne. Una copia que me llevé de una biblioteca que lo tenía por casualidad y donde estaba condenado a desaparecer por el deterioro.
—Que lo robaste, vamos.
—No me enorgullezco de ello, pero sí. De haber tenido tiempo suficiente, lo habría memorizado, pero justo en el lugar donde lo encontré, la ciudad de Timeynnis, recibí la noticia del torneo. No tenía tiempo que perder.
—No te preocupes, Aezhel. Te doy la bienvenida al gremio. Cuéntame qué tenía que ver ese libro con todo este jaleo.
—El Códice ab Hörne es un tratado mágico que encierra todo el saber referente a las dos armaduras: la blanca y la negra. En él no solo se encuentra información sobre su historia, los materiales de fabricación, sus características y la forma de preservarlas, sino que contiene todos los hechizos y rituales necesarios para activarlas y hacer uso de ellas, así como las maldiciones que las persiguen. Como has oído en la historia que te he contado, esto no es cualquier cosa.
Esa descripción le trajo a la mente el libro que ella misma estaba buscando por encargo de Daleid. La lógica le decía que no podían ser el mismo. Intentó no pensar demasiado en ello por miedo a que el monje fuera capaz de intuirlo, pero no era tan fácil. Formuló la siguiente afirmación con mucho cuidado.
—En estos días he oído que ha desaparecido un libro como ese que te robaron, pero que solo trata de la Armadura de la Luz.
—Quien te ha dicho eso te ha mentido, Iviqi —dijo el monje muy serio—. La única información sobre las Armaduras que se conoce procede de este códice y en él apenas se hace distinción entre una armadura y otra. No tiene sentido ni siquiera que alguien copiara solo lo referente a una de ellas.
—¿Cómo es ese libro?
—Muy voluminoso, tanto como una caja de exposición de marisco —explicó el mentalista, ayudándose de las manos—. Sus tapas son de piel, oscuras y duras, labradas con una gran cantidad de filigranas entre las que sobresale un símbolo situado en su portada: un círculo atravesado por una línea discontinua.
Era el libro de Daleid, el mismo que ella estaba buscando y que vio cómo se le caía al ladrón en la calle antes de emprender la huida. Pero aquello no tenía sentido. ¿Se lo habría robado Daleid a Aezhel? ¿Por cuántas manos había pasado ese libro hasta el momento? ¿Cuánta gente andaba detrás de los secretos de las Armaduras? Y lo que más la inquietaba: ¿cuánto de verdad había en lo que le había contado Daleid?
Aezhel no perdía detalle de la cara de su interlocutora.
—Conozco tus temores, Iviqi —le dijo.
—Yo creo que no sabes nada.
Aezhel chasqueó la lengua. El primer sonido salido de su boca que la joven tenía oportunidad de oír desde que lo había conocido.
—Cuando te he dicho que quería ser franco contigo, lo decía en serio. Escúchame. Sé de tu amistad con esos Shalthei. Aquella noche fui yo quien te llevó a ellos.
—¿Qué?
—Sabía que los Desertores estaban muy activos en la ciudad. Necesitaba saber qué tramaban y si estaban al corriente de lo que se movía en las cloacas a raíz del torneo.
«¿Los Desertores? —se preguntó ella—. ¡Claro, la maestra de Daleid! Él la presentó como gran no sé qué de la orden Deallhem. Se me había olvidado por completo. ¡Qué estúpida he sido!»
—Me has estado utilizando desde el principio —acusó Iviqi.
—Es cierto. Pero no me quedaba más remedio. Ya te dije que estaba yo solo y que necesitaba aliados para cumplir mi misión. Tú no pertenecías a ninguna orden, nadie había contactado aún contigo, habías roto el primer sello Jhassai y estabas predispuesta a la aventura. Eras perfecta para mis propósitos.
—¿Había roto el primer sello Jhassai? ¿Qué demonios significa eso?
El mentalista frunció el ceño. Por su cara parecía querer resolver un acertijo.
—No lo sabes —supuso.
—¿Saber el qué?
—Las artes Jhassai constan de nueve eslabones o misterios. El primer sello da acceso al primer misterio Jhassai. A partir de ese punto, a los Jhaissirem se les considera como tales, en un aprendizaje que dura toda la vida. A mayor número de sellos rotos, mayor dominio y conocimiento. Tú has roto el primero de ellos, puedo distinguirlo gracias a mi poder telepático. Y, sin embargo, no sabes de lo que te estoy hablando.
—Es la primera noticia que tengo —respondió ella con una mueca que podría ser media sonrisa—. ¿No ha podido romperse solo? Últimamente estoy un poco torpe, se me ha podido caer.
—Iniciarse en las artes Jhassai lleva años de entrenamiento y estudio, Iviqi. Y aun así no todos consiguen romper el primer sello. Te aseguro que no ha sido por sí solo.
Iviqi no sabía cómo tomarse esas palabras. Sentía una mezcla de complacencia y vértigo que no le dejaba pensar con claridad. ¿Era eso lo que de repente veían de especial en ella? ¿Cómo lo había logrado? De pronto, la parte más racional de su cabeza irrumpió en la conversación.
—¿Y no será todo esto otro de tus trucos para manipularme?
Aezhel negó con la cabeza.
—No tenemos tiempo para eso. Tampoco para determinar qué hecho extraordinario ha ocurrido para que te hayas saltado con tanta alegría todo el proceso de iniciación de Jhassai. Si quieres, una vez que haya pasado todo esto trataré de ayudarte a encontrar las respuestas, pero ahora escúchame. Por la información que he conseguido en los últimos días, el libro que los Shalthei andan buscando es el mismo que a mí me robaron.
—¿Fueron ellos?
—No. Ellos se lo quitaron a quien me lo quitó a mí. Al menos eso espero, ya que, si no, habría demasiada gente enterada de este asunto.
—¿Qué asunto?
—¿No lo ves todavía? La Armadura de la Oscuridad está en Melay. Alguien la ha traído porque planea unirla con la Armadura de la Luz. No hace falta que te recuerde el peligro que ello supone.
—Pero ¿quién? —preguntó Iviqi.
—Según mis investigaciones, la Cofradía está detrás de los movimientos que han traído la Armadura de la Oscuridad aquí. Están ayudando a una organización secreta en concreto, cuya identidad desconozco.
—¿Podría ser la Rosa Negra?
Los ojos de Aezhel chispearon.
—Es una posibilidad. Sería preocupante que se tratara de ellos, sobre todo si el Códice ab Hörne también está en su poder.
Ese comentario puso en guardia a la chica.
—Un momento, ¿de dónde has sacado eso último?
El monje se pensó la respuesta. Su rostro no había dejado de mostrar aquella perpetua seguridad en sí mismo, pero Iviqi se estaba exaltando por momentos.
—He llegado yo solo a esa conclusión. No es tan difícil atar cabos.
—Mentira, lo has leído en mi cabeza —acusó Iviqi—. ¡Confiésalo!
Aezhel la miró con detenimiento. Su gesto era indescifrable.
—Lo siento —dijo.
—¡Maldito demonio! —exclamó ella, llevándose la mano a la empuñadura de Destello—. Juraste que no ibas a hacer eso. Dime por qué no te abro en canal ahora mismo.
El monje dio un paso atrás mostrando las palmas de las manos y sin dejar de mirarla a los ojos. No parecía interesado en explorar la vía violenta.
—Te vuelvo a pedir perdón. Todo ha sido porque la situación lo requería.
—¿Cuántas veces me has leído la mente, perro? —dijo ella, avanzando hacia él, el arma todavía en su funda.
—Solo esa vez, Iviqi. Te lo repito, perdóname. Si lo hice fue solo para evitar el fin de la Aisireia.
Esa respuesta consiguió parar a la joven. Momentáneamente, al menos.
—¿De qué demonios estás hablando ahora?
—Pero ¿qué clase de educación recibiste tú?
—Una que dice que, si no empiezas a darle al pico pronto, te corto en daditos.
—Va a tener que ser una versión corta —avisó él.
—Adelante.
—Antes de que los dioses Deriands aparecieran y la creación estuviera terminada, había otros seres superiores en Umheim. Estos eran los Eriands, los siete dioses mayores, los Creadores. Resulta que al principio, uno de ellos, el gran Nax, puso en movimiento el mundo, creando de ese modo el tiempo tal y como lo conocemos. Esto permitió que la vida pudiera desplegarse sobre la superficie de Umheim. Sin embargo, su creación tenía un doble filo, pues Nax conocía los secretos del transcurso del tiempo y podía alterar sus reglas a voluntad. Podía viajar en el tiempo, lo que le dio ventaja sobre los demás, haciéndole el amo absoluto de la Creación. Por eso, el gran Ais, su hermano, creó el destino: una ley que todos y cada uno de los habitantes de Umheim debían cumplir. Y para fijarlo, al no existir aún lenguas, ni escritura, tomó las estrellas, que hasta entonces eran cuerpos de luz que flotaban erráticos por el firmamento. Las colocó en un orden concreto, el mismo que se puede ver hoy en día durante una noche clara. Desde entonces, todo lo que ha ocurrido y todo lo que va a ocurrir, desde lo más majestuoso a lo más insignificante, está escrito en las estrellas. Esa es la Aisireia.
»Pues bien, la Aisireia comienza con el inicio de la Creación, pero su fin no está tan claro. Se suponía que terminaría con la desaparición de los Deriands, pero eso ocurrió hace cientos de años y, como ves, nosotros seguimos aquí. Entonces, los Aissirem, seguidores del gran Ais, intérpretes del cielo, descubrieron que todavía faltaba un evento por ocurrir antes de que el texto de las estrellas se agotase. Es un poco largo de relatar, pero trata de un combate singular donde se enfrentarán la luz y la oscuridad. No soy un gran experto en estas artes, pero me temo que los acontecimientos que se están desarrollando en esta ciudad podrían estar relacionados con el fin de la Aisireia. Y, según he podido comprobar, no soy el único que piensa así.
Iviqi se limitó a asentir sin agregar más. No recordaba haber oído esa historia en concreto, aunque sí alguna parecida. Muchas en realidad, y los nombres bailaban. Lo que no sospechaba era que algo de eso fuera verdad. Al cabo de un instante, la muchacha volvió en sí, descubriendo que había caído embobada en el violeta de esos dos iris que, por alguna razón, le daban confianza. Más de la que se merecían, desde luego. Fue a decir algo, pero Aezhel se le adelantó.
—Escucha, Iviqi. Me encantaría charlar contigo toda la tarde sobre Historia Antigua, pero el tiempo se nos agota. La ciudad está llena de orejas y ojos indiscretos, y el torneo empieza mañana. Ahora conoces mi origen y sabes que, si he actuado como hasta ahora, ha sido por evitar que las Armaduras caigan en manos de algún maníaco capaz de unirlas. Te pido que me perdones y dejes de lado esas cosas que no te he mostrado desde el principio. Necesito tu ayuda.
La joven receló. Se acordó de Daleid, del encargo que le había hecho y del lugar en el que ahora quedaba. Quería confiar en el Shalthei pero era muy posible que también la hubiera estado manipulando desde el principio. Se encontraba atascada, pero su curiosidad pudo con ella.
—¿De qué se trata?
—He localizado el cuartel general de la Rosa Negra. Sea lo que sea que escondan allí, podremos cogerlo.
—¿Cómo que sea lo que sea que escondan? Habla claro.
—Lo que ellos oculten. El Códice ab Hörne… o tal vez la Armadura de la Oscuridad.
Al oír eso último, un vacío se le extendió por el pecho a la muchacha. Eran palabras mayores, incluso para una entusiasta del riesgo.
—Y quieres que vaya contigo.
—Es más fácil yendo dos. Son muy estrictos en las medidas de seguridad y han establecido que en el interior de la casa solo se pueda ir por parejas. Esa era la mayor dificultad para mí. La buena noticia es que, con mis poderes mentales y tu habilidad, será una misión sencilla.
—Permíteme que lo dude, compadre —replicó Iviqi—. ¿Cuándo sería?
—Reúnete conmigo a las diez sobre el tejado de la Casa del Atún.
Ella no le dio ninguna respuesta. Seguía calculando el alcance de aquello. No tenía ni idea.
—¿Cuento contigo? —preguntó Aezhel.
—Está bien.
—Estupendo. Asegúrate de que no te sigan.
—Graciosillo.
El monje le dedicó una cálida sonrisa.
—Ahora vete a descansar, te vendrá bien.