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La última barrabasada de aquel bicho del demonio estuvo a punto de sepultarles bajo una lluvia de cascotes. El trazado irregular de las callejuelas de Melay había permitido que el dragón se les viniera encima sin que tuvieran tiempo de reaccionar. Por suerte, tenían a mano una bocacalle en la que habían podido refugiarse del aluvión de escombros. Una vez que el polvo se hubo asentado y ya no caían más pedazos de tejado, retornaron en pos de los ladrones. Sin embargo, no solo se encontraron el paso cerrado, sino que ese estúpido mercenario seguía en pie y en plenas facultades. Por suerte, su puntería no era tan buena.

—Maldito desgraciado y su estúpido cacharro —espetó Haslor para sí mismo.

Esa pistola representaba un artefacto diabólico para un creyente en el honor de la guerra y el arte de la lucha. Ya no solo se trataba de un arma que lanzaba proyectiles, lo cual iba diametralmente en contra del pundonor de los guerreros, sino que además contenía alguna suerte de brujería. Aquella aberración disparaba esos bolazos de luz y calor imposibles de contrarrestar. Ni él mismo, ni, por descontado, ninguno de sus secuaces, tenían forma de acercarse a ese zarrapastroso sin recibir un impacto. Y tampoco podían contar con que se le acabaran los proyectiles, si acaso eso fuera posible en un artefacto mágico como aquel.

—Hace falta ser cobarde —murmuró Haslor—. Insultar de esa forma el noble arte de la guerra recurriendo a ese tipo de ardides.

—La calle está cortada —informó Reshef.

El noble se asomó con cuidado, intentando no convertirse en un blanco fácil para alguno de los bolazos. Su sirviente tenía razón. Los escombros habían formado un muro tan alto como una casa de dos pisos.

—¿Y la Zorra? —preguntó el marqués.

—Del otro lado. Sepultada, quizá.

El joven noble masculló algo para sí sin perder de vista aquel callejón obstruido. No podía creer que tuviera la mala fortuna de haber perdido a la ladrona bajo aquellos restos de edificios. Era la espada que llevaba con ella lo que le interesaba, claro, aunque, una vez más, sintió que la deseaba a ella, que su venganza no sería completa hasta que la capturase. El parpadeo del ojo fue elevando su frecuencia con incredulidad. El hijo del marqués sacudió la cabeza.

—El mercenario sigue ahí —dijo Reshef.

Era cierto que el tipo no se había movido del sitio. Aunque tampoco hacía nada por pasar al otro lado. Era como si estuviera intentando hacerles retroceder. O tenerles entretenidos.

—Si la Zorra hubiera resultado aplastada, él se estaría comportando de otra manera —comentó Haslor—. Aunque con esta gentuza nunca se sabe cuál puede ser su reacción.

Estuvo recapacitando por unos instantes, mientras se protegía de la nueva andanada de disparos. Algo le decía que la ladrona estaba viva, que se había llevado su espada con ella. Pero esta vez no iba a volver a burlarle. No podía consentirlo. A una orden suya, los tres tomaron un desvío próximo. Usando el sentido de la orientación de Otuo, que tal vez no supiera sumar las patas y los cuernos de una cabra, pero que sí tenía la portentosa habilidad de localizar la posición del sol aun sin verlo, dejaron atrás a ese estúpido mercenario y se adentraron en el no menos estúpido entramado urbano. Una de las cosas que ya conocían de Melay era que una calle podría parecer ir en una dirección a la entrada y luego en otra muy distinta a la salida. Era parte del encanto del lugar y lo que hacía que, pese al peligro, Haslor se alegrase de que el dragón lo estuviera destruyendo a placer.

Como era de esperar, cuando encontraron el siguiente cruce, se habían alejado bastante del punto que pretendían alcanzar. Siguieron adelante, tratando de ir en la dirección que suponían que podría llevarles a la ladrona. Se trataba, a todas luces, de una misión tan difícil como la de identificar un mosquito en un pantano, pero al menos hacía rato que habían perdido al maníaco de la pistola de magma. Aparte de los bramidos ocasionales, la gente corriendo despavorida y alguna que otra explosión distante, también tuvieron la ocasión de cruzarse con animales exóticos, criaturas inimaginables que también huían en estampida. Habían visto pasar a una pareja de seres alargados hasta lo imposible, con unas patas y unos cuellos tan interminables como ridículos. También se habían topado con un mastodonte acorazado que tenía un par de cuernos en la punta del morro, y en cuyo paso no convenía interponerse. Sin embargo, la bestia más peligrosa que tuvieron la ocasión de encontrar fue un félido enorme y negro, para nada comparable con los gatos monteses de Falland ni en tamaño ni en agresividad. Era tan imprevisible que los tres guerreros tuvieron que unir sus hombros y emplearse a fondo para mantener esas tremendas garras alejadas de ellos. Por fortuna, el monstruo estaba más interesado en escapar que en procurarse un almuerzo.

Y mientras todo eso ocurría, la ladrona seguía sin aparecer. No era cuestión de culpar a Otuo, o quizás sí, pero lo cierto era que no podían esperar mucho más en medio de aquel desconcierto. Incluso cabía la posibilidad de que se la hubieran cruzado en uno de los puntos donde más se aglomeraba la multitud.

—Maldita chusma miserable —exclamó Haslor, jadeando.

No sabía qué más podía hacer, y ninguno de sus dos lacayos parecían en disposición de añadir alguna opinión de valor. Se encontraban extraviados en la confluencia de una callejuela con una vía principal, si se la podía llamar así. Resollaban sudorosos por el calor incipiente y el esfuerzo de la carrera. Miraban en todas direcciones, esperando dar con algo, una mínima pista que les pudiera indicar su siguiente movimiento. Para el noble era una situación desesperante pero que pronto se resolvió. En realidad, la solución acudió a ellos. Precedida por el sonido metálico de las armas, una nutrida patrulla de guardias dobló una esquina y se les aproximó marchando a paso ligero. El tipo que la capitaneaba, cuyo casco iba aderezado por un penacho de plumas rojas, dio el alto al verles.

—¿Quién vive? —preguntó con un tono de voz que Haslor juzgó inadecuado.

—Haslor, marqués de Erjkeraal y su séquito —replicó él, adelantándose un paso y alzando aún más la voz, porque a altanero no iba a ganarle un cualquiera por más plumas que remataran su cabeza.

—Entiendo por vuestro armamento que sois un grupo de guerreros.

—Entiendes bien.

—Excelente. Quedáis vos y vuestros dos sirvientes enrolados en las filas del contingente de la guardia de Melay.

—¿Cómo? ¿Qué paparrucha es esta? —preguntó el noble, ofendido.

—La ciudad de Melay está sufriendo un asedio y, en consecuencia, ha sido decretada la ley marcial. Los civiles deben marchar a sus casas a proteger a sus familias y demás posesiones, pero todos los hombres de armas y buena voluntad han de unirse a la guardia para combatir al enemigo. De negarse, serán ellos mismos considerados enemigos de la ciudad y puestos a disposición de la justicia, en este caso, y de forma extraordinaria, yo mismo —explicó. Desenvainó la espada y apuntó con ella al aristócrata—. Y como estamos en mitad de una situación urgente, la guardia no tiene tiempo para hacer prisioneros.

Haslor apretó los dientes y a punto estuvo de replicarle, pero la mano que Reshef posó en su hombro le ayudó a volver a la realidad. No tenían ninguna oportunidad ante un destacamento de más de veinte hombres. Aquel odioso capitán no le estaba pidiendo ni permiso ni su opinión.

—Sea —dijo el aristócrata—. Pero que conste que, en cuanto tenga oportunidad, presentaré una queja ante tus superiores.

Con el mentón más alto que las orejas, Haslor se hizo sitio entre el hueco que le abrían los soldados.

—¡En marcha! —ordenó el capitán.

La patrulla comenzó a caminar a paso vivo calle abajo. El heredero del marqués, integrado en las filas, iba repasando todas las blasfemias que conocía, incluso creando y añadiendo nuevas a su repertorio.

—Mi señor —le indicó Reshef a su lado.

Señalaba con la nariz a un extremo de la formación. Haslor miró hacia allí y vio algo que le llenó de furia primero, pero de entusiasmo después. Una buena noticia por fin. Con ellos iba el maldito mercenario de la maldita pistola de magma. Se sintió con suerte y siguió buscando, a ver si daba con la Zorra.

—Eso hubiera sido demasiado bueno —se lamentó al no encontrarla.

Dolorida, con un brazo inutilizado que apenas sentía del hombro para abajo y un codo que no paraba de hincharse, Adaveia caminaba sin rumbo por las calles de Melay. Solo tenía deseos de pararse en algún sitio para derrumbarse y, a ser posible, desaparecer. Hacía rato que había dejado de llorar, y aunque seguía teniendo los mismos motivos, ya había comprendido que eso no le iba a ayudar. Además la mortificaba la idea de ser vista en semejante estado por todos aquellos desconocidos que corrían calle arriba calle abajo. Aunque ninguno reparara en ella, demasiado ocupados con salvarse del caos. En ese momento, la joven se preguntó si todas aquellas pautas de educación y buen comportamiento para señoritas como ella, no eran más que una sarta de tonterías inservibles en el mundo real. Al menos, eran inservibles en una ciudad que estaba siendo asediada por un dragón.

En el desbarajuste que se había formado, nadie conocía a nadie, y ella necesitaba ayuda, alguien que la amparase, le diera refugio, la curase; pero sobre todo necesitaba que alguien le dijera que no había nada que temer, que todo iba a acabar bien.

En alguna parte de su interior crepitaba la esperanza de que aquello ocurriera. Sin embargo, la mayor parte de su raciocinio le decía que apretase el paso y que no se detuviera hasta tener un techo sobre su cabeza.

«Vete a la posada o donde mejor te parezca, pero a nosotros no nos estorbes», le había dicho Haslor cuando ella le preguntó qué tenía que hacer.

Haslor, su prometido, el único amor que había tenido y el primer hombre a quien se había entregado, era, oficialmente y desde ese mismo momento, el tipo que más detestaba en su vida. No se debía solo a que ella no le importase, como le había venido demostrando en repetidas ocasiones a lo largo de ese viaje, sino a que la despreciaba. Para él, ella tenía el mismo valor que los caballos, sus pertenencias o sus sirvientes; cosas que trataba con crueldad y desdén.

«Sus sirvientes —se dijo—. Ojalá me tratase como a uno de esos dos zopencos.»

Y ella, como una estúpida, no había hecho más que justificar su actitud una y otra vez. Se había esforzado por encontrar motivos que le dieran derecho a tratarla sin ningún cariño y a darle órdenes del todo inapropiadas para la que habría de convertirse en su esposa. Aquello que le había hecho el día antes del torneo no había sido una forma de imponer sus derechos como futuro marido, ni siquiera un arrebato de pasión incontrolable; aquello había sido una nueva muestra de hasta dónde podía llegar el salvajismo que ese hombre escondía bajo su título, su posición y su sangre azul.

«Pero no es menos bruto que los otros dos.»

Las lágrimas volvieron a ella y en ese momento no podía permitirse perder visión. Un tropel de personas corría en estampida en todas direcciones, gritando, empujándola sin cuidado. Adaveia se apretó a sí misma contra una pared, buscando protegerse de la vorágine. Tenía que llegar a la posada como fuera, sabía que era su única esperanza. El principal problema era que ella no tenía ni idea de dónde se encontraba. Las pocas veces que había salido sola en busca de la ladrona, había recorrido otros barrios y, de perderse, siempre había tenido la posibilidad de preguntar a algún transeúnte. Era algo que le daba una vergüenza terrible, pero lo había hecho varias veces con tal de encontrar el camino de regreso. Pero en ese momento, con los peligros que sobrevolaban la ciudad y con la ciudad misma patas arriba, ¿a quién preguntar?

Pensó en acudir a alguno de los muchos guardias con los que tuvo ocasión de cruzarse. Pero estos parecían ser los más ocupados de todos. Los que no corrían agrupados, se afanaban en perseguir y golpear a los saqueadores. Adaveia tardó en darse cuenta, pero no pocos individuos estaban aprovechando la anarquía para asaltar comercios. Si esas actividades ya eran de por sí difíciles de comprender por la dama, en circunstancias de extremo peligro como aquellas ya sí que se le escapaban por completo. Trató de evitarlos como pudo y prosiguió su marcha abrazada a sí misma. Cuando se volvió a tocar el brazo descubrió que el dolor todavía tenía espacio para ir a más.

—Maldito Haslor —farfulló.

Él era el único culpable de su penosa situación. Le odiaba tanto como podría hacerlo y, aunque sabía que eso no la iba a salvar, era lo único que entretenía sus pensamientos del dolor, la soledad y la desesperación. Era desgarrador, pero le estaba funcionando. Por desgracia, todos sus esfuerzos por permanecer fuerte y entera se vinieron abajo cuando oyó el aullido del dragón a unos pocos codos sobre su cabeza.

Sus piernas perdieron de pronto la capacidad de sujetarla y no le quedó más remedio que sentarse sobre ellas. Con la espalda apoyada contra un muro y con el corazón encogido, contempló cómo aquel ser infernal devastaba los altos tejados de un templo cercano. La llamarada provocó una explosión que le dañó los ojos y que le retumbó en el pecho. Pero ella no podía apartar la vista de aquel aterrador espectáculo; ni siquiera cuando las lágrimas volvieron a brotar. A continuación, no contento con su fechoría, y como jactándose de lo que era capaz, el monstruo volvió a emitir ese bramido de vibración aguda y penetrante que hería los oídos. Adaveia quiso acurrucarse, fundirse con las losas y desaparecer.