47

Por los múltiples desperfectos, la siempre escandalosa sangre y el número de cuerpos caídos en la entrada, se intuía el feroz enfrentamiento que había tenido lugar hacía un rato. En ese momento, en cambio, solo tuvieron que reducir a un par de mercenarios que cubrían el acceso, y cuya afiliación no supieron identificar. Dentro, la batalla seguía en pleno auge, a juzgar por los alaridos, espadazos y porrazos procedentes de todas partes. Los cuatro componentes del grupo permanecieron cerca de la puerta, valorando sus posibilidades entre aquel pandemónium.

—Parece que llegamos puntuales al baile —dijo Sergivs con una nueva floritura de sus manos.

—Pero han empezado sin nosotros —gruñó Xada.

—Todavía no ha llegado el colofón.

—¿Podéis dejarlo ya? —protestó Jax.

—Necesitamos orden —dijo el espadachín—. Si pudiéramos llegar a ese patio.

Donde señalaba con el dedo se intuía una abertura al exterior. No quedaba lejos, pero los enfrentamientos eran especialmente encarnizados allí.

—Yo no me metería ahí —comentó Aixa.

—Ya, ya.

—¿Acaso no sabemos dónde vamos? —preguntó Jax.

—No conocemos la mansión —respondió Sergivs—. Sabemos que es mucho más grande que una casa normal. Desde luego mucho más que esta porción que podemos intuir desde aquí. Pero no sabemos dónde pueden tener escondida la armadura.

—Y, una vez que lleguemos a ella, aún tendremos que encontrar la manera de llevárnosla con nosotros —comentó Aixa—. Con todo este jaleo, va a estar complicado.

Jax iba a volver a intervenir, pero Xada se le adelantó brusca y, según le pareció al propio mercenario, con la única intención de interrumpirle.

—No, muchachote, no vamos a largarnos y dejar la armadura en manos de esta panda de tarados.

—Si hiciéramos eso, nos estaríamos jugando todas nuestras cartas a que Wolberg y los demás consigan la Armadura de la Luz —completó Sergivs.

—¡Yo no iba a proponer eso, maldita sea! —se quejó el mercenario.

No llevó más allá su indignación con la amazona por detenerse a procesar la información que acababa de recibir. Se acordó de que el grupo formado por el tuerto, el gigantón, la pelirroja y ese desagradable de Nñet, los que salían cuando él llegaba a la reunión, tenía como misión recuperar la Armadura de la Luz. Iban a por algo de la Cofradía si no recordaba mal.

«Un momento, esta gente estrambótica está buscando unir las armaduras», pensó. No sabía si aquello le agradaba, le repelía o, en el fondo, le daba lo mismo.

—Si yo fuera un sectario medio loco que esconde un artefacto mágico con el cual podría sumir el mundo en la oscuridad —reflexionó Sergivs en voz alta—, elegiría o bien un piso alto e incomunicado, o bien un sótano profundo.

—Y si hay riesgo de que un dragón desplome el techo sobre tu cabeza, siempre preferirás el sótano —dijo Xada.

Ante la perplejidad de Jax, el espadachín y la guerrera buscaron la corroboración de Aixa, el oráculo del grupo. La arquera volvió a entrecerrar los ojos, la cara levemente levantada. Pero, a diferencia de la otra vez, no dio respuesta alguna.

—¿Qué le pasa? —preguntó el mercenario.

—No da con ello —contestó Sergivs.

—A veces le ocurre —dijo Xada.

—Daremos por buena la idea del sótano —dijo el espadachín—. Tendremos que dividirnos. Vete con Jax por ese lado. Yo me iré por aquel con Aixa. En cuanto vuelva en sí. Vamos.

El mercenario fue a protestar aquella decisión, pero todos se pusieron en movimiento demasiado pronto. La idea de compartir misión, parte de la casa, o lo que fuera, con esa amazona endemoniada le molestaba más de lo que podía admitir. Pero, por otro lado, se alegró de no haber dicho nada; no quería demostrarle lo poco que le agradaba su compañía, no quería darle ese gusto. Además, todo eso era una nimiedad comparado con su verdadera misión: encontrar a Iviqi. Sabía que ella podía estar en algún lugar de esa mansión; era posible que en peligro. Tenía que apretar los dientes y seguir adelante como fuera y con quién fuera.

—Vamos, soldadito —le dijo Xada—. No te separes de mí si no quieres que te hagan pupa.

—Maldigo mi condenada calavera —masculló él.

—Son las dos armaduras —confirmó Aezhel.

«¿Las dos Armaduras? ¿La Rosa Negra tiene las dos armaduras? ¡Y el libro! Ahora hace frío, cuernos.»

La cabeza de la joven era un hervidero que no paraba de bullir con preguntas, posibles respuestas, consecuencias y posibilidades. Pese al maremágnum, era incapaz de separar la vista de la escena que tenía lugar allí abajo. El tipo del pelo blanco seguía recitando con un vozarrón que haría de él un gran solista si se lo propusiera. A su alrededor, los ocho porteadores habían finalizado de depositar la pesada carga con una meticulosidad impropia de los braceros del puerto, según pudo ella comprobar. La habían dejado justo enfrente de su hermana. Los pajes situaron los respectivos cirios a un lado y a otro de la nueva caja, dando lugar a una composición simétrica casi perfecta. Pese al nuevo aporte de luz, tampoco se vislumbraban los límites de aquel espacio que les contenía, pero sí se podía adivinar una columnata en el extremo opuesto al que se encontraba Iviqi. Eso, unido al detalle de que el suelo estaba construido con losas de piedra pulida, indicaban que eso era el interior de un edificio. Sin embargo, el eco, la oscuridad y el ambiente que allí se respiraba seguían dando la impresión de situarse bajo tierra, como si se encontraran en las puertas a una caverna inmensa.

Entonces, el encapuchado, que ya era el único hombre que quedaba en la sala, se arrodilló y, aparentemente sin cambiar de idioma, empezó a cantar. Su voz ascendió con ímpetu, y la chica sintió cada estrofa resonándole dentro del pecho. No fue el único efecto que Djrim consiguió, pues algo empezó a latir dentro de cada caja, acompasado con la canción. Esos pálpitos hacían que las tablas que la recubrían se expandieran y se contrajeran con un crujido ascendente. Iviqi se volvió hacia el mentalista, que tampoco perdía detalle del espectáculo.

—¿Qué está pasando? —preguntó ella tan bajo como pudo.

—Las está activando.

La joven abrió los ojos hasta su límite, incrédula.

—¿No era justo eso lo que debíamos evitar? —preguntó.

—No es el momento —respondió él—. Espera un poco.

—¿A qué se supone que tengo que esperar?

—Llegados a este punto, el mayor aporte de energía se ha depositado en las corazas. El hechicero va a estar cada vez más atento a la reacción de las armaduras. Si esperamos un poco, será más fácil tomarlo desprevenido.

La chica dirigió la vista de nuevo hacia aquella siniestra ceremonia, mordiéndose los labios. Estaba intranquila ante el impreciso desenlace que podría tener aquello. Ese Djrim era un demonio ya por sus propios medios; Iviqi prefería no saber cómo podría ser con las armaduras puestas. Entretanto, la penetrante voz de ese tipo traspasaba la roca y la carne con una vibración incontenible. Pese a que la canción retumbaba por doquier, la joven creyó oír algo procedente del fondo de la galería en la que se encontraban. Miró hacia allí pensando que tal vez había desechado demasiado pronto el registrar aquella parte. No sabía qué podía haber allí. Aguzó la vista tratando de diferenciar algo entre la negrura. Nada. No obstante, volvió a oír el mismo sonido, más claro esta vez. De soslayo, observó que Aezhel también miraba en la misma dirección.

—¿Qué hay ahí? —le preguntó ella, permaneciendo tan quieta como pudo.

El monje no reaccionó a sus palabras. Su única contestación fue dirigirse con cautela hacia el posible origen de aquel sonido. La chica lo imitó. Dieron unos pocos pasos en silencio, dejando que la canción de Djrim fuera el único sonido. No volvieron a oírlo. De repente, salido de la nada, algo se aferró al tobillo de Iviqi, que no pudo evitar dar un salto, lo que no bastó para soltarse de la presa. Agarró la empuñadura de Destello, pero Aezhel le impidió desenvainar.

—Detente —le dijo.

Sin saber si dirigirse al mentalista o a aquella fuerza invisible que le atenazaba la pierna, la joven volvió a oír el mismo sonido, más claro todavía. Era un lamento ahogado, una respiración dificultosa. Miró hacia abajo y por fin diferenció algo. Había una persona allí tumbada, con evidentes problemas. Y entre la oscuridad, el brillo intenso de unos ojos inundados en lágrimas.

—¿Allari? —supuso Iviqi, más por intuición que por lo que sus iris le mostraban.

No obtuvo más respuesta que nuevos sonidos quejumbrosos y entrecortados de aquella respiración esforzada. Poco a poco, la escasa luz de la que disponían fue sirviendo a la chica para descubrir nuevos detalles. Los marcados rasgos de la capitana fueron apareciendo. También comenzó a ver el pecho y el vientre de la amazona subiendo y bajando con tanto nerviosismo como dificultad. Iviqi no tardó en encontrar la mancha de sangre en su abdomen. Estaba malherida. El dolor debía de ser tan hiriente que no le permitía hablar. La amazona lo intentó, pero de la boca solo le salieron sonidos incomprensibles.

—Calma, calma —le dijo, tomándole la mano y ofreciéndole apoyo a su cabeza, pero sin saber qué más decir o hacer.

Sin embargo, la guerrera seguía insistiendo en comunicarle algo. Pese a las recomendaciones de la joven, se retorcía intentando vocalizar, pasando de la cara de la chica a lo que parecía un punto inconcreto de aquella terraza.

—¿Qué te ocurre? —no pudo evitar decir Iviqi, sabiendo que era inútil preguntar.

Cuando miró hacia Aezhel buscando alguna explicación, este, que podría haberle hablado a la mente, solo pudo responderle con una negativa de la cabeza. Pese a todo, Allari seguía pugnando contra su propia muerte. Su cara indicaba que apenas le quedaban fuerzas, pero ella no podía dejar de luchar. Volvió a mirar a Iviqi a los ojos. Ni siquiera en un momento así esos ojos oscuros eran capaces de perder su vitalidad.

—¿Adónde vas? —preguntó la joven cuando vio que el monje se separaba de ellas.

Ni le contestó ni hizo ruido al moverse. Y así, sigiloso como una víbora, el mentalista se introdujo en la oscuridad de aquel rincón inexplorado.

—¿Qué demonios haces ahora?

—Por favor, Iviqi, baja la voz.

—Pues deja de comportarte como un cretino.

—Hay otra amazona aquí —se limitó a anunciar el monje.

Sorprendida, la chica dirigió su mirada a Allari y comprendió que era eso lo que la capitana quería. La guerrera se agitó, quizás deseosa de conocer qué pasaba allí.

—Está viva —informó Aezhel—. Solo está inconsciente. Tiene un golpe en la cabeza, pero está bien.

Mientras Iviqi iba comunicando la noticia a la capitana, la respiración de esta comenzó a acelerarse. Primero era debido al llanto que le embargó, luego a las convulsiones y la tos. Su rostro estaba empapado por el sudor, las lágrimas y demás fluidos que se le escapaban de la nariz y la boca. Sin embargo, un gesto de alivio vistió su último semblante. Apoyada en el regazo de Iviqi, Allari expiró en paz.

La chica cerró los ojos de aquella impresionante guerrera caída, y depositó su cabeza sobre el suelo con veneración. Antes de ponerse en pie, tuvo que pasarse el antebrazo por la cara para eliminar cualquier posible resto de la emoción que con tanta intensidad había sentido. Solo entonces volvió a recordar dónde se encontraba, la canción de Djrim y el ritual con las armaduras. Aezhel se acercó a ella llevando a la otra amazona en brazos. Se trataba de Sibima, la más joven de todas. Iviqi se quitó su capa y la envolvió con ella.

—Puedes necesitarla todavía —dijo el monje.

—Me da igual —respondió la joven, depositando a la amazona rubia en el suelo.

En cierto modo, con la capitana muerta, se sentía responsable por ella. La observó durante un par de parpadeos.

—¿Qué hacían aquí? —preguntó la chica.

—Lo más seguro es que formasen parte del grupo encargado de proteger la Armadura de la Luz.

—¿Aquí? ¿En la ratonera de la Rosa Negra? ¿No se suponía que tenían que estar en el palacio de Jorel?

—No conozco todas las respuestas, Iviqi. A lo mejor su misión era venir a por la Armadura de la Oscuridad. No lo puedo saber.

La joven se quedó unos instantes escrutando la cara del mentalista, impotente por haber presenciado la muerte de una mujer a la que respetaba y no conocer los porqués. Luego devolvió su atención al hombre del pelo blanco. Seguía cantando a viva voz.

—Ha sido él —dijo—. Estoy segura.

En realidad, Iviqi nunca había visto a Allari en acción, pero sí que había compartido batalla con Dhun y Sibima. Si la capitana era la guerrera más respetada por las otras tres, la que más experiencia tenía, debía de haber sido una auténtica bestia. Solo ese Djrim sería capaz de vencerla, no le cabía duda. La chica clavó los dedos en el pretil mientras contemplaba a ese demonio de pelo blanco. Sabía que era temible, como también sabía que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse a él. Su sentido común la alertaba del tremendo riesgo mientras su ímpetu aventurero buscaba formas de vencerle.

«Madre mía», pensó.

Entretanto, la escena allí había evolucionado desde la última vez que ella la contempló. Djrim tenía ahora la cabeza descubierta y sostenía el libro hacia delante, ofreciéndolo hacia el otro extremo de la sala. Pero allí no había nadie para recibirlo. Entonces, como queriendo dar respuesta a la expectación de Iviqi, de entre dos columnas surgió una figura encapuchada. Iba cubierta de pies a cabeza con una túnica de brillante púrpura con símbolos y runas indescifrables bordados en oro. Caminaba despacio, casi arrastrando los pies.

—¿Y ese quién es ahora? —no pudo evitar hacer la pregunta.

No recibió respuesta por parte de Aezhel. La chica pronto salió de dudas, lo que tardó aquel recién llegado en situarse a la altura de Djrim. Se bajó la capucha con parsimonia, revelando el rostro de un hombre de apariencia normal, de unos cincuenta años y piel clara. Uno de esos señores que pasaría desapercibido en cualquier rincón de Melay y de toda esta parte del mundo. No obstante, había algo en él que a la chica le resultaba extrañamente familiar. Había visto esa cara antes. ¡Claro que la había visto antes!

—¿Es…? ¿Es…?

Aezhel permaneció embebido con lo que allí abajo acontecía. Pese a ello, no parecía sorprendido.

—Jorel —confirmó el mentalista.

Esa palabra resonó dentro del cráneo de la joven.

«¿Qué cuernos quiere decir eso?»

Pero ni oyó lo que su compañero le dijo a continuación, ni realizó nuevas preguntas involuntarias, pues de pronto se le ocurrió porque sí una frase clara y cristalina que ocupó la totalidad de sus pensamientos. La pronunció tal y como le vino, despacio, para sí, antes incluso de entender de qué se trataba en realidad.

Å mī, Ďałęiđ.

Cuando la joven ya pensaba que había alcanzado el mayor dolor que podía llegar a soportar su cuerpo, se topó con la cruda realidad. Tendida, con la cara estampada sobre las losetas de aquella terraza, sufría daños por todo el cuerpo. Las rodillas le ardían, la cadera izquierda sufría un hormigueo preocupante, sentía la espalda como si se hubiera vuelto del revés, y la cabeza era un cúmulo de desgracias en las que era mejor no detenerse a investigar.

Sin embargo, todo eso se quedaba en nada en comparación con el brazo derecho. Si ya arrastraba serios males desde antes, con la caída tenía la sensación de que esa extremidad ya no formaba parte de su cuerpo. Se había convertido en un apéndice inservible, hinchado, cuyo única función era martirizarla sin descanso. Pero al menos había logrado su objetivo; había escapado de aquel caserón maldito.

Unos goterones helados en la mejilla la despertaron. No sabía cuánto tiempo podía llevar allí tumbada. A sus primeros movimientos, aunque minúsculos, le siguió como respuesta un rosario de punzadas, tirones y dolores. Soltó un quejido que también se cobró su peaje en dolor. Luego lloró, pero no tanto como hubiera deseado, pues eso le trajo más dolores. Todo su cuerpo se había convertido en una catástrofe en cadena y era algo contra lo que no tenía defensa. Y mientras comprobaba lo maltrecho que estaba su organismo, la lluvia seguía mojándola con creciente insistencia. Sintió la necesidad de resguardarse.

Consciente de que solo podía levantarse realizando movimientos suaves y cortos, y que ni así lograría zafarse del dolor, Adaveia fue despegando la cabeza del suelo. Sobre ella se estaba desatando una tormenta que iba camino de convertirse en el colmo de sus desdichas. Cuando por fin logró ascender lo suficiente como para sostenerse sobre las lastimadas rodillas y la mano izquierda, no mucho mejor, pudo ver que el color del cielo era de un añil amenazante. El viento la golpeaba en ráfagas intermitentes, a veces por un flanco, a veces por otro. Incluso eso le hacía estremecerse. En menos de lo que hubiera sospechado, en el suelo de aquella terraza ya se formaban los primeros charcos. Necesitaba un esfuerzo más para ponerse en pie.

El martirio que ella misma se estaba infligiendo todavía duró un poco más, pero por fin la llevó a sostenerse sobre las dos piernas. Una vez en pie sí se permitió llorar; le seguía lastimando, pero no le importó sufrir un poco más con tal de desahogarse. Un rayo dio un violento latigazo sobre su cabeza y el trueno sonó como una explosión demasiado cercana. Esto espoleó sus ganas de buscar una posible salida de esa azotea. En su desorientación, miró hacia distintos puntos, más al azar que por poder encontrar allí el acceso que necesitaba. Entre esos puntos se encontraba la fachada de la casa de la que procedía. Fue ahí, asomado a la ventana, donde volvió a ver el rostro duro, seco, de un solo ojo, surcado por al menos media docena de marcas. Un relámpago acompañó a tan maléfica visión.

Estupefacta, Adaveia comprendió que en realidad no había permanecido desmayada por horas, como en un principio había supuesto, sino que debían de haber sido unos exiguos instantes. Ambos se quedaron paralizados observándose. Mientras tanto, la lluvia ya era el aguacero que llevaba un rato amenazando. De pronto, ese bellaco se aupó al marco con ambas manos y una pierna, luego la otra, y sin otro impulso saltó hacia la terraza. Aterrizó con una soltura insospechada, como si en lugar de salvar la distancia de un callejón acabase de bajar un par de peldaños. La reacción de la dama fue dar media vuelta y dirigirse hacia donde su instinto le decía que estaría esa puerta. Tenía que estar allí. Apenas si dio un par de pasos. Notó cómo una de las manos de aquel tipo la sujetaba por la muñeca sana y eso bastó para neutralizar la huida.

Esta vez, Adaveia sí tuvo el coraje de luchar. De cualquier forma, no le sirvió para impedir que la inmovilizase.

—Estate quieta o será peor —dijo el canalla, con una voz rugosa.

Esto no la detuvo, pese a que en su interior sabía de sobra que no tenía ninguna posibilidad.