32
Con ese gradullón hacen setenta y tres.
—¿En serio los estás contando?
—¿Tú no?
A Iviqi se le ocurrieron varias respuestas, pero prefirió guardar silencio. No sabían qué podría hallarse más allá de la puerta que en esos momentos se abría. Se encontraba por completo cubierta en sudor y empezaba a notar los primeros síntomas de cansancio en el brazo derecho y en las piernas. Pero todavía le quedaban energías para seguir.
—¿Y te has apuntado también al tipo este? —preguntó Iviqi, señalando los restos del guardián fantasmal que acababan de derrotar—. Es más bien mío.
La amazona soltó una carcajada seca.
—No me hagas reír. Solo le has hecho cosquillas.
—Cosquillas necesarias —apuntó Iviqi—. Sin mí no hubieras encontrado espacio para tu ataque.
La guerrera pelirroja la miró de hito en hito, con una media sonrisa propia de un corsario de pésimos modales.
—¿Qué te parece la mocosa? —exclámó—. Apenas a echado a andar y ya se cree que puede pelear con las mayores. Que a mí no me engañas, niña, que tu destreza tiene truco.
Señalaba a Destello. Iviqi no se mostró sorprendida por su comentario. Era verdad, al fin y al cabo. Se la quedó mirando con descaro, sonriendo.
—Ya verás cuando tenga la armadura —le respondió.
Eso pareció agradar a Dhun, que se preparaba para dar una respuesta, seguramente alguna otra bravuconada de las suyas, pero que tuvo que ponerse a cubierto. Desde el extremo opuesto de la nueva sala, llegaban flechas. Por suerte, los tiradores se encontraban demasiado lejos. Pero eran muchos, e insistentes. Una y otra se refugiaron tras un grupo de peñascos lo suficientemente voluminoso para albergarlas a ambas agachadas.
—Hay una pasarela que cruza por encima del foso y el puesto de los arqueros —dijo la amazona.
A Iviqi no le había dado tiempo a ver nada de aquello. Con la respiración todavía entrecortada, se asomó para comprobar, con no poca sorpresa, que Dhun no mentía. Tenían que atravesar la superficie de la cueva, la más llana y diáfana que habían visitado hasta entonces, y luego recorrer ese puente que sorteaba un foso. Unas cuatro cuadras en total, tal vez más. Todo bajo una persistente lluvia de saetas.
—Si hubiera alguna forma de neutralizar a esos condenados arqueros —dijo Iviqi como para sí.
—Olvida eso —repuso Dhun—. Necesitamos algo que nos cubra.
Iviqi buscó alguna respuesta, pero su cerebro no quiso cooperar.
—Podemos volver a la sala anterior a ver qué queda del escudo del guardián fantasmal —propuso la pelirroja—. Pero estaba hecho de piedra y, aunque consigamos moverlo sin dejarnos la espalda, no nos taparía del todo.
Una y otra sonrieron, cada una a su manera.
—La última opción es correr —dijo la amazona.
—Yo puedo hacer eso.
—Seguro que sí. No me mires con esa cara, mujer, yo no te culpo por ser una gallina. Si te hubieras criado entre amazonas no sería así, te lo garantizo.
—¿Nunca te he comentado lo grande que me parece tu bocaza?
—Tranquilita, novata, no vaya a ser que te cierre la tuya —amenazó Dhun.
—Yo voy a cerrar la tuya —le dijo Iviqi, apuntándola con el dedo.
—¿Con los dos pasitos de esgrima que conoces?
—No, dejándote aquí sola con tu cara de boba.
La guerrera pelirroja ya estaba ensanchado la sonrisa para responder, pero no pudo, pues Iviqi se levantó y salió corriendo al descubierto. La joven tenía muy claro su objetivo: llegar a un grupo de piedras que había localizado. No era demasiado grande, pero sí suficiente para protegerla si se tumbaba. Sabiendo que nadie la esperaba tan de improviso, corrió en línea recta a toda velocidad, trazando una diagonal que casi podría haber dividido en dos aquella sala. Cuando le faltaban solo unas cuantas zancadas, dio un salto y rodó sobre sí misma hasta quedar situada tras las piedras. Se aseguró de que no dejaba expuesta ninguna parte del cuerpo mientras escuchaba cómo las múltiples flechas que había atraído la sobrevolaban o chocaban a su alrededor.
Se pasó el antebrazo por la cara para limpiarse la mezcla de sudor y arena. El pulso y la respiración se le habían enloquecido. Miró en dirección a Dhun, quien reía como si acabara de oír la broma más graciosa del mundo.
«Maldita lunática.»
Arrastrándose hacia el otro extremo del parapeto que le ofrecían aquellas piedras, Iviqi encontró el camino hacia la pasarela. Si corría en línea recta podría alcanzarlo en un tiempo relativamente corto, pero era algo que no iba a hacer, pues todos esos arqueros estaban esperando justo eso. Debía desviar su atención todo lo posible.
«Demasiado expuesta voy a quedar mientras cruzo ese condenado puente.»
Entonces le asaltó una duda: ¿qué tal andarían de puntería esos tiradores? Miró hacia atrás. Vio a varios de los participantes asomados desde sus refugios, esperando a ver qué pasaba con ella y su peripecia. Ninguno parecía dispuesto a tomar decisiones hasta que ese momento llegara.
«Eso me pasa por lista.»
Tenía que hacer algo. La chica cerró los ojos, apoyó ambas manos contra el suelo, tomó aire y se alzó, sacando medio cuerpo por encima de la protección rocosa. Abrió los ojos con atención, observando la posición de los arqueros. Las primeras flechas no se hicieron esperar. Algunas le silbaron por encima de la cabeza, otras se estrellaron contra el suelo, siempre a más de tres codos de su posición. Otras, las que menos, fueron a morir contra el parapeto de piedras. Esas fueron las más difíciles de soportar. Entonces, cuando no había tenido tiempo ni a completar diez ciclos de su entrecortada respiración, Iviqi se tiró al suelo. Oyó cómo las saetas seguía cayendo a su alrededor mientras iba recuperando el aliento. Podía haber muerto en esa prueba, pero ahora ya sabía a qué tipo de arqueros se enfrentaba.
«No son los mejores de su promoción.»
Luchó contra sí misma por restablecer un ritmo de respiración normal, pero eso era algo que ya daba por perdido. Llenó el pecho de aire y, mientras los soltaba, abandonó rodando su trinchera. Lo hizo por el lado opuesto al esperado. Cuando se puso en pie corrió, esta vez sí, directa hacia la pasarela. Dio varias volteretas antes de llegar al puente. Cuando posó los pies en su superficie seguía entera. Comenzó a ascender la pendiente agachada, con la cabeza protegida entre los hombros. Tenía los arqueros más cerca que nunca, pero a cada paso que daba, salía del campo visual de alguno de ellos. Los proyectiles golpeaban con fiereza la piedra y silbaban por todas partes.
Ya había superado la mitad del puente cuando hubo de frenar en seco para evitar un flechazo que le habría impactado en pleno pecho. Esto hizo que perdiera el impulso; la cuesta allí era muy pronunciada. Siguió adelante aumentando las zancadas, más despacio, vigilando a los arqueros. Los tenía a menos de una cuadra. Apretó la empuñadura de Destello y, de un tajo, destrozó una saeta que iba directa hacia ella. Dos pasos más. Luego otra. Y otra. Perdió la estabilidad por unos momentos, pudiendo ver cómo apuntaba el último de los arqueros. Estaba demasiado cerca y ella no se encontraba en posición ni de esquivar ni de bloquear el disparo. Entonces pateó una piedra que había suelta en su camino y esta fue directa contra la cara del tirador.
Dos zancadas después, Iviqi consiguió alcanzar la abertura que la sacaba de aquella maldita sala. Se dejó caer al suelo, con la respiración desbocada. Estaba entera. Miró hacia atrás con la satisfacción de que saber que ya no tendría que volver a esa sala maldita. Luego volvió a mirar al frente; el cetro estaba más cerca que nunca. Podía sentirlo. Se levantó y reemprendió la carrera. Se encontraba en un pasillo irregular cuyo final se intuía unos doscientos codos más allá, tal vez más. Cuando por fin llegó, atravesó un arco pétreo e imperfecto que daba a una caverna colosal que sobrecogía por su tamaño.
Una bóveda titánica, cuajada de estalactitas puntiagudas e inmensas, algunas de ellas convertidas en columnas omnipotentes, como las patas de las criaturas de las leyendas. Pese a los derrumbes, las moles graníticas depositadas aquí y allá, y la profundidad a la que se encontraba, el espacio contenido en aquella caverna podría considerarse como abierto, diáfano. Allí dentro cabría un bosque, y una pradera, y una pequeña ciudad. La Armadura de la Luz estaba posada sobre un pedestal en un saliente, a la vista de quien por allí pasase y, a la vez, imposible de alcanzar. Iviqi dudó que fuera la auténtica. Debía de ser una especie de indicador de que el final estaba cerca, si acaso no había llegado ya.
La joven estaba sola, al menos esa fue la primera sensación que experimentó. Muy pronto comenzó a notar movimiento en la distancia. Entre las rocas, camuflados con sus colores parduzcos, grises y negros, aquellos bichos comenzaron a aparecer ante sus ojos. Estaban todas las variedades que ella había tenido que combatir hasta el momento. Incluso aparecían otros muchos tipos a los que no había visto antes. Pudo distinguir hasta tres guardianes fantasmales, protegiendo un tremendo portón que, más que cerrado, parecía directamente tallado en la roca. Pero fue lo último en lo que se fijó, pues cada vez era más consciente de que era la única participante presente. Y también de que las criaturas habían notado su presencia y poco a poco, sin correr todavía, iban desplegándose.
—Cuernos.
Pese a contar con unas patas largas como pértigas y un abdomen hinchado del tamaño de una barrica, la araña avanzaba por la red a una velocidad inimaginable. Esto volvía considerablemente más desesperada la situación de Aezhel, pegado a la tela cual mosca. El monje consiguió reunir la calma suficiente para ordenar a su espada que saliera de la vaina y llegase hasta su mano izquierda. El arma obedeció y, con un silbido, se le colocó entre los dedos. El mentalista se movió como pudo, cortando las hebras de la tela que estaban a su alcance. Pronto vio que sería insuficiente, lo que le provocó una intensa oleada de pánico como hacía tiempo que no sentía. Mientras seguía tratando de cortar la tela, se concentró en una zona sobre su cabeza, entre el monstruo y él. Proyectó sus pensamientos hasta que una llama empezó a prender. Justo a tiempo, esto hizo que la araña retrocediese pero de inmediato se convirtió en un nuevo problema: la insospechada inflamabilidad de la telaraña.
Las crecientes llamas incrementaron la angustia y las prisas del mentalista. Cuando por fin tuvo el brazo izquierdo libre, fue a cortar las otras hebras. Y lo hubiera conseguido, de no ser porque el ser reapareció por un flanco que él no se esperaba. Consiguió repelerlo golpeándole las patas delanteras con la espada. Pero su posición era muy incómoda y, para colmo, el fuego se le acercaba deprisa a la cabeza. De no llevar el pelo rasurado, ya se le habría empezado a chamuscar. Pudo detener dos nuevos intentos de ataque, pero sabía que no podría aguantar mucho más sin quemarse. Probó atacando al monstruo con un golpe psíquico. Nada; esa mente tan poco desarrollada era inmune a las artes telepáticas. Desesperado, intentó cortarle las patas, pero la piel era dura como el metal, y él luchaba desde una posición tan desafortunada que apenas podía ejercer la fuerza necesaria.
Tuvo la certeza de que solo le restaba una oportunidad para salir de aquel aprieto. Cerró los ojos y concentró sus energías, entregándose al Ojo Interior, todavía despierto y vigilante. La araña receló por un momento, pero luego se le echó encima con todo su peso. Era el momento que Aezhel estaba esperando; apretó el puño alrededor del mango y lanzó una estocada a la boca del monstruo. Consiguió atravesar la carne hasta hacer aparecer la punta por un lateral de la cabeza. La criatura retrocedió agitando las patas delanteras y las horrorosas extremidades a los lados de su boca. Se había llevado el arma consigo, en su intento por escapar. Al monje no le importó, decidido a completar su ofensiva. Concentró sus pensamientos en prender la tela que había justo debajo del terrorífico abdomen. Esto terminó de desorientar al enorme bicho, que dio media vuelta y desapareció de su vista.
Más tranquilo, Aezhel logró desenredarse, aunque todavía sufrió alguna pequeña quemadura mientras forcejeaba con la tela.
Haslor aferró la empuñadura de su mandoble y lo levantó por encima de la cabeza, en guardia, justo la misma postura que su contrincante, aquella copia perfecta de sí mismo. Los movimientos eran calcados, los gestos también, incluso las blasfemias salidas de sus bocas se repetían. El aristócrata, que todavía no comprendía del todo qué estaba ocurriendo, había decidido adoptar un rol pasivo, esperar a que esa imitación tomase la iniciativa. El problema era que portaba un espadón idéntico al suyo. El joven marqués sabía que los duelos a mandoble requerían de unos nervios templados, ya que un ataque en falso podría dejarle con la guardia demasiado baja e indefenso por demasiado tiempo. Por otra parte, si se demoraba más de lo recomendable en atacar, podría recibir un tajo del que quizás no sería capaz de defenderse. El juego de pies era fundamental, tanto para amagar como para aguantar un falso ataque.
En esas estaban uno y otro, gemelos, buscándose las cosquillas a una distancia de más de cuatro codos. Haslor probó con insultarle, pero lo único que consiguió fue recibir improperios parecidos de vuelta. Su imagen era un reflejo; su voz, un eco. Esto le desesperaba, lo que también jugaba en su contra. Estuvo a punto de lanzarse a por su rival en un mal momento, pero consiguió contenerse justo a tiempo. Entonces tuvo que retroceder ante el avance de su adversario. Solo se trató de un amago. Uno y otro seguían empatados, para mayor desesperación del heredero del marqués original. Aunque comprendía que sus propios puntos débiles eran los de su sombra, su orgullo tenía demasiado protagonismo. De modo que fue él el primero en atacar. Y falló.
Descargó el espadón en una línea diagonal de arriba abajo. El arma descendió como la hoja de una inmensa guadaña, pero fue esquivada por un rápido movimiento. Esto le dejó con ambos brazos por debajo de la cintura y medio desestabilizado por la inercia del golpe; a merced de su oponente, que no tardó en contraatacar. El aristócrata sabía que no tenía sentido intentar protegerse o huir, ya que la longitud de ese acero le alcanzaría sin remedio. Entonces dio un paso hacia su enemigo. Con esto logró quedar fuera de la mortífera zona de corte de la hoja rival. Cuando recuperó el equilibrio, consiguió suficiente impulso para alzar su espadón y lanzarlo hacia el costado de su otro yo, que ahora estaba desprotegido. Pero no vencido. El contrincante consiguió salvar el ataque interponiendo su acero, en un choque del que saltaron constelaciones de chispas. Haslor aprovechó el rebote de la espada para volver a cargar su ataque, buscando esta vez la empuñadura del rival. Su imitación consiguió bloquearlo de nuevo, pero se vio obligado a soltar el arma. Eso era lo que el heredero del marquesado original estaba esperando.
Sin embargo, el joven noble no tuvo suficiente previsión para ver venir el puñetazo que su rival le propinó en plena cara. Cayó de espaldas pensando que eso era jugar sucio, que cuando un caballero estaba desarmado debía rendirse. Sintiéndose estúpido por no saber diferenciar entre una justa y un duelo a muerte, el aristócrata trató de rehacerse. Había perdido su arma en la caída, y tenía que deshacerse de su sombra, que se le echó encima aprovechando su posición ventajosa. Este le llevó ambas manos al cuello para ahogarlo o partírselo, lo que ocurriese primero. Aturdido ante la posibilidad real de morir, Haslor recordó que todavía contaba con un cuchillo de montería oculto, apretado en la vaina a su espalda. Lo aferró con rabia y, sin pensarlo, lo descargó contra las costillas desprotegidas de su enemigo. La hoja penetró en esa criatura, real o no, hasta casi la empuñadura. Aquellas manos que le apretaban el gaznate no tardaron en perder el vigor. El falso Haslor terminó cayendo sin vida sobre el auténtico.
El hijo del marqués se sacó de encima el cadáver de esa imitación y se puso en pie sin saber si entendía o no lo que había ocurrido. Tampoco tuvo tiempo de reflexionar a fondo, ya que el duende iluminado volvió a aparecer. Sonreía y aplaudía.
—Excelente, amigo —dijo—. Ha sido un combate sensacional. Corto pero intenso. Hazme tu petición.
Haslor escupió saliva y sangre al suelo, limpió el cuchillo sobre los ropajes de su otro yo, lo guardó y recogió su espadón de entre el polvo.
—Llévame al Cetro —respondió—. Pasando por donde esté la Zorra.
Tanto las criaturas como los contendientes huían despavoridos ante el avance imparable del Cazador. Unos y otros iban desvaneciéndose a medida que la red fantasmal les atrapaba, enviándolos a algún lugar lejano o, tal vez, desintegrándolos para siempre. Ambas opciones eran igual de horribles, a juicio de Jax. El mercenario había descubierto un hueco bajo un derrumbe que le mantenía alejado del caos. Se había abierto paso a espadazos y disparos y, una vez allí, no había dejado que nadie se acercara. La única excepción fue, una vez más, aquel tipo tuerto que parecía obsesionado con él. Le llamó desde la distancia y, al ver que Jax no le hacía caso, se plantó ante sus mismas narices de un salto increíble. El mercenario no supo cómo reaccionar. Podría haberle lanzado un disparo, o al menos eso creyó, antes de que le inmovilizara ambos brazos con una hábil presa.
—¿Qué diantre quieres? —le preguntó Jax, intentando alejarse de ese ojo que le achicharraba.
—Tienes que venir conmigo.
—No. Déjame en paz.
—Cállate y escúchame. Te he visto utilizar la pistola. Voy a matar al Cazador, pero no puedo yo solo.
—¿Matarlo dices? No estás en tus cabales.
—Es la única manera. No podemos huir de él. Voy a matarlo y necesito tu maldita ayuda. Así que saca el culo de aquí antes de que te rompa los brazos y te suelte ahí en medio.
Viendo la fuerza con la que le inmovilizaba, a Jax no le cupo duda de que ese individuo cumpliría su amenaza. Se puso en pie.
—Ve afinando la puntería —le dijo el tuerto—. Vas a dispararle mientras yo lo entretengo.
—¿Qué?
—Apunta a la cabeza. Vamos.
Cuando Jax accedió a salir, no estaba ni medio convencido de lo que hacía. Entendía la lógica del plan de aquel bandido, pero no se veía capacitado. Lo que tenía claro era que no quería estar allí. Blasfemó al verse a sí mismo siguiendo las indicaciones de ese maníaco, pero salió a la vista de del Cazador. Se posicionó en mitad de aquella gruta, donde ya no quedaba nadie más que el tuerto, el monstruo y algún pobre desgraciado que no había encontrado ningún escondrijo y corría como un potro huyendo de una tormenta.
El guerrero de la cara marcada llamó al Cazador de un grito en un idioma desconocido. El mercenario intuyó que esa era la señal. Lo fuera o no comenzó el ritual para disparar. Se ancló al suelo con las piernas separadas y sujetó la pistola con ambas manos. Estaba demasiado lejos para garantizar un blanco, pero demasiado cerca para tener una huida fácil en caso de que las cosas se pusieran más feas. De ser eso posible.
«Estupendo.»
En un arranque de valentía rayano en la locura, el tuerto se abalanzó contra el Cazador. Por supuesto, no tenía ninguna oportunidad de derrotarle, pero sí que consiguió que se detuviera, moviéndose en ataque y defensa, pero siempre fijo en el mismo lugar. El tuerto estaba multiplicando sus esfuerzos, corriendo y saltando alrededor de la criatura a una velocidad inimaginable. Su técnica de combate era perfecta, sus nervios eran de acero. Jax nunca había contemplado nada igual en su vida.
—¡Vamos! —bramó el guerrero.
Jax cerró un ojo, sacó la lengua por la comisura de los labios, tomó aire, apretó el gatillo y, hasta que no hubo contado hasta cinco, no lo soltó. La enorme bola amarilla salió despedida y fulgurante, directa hacia su objetivo.
El impacto fue espantoso. El Cazador, que no esperaba algo así: había sido alcanzado en el hombro derecho. El ser cayó de espaldas, y el brazo derecho, el que sujetaba el garrote, se le desprendió del resto del cuerpo. La mala fortuna quiso que saliera despedido hacia la posición del tuerto, que no lo pudo esquivar. La extremidad cercenada, un trozo de metal candente del tamaño de una columna, golpeó al guerrero con tanta violencia que lo dejó inconsciente, inmovilizado bajo su peso. La temperatura que había alcanzado aquel brazo tras el bolazo de magma, estaba haciendo que el guerreo se quemase sin poder evitarlo. No reaccionaba.
Jax tuvo el impulso de ir a socorrerle, pero le detuvo la horrible visión del Cazador, que, aunque mutilado, trataba de ponerse en pie.