21
El Ojo Interior estaba despierto y atento, fresco, curioso, como un ratón que se ha colado en la cocina. Estaba abierto, dejando ver sus profundidades. Una parte, al menos. Cuando esto ocurría desprendía un calor y un fulgor intensos que se acentuaban cada vez que Aezhel proyectaba sus pensamientos. Estaba demostrando una precisión y una agudeza que nunca antes había experimentado, ni siquiera cuando meditaba en el Salón de la Colina, en el monasterio del que procedía. Sabía lo que eso significaba: era una oportunidad única para contactar por fin con su maestro. No debía dejarse llevar ni caer en manos de la agitación, su peor enemiga en momentos similares. Él era un meditador avezado, y aunque sabía que nunca se terminaba de controlar al Ojo, tenía en su poder las herramientas para exprimir sus virtudes: reconocer, observar, no juzgar, esperar. Si había enfrentamiento, por insignificante que pareciera, supondría su derrota. No iba a permitirlo.
Aezhel centró la atención en su respiración y la observó tal cual era, sin intervenir en su ritmo. Si era rápida, era rápida; si era lenta, era lenta. La contempló con total serenidad, en completo control de la situación. De ahí pasó a su piel, a la capa más superficial. La recorrió pulgada a pulgada por todo su cuerpo, observando su estado, sintiendo cómo la energía fluía a través de ella de las formas más diversas: temblores, pulsaciones, cosquilleos, picores. Todo a una escala tan reducida como los ojos de una hormiga. Esto le abrió las puertas de la percepción y comenzó a experimentar sensaciones más sutiles, menos comprensibles para los sentidos. Notó como había partes de su ser que se torcían, que se ensanchaban, que encogían, que de repente pasaban de un calor intenso a un frío punzante, que parecían despegarse de su propia piel y levitar lejos. Lo fue observando sin juzgar, sin pretender, sin dudar.
Una vez que la capa externa dejó de tener secretos para su consciencia, penetró en lo profundo. Pasó a centrarse en sus órganos internos, sin prisa, meticuloso. Fue inspeccionándolos uno a uno, testigo de las transformaciones que sin cesar tenían lugar en su organismo, en las funciones automáticas que le mantenían vivo. Fue órgano a órgano, vigilándolos con diligencia, comprendiendo lo que allí estaba teniendo lugar. Eso le llevó más tiempo, pero también lo terminó consiguiendo. Sabía que todavía podía llegar más allá, pues todas sus vísceras, tanto unidas como por separado, estaban siguiendo un mismo ritmo. Se lo habían contado sus maestros, lo había estudiado desde pequeño, pero, allí sentado en aquella buhardilla, por primera vez Aezhel fue testigo de la naturaleza cambiante de su ser. Se sintió bullir como si estuviera contenido en una nube de burbujas que tan pronto nacían como desaparecían. Nacían y desaparecían. Experimentó la trampa que le tendían sus propios sentidos al presentarle cuerpos sólidos. No lo eran. Tuvo la certeza de que él mismo no era más que una masa informe de partículas minúsculas que, en realidad, no existía.
Se proyectó más allá, hacia lo que le rodeaba: su ropa, el suelo, el aire de la habitación que le envolvía. Allí también encontró otras partículas que vibraban según su propia energía. Se sintió fundirse con ellas, formando a su vez nuevas ondas que se perdían en la inmensidad del cosmos. Desapareció. Y volvió a nacer.
Consultó al Ojo, siempre abierto, siempre expectante, siempre inconmensurable. Con su ayuda podría encontrar lo que quisiera, seguir el rastro que buscase, estar en cualquier parte. Solo necesitaba una indicación para ponerse tras la pista.
«Maestro, Aezhel os solicita.»
Fue larga la espera. Mientras aguardaba la respuesta, el mentalista vio como su cuerpo físico implosionaba y explosionaba millones de veces. No lo juzgó. Volvió a llamar.
«Maestro, Aezhel os solicita. Estoy muy cerca de completar mi misión.»
Una sombra de ansiedad le recorrió, pero Aezhel fue capaz de detectarla de inmediato, nítida, como un charco de sangre en mitad de un bosque nevado. La observó hasta que se marchó. Él contemplaba sus propios cambios con el Ojo. En realidad, era el Ojo quien le contemplaba a él. No, él mismo era el Ojo. Se integraron, se fusionaron, desaparecieron. Y volvieron a aparecer.
«Maestro. Aezhel os solicita. Estoy muy cerca de completar mi misión. Ha habido cambios. Necesito instrucciones.»
Entonces, en su interior se desarrolló una sensación que identificó como duda. Era poderosa. No bastaba con detectarla, había que dejarla ir. Aezhel se sumergió en la fortaleza de la ecuanimidad, y desde la protección que le daban sus torres, la observó. Tardó, pero la duda terminó disolviéndose en el vórtice junto a todo lo demás. Volvió a intentar la llamada.
Después de proyectar varios mensajes con la esperanza de que fueran recogidos por su maestro, donde fuera que se encontrase, Aezhel abrió los ojos. En esos momentos sentía cada parte de aquella habitación como si fuera propio, como si pertenecieran a un mismo ser. La vela, única fuente de luz presente en la buhardilla, titilaba al borde de la extinción. El monje, siempre consciente de su propia respiración, se puso las sandalias y procedió a atárselas a los tobillos. Ni uno solo de sus movimientos se escapaban de su conocimiento durante ese proceso. El movimiento de cada dedo, el tacto de la planta, la presión de los cordones sobre la piel. Luego se puso en pie y recorrió aquel espacio sin consentir que sus suelas realizaran sonido alguno. Tomó su capa negra y se cubrió con ella. Agarró la vaina y el alfanje que esta contenía, y se los ciñó al cinto. Abrió la ventana. La brisa de la noche le refrescó la piel de la cara y terminó de apagar la vela. Inspiró con calma dejando que el aire fresco del océano penetrase en él. Se cubrió con la capucha y puso un pie sobre el alféizar. Luego desapareció.