50

Cuando Jax encontró entreabierta la puerta de aquella tienda, sus hombros se liberaron de una carga de varios quintales. Se trataba de un establecimiento que parecía haber sido saqueado durante los primeros compases de todo aquel desbarajuste, cuando todavía no estaban siendo maltratados por aquel tifón. Las estanterías habían sido vaciadas por la fuerza y con premura. Como consecuencia de esto, el suelo se encontraba lleno de cristales rotos y restos de legumbres, harina o sal. Pero el mercenario no le iba a hacer ascos después del horror que había tenido que soportar hasta llegar allí. Si ya era complicado abrirse paso en una tormenta de ese calibre, hacerlo agarrando a una persona que apenas se sostenía por su propio pie era toda una proeza.

«No cantes victoria todavía, Jax», se dijo el mercenario, volviéndose hacia el exterior.

Lo que estaba sucediendo con el tiempo resultaba demasiado extraño y, lo que era peor, tenía todo el aspecto de ser resultado de algún tipo de brujería. De modo que hizo caso al espadachín y buscó con ahínco un sótano, o una bodega, o algún almacén profundo donde el dueño del local considerase que su mercancía estaría mejor protegida. Como parecía que la suerte quería seguir un rato más a su lado, dio con un subterráneo donde cabían los dos y que, además, se había salvado del pillaje. Había velas, sacos que podían usar como mantas y vendas para las heridas, por no mencionar la abundante comida. Faltaba agua, pero era una carencia bien cubierta con varias botellas de anís, brandy, ron y toda suerte de licores de frutas. De cualquier forma, con el aguacero que estaba cayendo, habría que borrar la deshidratación como una de las posibles causas de fallecimiento. Si el huracán o una nueva catástrofe no les obligaba a salir huyendo, podrían sobrevivir allí dentro unos buenos seis o siete días.

Jax ayudó a Xada a bajar las empinadas escaleras. La amazona, después de haber dejado de lado una parte de su orgullo, pues hacerlo del todo parecía no serle posible, resultó ser una estupenda sufridora. No se quejó ni una sola vez y colaboró en todo lo que pudo. Lo que más le sorprendió al mercenario de ella, aparte de su determinación, fue lo impermeable que era al miedo.

—Bajo enseguida —le dijo desde arriba una vez que la mujer se había acomodado en la bodega.

Iviqi no había salido de sus pensamientos en ningún momento, ni siquiera cuando peor lo estaba pasando en la calle. Viendo el cariz que estaban tomando los acontecimientos, estaba convencido de que se encontraría en el punto más caliente. Si su propia vida y la de todos en Melay corría peligro, la de ella, mucho más. Podía sentirlo. Y era descorazonador no poder hacer más.

Jax se asomó por una de las ventanas. La lluvia arreciaba, si eso era posible. El agua aprovechaba el mínimo desnivel de la calle para formar un torrente y llevarse consigo objetos varios, maderas, cerámicas, tejas y cualquier otro elemento desprendido de las fachadas y los tejados. El mercenario miró al cielo y respiró hondo. El modo en que las nubes se arremolinaban no podía ser natural. Aquello tenía que presagiar alguna desgracia. Estaba convencido de que saldría de ese local con vida. Y se sorprendió al darse cuenta de que lo que más temía de todo aquello era no volver a ver a Iviqi.

Habiéndose criado entre mazas, bolas, anillas, cuchillos y otros elementos voladores susceptibles de ser lanzados, agarrados y devueltos, esquivar una espada no resultaba una misión tan complicada. El problema comenzaba cuando el portador de esa espada era un guerrero experto con un vigor varias veces superior al propio. Iviqi necesitaba de toda su atención y agilidad para escapar de los golpes de espada mientras controlaba sus movimientos. El juego de pies, como siempre le recordaban en el circo, era fundamental. Ella buscaba con desesperación acercarse a un pilar, con la intención de que Djrim estrellase la espada contra la piedra, se desestabilizase, y ella pudiera probar con alguna patada o empujón. Tampoco lo había pensado demasiado bien; aquella lucha frenética la absorbía por completo. Mientras ella apuraba cada movimiento con todas sus energías, su adversario la controlaba a placer. Parecía quererla en mitad de la nave, esperando a que resbalase o que cometiera el mayor error posible: echar a correr. Eso supondría su fin, por tentador que se presentase. Ella ya había contemplado y descartado esa posibilidad.

De súbito, volvió un aliado que la joven había dado por perdido: la repentina jaqueca de su rival. Aezhel seguía tirado en el otro confín del edificio, pero debía de haberse recuperado lo suficiente para ayudarla. Ella agradeció la nueva oportunidad aprovechando para separarse unos pasos de su acosador. No había logrado librarse del todo, pues, como ya hubo demostrado antes, Djrim era capaz de seguir luchando incluso aquejado de esos males en la cabeza. No obstante, aquello igualaba en algo las fuerzas. Lo único que necesitaba para tener alguna posibilidad de victoria, era un arma.

Tenía dos opciones, o llegar hasta su propia espada, separada de ella por un maestro asesino y muchas varas de basílica, o arrebatarle la suya a su oponente. Una y otra vía se le antojaban, como poco, arduas. Se estaba jugando la vida en aquel duelo, pero también era cierto que de nada le valdría conservarla si Jorel completaba el ritual. Al ver que las armaduras se elevaban a gran altura, como si en lugar de metal estuvieran fabricadas de eter, la chica se decidió.

Desde que Aezhel comenzase a hurgar en la mente de Djrim, los movimientos de este habían perdido frescura y dinamismo. Se habían vuelto, de alguna forma, predecibles; aunque eso era mucho decir. De modo que, sin pensarlo demasiado, en cuanto creyó encontrar en los ataques un indicio de patrón de conducta repetitivo, pasó a la acción. Más que velocidad o precisión, lo que la joven necesitaba para dejar de fintar e ir a por él, era coraje. Adelantó un paso y se lanzó a por el brazo que sujetaba la espada. Consiguió aferrarse a él con ambas manos, tirando con fuerza hacia abajo, utilizando su propio peso. El guerrero, sorprendido por semejante cambio de actitud en su rival, cayó al suelo de costado.

Debió de ser un duro golpe, pero no bastó para que soltase el arma. En lugar de eso, el guerrero aprovechó la cercanía de Iviqi para arrearle una patada en la cara. Ella sí soltó el brazo, pero al menos tuvo el acierto de mantenerse centrada en el combate. Aprovechó el impulso para rodar hacia un lado, lejos de su oponente, lo que le libró de un tremendo espadazo que la buscaba y del que saltaron chispas. El movimiento evasivo de Iviqi no terminó ahí, sino que se puso en pie y corrió a la desesperada por la basílica; la única oportunidad de recuperar su espada. Sin mirar atrás, consciente de que su adversario era más rápido que ella, saltó con las dos manos por delante, agarró la empuñadura de la espada y, ayudada por la inercia de la carrera, tiró de ella con fuerza. Algo en su interior le decía que de ese movimiento dependía su supervivencia.

Cuando extrajo el acero de la piedra, solo tuvo tiempo para interponerlo entre ella y Djrim. Esto le bastó para detener el mortal golpe que se le echaba encima. Gracias a que su rival no esperaba que ella consiguiera defenderse como lo había hecho, Iviqi pudo lanzar el único contraataque que hasta el momento le había enseñado Jax: parada arriba, golpe en abanico abajo. Destello rasgó la carne del abdomen de ese hombre, aunque solo en la superficie. Animada por su éxito, la chica volvió a atacar, pero esta vez fue esquivada. Intercambiaron varios espadazos en los que ambos pusieron el alma. Era el momento clave, había que vaciar todas las reservas para prevalecer. Apretó los dientes, soltó un creciente grito de furia, dejó volar a Destello y golpeó como nunca lo había hecho en su vida. Sin embargo, sentía como perdía iniciativa con cada nuevo choque de las espadas. Iba a salir derrotada de aquel duelo después de todo lo que había peleado. Pese a la ayuda de Aezhel. Iba a morir a manos de ese demonio, y luego la ciudad sería arrasada.

Una explosión interrumpió esa escalada de pensamientos funestos y el enfrentamiento mismo. El portón principal de la basílica había salido volando, y por el hueco entraba la claridad y una figura alta que corría perseguida de una capa.

—¡Daleid! —exclamó Iviqi, sin poder creérselo.

El Shalthei, espada en mano, echó un rápido vistazo a la nave central, y el baile de las armaduras en el aire fue, con razón, lo que consiguió capturar todo su interés.

—Suspended este desatino, Jorel —gritó Daleid—. La Armadura del Alba me corresponde en justicia.

Si Jorel le oyó, sumido en sus cánticos, no dio ninguna señal de ello. No hacía falta ser muy entendido en artefactos arcanos para saber que el ritual se acercaba a su final. Ese preciso instante, en lo que dura un latido del corazón en mitad de una carrera, fue aprovechado por Djrim para mandar al suelo a Iviqi de una patada en la rodilla. Ella vio como, a continuación, la punta del acero rival cortaba el aire para atravesarla. Sin embargo, la chica consiguió quitárselo de encima de un raudo bloqueo. Destello no había abandonado su mano, aunque ella casi podría asegurar que así había sido.

Ajeno a ellos dos, Daleid corrió hacia Jorel enarbolando su larguísima espada, con la clara y única disposición de partirlo en dos. El guerrero de pelo blanco fue a proteger a su maestro, y en el último momento, logró bloquear la descarga del Shalthei.

—¡Vos! —exclamó Daleid con una leve pincelada de asombro en los ojos—. Vos arrebatasteis la vida a mi hermano. Que la equidad de Ntall guíe mi brazo y permita a mi acero extinguir vuestra luz.

Djrim no contestó con palabras, sino con sablazos. Las fuerzas estaban niveladas, pero el Shalthei parecía poseído por una furia terrible e insospechada.

—¡Iviqi! —llamó Daleid—. Terminad con Jorel. No consintáis que unifique las armaduras. Nuestra pervivencia se somete a su fracaso.

La chica asintió, fue a ponerse en pie, pero descubrió que esto no iba a ser tan fácil. La rodilla que le había golpeado su oponente le dolía horrores, así como el muslo y la cadera de ese mismo lado. Soltó un quejido pero consiguió erguirse. Apretó los ojos y sacó los dientes. Podía caminar, pero no correr. Delante de ella, a un par de docenas de codos, su objetivo cantaba a pleno pulmón con los dos brazos abiertos hacia el cielo y con el gesto de locura más excesivo que ella había podido contemplar jamás. Era una tortura cada vez que apoyaba peso en la pierna dañada, pero podía seguir avanzando. Ya estaba cerca. No sabía si aquello que mojaba sus ojos eran lágrimas o gotas de sudor que se le resbalaban desde la cabellera. Tragó saliva. Se frotó la cara con el brazo, lo que apenas le sirvió para secarse, y siguió adelante. Jorel ya no era más que un borrón al que se acercaba. Lo tenía a su alcance. Iviqi blandió la espada con ambas manos, la alzó por encima de su cabeza y la descargó sin remordimientos. Pero todo lo que consiguió tocar fue la superficie descascarillada de la Armadura de la Oscuridad, que justo entonces se cerraba alrededor del cuerpo de su contrincante.

Por más fuerte que golpease, por más afilado que estuviera el acero de Destello, resultaba imposible penetrar aquella pesada coraza. Desde su interior seguían resonando las carcajadas de Jorel, más tétricas que nunca, con un eco metalizado que punzaba los tímpanos sin piedad. Aunque todavía no se había completado la fusión de las dos armaduras, la desesperación se iba apoderando de Iviqi. La Armadura de la Luz seguía suspendida en el aire, pero era imposible saber cuánto tiempo duraría aquello. Con una sensación de impotencia, la joven se volvió hacia Daleid, el único capaz de ofrecer una solución. El Shalthei seguía batiéndose a muerte con el asesino de su hermano. Dada la vehemencia con la que peleaban, el final podía llegar en el siguiente movimiento, en una hora o tal vez jamás.

La chica volvió a lanzar una estocada en vano. Pese a su acabado irregular, aquella coraza no tenía fisuras. Y era recia como los cimientos de una montaña. Angustiada, optó por buscar a Aezhel, pero el mentalista permanecía quieto en el mismo lugar donde lo había dejado. Parecía inconsciente o algo peor. Eso la dejaba de nuevo sola ante la misión de acabar con aquel inabordable rival. Dio un nuevo golpe de espada, que fue, otra vez, para nada. No había solución. La Armadura de la Luz comenzó entonces a emitir un brillo más intenso, desplazándose poco a poco hacia Jorel, abriéndose para encajar con su hermana negra.

«Si no puedo dañar la grande, me cargaré la pequeña», se dijo Iviqi admirando la delicadeza de las piezas de la Armadura de la Luz.

Sin pensárselo dos veces, saltó hacia ella aullando. No obstante, se quedó sin saber si Destello sería capaz o no de romper esa armadura de apariencia débil, pues Jorel, desde dentro de su coraza mágica, le lanzó un ataque por la espalda antes de que ella pudiera ni siquiera acercarse a su objetivo.

Iviqi lo sintió como una sacudida, una descarga energética que le atravesó todo el cuerpo y le salió por las extremidades y la boca. Fue despedida por los aires como un muñeco lanzado por un niño caprichoso. Se habría estampado contra un pilar de no ser por que la fortuna quiso que pasara bajo un arco. Su cuerpo inerte se deslizó sobre las baldosas de mármol pulido hasta detenerse contra una pared, ya en la nave lateral. Su mano seguía aferrada a Destello, pero a ella ya no le quedaban fuerzas para algo más complicado que mantener los ojos abiertos. Ni siquiera eso podía hacerlo con soltura. La cabeza le daba vueltas y no sentía nada de cuello para abajo.

Desde ese momento, todo lo que vio podía ser real o una simple maquinación de su mente. Contempló a Daleid atravesando a su rival con aquella espada interminable. Vio aparecer a Sergivs y Aixa, la arquera que había conocido durante el torneo. Todos atacaron a Jorel, pero ninguno fue capaz de interrumpir la unión de las dos armaduras. Esto se completó con el resplandor más poderoso que la joven había visto en su vida. Desde ese momento, la confusión se acrecentó. Jorel derrotó sin aparente esfuerzo a los rivales que le salieron al paso. Luego levantó el vuelo, levitando primero, y disparándose después a través del techo de la basílica.

Los trozos de piedra y mampostería comenzaron a caer desde las alturas, seguidos de una incontenible cortina de agua. Luego, nada más.