9
Ya llevaban ocho combates y todos sin excepción habían tenido el mismo desenlace que el primero. Nadie había sido capaz de tocar a Vlado, que en ese momento bebía agua en su rincón, imperturbable, esperando un nuevo rival o permiso para irse a su casa a descansar. Si sudaba era por el calor del ambiente y por los bruscos movimientos que de cuando en cuando realizaba para mantener los músculos preparados. Nico el Gordo volvió a aparecer, esta vez aupado a un taburete y repitiendo las bravatas con las que ya venía acostumbrando al público.
—¿Quién va a ser la siguiente putita de mi campeón? —vociferaba.
El jaleo se mantenía con sus vaivenes pero constante, como la luz de los candelabros. Todo el mundo hablaba a la vez, a voz en grito, desde todas direcciones, con todo propósito. Y pese a ello, había suficiente comunicación entre corredores y jugadores para que las apuestas no decayeran. Aquello era una máquina de hacer oro que funcionaba a la perfección, tal y como indicaban las manos de Nico el Gordo, que no cesaban de frotarse la una a la otra. De pronto, salido de entre el caos, un hombre saltó a la arena. A simple vista, parecía estar también subido sobre un taburete, pero en aquella talla no había trampa: este individuo tenía realmente la estatura de un oso. Al solo vestir unos pantalones, quedaba a la vista la portentosa musculatura, muy al estilo de Vlado, pero con la envergadura de un titán. Habría que remontarse a las mitologías más fantasiosas para dar con alguien como él.
—¡Omgarulh! —exclamó alguien desde el público, como quien ve una aparición.
La llamada fue respondida desde otros puntos, y muy pronto ese grito fue extendiéndose por toda la Sierpe Marina, formando un coro ensordecedor.
—¡Omgarulh, Omgarulh, Omgarulh!
El tipo dibujó una media sonrisa en el rostro y, satisfecho, comenzó a recoger su larga melena en un moño.
—Pero bueno —dijo el Gordo, volviéndose hacia el recién llegado—. ¿Qué diablos eres tú? ¿El feto de un gigante?
—¿Qué te pasa, Gordo? —contestó Omgarulh—. ¿Te da miedo que te estropee el muñeco?
El dueño pareció pensarse si responderle o no. Incluso él, acostumbrado a lidiar con la peor calaña, y con el apoyo y la protección de la Cofradía, podía sentirse intimidado ante semejante prodigio de la naturaleza.
—Si te quedas más tranquilo —dijo Omgarulh—, no usaré los puños; solo las manos abiertas.
A continuación, alzó ambas manos por encima de la cabeza, mostrando sus dedos. Los asistentes aullaron, bien porque entendieron sus intenciones, o bien porque pensaron que el aspirante se estaba pavoneando.
—Vlado, dale una paliza a este pamplinas —indicó Nico el Gordo.
Y sin importarle la posible reacción de Omgarulh a esas palabras, se bajó del taburete y se retiró. El campeón se limitó a colocarse en el centro de la arena sin mudar su expresión deshumanizada. Omgarulh fue a su encuentro todavía con los brazos en alto. La campana sonó y, como ya era costumbre, Vlado subió la guardia y se sumergió en su defensa inexpugnable. Empezaron a deambular el uno alrededor del otro, estudiándose, trazando un círculo más o menos perfecto. De pronto, Omgarulh dio un paso adelante sin llegar a lanzar ningún golpe, solo amenazando. Vlado resistió con nervios de acero y consiguió alejarse sin bajar la guardia. Volvieron a la situación inicial. Un momento después, Omgarulh repitió el avance, solo que en esta ocasión amagó con un pie y se adelantó con el otro. El campeón volvió a aguantar y a salirse de la zona de su rival a la primera oportunidad. Su técnica seguía siendo impecable, pero por primera vez se le notó incómodo.
Estos movimientos se repitieron un par de veces hasta que Vlado optó por contestar con uno de sus fulminantes contraataques. Sin embargo, esta vez su derechazo fue bloqueado por la enorme mano de Omgarulh. Y su siguiente zurdazo. Y también el gancho que probó. Vlado se alejó del aspirante todavía indemne, pero sabiendo que había quedado a su merced el tiempo suficiente como para haber recibido mucho daño. Ese gigante tenía una velocidad que no le correspondía. Eso debía de estar pensando Vlado cuando Omgarulh atacó. Avanzó con una zancada larga y lanzó el brazo izquierdo. Esta vez no fue un amago y el campeón tuvo problemas para esquivarlo. No pudo hacer lo mismo con el siguiente golpe, el bueno, el de verdad: una mano abierta que le impactó en el hombro y lo impulsó hacia el público, unos ocho pasos más allá.
Lo que siguió ocurrió demasiado deprisa. Mientras la sala rugía en pleno éxtasis, los miembros del público sobre los que había caído el campeón, seguramente frustrados por haberse dejado demasiado dinero en las apuestas, se sintieron en el derecho de darle de patadas y rodillazos. Omgarulh acudió presto para salvar a su rival, como si pensase que le pertenecía hasta que no lo hubiera vencido. Vlado se levantó tan pronto como pudo y, en la confusión de la pelea, le arreó a Omgarulh el puñetazo que no le había podido dar antes. El gigante trató de devolvérselo, pero al ser varias veces esquivado, y como por la espalda le estaban machacando de lo lindo, optó por tirarle encima a uno de sus agresores; un pelele en sus manos. Aquellos no fueron más que los primeros compases de la guerra.
Jax vociferaba tanto como sus pulmones le permitían, pero no fue capaz de hacerse oír por encima del fragor. Quería cobrar su apuesta, o al menos recuperar los cobres invertidos. Sin embargo, muy pronto descubrió que eso sería imposible en medio del caos que se había desatado a su alrededor. Mirara donde mirase solo veía gente gritándose, empujándose, golpeándose. Era posible que la cerveza hubiera menguado en algo sus reflejos, pero pronto comprendió que allí estaba comenzando una batalla de todos contra todos en la que no quería participar. Cuando recibió el primer empujón ya no albergó ninguna duda. Debía ponerse a cubierto y dejar que en aquel tropel se matasen los unos a los otros de la forma que prefiriesen.
Ese jaleo le hizo pensar en Iviqi. La última vez que la había visto la había dejado sola con aquel pingajo de espadachín que, si bien no debía de representar un peligro en sí mismo, tampoco le serviría de ninguna ayuda en caso de que esos rufianes saltaran sobre ella. El mercenario se temió lo peor. De modo que se dirigió de inmediato hacia la escalera que le llevaría al piso superior. Miró hacia arriba, pero no la pudo encontrar junto a la barandilla. Había demasiada gente yendo y viniendo, demasiado movimiento. Maldiciéndose por haber tenido la idea de situarse tan cerca de la arena, tuvo que quitarse a varios borrachos de encima a empujones y patadas para abrirse paso. Tenía esperanzas de salir de allí indemne cuando vio llegar aquel taburete salido de la nada. Notó el impacto en la frente como si la cabeza no fuera la suya. Luego llegaron las tinieblas.
Atraídas por el bullicio que generaba aquel maremágnum, las amazonas se asomaron al pretil. Chillaban, señalaban con el dedo, se daban codazos entre sí y comentaban lo que veían. Sibima hubiera sido la más emocionada del grupo, de no ser porque Dhun, a su lado, tenía medio cuerpo fuera y aullaba de excitación.
A su espalda, ajena a todo aquello, Iviqi seguía sentada en su sitio, soportando el peso del techo que ella sentía que se había derrumbado sobre su cabeza. Lo que le habían contado aquellas amazonas no era un plato de digestión ligera, y ella no sabía cómo apagar el incendio que se había desatado en su interior.
—Mariposa —se decía—. Iviqi…
¿Era ella una amazona? Nada parecía tener sentido.
—Iviqi —se decía—. Mariposa. Iviqi.
—Iviqi.
—Iviqi.
—¡Iviqi! —oyó procedente de su espalda. Era Sibima—. Vamos a bajar.
—¿Qué?
—Ahí abajo se está armando una buena. Vamos a bajar a pelear un poco. A repartir unos cuantos tortazos, ya sabes. Ven, será divertido.
—Creo que me voy a quedar aquí —respondió la joven sin haber llegado a entenderla del todo—. Necesito un poco de aire.
—Como quieras. Pero espéranos aquí, ¿eh? No tardaremos mucho.
—Eso es —dijo Allari—. No te muevas, que nos queda mucho por hablar.
«Mariposa», volvió a pensar Iviqi de inmediato mientras oía como las amazonas se iban alejando.
—Nada de armas —iba indicando la capitana.
Pero eso ya le daba igual.
—Iviqi —dijo con una voz que empezaba a mezclarse en su cabeza.
«Iviqi.»
No sabía si lo decía o lo pensaba, pero aquel pensamiento no se le iba; resonaba con un eco de timbre extraño.
«Mariposa. Iviqi.»
—Iviqi —dijo una voz que no era la suya.
—Iviqi —repitió sin saber si había sido ella u otra persona.
—Iviqi.
De repente recordó que ese era su propio nombre. Volvió a la realidad buscando a quien la llamaba. Miró en todas direcciones, pero en aquella planta no quedaba nadie que no estuviera asomado a la barandilla. La chica se preguntó si no estaría sufriendo alucinaciones.
«Justo lo que necesito.»
—Iviqi —volvió a oír aquella voz, más clara esta vez, pero procedente de ninguna parte.
Se volvió, tan bruscamente que estuvo a punto de perder el equilibrio. Allí no había nadie y, sin embargo, podía oír su nombre alto y claro, tanto como si quien la llamara, fuera quien fuese, estuviera delante de ella y de fondo no existiera un jaleo ensordecedor. O como si estuviera dentro de su cabeza.
«Mil demonios, ¿me estaré volviendo loca?»
—Iviqi, tranquilízate —dijo la voz.
—¿Qué? —acertó a responder ella.
—Mi nombre es Aezhel, cálmate.
—¿Cómo que me calme? ¿Qué diablos está pasando?
Llena de angustia, empezó a buscar la procedencia de la voz. Junto a ella, varios asientos más allá, debajo de la mesa…
—Estoy dentro del local —respondió—. Si te paras un momento, podrás verme.
Iviqi se enderezó de inmediato, y se quedó muy quieta, con los ojos expectantes. Entonces ocurrió lo que menos podría esperar. Vio una cara. No podría haber dicho si cerca o lejos; solo la vio. Tan clara que era imposible que se hubiera materializado allí mismo de súbito. Pertenecía a un hombre de mediana edad, delgado, con la cabeza rapada y rasgos tan comunes que no decían mucho, a excepción de sus ojos, que eran desproporcionados y tenían un tono violeta que brillaba en la oscuridad. Iviqi se dejó caer en el taburete, vencida por las sorpresas, pero todavía capaz de comprender que aquel hombre, fuera quien fuese, no estaba allí, sino en su propia mente.
—Eso es, respira, cálmate —volvió a decir él con una claridad artificial—. Siento los inconvenientes, pero es preciso que sea así. No hay tiempo. Estás en peligro.
—¿Qué?
—Te están buscando, Iviqi. Debes huir.
La chica no conseguía articular las palabras que con tanto esfuerzo iba reuniendo.
—¿Quiénes?
—La espada que pende de tu cinto —respondió el hombre, con serenidad—. Hay un caballero que la reclama, que dice que es suya y que tú se la has robado. Acaba de entrar en la Sierpe Marina y está decidido a encontrarte.
—¡Diablos! ¿Cómo?
—Han estado siguiendo tu pista desde un bosque hace una semana. Te han rastreado hasta aquí. Hace unas tres horas, se encontraron con tus amigas las amazonas en la calle. Decidieron seguirlas pensando que tú serías una de ellas y que en algún momento os reuniríais.
La chica chasqueó la lengua.
—Pero ¿es que acaso soy la única imbécil que no me veo el parecido con una amazona?