57. La obra unificadora de Cristo

Carta a los Efesios.

También en Roma siguió siendo Pablo la cabeza de una organización muy ramificada, que abarcaba a todo el mundo. Se ve lo que puede hacer un hombre como él aun en una situación desfavorable. A todas las comunidades dé Oriente había llegado el clamor: ¡Pablo preso en Roma! Todos oran por él en sus reuniones, le escriben afectuosas cartas, le envían mensajeros para informarle sobre el estado de sus comunidades, recibir instrucciones y compartir con él alternativamente su prisión. Macedonia estaba representada por Aristarco, Galacia por Timoteo, Éfeso envió a Tíquico, Colosas a su fundador Epafras y Filipos a Epafrodito. La habitación del Apóstol era un santuario, un lugar de peregrinación para la cristiandad.

Las cartas de la cautividad pertenecen a un nuevo orden de ideas. Santo Tomás de Aquino con su fina manera sintética ha caracterizado la diferencia de cada uno de los grupos. En las cartas anteriores, Pablo ha seguido la obra redentora de Cristo en el alma particular. Este movimiento de ideas concluye con la Carta a los Romanos. Estas cartas, en cambio, consideran la redención en su totalidad, en el organismo social de la Iglesia; y las cartas pastorales, en la jerarquía de la Iglesia. La Carta a los Hebreos, la cual, aunque no de su mano, llevó a término el curso de sus ideas, se vuelve hacia el centro de la vida sobrenatural: hacia el sumo sacerdote Jesucristo. Como apóstol ambulante y fundador de Iglesias, Pablo había de ocuparse más de los hombres y sus necesidades personales. Ahora desde la alta atalaya de su vida vuelve la vista hacia la obra que ha realizado. El espíritu de lucha ha cejado. Está más viejo, más tranquilo, más maduro y más ilustrado. Sin embargo, como el lejano trueno de una tempestad que se retira, retumba todavía acá y allá un estallido de indignación (Col 2, 16-20; Phil 3, 1-6). La Roma de extensión universal despertó en él otros pensamientos, que muestran lo por venir. Ella le da enteramente la visión de unidad universal, la dirección de la mirada al todo, a lo social, a la Iglesia, al género humano, a todo el cosmos. También su visión de Cristo ha crecido. En las Cartas a los Tesalonicenses lo ha descrito como Verbo que juzgará al fin del tiempo; en el segundo grupo, como Verbo que redime y revela en el tiempo, y ahora, en la Carta a los Efesios, lo describe como al Verbo creador antes de todo tiempo.

La fórmula con que Pablo se dirige en su carta "a todos los santos residentes en Éfeso", y que nos ha transmitido la tradición, no es originaria. Muchos eruditos, como ya lo había observado Marción en el s. n, ven en esta carta la que en la Carta a los Colosenses se menciona como destinada a la Iglesia de Laodicea: "Leída que sea esta carta entre vosotros, haced que se lea también en la Iglesia de Laodicea, como el que vosotros asimismo leáis la de los laodicenses" (Col 4, 16). Parece ser que se tachó la palabra "Laodicea ", como en una especie de damnatio memoriae, en consideración a la censura que en el Apocalipsis (3, 15) se pronuncia contra dicha Iglesia (Harnack). Pero la carta lleva el carácter de una circular general, que estaba destinada, en varias copias, para varias comunidades vecinas en el territorio de Éfeso. Por esto falta todo saludo particular al principio y al fin. Los antiguos Padres sabían bien que en los manuscritos más antiguos (p. e., el Codex Vaticanas), después de las palabras: "A todos los santos", se había dejado en blanco un espacio, para intercalar el nombre de una ciudad determinada: Éfeso, Laodicea, Hierápolis. El hecho de que la Carta a los Efesios toma algunas expresiones de la Carta a los Colosenses hace presumir que ambas se escribieron casi al mismo tiempo. Ahora bien, ¿cómo se justifica el que tanto en esta epístola como en la de los Colosenses, Pablo se dirija a Iglesias cristianas que no habían sido fundadas personalmente por él? (Col 2, 1). Es el sentimiento de la responsabilidad que tiene de la unidad de la Iglesia universal. La elección de Dios ha caído sobre él; esto le da autoridad para presentarse ante todas las Iglesias.

Ninguna de sus cartas está acordada a tan solemne tono ni contiene semejante plenitud de expresión como la Carta a los Efesios. Parece ser el eco de un elevado sermón, cual debió de pronunciar también Pablo en Roma. El saludo del principio tiene la forma de un himno religioso. El autor parece hallarse bajo la mística emoción de una visión arrobadora. Con un "triple anillo nupcial de la eternidad", el Dios trino ha unido a sí el mundo y la humanidad, por medio del opus tripartitum de creación, redención y santificación. Con ello no hay que temer ya en modo alguno que el mundo sea dejado de la mano de Dios para desvanecerse en la nada absoluta, o que el hombre se desprenda definitivamente del orden salvífico de Jesucristo. Según esto, podemos distinguir en la Carta a los Efesios tres órdenes de ideas que, al no estar separados lógicamente, se entrecruzan de continuo: 1) la consagración del ser previo de la creación en su preexistencia en los eternos designios amorosos de Dios; 2) la consagración de la encarnación y redención por medio del Hijo; 3) la consagración de la comunidad en la Iglesia por medio del Espíritu santo.

Cristo no ha entrado en el mundo para un momento como un meteoro deslumbrador, ni tampoco para fundar una nueva doctrina, sino que el Padre le ha enviado al mundo, de las profundidades de la vida trinitaria, según un eterno plan de salud, para "compendiar en Él todas las cosas", para producir de su sangre un nuevo género humano, en el que debe continuar, prolongar y consumar su vida. Fue siempre el gran peligro del pensamiento humano, el hecho de que para él, el mundo lo signifique todo o no signifique nada, que se exalte hacia la divinidad o que, separado de Dios, amenace escabullirse de Él con su desaparición en la nada. Ambas ideas: la divinización del universo o la casi huida de la criatura, fueron obra del pecado. Entonces vino el Hijo y llevó hasta la perfección la gran obra unificadora. Él, el "primogénito de toda la creación" ha unido de nuevo al mundo con Dios, habiéndose convertido Él mismo en lazo de unión. Pablo ve la nueva humanidad saliendo del seno del Padre (1, 3-6), del corazón del Hijo (1, 7-12) y del Espíritu Santo (1, 13-14). Así, no es la "Idea" platónica ni el aristotélico "actus purus", que solamente se conoce y ama a sí mismo, menos todavía el "Padre original" de los gnósticos, que se yergue sobre altura solitaria por encima del universo y del "pleroma" o plenitud. No, Dios bendice su universo y el universo le canta su himno de alabanza. La causa primera de todas las cosas es el eterno amor increado. El Hijo dice: ¡Padre! y también nos hace exclamar: ¡Padre! Anteriormente los estoicos habían inflamado un sentimiento general de humanidad y lo habían fundado en el origen divino, en el padre de todas las cosas, Zeus. Pero esto no era más que filosofía abstracta, que no tomó ni carne ni sangre en ninguna personalidad histórica. Cristo, en cambio, ha establecido una ordenación sobrenatural y celestial. La cuna eterna de la humanidad está en el pensamiento amoroso de Dios y en el decreto de su libre elección. Nos bendice en el tiempo porque nos ha conocido y nos ha predestinado antes del tiempo. Jamás hemos sido una pura nada, una idea platónica general sino algo preciso y determinado en el pensamiento de Dios, algo individual y singular. Todas las bendiciones que durante los tiempos derrama sobre la humanidad no son más que la ejecución de aquella primera elección amorosa. Este estar en Dios "antes de la fundación del mundo" es el primer anillo de la creación.

Pero el primitivo orden de la creación se frustró y debe restablecerse compendiarse y referirse a su centro en Cristo. También el mundo de los espíritus recibe en Cristo su nueva cabeza por la encarnación. Con el "rescate por medio de su sangre" se inicia una nueva epopeya, una epopeya sobrenatural: la encarnación es la consagración de este mundo, la muerte en la cruz es la santificación del mismo. También el mundo material necesita esta consagración de la existencia. En ello, Dios no encuentra resistencia alguna: "es moldeable como la arcilla del alfarero. Sólo el hombre es el gran rebelde, que opone resistencia". La obra de la redención ya es difícil en el alma aislada y más todavía en los pueblos, con sus contrastes de razas y naciones. Pero "la misma poderosa fuerza que se ha manifestado en la resurrección del Hijo", también vencerá esta resistencia secular. Dios nos ha dado la prenda del Espíritu: una prueba de que jamás derogará su decisión. Pablo presenta los dos períodos de la humanidad en una antítesis poderosa: "antes… ahora", sin Cristo… con Cristo; antes, la humanidad dividida en judíos y paganos, "los próximos y los alejados", griegos y bárbaros; fustigados por los demonios, dominados por el espíritu mundanal, como los paganos, o bien en orgulloso exclusivismo y arrogancia, como los judíos; ahora, el nuevo pueblo de Dios, la humanidad unida a Cristo, la nueva Civitas Dei, presentida por Platón y descrita por san Agustín, cuyo compendio y piedra fundamental es Cristo (1, 10). La sangre de diversas razas separa los pueblos, la sangre de Cristo los une: "Antes estabais alejados, pero ahora os habéis acercado por Cristo Jesús y por su sangre". Pablo describe la obra unificadora de Cristo como un acontecimiento cósmico, super-cósmico, que "incluso impresiona a las potestades angélicas " (MEINERTZ). Cristo ha arrebatado el mundo a la desesperación. En la primera época del cristianismo empezaron ya también los pueblos del norte a andar desorientados sobre sus divinidades, presintiendo un crepúsculo de los dioses. Sin Cristo, también el mundo de hoy debería desesperar. En Él se cierra el anillo roto de la creación. Es la consagración de la existencia de la humanidad. Esta consagración de la existencia se consuma en la consagración de la sociedad.

Dios ha revelado a Pablo su "secreto", le ha revelado su plan de cómo quiere romper esta resistencia. Cristo ha creado un organismo de salvación que abarca a la humanidad, el cual es la Iglesia, su cuerpo místico visible. La redención no debe girar en primera línea alrededor del destino del individuo aislado, sino de la totalidad de los individuos. Cierto que Pablo no ignora que Cristo se entregó también por él personalmente (Gal 2, 20), mas no en tanto se trata de un individuo aislado, sino de un miembro de la humanidad incorporada a su místico cuerpo. Así como la culpa original del individuo sólo es participación de la culpa total por medio de los lazos de sangre que le unen con la cabeza pecadora de todo el linaje humano, Adán, del mismo modo sólo puede comprenderse la redención personal como participación de la redención común por medio de la unión con Cristo, cabeza de la humanidad redimida. Aquí nos encontramos en el corazón de la teología paulina. Esta idea central paulina no tiene nada de judía y es tan absolutamente nueva, que se ha tratado en vano de hacerla derivar del conjunto de dos corrientes del pensamiento ario, a saber, de la idea de organismo de la filosofía popular helenística y de la especulación indo-irania sobre un "hombre prototípico" que como alma colectiva reúne en sí todas las almas individuales. Tal como Cristo es el pleroma, esto es, la plenitud de Dios, así la Iglesia es el pleroma de Cristo, su integración social en espacio y tiempo, "la superabundancia de gracia de aquel que lo llena todo en todo". Aquí se percibe el susurro de una de aquellas "palabras originarias", de obscuro origen (quizás órfico), que suena a panteísta, pero que Pablo, como Juan al heraclítico Logos, la fuerza a dar testimonio de la infinita plenitud de Dios que se ha derramado del Padre al Hijo. En esta sobrecogedora imagen de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo de dimensiones supraterrenales radica la eficacia universal de Cristo y de su Iglesia. También aquí el estoicismo había preparado el terreno a la concepción paulina de la Iglesia, con su doctrina del mundo como cuerpo de Dios que lo abarca todo. Así como en todo organismo, la grandeza y plenitud de crecimiento se ha ido formando desde el principio, también la Iglesia debe ir creciendo hasta llegar a la "completa madurez del hombre", a la "plenitud de Cristo". Ella es la asamblea plenaria de todos los ciudadanos de Dios, el Estado de Dios, el "pueblo de Dios", que tiene su verdadero derecho de ciudadano, su ser de Estado propiamente dicho en el cielo, su lugar espiritual en la esfera de la salud de Cristo, mientras las diversas comunidades cristianas sólo son "colonias de Dios sobre la tierra". Todo lo que está separado en la tierra por la raza, la sangre, la lengua y la historia, debe permanecer conservado en sus particularidades históricas y valores positivos. Pablo, si se hubiese presentado a él el problema, hubiera dejado valer en la Iglesia en la más amplia medida las peculiaridades de cada nación y pueblo, sus idiomas y costumbres. Para él todo estaba en la igual estructura esencial interior en el Espíritu Santo. Al igual que en el primer fiat de la creación del mundo y que en el segundo fiat de la encarnación del Verbo divino, el Espíritu Santo se manifiesta también en la creación de la Iglesia como la "fuerza dadora de vida" (Dominum et vivificantem), que "del caos de la humanidad crea un nuevo cosmos". No el proyectar y querer humano, no la humana uniformidad, sino el morar Cristo en nosotros crea el igual modo de ser interior: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos nosotros". El muro de separación entre el atrio de los gentiles y el templo de Jerusalén, este símbolo sensible de la división del género humano en una casta religiosa de señores, un pueblo escogido, una aristocracia religiosa, y la gran masa de los "intocables", ha caído. Esta transformación de la humanidad en una nueva forma de ser por medio de Cristo en la Iglesia constituye el tercer anillo de boda de la humanidad.

Éste es el gran canto de alabanza del Apóstol a la Iglesia en la cual "se reúnen todas las maravillas de la redención". ¡Qué visión del futuro y que optimismo sobrenatural debió de tener Pablo para proyectar un cuadro tan poderoso de la Iglesia, en la estrechez de su habitación alquilada en Roma, en la poca importancia de los cristianos por su número escaso y su influencia! Éste es aquel optimismo divino que brilla en las palabras de Jesús: "no temas, pequeño rebaño". Esto no podía escribirlo un teólogo que por mera imitación hubiera reunido fórmulas paganas y gnósticas para crear una nueva serie de ideas, sino únicamente un enviado que hubiera experimentado en sí mismo el proceso de formación de la historia de la salvación, la transformación del hombre viejo "en un hombre nuevo" (2, 15). En la creación de este imponente complejo religioso que llamamos Iglesia, en los solícitos cuidados de Dios y de Cristo por su Esposa podemos vislumbrar algo de lo que paradójicamente podría designarse como la "angustia de Dios por su criatura", de suerte que en último término todos sus arreglos para la salvación del hombre fracasarían únicamente debido a la obstinación y a la rebeldía de éste. "En el corazón del hombre es donde se hacen y deshacen los nudos de su destino." También depende de nosotros el cooperar a la victoria de la sangre de Cristo.

De su gran visión de la unidad de la Iglesia deduce Pablo la necesidad de una práctica uniforme de la vida moral. El hombre nuevo, transformado, ha de tener también un nuevo estilo de vida. De la igual manera de ser interior ha de seguirse una nueva moral cristiana, una igual dirección fundamental, una conformidad espiritual. Todas las prescripciones morales del Apóstol en la segunda parte de la carta se apoyan en nuestra real unidad con Cristo y la Iglesia. También aquí la Stoa había preparado el camino a la ética cristiana, a la contemplación del todo desde el punto de vista cristiano por el hecho de haber invitado a sus discípulos a tener siempre ante sus ojos el gran todo con su axioma: "incorpórate en el todo".

Esta visión total del Corpus Christi mysticum nos parece fácilmente a los hombres de hoy "na amable metáfora, una locución meramente simbólica. Mas pan Pablo esta mística unidad es tan real como la unidad natural del linaje humano. Hay en el género humano una solidaridad del mal y de la culpa, y mucho más del bien y de la gracia. Esta idea de unidad fue mucho más familiar a la antigüedad cristiana y a la edad media que a nosotros. El nominalismo de la edad media tardía, que todo lo general y universal lo reducía a meras imágenes verbales vacuas de contenido, así como el positivismo, que sólo concedía valor a los hechos, aflojaron el vínculo de unidad del género humano. El lazo de unidad solidaria del espíritu es en Pablo el amor. Toda la creación del mundo e historia del hombre es, según él, un solo gran movimiento de amor que procede del corazón de Dios y vuelve al corazón de Dios. Toda la estrechez de la vida, toda la limitación humana, sólo pueden llegar a desaparecer por medio del amor. Es un pensamiento paulino el que expresa san Agustín al decir: "Si angustiantur vasa carnis, dilatentur spatia caritatis."

Por medio de esta consideración general resuelve Pablo el problema capital de su época: el problema del matrimonio y del amor sexual. "No era posible imaginarse la vida griega sin la institución de las heteras (concubinato) y sin la pederastia (homosexualidad) ". Los más nobles pensadores y estadistas como Sócrates, Platón, Aristóteles, Pericles lo aprobaban, e incluso le daban un elevado valor educativo, especialmente a la pederastia o relaciones sexuales entre varones. Pero este erotismo masculino de los griegos había introducido en la civilización helénica un desprecio cada vez mayor del matrimonio y una conculcación de los derechos naturales de la mujer. Aquí era preciso empalmar de nuevo el manantial creador de la humanidad, el matrimonio, con el primitivo manantial divino. Y así Pablo con la peculiar grandeza de su pensamiento deduce la mística sacramental del matrimonio de la mística de la Iglesia. En las palabras del Génesis (2, 24), esto es, en el informe histórico sobre la fundación del matrimonio como institución natural, Pablo ve la profecía y el modelo de algo futuro. "En estas palabras de la Escritura", dice él, "se encierra un gran misterio de sentido típico-alegórico: me refiero a Cristo y a la Iglesia". Como sea que todo lo terreno no es más que un símbolo, así las relaciones humanas entre los sexos, el hecho de que hombre y mujer formen una unidad, es un símbolo de la boda mística entre Cristo y la humanidad redimida. En la Iglesia oriental el novio recibe en la boda una corona real (repraesentatio Christi) y la novia una ramita del árbol de la vida (repraesentatio Ecclesiae). No se puede representar más bellamente esta relación tan llena de gracia entre Cristo y la Iglesia; y no se puede enaltecer el matrimonio de manera más profunda que por la referencia mística a la encarnación y a los esponsales de la Iglesia. Matrimonio, mística de la Esposa de Cristo y virginidad, todo ello se encuentra en una misma misteriosa conexión. Cuando se separa lo que Dios ha unido, lo natural y lo sobrenatural, se secan todas las fuentes naturales. Por la íntima comunión de almas de los esposos, por la mística glorificación del lazo matrimonial, Cristo dio a la vida de la mujer una nueva consagración y una nueva significación para la sociedad. De ahí también la predisposición que la mujer tenía para aceptar la nueva doctrina y su influencia en la difusión de ella. Entre los griegos a nadie se le hubiera ocurrido cantar a su fiel esposa, sino sólo a la querida, a la hetera (cortesana). Mas en el cristianismo florecía un nuevo sentimiento respecto de la esposa. En las inscripciones de las catacumbas habla por primera vez el nuevo sentido de familia y la conmovedora gratitud del esposo por el tierno cuidado de su mujer: "Dulcissimae uxorih [n. 46]. Allí no había perturbación sexual ni matrimonios mal avenidos, porque no había falta de fe, y ambos cónyuges olvidaban en Cristo su complicado yo.

Pablo no quería "sublimar" la vida sexual desde abajo, por vías psicoanalíticas, sino "espiritualizarla" desde arriba. Esto lo podía hacer únicamente partiendo del pensamiento fundamental de su doctrina de la redención, esto es, que Cristo había asumido toda la naturaleza humana, incluso con su sexualidad, y la había redimido: Quod non assumpsit, non redemit. De la doctrina de san Pablo sobre el nuevo matrimonio cristiano nació una nueva cultura de familia, que había sido ya presentida por algunos estoicos. "En un discurso apasionado recomendó el filósofo Favorino a las madres amamantar por sí mismas a sus hijos, y hay epitafios romanos que hablan de esta prueba de amor natural como de algo entonces desacostumbrado. " El cristianismo ha procurado que se abriese camino este sano impulso de la naturaleza. ¡Qué bendición, qué invitación a los deberes de la naturaleza recibió la cristiana edad media!: "en la visión ofrecida por Virgilio del niño divino que iniciaba una nueva era, y en la imagen que la Sibila tiburtina presentó a Augusto, en medio de la aurora de un nuevo tiempo: la imagen de la divina madre con el niño, que se levantaba como una salida del sol sobre el mundo" (W. PATER). Es un concepto verdaderamente elevado de la vida humana, el que Pablo anuncia en un tiempo en que la "Bestia " del Apocalipsis se disponía a arremeter contra el género humano. Hoy, que estamos bajo la amenaza del bolchevismo mundial, tenemos de nuevo mas inteligencia de dicho concepto. Produce escalofríos el poner al lado de la gigantesca solicitud del Dios trino por su criatura, según nos la describe Pablo, la opinión de un célebre astrónomo y físico: "A causa de una pequeña avería en la máquina (de ninguna trascendencia para el desenvolvimiento del universo) se formaron por casualidad algunos pedacitos de materia de tamaño indebido. Les falta el calor purificador de una temperatura más elevada o bien el frío enorme del espacio, igualmente eficaz. El hombre es uno de los resultados más espantosos de este fallo en las medidas de precaución antisépticas" (A. S. EDDINGTON, LOS nuevos derroteros de las ciencias psiconaturales). Pero, por suerte, nuestro autor no se detiene en este informe provisional de la física. Sigue adelante, y encuentra que el hombre considerado desde el exterior y físicamente es cierto que es "tan sólo un fragmento de materia astral que ha errado el camino", pero que la ciencia experimental, cuyo objeto es descifrar la escritura misteriosa de las sensaciones del ser humano, ha descubierto algo como primer componente del mundo experimental que medita sobre la verdad y cuya ansia perentoria es que las convicciones sean verdad y que jamás se cansará de preguntar: "¿Es que tus descubrimientos, tus hechos comprobados y tus conclusiones científicas, son realmente verdad?" E incluso nosotros mismos somos algo que también formula esta pregunta: "¿Cuál es la última verdad sobre nosotros mismos?" Mas si una vez hemos conocido la necesidad de la verdad como una de aquellas cosas que constituyen el ser del hombre, entonces estamos ya una vez más con san Agustín, cuyo más ardiente anhelo gira alrededor de la verdad, y de san Agustín a san Pablo no hay más que un paso. Pero san Pablo, de este ser enigmático al que importa que lo que piensa y cree sea también verdad, no conocía otra explicación sino que el hombre es una imago Dei invisibilis - una imagen del Dios invisible - una criatura del Logos eterno y recibe de parte del Dios trino y uno el último cumplimiento del sentido de su vida.

El pretoriano romano, que durante el dictado estuvo sentado silencioso en el fondo, ofreció a Pablo al fin de la carta materia para una imagen atractiva de la lucha de la vida espiritual. Con esta imagen del soldado romano con su armadura termina la carta.