4. Esteban y Saulo
Act 6, 8 - 8, 1.
Unos diez años habían transcurrido desde que Saulo había dejado la universidad y se había despedido de su venerado maestro Gamaliel. Siendo todavía un mancebo (Act 7, 58), esto es, al comienzo de los treinta años, volvióse de nuevo a Jerusalén. ¿Dónde había estado entretanto? No tenemos medio alguno para llenar este vacío, y nos vemos obligados a hacer conjeturas. Había, sin duda, vuelto a la diáspora judía, para merecer los primeros honores, y quizás a la sinagoga de su patria, a Tarso. Allí podía conocer todavía más profundamente al mundo intelectual griego, que representa tan importante papel en sus Cartas. Como le vemos más tarde en tan estrechas relaciones con el Consejo Supremo de Jerusalén, pudo también por encargo de éste haber visitado los puestos avanzados judíos, y haber vuelto con alguna frecuencia a Jerusalén. Pero su permanencia allí nunca duró tan largo tiempo que hubiese llegado a un personal contacto con Jesús. San Pablo nunca hace la más ligera insinuación sobre esto, lo cual seguramente hubiera hecho cuando se le disputó su cargo de apóstol. Además, un hombre de su condición apasionada no hubiera podido permanecer neutral o pasivo: o hubiera combatido a Jesús o se hubiese hecho su discípulo. El célebre pasaje de 2 Cor 5, 16, quiere únicamente poner de manifiesto que él ya no ve a Jesús con los prejuicios terrenales del nacionalismo judaico, sino con los ojos de la fe sobrenatural. Explica suficientemente el pasaje el hecho de que Pablo oyera de lejos hablar de Jesús y de su actividad. Por tanto, puede admitirse como muy probable que Pablo nunca conoció personalmente al Señor.
Pero, entretanto, había acontecido la cosa más grande y más importante que había visto el mundo desde el principio: el hecho de la redención en el Gólgota. Saulo, con su soberbia judía, poco se había preocupado hasta entonces de las turbulencias galileas. A este carpintero de Galilea le sucedería también lo mismo que a otros ilusos, los cuales perecieron con sus secuaces (Act 5, 36 ss). Pero esta vez, sin embargo, el asunto parecía más serio. El león de Judá había levantado su voz, y el orbe de la tierra lo escuchaba con admiración (Amos 1, 2).
Saulo había oído de lejos el ruido del trueno. Tres de sus paisanos dé Cilicia, Andrónico, Junia y Herodión, que habían estado en Jerusalén por Pentecostés y quizás habían vuelto convertidos (Rom 16, 7 y 11), contaban los terribles sucesos del Viernes Santo; otros notificaban que la cuestión del Nazareno ya no llegaría a sosegarse. Que muerto era todavía más peligroso que vivo, y que el número de sus partidarios crecía constantemente. Que éstos eran piadosos israelitas, comúnmente del barrio pobre de Ofel, los que todas las mañanas y tardes estaban en el patio interior del Templo y en el pórtico de Salomón junto a sus guías. Que últimamente hasta muchos sacerdotes de las categorías inferiores se habían pasado a ellos (Act 6, 7). Que en toda la ciudad eran queridos (4, 21) y mirados con cierto respeto. Que también el apreciado levita José de Chipre se había hecho nazareno y se llamaba ahora Bernabé. Que les había hecho donación del producto de una finca (4, 36). Cuando Saulo oyó la defección de su antiguo amigo en los estudios, ya no pudo contenerse más tiempo. Quizá le vino también una invitación del Consejo Supremo o de sus paisanos que residían en Jerusalén a entrar en lucha contra la nueva secta.
Los judíos helenistas de la diáspora formaban en Jerusalén particulares agrupaciones de paisanos o judíos de un mismo país con sinagogas propias. La ciudad estaba entonces todavía más que hoy sencillamente sembrada de tales sinagogas de dichas agrupaciones. Contábanse 480 (?) en Jerusalén, y eran sitios de oración, de predicación, de enseñanza, algunas también con posada y comodidad de bañarse y lavarse para extranjeros, así como con cárcel subterránea para cumplir los castigos impuestos por la sinagoga, principalmente el de los azotes. San Lucas menciona en los Hechos de los Apóstoles como las más importantes la de los "libertos", esto es, de los descendientes de los judíos prisioneros de guerra deportados en otro tiempo a Roma por Pompeyo y más tarde puestos en libertad, así como las de los judíos de Cirene y Alejandría, del Asia Menor y de la patria de Saulo, Cilicia (Act 6, 9). En todas estas sinagogas, especialmente en la de la agrupación de Cilicia, después del servicio religioso se disputaba mucho y con gran vehemencia sobre Jesús.
Si admitimos, según cómputo fundado, como año de la muerte de Jesús el año 30 y algunos años de intervalo para el desenvolvimiento de la joven Iglesia hasta la muerte de san Esteban, Saulo debió de haber regresado a Jerusalén hacia el año 33. Su primer paso fue sin duda a la casa de su venerado maestro Gamaliel, el cual se había vuelto cano y pensativo y ya no tenía la anterior seguridad (Act 5, 35). La ciudad ya no era la misma después de la pena de muerte ejecutada en el Gólgota. Gravitaba una pesadilla en la conciencia del pueblo y de los sacerdotes. Los discípulos del Crucificado se juntaban alrededor de un centro misterioso, alrededor de un personaje invisible, a quien nadie merecía ver fuera de los suyos. Principalmente los judíos de la diáspora, cuyo idioma era el griego, de cultura más abierta, afluían a ellos en tropel. Con esto añadióse a la Iglesia naciente un nuevo elemento progresivo, que pronto fue de importancia transformadora. Esteban, gran conocedor de la Biblia, y Felipe, honrado padre de familia con sus cuatro hijas, dotadas, como él, del don de profecía (Act 21, 9), fueron elegidos para formar parte del "Colegio de los siete diáconos", y poco después los encontramos actuando como predicadores y taumaturgos (ibíd. 6, 8, y 8, 6).
Sería un error concebir la naciente Iglesia como una organización acabada, subsistente por sí y separada del judaismo. Ella subsistía en la mera forma jurídica de una de las muchas sinagogas judías, pero sin particular edificio para el culto y con una nueva e inaudita creencia sobre el Mesías, grande amor fraterno, ágapes comunes y un culto místico y eucarístico de Jesús, envuelto en el misterio (Act 2, 42-46). Esteban llevaba muy buen camino para ser uno de los grandes adalides de la joven Iglesia. Fue la primera gran "conquista". Él fue el primero en conocer claramente y manifestar victoriosamente la significación sólo preparatoria y transitoria de la Ley mosaica y el valor definitivo y universal de la Iglesia cristiana. En él le había nacido a Saulo un adversario no despreciable.
Trasladémonos a una de las numerosas sinagogas. Sobre la entrada está escrito en arameo y griego: "Sinagoga de los de Cilicia" [n. 4]. Judíos de todas las agrupaciones de la diáspora se apiñan para entrar. Hoy es día de gran lucha. La casa está llena hasta rebosar. Ha terminado la lectura de la Sagrada Escritura y el sermón, y comienza la controversia. Pedro y Juan están observando la escena detrás de una columna. Esteban está en pie encima de un alto podio, y frente a él la figura delgada de Saulo, consumida de ardor interior. Aquí cruzan sus espadas los dos mayores adalides de la joven Iglesia. Esteban odiaba las sutilezas de la Ley, era genial y magnánimo y tomó el asunto por el lado histórico. Demostró por medio de los profetas que el Mesías había de padecer y morir y que Jesús crucificado era el paciente siervo de Dios descrito por Isaías. Un paciente, un muerto con la muerte de esclavo en el madero de la ignominia, su Mesías: ¡esto era para Saulo un pensamiento inconcebible! Aquí se levanta con ademán amenazador el "escándalo de la cruz". La intrepidez con que más tarde Pablo (Gal 3, 13) utilizó para la concepción cristiana la palabra: "Maldito el que está pendiente del madero" (Deut 21, 23), atestigua que esta palabra fue antes su más fuerte arma ofensiva. Ahora entendemos con qué fuerza Esteban y Saulo discutían entre sí como representantes de las dos más opuestas concepciones acerca del Mesías. Saulo era más agudo disputador, pero Esteban se mostró superior a él. "No pudieron resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba", y sólo les fue posible oponer la flaca palabra de la Ley: "Maldito de Dios el que está pendiente en la cruz".
Aquí Esteban se vio obligado en su polémica a impugnar toda la interpretación judía de la Ley: la Ley y el Templo son sólo una etapa transitoria en el orden de la salud establecido por Dios, orden que los rebasa muchísimo por ambos extremos. Todavía más, el enorme error histórico del judaismo consistía precisamente en que cerraba toda la perspectiva de la historia del género humano con el bloque de la Ley y el Templo, y quería suspender en su curso la misericordiosa dirección de Dios. Cuando sonó la palabra de lo pasajero del Templo y de la Ley, saltó de los bancos toda la asamblea, sintiéronse heridos en su punto más vulnerable. La escena se convierte en tribunal. Miles de puños se cierran en el aire. Esteban es arrastrado con veloz apresuramiento por las estrechas calles de las tiendas de los baratilleros hasta la sala de sesiones del Consejo Supremo o sanedrín, en el atrio del Templo, donde se hallaban reunidos en el hemiciclo los padres de Israel. No era cosa difícil torcer sus palabras. De nuevo pone la idea del Mesías en conexión con la historia de la salvación humana y termina con esa terrible acusación: "Vosotros sois los que le habéis hecho traición y dado muerte". La sala se llena de furor y rechinar de dientes. Pero Esteban está como extasiado, mirando hacia lo alto. El sumo sacerdote, el inflexible Caifas (16-32 d. de J. C), quiso proceder a la votación: ¿culpable o inocente? Saulo, que tenía el derecho de votar (Act 26, 10) y como escriba era miembro del sanedrín, estaba para echar su piedrecita en la urna, pero ya no llegó a ello. Judíos procedentes de todas las sinagogas estaban arrastrando al joven héroe a través de la sala, hacia la puerta de Damasco. El lugar de la lapidación era una rampa alta como dos hombres. Saulo corrió tras ellos y fue el único escriba que presenció la cruenta acción. El primer testigo dio a Esteban un empujón que lo derribó de bruces contra el suelo. Entonces lo colocó boca arriba. El segundo testigo le arrojó una piedra al corazón, con todas sus fuerzas, pero no fue mortal el golpe. Ahora, según la Ley (Deut 17, 7) le tocaba al pueblo. Los hombres se quitaron los mantos, para mayor libertad de movimiento, y los depositaron a los pies de Saulo. Con las últimas fuerzas que le quedaban, Esteban se incorporó. Con los brazos extendidos y la mirada dirigida a lo alto, oró así: " ¡Señor Jesucristo, recibe mi espíritu!" Las primeras piedras volaron por el aire. El mártir quedó postrado de rodillas y, mirando hacia Saulo con ojos velados por la agonía, exclamó con voz conmovedora, en medio del zumbar de las piedras: " ¡Señor, no les hagas cargo de este pecado!" El mártir quedó bañado en su sangre y expiró. Saulo estaba satisfecho. Ya se había ganado los primeros galones.
Fue una especie de linchamiento lo que aquí se practicó y de lo que tenían miedo con frecuencia los mismos sumos sacerdotes. Saulo nunca olvidó este día. Durante toda su vida le atormentó este remordimiento de la conciencia. Constantemente le tortura el recuerdo del apedreamiento de Esteban (Act 22, 20, y 26, 10; Gal 1, 23; 1 Cor 15, 9): " ¡No soy digno de llamarme apóstol porque he perseguido a la Iglesia de Dios!" Cuando en sus años posteriores recordaba esto dando una mirada atrás, debió de reconocer este día como uno de los más decisivos de su vida. Sería de maravillar el que hubiese conciliado el sueño aun sólo un momento en aquella noche. ¿Estaba escuchando en la callada obscuridad, para oír cómo afuera en la lejanía hombres piadosos y mujeres llorosas, con la madre del joven, prorrumpían en fúnebres plañidos? ¿O acalló violentamente sus remordimientos y los tuvo por sugestiones del demonio? Todavía no había aprendido a discernir los espíritus.
La muerte de Esteban fue el precio que debía pagar la primitiva Iglesia para "rasgar su envoltura nacional judía y poner en camino su vocación de hacerse Iglesia universal" y ganar a su mayor apóstol, que debía ejecutar esta separación histórica. "¡Non sine sanguineh (Hebr 9, 22). No hay gran victoria sin sacrificio de sangre. Este principio tiene también valor en el reino de Dios. Esteban ofreció este sacrificio y así fue el que dio principio a un porvenir de la Iglesia de amplitud universal. De semejantes campeones necesita la Iglesia para ejecutar "lo que todavía falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24). Dios deja a veces que perezcan sus colaboradores, pero lleva adelante su obra. Esteban, la gran esperanza de la Iglesia, ha muerto; pero la verdad no puede morir: Dios está detrás de ella. ¡Quién hubiera pensado, cuando Esteban sucumbió, que dentro del plazo de un año su matador ocuparía su lugar y llevaría su causa a la victoria! San Agustín dice una vez que Pablo guardó los vestidos de los apedreadores para apedrear de esta manera, por decirlo así, con las manos de todos. Por eso la oración del moribundo valió sobre todo para él. "Sin la oración de Esteban, la Iglesia no tendría a Pablo" (Si martyr Stephanus non sic orasset, Ecclesia Paulum non haberet, Sermón 382).