1. Formación griega
Act 21, 39; 22, 28.
Como elevada sierra con aguzados picachos que avanza con ímpetu, seductora y misteriosa hacia la llanura, derramando por todas sus laderas las aguas vivificantes, el bravío Tauro se levanta silencioso y gigantesco al fondo de Tarso. De igual manera, al fondo de nuestra suave piedad cristiana aparece también el genio de san Pablo, con su impulso apasionado, su impetuosidad de pensamiento y su profundidad profética. ¿Quién es este gigante a la sombra de otro gigante todavía mayor? ¿Quién es este atrevido introductor y organizador del cristianismo occidental? Hay dos ciudades que influyeron decisivamente en su carrera: Tarso y Jerusalén.
"Soy judío, nacido en Tarso de Cilicia". Así indica sus señas personales al tribuno romano en el acto de su prisión. Por tanto, dos corrientes de formación antigua se juntaron en él: educación judía y formación griega en la ciudad universitaria y provincial de Tarso.
¿Qué era Tarso? Un lugar de antiquísimo tráfico internacional, la línea divisoria entre dos civilizaciones: la grecorromana del Occidente y la semítico-babilónica del Oriente. Estaba situado al pie de la cordillera del Tauro, cuyas nevadas cumbres se yerguen hacia dentro de la llanura de Cilicia, como el Líbano hacia Galilea. El paso del norte (Puertas de Cilicia) lo unía con la civilización del Asia Menor; el del este, en las montañas de Amano (Puertas de Siria) con el mundo semítico oriental; mientras que por el sur el puerto lo enlazaba con los países mediterráneos. Así la patria del Apóstol yacía como en un frutero de oro en la exuberante región de Cilicia, protegida contra los ásperos vientos del norte y los piratas de levante, y sin embargo impulsaba el espíritu del despierto muchacho hacia fuera, hacia el anchuroso mundo, a aventuras llenas de colorido. Debía todavía experimentarlas. Más aún, su vida fue una única gran aventura.
Tarso era también una ciudad comercial franca, un lugar de tráfico para el comercio universal, especialmente para la preciosa madera de construcción, que se bajaba del monte Tauro. Atravesaba la ciudad el Cidno navegable, con desembarcaderos, almacenes y muelles a derecha e izquierda. Aquí vemos al joven Saulo con sus compañeros de juego, cómo hacen señas y reciben con aclamaciones de alegría a los buques que pasan, van trepando entre los cofres y fardos de mercancías y escuchan a los negociantes y mercaderes extranjeros que vienen de Éfeso, Alejandría, Corinto, Roma y España, con sus trajes abigarrados y extraños dialectos. La salvaje melodía del mar, que susurraba entre los salmos y cánticos de Israel, resonaba también en sus sueños de juventud y acompañó a Pablo durante toda su vida. El mar fue para Pablo un elemento vital para el cumplimiento de su misión en la vida, y en más de una ocasión le resultó funesto. Hallamos en sus cartas algunas imágenes del mundo del tráfico y comercio. La providencia seguramente tenía la intención de que el hombre que debía trabajar durante su vida como misionero en ciudades paganas, se educase también en una capital pagana. Como no debía haber para él diferencia entre judíos y gentiles, griegos y bárbaros, libres y esclavos (Col 3, 11; 1 Cor 12, 13), no se educó en las idílicas colinas de Galilea, sino en una rica ciudad comercial, adonde confluía la mezcla de pueblos del Imperio romano.
Hoy se halla situada la ciudad de Tarso a 20 kilómetros tierra adentro y está unida con el pequeño puerto de Mersina por un ferrocarril. Pero la fertilidad de la llanura de Cilicia es todavía la misma: ondeantes campos de trigo e inmensas huertas de frutales. Con el más benigno de los climas se junta una inagotable abundancia de agua. En otro tiempo pasaba el Cidno por en medio de Tarso; hoy corre soñador un cuarto de hora fuera de la ciudad entre álamos, plátanos y sauces llorones. Río arriba forma, como antiguamente, una magnífica cascada "de 100-120 metros de anchura, que se precipita furiosa y espumeante por encima de enormes gradas de roca y levanta grandes nubes en el aire".
El ambiente de Tarso, en que Pablo creció y vivió también más tarde, muchos años antes y después de su conversión, nos indica el influjo del helenismo, al cual en Tarso aun el judaismo de la diáspora apenas podía sustraerse, así en la escuela como en la vida. A este mundo del helenismo hemos de echar una rápida mirada, para poder entender mejor al Pablo de las cartas, la elección de sus expresiones e imágenes, así como los tonos de sentimiento con ellas unidos. Hoy está reconocido generalmente que el modo de pensar y vivir griego hizo en él notable impresión, y que por eso tuvo que haber vivido bastante tiempo en Tarso. Pensaba, hablaba y escribía en griego como si fuese su lengua nativa, mientras que Pedro, luego que misionó fuera de Palestina, se valió de un intérprete, principalmente en la correspondencia epistolar.
La idea religiosa predominante en Tarso era la idea del poder divino, del dios excelso, que se diferenciaba del dios que obra. Llamábase aquél Baal-Tarz (= Señor de Tarso) o también Zeus. La diferencia del dios excelso y del que obra era una traslación del modo de ser de los hombres al mundo de los dioses. Según la mente del oriental, la dignidad del que reina es inseparable del descanso, inacción e inaccesibilidad. Sólo por sus ministros se pone en relación con el mundo exterior, con los súbditos. Así se agregó también al Baal de Tarso una divinidad creadora, trabajadora, que era muy venerada del pueblo. Era el dios indígena Sandan, que más tarde se fundió en una sola deidad con el dios griego Hércules. Era una divinidad campestre, vestida como un labrador en imágenes y monedas, manifiestamente el genio de los antiguos pobladores campesinos. Como en todas partes, en el Oriente las principales divinidades Baal y Sandan eran divinidades de la vegetación, como lo demuestran los atributos de manojos de espigas, racimos de uvas y flores. El culto de Sandan-Hércules llegaba a su apogeo en la fiesta anual de la hoguera. La imagen del dios era llevada en procesión por la ciudad sobre una suntuosa carroza, y después quemada. Era un símbolo de la vegetación, que muere bajo los rayos abrasadores del sol de verano y resucita a nueva vida con el despertar de la naturaleza. A la solemnidad de la muerte seguía la fiesta de la vida, en la cual se celebraba triunfante la resurrección del dios y se entregaban a desenfrenados excesos. Todavía hoy existe frente a Tarso una gran construcción de aspecto sombrío, llamada por el pueblo "tumba de Sardanápalo", el legendario fundador de la ciudad. Según otros, se trata de los cimientos de un templo de Júpiter, probablemente el lugar donde se celebraban aquellas orgías paganas.
Pensativo pudo haber estado a solas el joven Saulo, cuando anualmente, hacia el tiempo del solsticio de verano, las llamas enrojecían el cielo nocturno y una salvaje multitud, gritando y lamentándose, arrojaba la imagen colosal del dios en medio de las crepitantes llamas. Y cuando los compañeros paganos le contaban al día siguiente las fiestas nocturnas, veía, profundamente compadecido de estos gentiles ignorantes, la sublimidad del Dios de Israel. Más adelante Pablo pudo haber utilizado este barrunto, existente en la naturaleza humana, de un misterio del morir y resucitar, barrunto que creó siempre nuevas formas de expresión en las religiones antiguas, como punto de contacto para mostrar a los gentiles que sus obscuros presentimientos se cumplieron mucho más magníficamente en la muerte y resurrección de Cristo. Con frecuencia pasaría Saulo junto a la estatua de Sardanápalo; trataría de descifrar la inscripción asiría y no pararía hasta que alguien le tradujera: "Caminante, come, bebe y pásalo bien, que todo lo demás no vale la pena" (Estrabón 19, 5). ¿No sería esto un recuerdo de su juventud, cuando usa una expresión parecida de Menandro (con reminiscencias de Isaías 22, 13), en su primera Carta a los Corintios (15, 32)?
Pablo nos muestra con frecuencia en sus cartas que era conocedor de los misterios del paganismo. En Tarso, cuando chico, habría tenido ocasión de ver cómo eran presentados al pueblo los iniciados en el culto de Isis, vestidos con la túnica celeste. Los iniciados, que aspiraban a la divinización, se envolvían con la indumentaria de la divinidad; si, por ejemplo, el dios era representado bajo el símbolo de un pez, se vestían de esta manera. Esta mística de la indumentaria se refleja quizás en la extraña expresión "vestir de Cristo", que no ha podido aclimatarse en nuestro lenguaje religioso porque pertenece a otro ambiente cultural. Pero para ser comprendido de los paganos, Pablo debía usar tales medios de expresión. Además, cada vez que por medio de una comparación con la manumisión de esclavos intenta Pablo hacer comprender a sus discípulos la redención o rescate efectuado por Cristo, se basa también aquí en el recuerdo de la ceremonia que tantas veces había presenciado en su juventud [n. 1]. El esclavo iba previamente al templo para depositar allí el dinero que había estado ahorrando para su propio rescate. Luego volvía al templo acompañado por su amo, el cual recibía la suma y a cambio de ella entregaba el esclavo.a la divinidad. El dios dejaba entonces en libertad al esclavo, por lo que este último venía a ser un "liberto del dios" (cf. 1 Cor 7, 22).
"Soy de Tarso, ciudad no insignificante." ¡Esto suena a orgullo genuinamente griego de su ciudad nativa! Tarso disputaba a Alejandría y Atenas la palma de la cultura. Acudíase a ella en busca de preceptores para los príncipes imperiales de Roma. Una ciudad de tan eminente cultura no podía dejar de influir en la formación de la personalidad espiritual del Apóstol. Aquí reinaban espíritu griego y lengua griega, ley romana y rigor de la sinagoga judía, manera de vivir helénica y ejercicio de deportes, hechicerías y misterios orientales con su vaga conciencia de la necesidad de redención: Algunos decenios antes el célebre Cicerón había sido gobernador de la provincia. Cuando Pablo era todavía un chico, se podía ver todos los días en Tarso a un anciano, venerable profesor, del cual la gente decía al pasar: "Mira, ése es el célebre Atenodoro, el maestro y amigo de nuestro emperador Augusto." Este Atenodoro era hijo de un aldeano de las cercanías de Tarso y había sido discípulo del gran Posidonio. En Apolonia del Epiro, el joven Augusto solía sentarse a sus pies, y fue un fiel amigo de su maestro hasta la muerte. Éste a veces solía decir las verdades a su imperial amigo, aconsejándole el comedimiento y la templanza, y, según se dijo, en una. ocasión lo preservó de un gran escándalo conyugal.
Atenodoro pasó los últimos veinte años en Tarso, organizó un severo régimen ciudadano y promovió un gran interés por la enseñanza. "Sus conciudadanos le edificaron un templo como los que se erigían a los héroes (heroón) y cada aniversario celebraban un banquete fúnebre en su tumba". Sus principios éticos podrían hacer honor a cualquier moralista cristiano. "Has de saber que no te verás libre de tus pasiones hasta conseguir no pedir nada a Dios que no se lo pudieras solicitar públicamente." "Para todo ser humano su conciencia es su Dios." "Compórtate con los hombres como si Dios te viese y habla con Dios como si te oyeran los hombres." ¿Es una mera coincidencia que la palabra conciencia, introducida por Atenodoro como norma moral en la ética, aparezca tan a menudo en las cartas del Apóstol? Conocemos los pensamientos de Atenodoro solamente a través de Séneca, que era su gran admirador y que tomó de él la valorización de la conciencia al escribir: "En nosotros hay un santo espíritu que observa y vigila nuestros pensamientos, buenos y malos." "Si haces algo honroso lo puede saber todo el mundo; pero si haces algo vergonzoso, ¿de qué te sirve que no lo sepa nadie, si lo sabes tú mismo? ".
Pablo no tuvo necesidad de realizar altos estudios literarios para llegar a conocer las sentencias de Atenodoro. A lo largo de las sombreadas avenidas del Cidno, oradores públicos, estoicos y cínicos, discutían sobre filosofía, ética, religión; y el joven Pablo, en su camino hacia la escuela o la sinagoga, los habría escuchado alguna vez. En su permanencia posterior en Tarso, probablemente discutió incluso con tales oradores. Así Pablo pudo aprender de los predicadores cínicos ambulantes alguna frase y algún giro en su peculiar manera de hablar. Un detenido estudio de las cartas del Apóstol nos lleva a la consecuencia de que él podía utilizar tanto el lenguaje elevado como el plebeyo de su auditorio griego, pero sin pertenecer a ninguna escuela determinada [n. 2]. Con toda su piadosa unción y colorido, que recuerda el estilo de los Setenta (trad. griega del Antiguo Testamento), tomó del lenguaje corriente de los judíos helenistas que le rodeaban, así como también del lenguaje de los eruditos, todos los elementos que le sirvieron para poder expresar con claridad sus trascendentales pensamientos (Nágeli, en Banhoffer).
Que Saulo en su juventud se interesó también por los juegos de lucha y las paradas militares, muéstranlo las imágenes por él empleadas del que corre en el estadio, del premio de la victoria, de la carrera triunfal, de cacerías, de centinelas romanos. También las imágenes del régimen judicial descubren que ha pasado Su juventud en una gran ciudad, mientras que los Evangelios reflejan más la vida campestre y aldeana de Palestina.
Tarso era en algunos respectos una ciudad conservadora y seria, de disciplina y austeridad moral. En las frívolas ciudades jónicas "las mujeres iban por la calle medio desnudas y con mirada provocativa. En Tarso no salían sin ir cubiertas con un velo". La costumbre de que las casadas llevasen velo fue tomada de los persas, que en todo lo referente a las costumbres eran los que daban el tono. El velo, que resguardaba a la mujer de la mirada ajena, formaba alrededor de ella como una muralla de protección. Era el símbolo de que estaba bajo la autoridad y protección del hombre. La dignidad de la mujer estaba representada por el velo. Con el velo en la cabeza inspiraba respeto. Pablo estaba acostumbrado a esto en su patria; por esto escribe a las mujeres de Corinto, las cuales no usaban velo: "Entre nosotros no se conoce esta costumbre" (1 Cor 11, 10 y 16).
Tarso no carecía de recuerdos románticos y éstos probablemente habrían ocupado el espíritu del joven. En la parte baja de Kataraktes se señala el lugar probable en donde Alejandro Magno estableció un campamento, después de haber atravesado las montañas para perseguir al rey de los persas Darío. Alejandro, acalorado, se zambulle en las aguas del Cidno, refrescadas con los deshielos del Tauro, al igual que más tarde Barbarroja lo hace en otro río de las montañas de Cilicia. Poco después se vio acometido de fuerte calentura y los médicos no sabían qué hacer. Únicamente un tal Filipo, discípulo del célebre Hipócrates, se brindó a curar al rey mediante un brebaje. Pero el general Parmenio avisó por carta y puso en guardia ante el veneno, por si Filipo había sido sobornado por Darío. El rey, con rapidez y decisión, tomó la copa con una mano y la apuró de un trago, mientras que con la otra presentaba al médico la carta delatora. Esta grandeza de ánimo salvó la vida al rey; de otra manera la historia universal hubiese cambiado de rumbo. No hubiera existido ningún helenismo ni la cultura universal griego-oriental que preparó el camino al cristianismo. Esto sucedió en Tarso. Y precisamente en este sitio nació ahora el hombre que, salvado por la misma osadía de su fe, debía recorrer el mundo como apóstol para predicar que el único medio de salvación está en la fe. Es también muy probable que su padre, con aspavientos puritanos, hubiera contado en más de una ocasión al joven Pablo las ruidosas fiestas celebradas en Tarso, cuando toda la gente salió en tropel a la calle para contemplar la llegada de Cleopatra, reina de Egipto, que, vestida de diosa Afrodita y rodeada de amorcillos, en su suntuosa nave remontaba el Cidno, dispuesta a cautivar el corazón del romano Marco Antonio, cual nueva reina de Sabá (41 a. de J. C.).
El mundo exterior del joven Saulo era, por tanto, el de la cultura griega, de la lengua universal griega y del municipio griego (polis hellenis), este singular instrumento colonial en el cual Alejandro basó su plan para la conquista y penetración del oriente con el espíritu griego. Al soplo de este genio y por el talento organizador de sus sucesores, los Ptolomeos y Seléucidas, florecieron grandes ciudades y altas escuelas, como Rodas, Tarso, Antioquía y Alejandría, Tolemaida y Tiro, Ascalona y Gaza, Gadara y Gerasa. En todas las ciudades pululaban maestros y artistas del decir y predicadores de sabiduría, los cuales, como en el primer tiempo de la edad media los profesores y escolares vagantes, iban de lugar en lugar y daban lecciones en poblaciones extranjeras. Este mundo intelectual, moral y artístico existía en todas partes y en todas partes era de actualidad. Nadie podía sustraerse a su influjo. Y el hombre que había de escribir más tarde: "Examinadlo todo, y retened lo que es bueno" (1 Thess 5, 21), se acomodó ciertamente a él ya muy pronto.
Esta comunidad griega con su rica vida intelectual se había hecho desde los Escipiones aliada de la Roma dominadora del mundo, la cual con el derecho de ciudadanía romana procuraba romanizar al helenizado Oriente y formar una elevada clase social afecta a Roma en todo el Imperio.
"Yo poseo el derecho de ciudadanía romana por nacimiento." La familia de Pablo poseía ambas cosas: el derecho de ciudadanía de Tarso y el de Roma. Pues el primero era condición preliminar para el último. Sabemos hoy que el vecindario de Tarso constaba de asociaciones de parentesco y gremios profesionales, los cuales, a semejanza de las ciudades medievales, tenían sus propios templos y prácticas religiosas. Los judíos principales, que podían pagar a lo menos 500 dracmas, recibían el derecho de ciudadanía y tenían parte en la administración municipal. No había separación rigurosa entre judíos y gentiles, estaban unidos por los intereses comunes del estado y de la ciudad, y hacían oración, aunque separados, por el bien de la ciudad y del emperador. Pablo, por tanto, no procede de la judería. Esto nos explica su espíritu abierto al mundo, su franqueza con los gentiles y su lealtad al estado, que le hace hallar tan amistosas palabras y exhortaciones a la oración por los sostenedores del poder del estado. El ciudadano romano pertenecía a la nobleza inferior y llevaba el nombre y prenombre del protector a quien era deudor del derecho de ciudadanía. El que Lucas no mencione el prenombre de Pablo le hace aún más fidedigno desde el punto de vista histórico, pues en las ciudades griegas los ciudadanos romanos nunca se llamaban con sus prenombres. Pablo para sus paisanos fue siempre sólo Pablo, pero en su casa, en la familia, llevaba, como todo judío, su nombre hebreo sagrado: Saulo, esto es, el suplicado.
Las ciudades griegas se diferenciaban de las romanas por una mayor anchura para el desenvolvimiento de la libre personalidad, por su franqueza en el trato con los hombres y facilidad para admitir influencias de cultura extranjera. Aquí podía Pablo ensanchar su mirada. Veía que no todo en el paganismo era manifestación de decadencia. En este aire libre hubo de ir creciendo el futuro predicador de la libertad cristiana, cuyo fuerte soplo percibe todo lector de las cartas de san Pablo: de la "libertad que Cristo nos ha dado" (Gal 5, 1). Aquí tomó Pablo aquel rasgo de su ser por el cual estaba como predestinado para anunciar una religión levantada sobre todas las razas y clases. Más todo esto se hallaba todavía latente en él. Había de venir sobre él algo mayor, una segunda y más elevada hora de nacimiento para separarle del seno materno de la sinagoga y quitarle la estrechez de ánimo nacional judía. Como quiera que fuese, estaba extraordinariamente bien preparado para el blanco de su vida: derribar el muro de separación entre judíos y gentiles. "Me he hecho como judío para los judíos", y así fue heleno para los helenos. "Me he hecho todo a todos" (cf. 1 Cor 9, 20 ss).
No hemos podido presentar sino algunos de los rasgos más importantes de la vida cultural helénica de Tarso, para explicar el carácter griego que tuvo el curso de formación del futuro apóstol. Lo que Dios ha dado al hombre en dones de naturaleza, lo que éste ha alcanzado por la educación y el ambiente, puede servir, en un estado purificado de la gracia e inspiración, de elementos constructivos de un mundo de ideas más elevadas y sobrenaturales. No es necesario suponer que Pablo, conscientemente, hubiese tomado prestado algo al grecismo. Un espíritu tan despierto y enriquecido de tan diversas prendas naturales tomó y elaboró en sus más tiernos años muchas cosas de las que más tarde no podía darse cuenta. El hombre que en la Carta a los Romanos trazó una imagen tan drástica del paganismo, que con advertencias hechas cuando se ofrecía ocasión mostró con cuánta perspicacia lo observaba todo, no anduvo por el mundo con timideces. A la vista del prodigio de esta vida verdaderamente grande no podemos sino detenernos y asombrarnos de cómo la naturaleza y la gracia se entrelazan para tejer uno de los más notables seres humanos. "Pablo mismo reconoció más tarde en toda su conducta, adorando a Dios por ello, un milagro de la divina providencia" (Gal 1, 15). Con mirada retrospectiva podemos afirmar que Tarso parecía destinada a producir al hombre que debía recibir el testamento de Alejandro Magno, de unir espiritualmente el oriente con el occidente; y además, cumplir la profecía del Señor: "Vendrán muchos del oriente y del occidente para sentarse a la mesa del reino de los cielos, junto a Abraham, Isaac y Jacob" (Mt 8, 11).