8. Bajo la nube
Act 9, 20-30 Cf. Gal 1, 11-12, 16-17; 2 Cor 11, 32-33.
Hubo un tiempo - y es de esperar que haya pasado para siempre- en que se vio la antigüedad cristiana en una luz falsa, gloriosa, artificial. De los santos se hizo una especie de gabinete de figuras de cera de Dios. II moderno sentido de la realidad ha roto con esta leyenda, que forjada buscando edificación pero a costa de la verdad y con grandes dosis de cursilería. También san Pablo, según tales fábulas, habíase convertido instantáneamente de malvado en un santo exento de pecado, que en un momento, sin ninguna preparación, conoció toda la verdad cristiana y al día siguiente, después de su curación, se presentó como apóstol. Semejantes "milagros de la gracia" son fantasías y producen una imagen enteramente falsa de las obras sobrenaturales de Dios.
Sobre los sucesos de los años siguientes hay aparentes discordancias entre la relación de san Lucas y las indicaciones del Apóstol mismo en su Carta a los Gálatas. En este punto aparece evidentemente una laguna en los Hechos de los Apóstoles. "Algunos días" (9, 19) no bastan para preparar una profunda actividad misionera. Tampoco es probable que Pablo diese comienzo a ella inmediatamente después de su conversión. Esto cuadra poco con lo que sabemos de las grandes almas que después de su conversión han transformado el mundo. ¡Pensemos en san Agustín! Necesitan una pausa para tomar aliento. Han de procurar ordenar las nuevas impresiones y la multitud de ideas, necesitan tiempo para apaciguar el tumulto de sus sentimientos y unir su alma con Dios en la soledad y el silencio.
Quien algún día tiene mucho que manifestar, suele permanecer callado.
Quien algún día tiene que encender el rayo, debe ser por mucho tiempo nube.
(NIETZSCHE)
Un hombre reservado, interior, no habla de buena gana de los secretos de su alma. ¡Cuán difícil era mover a san Ignacio a ello, y cuan escaso de palabras era entonces! También san Lucas pasa en silencio este espacio de tiempo. O nada sabía de él, o san Pablo no habló con él sobre el mismo, sino en la más estrecha confianza. La observación "después de mucho tiempo" (9, 23) parece indicar la laguna de tres años. Afortunadamente, Pablo, más tarde, se vio obligado, por las acometidas de sus adversarios, a levantar algo el velo. "Desde entonces no me aconsejé con la carne y sangre" (cf. Mt 16, 17), esto es, con mi humana capacidad natural, o con mis amigos. "Tampoco subí a Jerusalén." ¿Qué haría allí? La impresión de su furia anterior estaba aún demasiado fresca. Su posición respecto de los Doce hubiera sido sumamente delicada y respecto del sanedrín sencillamente peligrosa para su vida. "Sino que me fui a Arabia."
El término Arabia designaba entonces un concepto muy vasto y comprendía toda la península arábiga hasta Damasco, más aún, hasta el Éufrates. El centro lo formaban el reino de los nabateos, Arabia Pétrea, con los célebres centros de caravanas: Petra, el salvaje y romántico nido entre montañas; Gerasa (hoy Dscherach), cuyas ruinas de la época helenístico-romana causan admiración; Ammán Filadelfia, la actual capital de Transjordania, Basora en el Haurán y Homs (Emesa). El jeque de los nabateos, Aretas, estaba enemistado con el tetrarca Herodes Antipas, porque éste había repudiado a su hija y se la había devuelto, por culpa de Herodías (FLAVIO JOSEFO, Antigüedades, 18, 5, 1). Allí se sintió san Pablo seguro de los esbirros judíos, y esto pudo también haber dirigido sus pasos a dicha región.
Aleccionado por los más extraordinarios aunque reales hechos que acababan de sucederle, lleno de las experiencias y enseñanzas adquiridas en el trato con los cristianos de Damasco, y cargado también sin duda con su Biblia, que en todas partes llevaba consigo, si era posible, vemos al hombre solitario, en su traje oriental de beduino, con el vestido blanco de muchos pliegues, el cinto de cuero y el pañuelo de color en la cabeza (keffiye), en su viaje por los montes yermos, pelados, pardos y rojizos, que más tarde atrajeron a tantos ermitaños y estilitas. El desierto fue siempre la madre que nutrió a los grandes profetas y a los eminentes predicadores, como san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo. Aquí san Pablo tampoco hubo menester el cuervo de Elias. Fuele fácil ganarse la vida. "Pues aquí -escribe un conocedor del país-, como en muchas otras partes del oriente, florecía el oficio de los tenderos, los cuales tenían que suministrar todo lo necesario respecto a las tiendas de campaña para los miles de nómadas del vecino desierto. Vendían aquí en las montañas los beduinos el negro pelo de cabra a los tejedores de telas bastas. Éstos los transformaban inmediatamente en espesas cintas y cordones y de éstos en aquella tela impenetrable igualmente al sol y a la lluvia, de la cual los nómadas del desierto construyen sus casas movibles desde hace miles de años. En las lindes del desierto hay un sencillo telar; los largos cordones están sujetos a estacas de madera, y delante del telar el tejedor, que ordena las cintas negras entre las cuales hace volar la lanzadera de un lado a otro". Sólo una vez, en un viaje con mis compañeros, gocé en este yermo sin árboles de la maravillosa vista de un terebinto colosal, bajo cuyas extensas ramas hicimos descanso. Pronto se nos asociaron beduinos que vagaban por aquellos contornos. Así también san Pablo, bajo el protector toldo de ramas de semejantes patriarcas del yermo de muchos centenares de años, pudo haberse dedicado a sus meditaciones y conversado con los hijos del desierto sobre lo que entonces colmaba su corazón hasta hacerlo rebosar. Este tiempo de casi tres años de ejercicios espirituales fue el más contemplativo y el más feliz de su vida.
Aquí comenzó bajo la dirección del santo pneuma, del espíritu de Jesús, aquel gran proceso de refundición en el alma de Pablo, que él indica en si Carta a los Filipenses (3, 7-11): "Todo lo que en otro tiempo consideré como ganancia, lo he tenido por pérdida por amor de disto. Todo lo juzgo como pérdida en comparación del conocimiento de mi Señor Jesucristo, que todo lo sobrepuja, por cuyo amorío he sacrificado todo." ¡No que se le hubiesen abierto propiamente puertas nuevas! Antes bien, la extraordinaria condición de su espíritu le hacía predispuesto a lo que estremece, a lo que pasa una sola vez. Pues fue arrebatado por la revelación de Cristo hasta el último límite posible. Este proceso de refundición debió ser de género emocional e intelectual, conforme a la división en dos partes de la vida del alma humana.
El cambio de dirección de su vida de emoción llámalo Pablo "revestirse de nuestro Señor Jesucristo" (Rom 13, 14) o la apropiación de los asentimientos de Jesús" (Phil 2, 5). La elevación de su estado espiritual trajo consigo una suprema claridad. A la seguridad a que se inclinaba en virtud de toda su índole natural, añadióse ahora la nueva seguridad de la fe sobrenatural y de la conciencia de su vocación, fomentada por Ananías. A esto, además, se asoció poco a poco una tranquilidad segura de sí misma y una ternura (Phil 4, 5) que estaba muy lejos del rígido aislamiento del fariseo. Nada de sus dotes naturales y de la posesión adquirida se perdió: ni la amplitud y profunda visión profética de su espíritu, ni la sutilidad de su inteligencia formada en la Ley, ni la excitabilidad de su ánimo, ni la inconmovible consecuencia de su carácter, ni la prodigiosa pujanza de su voluntad, herencia de muchas generaciones. Los intereses terrenos se le desvanecieron, pareciéndole un brillo sin substancia, a la vista del nuevo ideal de vida, que excluía como irreligiosa toda otra conducta fuera del amor abnegado y servicial. En una palabra: los supremos intereses del alma religiosa ardían como una viva llama.
Junto con esto ha de tenerse en cuenta la transformación de su mundo espiritual, en el cual se dibujan cada vez con más claridad los perfiles de lo que los especialistas designan de un modo algo esquemático y escolástico como paulinismo o teología paulina, pero que él mismo llama con preferencia "mi Evangelio", que no es obra de hombres, ni lo ha recibido de un hombre, ni lo ha aprendido por instrucción (Gal 1, 12), esto es, su "conocimiento del misterio de Cristo" (Eph 3, 4-5), es a saber, su conocimiento del plan universal de salvación dispuesto por Dios. No que él tuviese un evangelio esencialmente diferente del de los demás apóstoles; pues de ser así, habría sido expulsado de la primitiva Iglesia. Pero él lo anunció con una energía, consecuencia y fuerza de palabra sin igual, con un sello personal, y lo introdujo en el mundo de las ideas helénicas. En el proceso de esta metamorfosis de su conocimiento religioso sobresalen por encima de todo dos cosas: su nuevo concepto de Cristo y su nueva idea de la fe.
La nueva imagen que el Apóstol se formó de Cristo se conexiona íntimamente con la experiencia que tuvo de Cristo en Damasco. Ya de su tiempo farisaico, Pablo había traído consigo un conocimiento histórico bastante exacto de Jesús y de su condición personal. "Yo soy Jesús, a quien tú persigues." ¿Cómo se puede perseguir a quien y lo que no se conoce? "Duro es para ti dar coces contra el aguijón." Este aguijón no puede haber sido la celestial aparición. Pues en aquel momento su resistencia había sido ya quebrantada. Por tanto, ya mucho tiempo ha de haber llevado en sí el aguijón. ¿Cuánto tiempo? El odio reúne todo el material contra el odiado, así como lo habían hecho los fariseos viviendo Jesús. Desconocimiento no podemos suponer en un hombre como Saulo. Un investigador moderno hasta sospecha - si con razón, no lo discutimos - que Saulo había estado con los sacerdotes judíos al pie de la cruz de Jesús, y quedado profundamente satisfecho; pero que había recibido también una indeleble impresión de la muerte de Cristo. Que entonces ya se le había clavado el aguijón en el corazón, como a aquel centurión pagano que declaró (Mc 15, 39) ser la muerte de Cristo como la de un hijo de Dios, concepto muy difundido en el mundo pagano de entonces. Que por esta suposición recibe completa vida aquel pasaje de la Carta a los Gálatas (3, 1), donde el Apóstol dice que él había pintado ante los ojos de los gálatas a Cristo en la cruz. Como quiera que sea, la metáfora del aguijón es en este caso un ejemplo especialmente intuitivo de la gracia preveniente. Ciertamente ya había en su espíritu una serie de elementos históricos y del Antiguo Testamento, pero a manera de fragmentos embrollados, echados a un lado, como la "piedra angular que los constructores han rechazado". ¿Pero de qué sirven los fragmentos sin el lazo de unión, sin el factor ordenador que los dirige hacia un nuevo y más elevado objetivo? Para ello era preciso un milagro de la gracia. Este factor que ordenaba todos los elementos contradictorios y el caos de su alma en el campo de fuerzas divino, fue la fuerza creadora de la gracia, el nuevo principio vital, como él le llama: "lo viejo ha pasado; mira, ha llegado a ser nuevo" (2 Cor 5, 17). Es el pneuma sagrado, el brillo de la luz sublime (gr. doxa) de la faz de Cristo que iluminó su corazón (2 Cor 4, 6).
Ahora entendemos por qué él, después de su conversión, no aprovechó la ocasión de conocer, entre los apóstoles de Jerusalén, los fundamentos históricos de su idea de Cristo. Para el principio bastaba su saber histórico. Sin embargo, la más profunda visión de Cristo sólo podía habérsela dado el mismo Señor. También la confesión de Pedro en Cesárea de Filipo la refirió el Salvador a una inmediata ilustración celestial: "La carne y sangre no te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17). Por tanto, la nueva imagen de Cristo que comenzó a vivir en el corazón de Pablo en este tiempo no fue el resultado de una operación intelectual o una textura de su cerebro, como se lo reprochan algunos modernos, por la que falseó en sentido judío la pura imagen de los Evangelio. Excelentemente dice uno de los mejores conocedores de san Pablo: "Sería la primera vez y también la única en la historia universal, que un hombre por sus propias fuerzas y con los exclusivos medios de sus propias ideas personales, se hubiese transformado enteramente y creado por sí mismo una vida a la cual durante centenares y millares de años se han dirigido las almas sedientas de Dios".
Ahora bien, ¿cómo vio el recién convertido apóstol a su Cristo? Preciso es hacer conjeturas y conclusiones a posteriori de sus cartas. Lo fundamental que se le descubrió en Damasco, fue que Dios en Jesús había intervenido en la historia de los hombres y obrado poderosamente en pro de la salud de ellos, y que Jesús es poderhabiente de Dios, su enviado y mensajero de la buena nueva, esto es, el Mesías. Con la muerte expiatoria de Jesús ha amanecido una nueva edad del mundo, su resurrección es el sello de que es el Hijo de Dios, no en el sentido de encargado o enviado, que los judíos unían a este título, sino en esencia, tal y como Jesús frente a Caifas se atribuyó. Este Cristo celestial, pues, ha intervenido lleno de misericordia en la vida de Saulo, ha hecho en él eficaz lo que había obrado para la salud de todo el género humano, y Saulo ha podido contemplar en su rostro el resplandor luminoso de su divinidad. El estudio de los profetas le descubre a Jesús cada día más como al Salvador de los pecadores y Salvador del mundo. Ya ahora se le ha hecho clara la conciencia de que, según la voluntad de Cristo, las barreras que había erigido el judaismo entre él y los otros pueblos han de ser derribadas. Si los pecados del mundo fueron para Dios el motivo de hacer morir en la cruz a su Hijo como víctima de propiciación, de suyo se entiende que "los gentiles se han de poner bajo la bendición del Salvador de los pecadores".
A su imagen de Cristo de entonces tampoco le faltan los rasgos terrenos, aunque todavía no fluía para él la abundante corriente de la tradición. Lo que le mueve, sobre todo, el corazón en el Cristo terreno es la cruz, "la obra maestra del amor divino", que pintará ante los ojos de los gálatas y predicará a los corintios: "Me he propuesto no saber ninguna otra cosa, entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1 Cor 2, 2). Además, la pobreza de Jesús, su renuncia de sí mismo, su amor por los hombres y su vida toda divina (Phil 2, 6-10). El amor de Cristo le cautiva ya ahora y nunca le dejará (2 Cor 5, 14). Ahora conoce lo que significa ser cristiano; ser un hombre a quien Cristo ha ganado el corazón, que, como el Resucitado, está por encima de lo demasiado estrecho, meramente nacional, y aun lo cósmico, y "lleva en sí la fuerza del mundo celestial ". Pablo conoce a Jesús como personalidad histórica, sus relaciones terrenales, su ascendencia según la carne, su nacimiento, su parentela, en una palabra, todo lo que era en Él terreno y pasajero. Esto lo descubre frecuentemente en sus cartas. Pero a esto no va dirigido su interés. Menciónalo sólo por causa de su realidad, sin embelesarse por ello. Todo esto no es para él más que el vaso terreno que encerraba un contenido infinitamente precioso. Había de romperse como el jarro de alabastro de María de Betania, para que subiese a él el "precioso olor" del conocimiento de Cristo (2 Cor 2, 14). En la muerte, Jesús dejó todo lo terreno y comenzó a llevar una vida celestial. Resumiendo, podemos decir: el Jesús histórico es el fondo diáfano de la imagen paulina de Cristo.
No podemos decir a punto fijo cuánto tiempo necesitó Pablo para progresar en este conocimiento de Cristo; el cual ni con mucho estuvo concluido en estos años de lucha por el contenido del nuevo conocimiento, y de año en año se iba desplegando cada día con mayor amplitud hasta la completa visión de Cristo, propia de un hombre maduro (Eph 4, 13), cual se halla descrita en sus cartas de la prisión. Pero todo lo esencial ya existe. La crítica ha presentado las cosas como si Pablo, en su aislamiento, hubiese concebido una gigantesca, elevada e ideal imagen de Jesús. Ni sus contemporáneos le hubieran comprendido. Aquí está el motivo de "la solitaria grandeza en que él se encuentra entre los suyos". Pero hoy ya reconocen más y más, incluso los investigadores de otras creencias, que Pablo no tema otra imagen de Cristo que la de los demás apóstoles, y todo lo que él y Juan en su mística de Cristo han desarrollado, ya estaba incluido en las propias manifestaciones de Jesús. Ya Jesús incluyó y refirió a sí mismo el Hijo del hombre de la visión de Daniel, como persona divina. Así pues, es Jesús quien ha instituido el cristianismo, y no el solitario pensador del desierto de Arabia. De qué manera completa, la imagen de Jesús vivía en la propia alma. Pero cada uno de sus discípulos tiene su peculiar manera de anunciar el Evangelio y según la gracia que le ha sido otorgada. La modalidad paulina es la contemplación de Cristo en su significación de redentor, bajo el punto de vista de la redención de todos los hombres por y en Jesucristo, el segundo Adán y cabeza espiritual del linaje humano (aspecto soteriológico de Cristo), mientras que la visión de Cristo por Juan está bajo el punto de vista del eterno y preexistente Logos. Pero la noción de Dios y de Cristo de Juan presupone la de Pablo. Sería irreflexivo querer poner a Pablo en contraposición del aristocrático (ario) Juan. Pablo, como Juan, considera su visión de Cristo, no como producto de una especulación religiosa, sino como cosa que brota del "Espíritu " como obsequio espiritual y actuación del mismo (1 Cor 2, 10-16). En vista de estas manifestaciones, para Pablo ya no hay otra disposición de su alma que el incondicional sí y amén ante la realidad salvadora que se encierra en Jesús. Él la llama con una palabra que será decisiva pira la cultura occidental: ¡ Fe!
¡Cuán lejos estaban ahora para Pablo el Templo, los atrios, el incienso! Ahora se daba cuenta de que en realidad jamás había orado y creído debidamente, de que se había entretenido en las antesalas de la religión. Lo que hasta el presente había llamado "celo por el legado de los padres" (Gal 1, 14), por la gloria de Jehová, era sólo un flaco servicio a la letra, una entrega fanática y ciega a una ley divinizada, abstracta, o a una voluntad extraña, trascendente. Ahora experimenta aquella feliz sensación de fuerza, que a partir de entonces llamará pistis, que acalla cualquier intranquilidad del corazón, soluciona toda duda, destierra toda inseguridad, aleja toda espina de la conciencia, inundando de luz y calor el alma y el corazón. Ninguna dialéctica sutil, desmenuzadora de la voluntad de Dios, tal y como había aprendido en la escuela de Gamaliel, ningún análisis frío, desmenuzador (como está en la sangre del genio de su pueblo), ningún seco creer intelectualmente en cualquier trozo suelto de la enseñanza. Era una gozosa afirmación del hombre entero en su concreta realidad, en los caminos y cosas de Dios y que Él hace sentir en su Hijo. La fe no es filosofar sobre el contenido de la revelación, ninguna contemplación interior de nuestra facultad de presentir (intuición). Todo esto puede muy bien acompañar a la fe y prepararla; no es ninguna mirada penetrante a las ocultas riquezas de Dios, que Pablo llama gnosis y epignosis (conocimiento). La fe de Pablo es asequible también ante todo a la simplicidad de los sencillos, de los pequeños y de los necios, como manifiesta Jesús en su oración en acción de gracias: "Padre, te alabo a ti, porque esto lo has ocultado a los sabios y listos, habiéndolo en cambio manifestado a los pequeños " (Mt 11, 25). Esta fe ve realmente las cosas invisibles, les da sustancia y las desplaza desde una distancia metafísica hasta la realidad concreta (Hebr 11, 1). No se trata de un vuelo a las regiones azuladas, no es ninguna excitación de nervios desgastados: es más bien la fuerza de las grandes almas, la luz de los corazones fieles (LEÓN EL GRANDE, Sermo 2 Ascens.). Esto es lo grande y sano de Pablo: que en estos años de aislamiento no haya descendido al fanatismo religioso, no haya sido jamás arrebatado por visiones. Ya sabía él que de esto le preservaba el espíritu de Jesús. ¿No ocurría como si este espíritu se hubiese fundido enteramente en todo su interior? (Rom 5, 5). Y empezó a llamar a Dios por primera vez con el dulce nombre de " ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8, 16). Su alma estaba iluminada por una luz en la cual respiraba; a esto le llamaba él "en Cristo Jesús". Sentía en sí un calor interno que hacía brotar todos los buenos gérmenes, arrebatándole a una vida.superior de oración (Rom 2, 26). A esto lo llamaba él pneuma. Y este regalo espiritual, esta nueva ideal correspondencia con el Padre y el Hijo, provocada por una íntima fe de vivo amor, la llama más tarde: justificación. ¿Cómo toma cuerpo esta fe? ¿Cómo se realiza esto? ¿De qué manera se compenetran lo divino y lo humano? ¿Quién es capaz de averiguarlo? Pablo sólo sabe una cosa: que es un regalo de Dios, una llamada desde el regazo materno (Gal 1, 15), el fruto espiritual sazonado del Cristo glorificado. Si alguien le hubiese preguntado, después de los tres años pasados en el desierto, qué es lo que había pasado en él, hubiera contestado sencillamente: "Si uno vive en Cristo, ya es una nueva criatura" (2 Cor 5, 17).
Cuando Pablo, en el estado elevado de la contemplación de Dios y de la meditación de las Escrituras, sacaba en su alma la imagen de Cristo, llevaba ya en sí, in nuce, todo el principal contenido de la fe católica, pero el desenvolvimiento de las particularidades era obra del tiempo. ¡Cómo se daba prisa por "llevar como mensajero de la buena nueva de Jesús su nombre ante gentiles y reyes y ante los hijos de Israel", y por anunciar la felicidad "de ser asido por Cristo Jesús"! (Phil 3, 12). ¿Sintió ya la mano de Dios? "Una fuerza está sobre mí. ¡Ay de mí si dejase de anunciar el evangelio! " (1 Cor 9, 16).
Súbitamente volvió a aparecer un día en Damasco el hombre de la pálida frente de pensador, las facciones ascéticas, los ojos que parecían volver de gran lejanía, agitado por experiencias maravillosas. Allí habían cambiado algunas cosas. La ciudad ya no estaba bajo la administración romana. El régimen de rigidez que había en tiempo de Tiberio había cesado. Los primeros años de Calígula fueron un período de general debilitación del poder imperial en Siria. La política de este emperador, antes de volverse loco, estuvo dirigida a devolver a los pueblos de oriente su independencia y sus príncipes indígenas. Así erigió de nuevo el reino de Herodes Agripa e "hizo donación, sin motivo, de territorios y ricas ciudades ". El legado imperial Vitelio había, hacía poco, abandonado sin lucha Damasco al rey de los beduinos nabateos, Aretas de Petra. Ahora era comandante de la ciudad (etnarca) un jeque de Aretas con sus fieros beduinos. Los judíos, con la nueva libertad, ejercían un activo proselitismo, especialmente entre las mujeres. El medio de ganar a los judíos para la nueva dominación fue hacer concesiones a su autonomía. Y toda concesión era un permiso para actos de violencia religiosa.
Pablo volvió a residir en la casa de su huésped Judas. Aquí, donde había recibido la mayor dicha de su vida, quiso dar comienzo a su carrera apostólica. Cuando el sábado siguiente declaró en la sinagoga, con asombro de los judíos, que quería hallar, y demostró por el testimonio de los profetas que Jesús era el Mesías, entonces cien puños se extendieron contra él. Unos gritaban: " ¿No es éste el mismo que perseguía en Jerusalén a los que confesaban este nombre y fue enviado por el Consejo Supremo para encadenarlos? " Otros daban voces: " ¡Afuera! ¡Es un renegado!" A duras penas pudo salvarse. Pronto se hallaron hombres que se conjuraron a dar muerte al apóstata en la confusión de la ciudad, luego que se mostrase. El etnarca árabe fácilmente pudo ser ganado con dinero para el plan. Hizo apostar centinelas en todas las puertas de la ciudad para coger al fugitivo. Sin embargo, Pablo estaba seguro de su causa. Pues, de lo contrario, ¿cómo había de cumplirse la palabra del Señor? El plan de los hermanos no careció de romanticismo. Pablo mismo, sin duda, debió de reírse de él. ¡Cuán conmovedoras debían de sonar en el banquete eucarístico de despedida bajo la débil luz de una lámpara las palabras: "En la noche en que se le hizo traición…"! De nuevo se fortalece con el sagrado manjar. Luego se despide, abraza por última vez a la buena gente que tanto amor le ha demostrado. Algunos hermanos conducen hacia medianoche al disfrazado de labrador o camellero, ocultamente, por las estrechas calles a una de las casas que están pegadas al muro de la ciudad y cuya ventana de saledizo enrejada del piso superior mira al aire libre. Pablo se encoge con dificultad, doblando el cuerpo dentro de una cesta, se le ata fuertemente en ella y se le baja con fuertes cuerdas. Atravesando huertas, sepulcros y cortijos solitarios halla pronto el camino real, que conduce a la via maris hacia el sur. ¡Cómo se postraría en tierra, conmovido, en la noche obscura junto al paraje donde el Señor se le había aparecido, y le daría gracias desde lo más íntimo de su corazón!