35. El anticristo

Segunda Carta a los Tesalonicenses.

Apenas habían transcurrido tres meses desde la primera Carta a los Tesalonicenses, cuando brotaron allí nuevas inquietudes y malas inteligencias. Hombres ociosos y esparcidores de rumores, que preferían andar piadosamente mendigando a ganarse el pan por el trabajo y cumplir con sus diarias obligaciones, corrían de acá para allá con serios semblantes escatológicos, discutían diversos presagios que pretendían haber visto, y decían: "El día del Señor está ante la puerta". En una palabra, se portaban como gente cuyos días están contados. Alegaban la pretensa revelación de un profeta en los actos del culto, una palabra que se atribuía a Pablo o una carta (falseada) de él. Quizá se tomó la expresión apocalíptica Maranatha (= " ¡Señor, ven!" y también = "el Señor viene") no como deseo, sino como anuncio. Algunos hermanos habían llevado esta noticia a Corinto. Era, por tanto, necesaria una segunda carta.

Para entender la respuesta y opinión del Apóstol como autor apocalíptico, hemos de verlas en su aspecto histórico-religioso. Cada época tiene su propia idea del mundo conforme al grado de su inteligencia. Esta imagen del mundo representa el margen de espacio temporal en el cual nosotros, los hombres, en virtud de nuestra doble naturaleza espiritual y sensible debemos ajustar también nuestra concepción religiosa del mundo. Esta imagen del mundo puede cambiar sin que se altere la substancia de la fe. Es la envoltura transitoria que envuelve la idea; como el espacio de seis días en la narración de Moisés de la creación; como la idea del universo de Tolomeo en cuanto a la situación del hombre y de la tierra en el plan salvador de Dios. Ciertamente las alteraciones de la acostumbrada idea del mundo traen consigo algunas veces graves inquietudes. Así sucedió al aparecer el sistema cosmológico de Copérnico en la época de Galileo y la idea del evolucionismo en las ciencias naturales en el siglo XIX. También en la escatología del primitivo cristianismo hemos de distinguir dos cosas: la fe en la futura segunda venida de Cristo, en la consumación del reino de Dios, y el transmitido marco apocalíptico en que estaban encuadradas estas esperanzas.

Ya se ve cómo el cristianismo en sus primeros tiempos estaba enfocado hacia el futuro; ello se deduce que el Nuevo Testamento empieza con el apocalipsis o revelación de Pablo y termina con la de Juan; entre ambas está la pequeña apocalipsis de los evangelios (Mt 24; Mc 13; Lc 21). La instrucción que se daba antes del bautismo comprendía siempre una enseñanza sobre los novísimos. La inteligencia de las escasas indicaciones del Apóstol en las dos Cartas a los Tesalonicenses es tan difícil, porque presuponen en todas partes la predicación oral. Pablo recuerda a menudo los rasgos principales de sus instrucciones orales: "vosotros sabéis", "vosotros sois testigos", "vosotros no tenéis necesidad de ninguna comunicación epistolar", "vosotros recordáis que os dije estas cosas cuando todavía estaba entre vosotros". Las esperanzas del futuro entroncaban con antiguas profecías que se movían en torno a dos ideas: la expectación del reino de Dios (malkut Yahveh, es decir, el reino de Yahveh) y el Salvador, y la idea de dos eras mundiales, o eones, sucesivas, la actual y la venidera, entres las cuales se halla el Salvador. Sólo el judaismo tenía la idea de que estos dos mundos tan distintos iban uno detrás de otro, y que el día que separaba uno de otro es el día más importante de la historia universal, "el día del Señor". Esta idea de los eones pasó de Isaías y Daniel a todas las apocalipsis judías, de las cuales gozó de gran predicamento la del cuarto libro de Esdras. También Pablo aceptó este dualismo del inicuo mundo presente, cuyo gobernante es Satanás, auxiliado por sus ángeles malos, y del período final y feliz que estaba llegando, sólo que en él ya había empezado este nuevo eón, habiendo tomado posesión de los creyentes por la comunicación del Espíritu Santo, mientras que el otro todavía perdura. Así, pues, ambas épocas se superponen. Esta superposición de ambos eones forma una época de tránsito, de duración ignorada. La tarea apostólica es, por lo tanto, penetrar más y más este mundo por una renovación del espíritu, por un cambio semejante al producido por una levadura, lo cual significa una lucha constante entre la luz y las tinieblas. Esto da origen a una especie de interregno, cuyos períodos históricos dependen del grado de la cristianización, hasta que ésta llegue al final con la última catástrofe y la nueva venida de Cristo, que se hará cargo del poder. En la segunda carta quiere apartar la creencia de que el fin de las cosas ya había llegado. Esto no puede ser, porque todavía no se han efectuado tres acontecimientos: la gran apostasía de los fieles, la aparición del "hombre de iniquidad)) y su atentado contra el templo de Jerusalén. Estos tres acontecimientos ya los esperaba Pablo, pues conocía el poder o la persona que con su presencia aún detenía la aparición del "hombre de pecado ". También sabía que el u misterio de iniquidad" había empezado a actuar. Hay, por tanto, dos grandes misterios en actividad y en lucha entre sí: el "misterio de Cristo", de que Pablo tratará más tarde (Eph 3, 4), y el "misterio de iniquidad", del anticristo. Desenvuélvense simultáneamente y de un modo opuesto, sólo con la diferencia de que Cristo ya se ha dado a conocer al comienzo de su misterio, mientras que el anticristo sólo se mostrará al fin de su misterio. La obra de Cristo se difunde entre los pueblos, todos oyen hablar de él, mientras que la reacción del anticristo también ha comenzado.

El nombre "anticristo" falta aún en san Pablo; sólo aparece en las cartas de san Juan (I Ioh 2, 18, 22; 4, 3; 2 Ioh 7). La idea del anticristo es antiquísima y de la tradición del Antiguo Testamento ha pasado a la cristiana. Según la profecía de Isaías (11, 4), el hijo de David, o sea Jesucristo, destruirá al "impío". Algunos de sus rasgos están tomados de la descripción de Antíoco Epifanes, en el libro de Daniel (11, 36), otros recuerdan a figuras como las de Balaam, Nabucodonosor, Gog y Magog (los pueblos del norte, en Ezequiel). El Señor mismo no ha hablado expresamente del anticristo, pero sus indicaciones acerca de la aparición de falsos cristos, enemigos satánicos del Mesías, han dado nuevo vigor a la antigua tradición. Así está Pablo como testigo vivo de este círculo de ideas en medio de la corriente de la primitiva tradición cristiana. Habla como de una cosa que ya no necesita aclaración. Cuando dice: "El misterio de iniquidad ya está obrando", quiere significar sin duda una progresiva decadencia religioso-moral en lodos los pueblos y clases de la sociedad, la disolución de todos los vínculos del orden. De este caos moral se levantará el hombre que vive sin ley, el antagonista de Cristo, "el hijo extraño del caos", como "representante de toda maldad", en el cual se aglomeran todas las tendencias enemigas de Dios; ejecutará hechos que rayan en lo milagroso y reclamará para sí los honores divinos. Con esto comienza la lucha final, el mundo entra en el último período. La caída del anticristo será la señal de la segunda venida de Cristo. Pero antes ha de venir la gran "apostasía". Los pueblos se alejarán cada vez más de los principios cristianos. Sólo entonces se descubrirá en su verdadera naturaleza el anticristo, que antes sólo ha tenido precursores. Sin embargo, es preciso distinguir entre el Impío y el mismo Satanás, del cual el primero es instrumento y encarnación. Pablo habla aquí, en uno de los pasajes más oscuros de la carta, de un factor que detiene todavía la aparición del anticristo y que está ya actuando desde que Pablo salió de Tesalónica.

Ésta es la perspectiva del Apóstol. Manifiéstase en esta consideración histórica una notable superioridad de la idea cristiana de Dios respecto del paganismo: el poder de Dios que interviene obrando en la historia universal desde el principio hasta el fin, mientras que en la Stoa y en Epicuro los dioses son espectadores de la agitada actividad humana sin ninguna participación en la misma y sólo se preocupan de su propia bienaventuranza. Dios en la persona de Jesús ha intervenido en el curso del mundo, le ha enviado como portador de la salud y rey del reino de Dios. Si anticipamos aquí las exposiciones del Apóstol en la primera Carta a los Corintios, la escatología primitiva cristiana comprende, pues, tres cosas: 1., Cristo, después de la terrible catástrofe final, volverá con gloria a juzgar al mundo; 2., por la resurrección de los muertos habrá una nueva corporalidad gloriosa; 3., todo el mundo de la naturaleza y de los hombres se transformará.

Las palabras del Apóstol sobre el anticristo son en extremo caulas y están veladas. Los tesalonicenses sabían lo que querían significar, pero nosotros nos vemos precisados a hacer conjeturas. Se ha supuesto que se trata de un secreto con fondo político, que el Apóstol no podía mencionar en una carta sin exponerse 8 peligros. Una carta interceptada hubiera bastado para provocar crueles persecuciones. También en el Apocalipsis vemos esta cautela. Por tanto, tendríamos que encontrarnos aquí ya con el comienzo de una especie de disciplina del arcano. Seguramente no se encuentra en la Biblia otro pasaje con respecto del cual los Padres de la Iglesia hayan mostrado tanta diversidad de pareceres. Hay tres posibilidades de interpretación: la histórica con relación a la época, la histórica con relación al tiempo del fin, y la combinación de ambas, correspondientes al doble carácter, al doble sentido y al doble cumplimiento de la profecía. Las palabras del Apóstol tienen únicamente carácter de profecía mientras se refieran tan sólo a la época final. Mientras se trate de un acontecimiento de un futuro inmediato no son tales profecías, sino una alusión a las circunstancias temporales a la luz de la profecía de Cristo.

En el decurso de los siglos se ha hecho bastante uso de la interpretación contemporánea de la carta. Cada época creyó deber interpretar las señales de su tiempo a la luz de la escatología paulina, refiriendo sus palabras ya a una persona histórica, ya a una organización o dirección del pensamiento, llegando hasta las ideas abstrusas de cataros y valdenses de la Edad Media y de los reformadores, los cuales veían el "anticristo" personificado en el Papa, la "fuerza de contención" en el Sacro Romano Imperio, y el "misterio de iniquidad" en la orden de los jesuitas. Pero hemos de considerar que Pablo habla de un acontecimiento cercano. Él quiere interpretar a sus tesalonicenses las señales inquietadoras de aquel tiempo, y recordarles que les amenazan grandes tribulaciones por un primer cumplimiento de la profecía de Cristo, mientras el definitivo está envuelto en completa obscuridad. Al describir al Inicuo tiene en la memoria evidentemente un suceso que había visto él mismo catorce años antes: el mandato de Calígula, de que se erigiese su colosal estatua en el templo de Jerusalén y el templo llevase en lo por venir el nombre de templo de Cayo, el nuevo Júpiter, en venganza de que los judíos eran los únicos que no le reconocían como a dios. Pablo sabía que el culto del emperador divinizado se difundía e iba en aumento. Vecindarios enteros de ciudades asiáticas y griegas tenían a honra poder llamarse neokoros (guardias del templo) del dios emperador. " ¡Mátame o te mato!", dijo Calígula a Júpiter, repitiendo esta frase homérica. Esto era la rebeldía a toda ley en el más alto sentido. En un monarca pagano a la manera de Calígula piensa evidentemente Pablo. Como Calígula, tendrá en sus manos todo el poder del estado y hará que todos hinquen ante él su rodilla. "Pero -exclama san Pablo-, ¿no os acordáis de que ya os anuncié todo esto cuando estaba todavía en medio de vosotros? También os he dicho lo que se opone todavía a su manifestación."

Cuando Pablo escribía tales palabras, Claudio ocupaba el trono. Su hijastro Nerón había sido ya proclamado sucesor suyo. Séneca acababa de ser llamado de su destierro en Córcega y nombrado por Agripina preceptor de Nerón. Su cargo de enseñar se refería sólo a la retórica. Mas sabemos que semejantes maestros de retórica en las familias principales tenían como primera obligación cuidar de la conducta moral de sus alumnos. Por este camino, Séneca vino a ser consejero de la corte. Estas cosas se sabían en Corinto y en Tesalónica. La "fuerza de contención", por consiguiente, no puede ser otra que el ordenamiento jurídico y legal del imperio romano, personificado aún en Claudio. En los primeros cinco años de gobierno neroniano, Séneca, con su prudente administración del estado y su influencia sobre Nerón, contuvo también el temperamento volcánico de su alumno. Pero cuando él y su amigo Burro fueron alcanzados por idéntico trágico destino, la furia del emperador ya no conoció límites. Nerón confió a Vespasiano la dirección de la guerra y así ocasionó la profanación del templo de Jerusalén. La presencia del ejército pagano en el lugar del templo, el enarbolar las águilas romanas con la imagen de César en el lugar santo y el establecer el culto del emperador en el lugar del antiguo templo, lo anunció Cristo y Pablo después de Él como el cumplimiento de la profecía de Daniel (Mt 24, 15). Cuando Pablo prevé la aparición del adversario con un derroche de satánicas influencias y todo un brillo aparente de engañosos milagros, conviene recordar que, según testimonio de Plinio, nadie estaba dado con más ardor a las artes mágicas que Nerón, el cual quería dominar aun a los dioses con la magia negra. Tan tremenda fue la impresión que la tiranía neroniana causó en los contemporáneos, que la leyenda de la vuelta de Nerón y de su subida de los infiernos llenó de angustia por largo tiempo los ánimos. Un exegeta inglés ha escrito: "Si san Pablo hubiese vivido lo suficiente para poder leer el Apocalipsis de san Juan, se le habría desgarrado el corazón". Esto es desconocer el carácter profético del Apóstol. En el fondo Pablo y Juan estaban de acuerdo. Lo que es diferente es tan sólo el punto de partida: Pablo escribe desde una vertiente, y Juan desde la otra, de un solo y mismo proceso, pues bajo Domiciano la suerte contra el cristianismo ya estaba echada y el propio Pablo, en la concepción totalitaria del Estado romano en el terreno religioso prevé que habrá de ser el enemigo capital del primitivo cristianismo. Pero, cuando escribe el apóstol, la justicia romana aún sirve de "fuerza de contención " y la Iglesia vive a la sombra de la sinagoga, considerada por los romanos como secta judía. Tampoco la organización cristiana había progresado tanto que el legislador romano pudiese conocerla como corporación independiente. Apenas se iba constituyendo, pero corría a pasos agigantados hacia aquel estado de organización en que el choqué era inevitable. Pablo ya entonces desde Filipos y Tesalónica tenía pruebas en la mano de que los judíos no descansarían hasta que hubiesen abierto los ojos al Estado romano para que viese que los cristianos no debían confundirse con ellos; que los cristianos eran los que por su recusación de la religión del Estado minarían el poder del Estado romano. En el año 64 lograron realmente los judíos, en tiempos de Nerón, que la autoridad pública romana dirigiese su atención a los cristianos mediante Popea, la esposa del emperador, que era prosélita del judaismo. Habíase, por tanto, cumplido todo lo esencial en la interpretación paulina de la historia contemporánea.

Cada tiempo tiene el derecho de entender y aplicar las palabras del Apóstol asimismo en su significación de presente. Así precisamente en la estructura vital de la ordenación del Estado romano se vio más tarde aquella fuerza social que resistía a la anarquía y ponía un dique al poder del mal. Esta energía social había sido dada con la Pax romana. Los primeros cristianos también conocieron claramente esto en tiempos tranquilos y por eso, como dice Tertuliano, oraron por la estabilidad del Imperio romano. En esta época se presentó en el ánimo de san Agustín, modificando el pensamiento paulino del cuerpo místico de Cristo, la idea de la "Ciudad de Dios": "Dos amores han edificado dos ciudades: el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo: Jerusalén; y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios: Babilonia". Con el asalto de los pueblos del norte se hundió el Imperio romano. Pero la Iglesia, heredera de la antigüedad, que se había incorporado la fuerza legislativa y social de Roma y la filosofía de Grecia, transmitió la idea de la Civitas Dei, la idea del Imperio y su orden social a las nuevas nacionalidades que se formaron y tomó a su cargo su educación. Así fue creada por la Iglesia en alianza con los germanos la civilización europea, el orden cristiano del Estado y de la sociedad con la renovación del Imperio romano. La Pax romana fundada por Augusto se ha convertido en la Pax Christi in regno Christi. Mas adonde es impelida la sociedad, luego que han sido sacudidos el poder educativo de la religión y la base religiosa del Estado, lo hemos visto ya hoy anticipadamente en diversas partes del mundo. Tan pronto como los elementos furiosos del bolcheviquismo en todas sus formas tienen posibilidad de desencadenarse sobre el mundo, ningún poder está ya en estado de impedir la desolación. El cristianismo, como poder de orden, de paz y de armonía, no solamente tiene la incumbencia de asegurar a sus miembros la salud eterna, sino que también es la base principal del orden del Estado y de la sociedad. Si esta autoridad está socavada, entonces nadie podrá tener en jaque al poder del mal, se erigirá el dominio de la impiedad desencadenada, de la barbarie armada con todos los medios de la ciencia y de la técnica, y con el poderío de Satanás. Y ésta será la ironía de los hechos: a saber, que el hombre que no cree en la verdad de Dios creerá en el poder de la seducción y de la mentira, como dice san Pablo (2 Thess 2, 11). Entonces habrá sonado la hora de la aparición del anticristo, cuyo dominio, empero, será de corta duración: "El Señor lo aniquilará con el soplo de su boca" (Is 11, 4).

Pero hemos de reconocer que toda explicación contemporánea y toda interpretación histórica tienen grandes dificultades, y que conviene decir con san Agustín: "Confieso que realmente no sé lo que quiso decir." Y hemos de considerar siempre que san Pablo habla también como profeta y paralelamente a san Juan tiene ante los ojos el futuro desenvolvimiento total, el último y definitivo cumplimiento al fin de los tiempos. A fin de soslayar dificultades, los exegetas modernos aceptan la interpretación que traslada los acontecimientos a un plano más elevado, al plano supra-histórico. Pablo se mueve en el plano de la escatología del Antiguo Testamento y del cristianismo, describe, al igual que Daniel y Juan, la misteriosa, eterna y super-cósmica lucha del mal contra el bien, que toma distintas formas según los tiempos, y encuentra su eco en la tierra en la lucha entre la fe y la incredulidad, pero cuyo campo de batalla está en otro lugar. Satanás dirige esta lucha sirviéndose en la tierra tan pronto de uno como de otro hombre. Así, pues, su contrario, su "obstaculizador", debe de pertenecer al mismo orden espiritual. Según Daniel y Juan, no es otro que el arcángel Miguel, que en épocas de grandes dificultades y al fin de los tiempos amparará a la Iglesia. Según esta interpretación, Pablo se referiría quizás al arcángel Miguel, al mencionar el "poder obstaculizador" de una fuerza espiritual y sobrenatural, el cual, en conformidad con la antigua creencia cristiana, será el que dará la señal para la resurrección y para el juicio final, y que desde los tiempos apostólicos a lo largo de los siglos dirige la lucha contra Satanás.

Vemos cómo, a pesar del marco judío tradicional, el espíritu es enteramente no judío en Jesús y en Pablo. Falta el pensamiento del dominio universal judío, que desempeña tan importante papel en los apócrifos Salmos de Salomón, en la Ascensión de Moisés, en el Apocalipsis de Enoch y en el IV libro de Esdras. El Mesías no es descrito como hombre de estado y general como en la escatología judía^. Falta también la idea de un interregno político, esto es, de la dominación del Mesías sobre la tierra entre el actual curso del mundo y el futuro (4 Esdr 7, 26). Para Jesús y para Pablo sólo son objeto de consideración bienes espirituales, y éstos están en parte ya ahora en poder de los fieles. Jesús deja aún lugar para un largo desenvolvimiento, para la misión entre los gentiles ("los tiempos de los gentiles"); más aún, precisamente en sus últimos días de encargos y apercibimientos para ello. También Pablo, cuanto más vive, cuenta cada vez más con un largo intervalo para la misión cristiana. La Iglesia se instala en el mundo, al cual trata de reformar. El marco procedente del judaismo, con su rico lenguaje simbólico, se quedó demasiado estrecho y fue preciso darle más amplitud, pero de tal manera, que el lapso de tiempo de siglos y miles de años, en el cual vive el cristianismo hasta la vuelta de Cristo, quepa en él, manteniendo su valor independiente. La gran tarea de Pablo fue allanar el camino hacia esta gran transformación espiritual. Era difícil, y a él mismo también se le hizo difícil. El pensamiento de que él ya no vería la parusía, que no podría vestirse el cuerpo celestial de la resurrección sobre el cuerpo terreno, le arrancó un suspiro (2 Cor 5, 1). Pero reacciona seguidamente con el consuelo de que ya en esta vida tenemos "arras" del Espíritu, y que después de la muerte estaremos "con el Señor".

"Como judío, se formó y creció en el círculo de ideas sionísticas: Cuando llegue el día y suene la trompeta, se reunirán todos los hijos de su pueblo, procedentes de los cuatro puntos cardinales, para recoger su herencia. Como un legado celestial estaba grabado este pensamiento en el corazón de todas las mentes directoras". Pero Pablo, como cristiano, como místico escatológico, ha trasladado estos pensamientos, esta esperanza, a una más alta tonalidad cristiana. Y ¡qué fuerza moral para el presente extrae de todo ello! No hay nada de quietismo ni de sosiego resignado, o entusiasmo quiliástico (del interregno de mil años). Combate a lo uno y a lo otro. Un cristianismo activo y animoso recibe de él su frescura de manantial. "La liberación de las fuerzas morales para trabajar en el mundo que envejece" es para él el fruto de su esperanza del fin. La esperanza de la parusía, la expresión ansiosa de Maranatha, se convierte para él, de un lejano futuro, en una inmanente fuerza del presente. "Con mano atrevida arrebata Pablo a los emperadores romanos y a otros dioses el divino y señorial título de Kyrios" \ "Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, ya en el cielo, ya en la tierra, y que así se cuenten muchos dioses y muchos señores, sin embargo, para nosotros no hay más que un solo Dios, que es el Padre, del cual tienen el ser todas las cosas, y que nos ha hecho a nosotros para Él; y no hay sino un solo Señor, que es Jesucristo, por medio del cual han sido creadas todas las cosas y nosotros también por medio de Él" (l Cor 8, 5-6).

Así, pues, Pablo lucha contra la desestimación de la vida terrena, creencia que profesaban los ilusos de Tesalónica. Toda la vida terrena del cristiano es, según Pablo, una doble vida: la vida profesional civil, que el cristiano tiene común con los otros, y la propia, verdadera y oculta vida mística en Cristo, que sólo se puede entender como procedente de las fuerzas del segundo y celestial eón y está activa en nosotros ya ahora de una manera misteriosa. "Nuestra vida está escondida en Cristo." La vida civil no está rebajada hasta el punto de ser una vida aparente; es campo de lucha y lugar de prueba. El cristiano durante el tiempo de su vida está puesto en una condición de contrastes. Ha de tener parte en todos los asuntos de la vida civil y ha de colaborar en la transformación de este mundo en el sentido cristiano. Si Pablo dice: "Nuestro Estado se halla en el cielo" (Phil 3, 20), ¿quiso con esto rechazar la participación del cristiano en la vida política y dejar la política a los gentiles? Esta cuestión no entra de ninguna manera en el campo visual del Apóstol. La cuestión de la idea del Estado cristiano o absolutamente la cuestión de una política cristiana activa y directiva no estaba entonces en el campo visual ni en el dominio de la posibilidad de la joven Iglesia. Más tampoco se hubiera opuesto a sus ideas fundamentales. Pues si el cristiano vive en dos eones, y pertenece a dos esferas de vida, debe, si ocupa una posición en este eón, dedicar sus servicios a este Estado con entera lealtad. También el Estado, como hace notar san Pablo en su Carta a los Romanos (13, 1), es un "orden humano establecido por Dios". Por eso tampoco Jesús, cuando en Cafarnaum está enfrente de un representante de la autoridad militar romana, le exige que primero deponga su cargo, antes que se haga fiel cristiano. Del mismo modo obró también Pablo respecto del oficial romano Cornelio. Ni tampoco Pablo dio al procónsul Sergio Paulo el consejo de presentar su dimisión. Y aunque el cónsul T. Flavio Clemente, esposo de Domitila, rehusó todo activo concurso al servicio del Estado y por eso fue ejecutado por su pariente, el emperador Domiciano, su conducta era comprensible a causa de las especiales circunstancias del tiempo y de los peligros a que estaba expuesto entonces el funcionario cristiano, pero de ningún modo se puede considerar como modelo para todos los tiempos. El problema del estadista cristiano y de la política cristiana no emergió sino después de Constantino. Toda la consideración del mundo en Pablo es, como en Jesús, religiosa. El mundo y todo lo que en él hay, aun el orden político terreno, es de Dios. El propio objeto de la vida del cristiano es dar a Dios lo que es de Dios, buscar el reino de Dios, pero también cumplir con su deber respecto de las ordenaciones terrenas. Pero como sea que por la entrada del pecado en el mundo éste se ha convertido en el palenque de los demonios, así quedó Cristo, en tensión entre ambos eones; el antiguo eón, con su antiquísima, demoníaca idolatría de la razón de Estado, que se consideraba a sí mismo como norma definitiva para la acción y el derecho, y el nuevo eón del reino de Dios, con la aspiración a la conciencia autónoma. Cristo ha redimido sólo a los individuos, pero no al Estado como tal. Son los mismos hombres los que han de cuidar que las instituciones políticas y sociales estén penetradas de las salvadoras fuerzas cristianas. Con esto la cuestión de una política cristiana en el fondo sólo es afirmada como posible. Pero su realización depende del grado de cristianización de las ordenaciones terrenas. Este sueño de la humanidad, de una completa compenetración y cristianización de las formas estatales, de una unidad de la religión y la política pareció a punto de realizarse. Pero ello ocurrió sólo en breves períodos de tiempo, los mejores de la Edad Media. Desde entonces, este ideal de una política del reino de Dios vivió únicamente en los sueños de Dante, y vive como un interrogante histórico que exige una solución a cada época, perdurando en los corazones de los mejores.