15. En Antioquía de Pisidia
Act 13, 14. Cf. 2 Cor 6, 4-10; 11, 23-25; 2 Tim 3, 11; Gal 4, 13-14.
En el barrio de los judíos de Antioquía es día de fiesta. Todos los bazares están cerrados. Con vestido de fiesta, multitud de judíos y también muchos gentiles "temerosos de Dios" van a la sinagoga. Ésta se halla situada a la orilla del Antio, a fin de poder proveerse fácilmente de agua para las purificaciones. Sobre la puerta hay colocados dos ramos de olivo y esta inscripción: "Templo de los hebreos". En el piso bajo hay sitios destinados para las abluciones. El que ha tocado carne prohibida o un cadáver o un sepulcro, debe antes lavarse. Una ancha escalera de piedra conduce al lugar de la oración. Una cortina verde cubre el altar, sobre el cual están los rollos de la Biblia. Delante de él está el candelabro de siete brazos. Cuelgan lámparas de los techos. En medio, sobre una rampa, está el atril. Las mujeres están sentadas al lado, detrás de enrejados de madera. El rumor de la llegada de dos escribas se había ya difundido. Pablo y Bernabé llevan el sobretodo (= talith) listado con rayas blancas y pardas, para diferenciarse de los prosélitos. Los ojos de todos están dirigidos hacia ellos. Pablo se presenta como escriba, y Bernabé como levita. Renuncian a ocupar los sitios honoríficos al lado de los rabinos, acordándose de aquella sentencia: "¡ Guardaos de los escribas! Hacen gala de andar con vestiduras largas y quieren ocupar los primeros asientos en las sinagogas" (Mt 23, 2-12; Mc 12, 38-40; Lc 11, 43; 20, 46). Después de la oración, el ayudante toma uno de los rollos, quita la envoltura guarnecida de bordados de varios colores y lo desenvuelve hasta el pasaje donde se había terminado el último sábado. Después de la lectura, el presidente envía el ministro a Pablo con la invitación de que dé comienzo a su discurso. Pablo se adelanta y extiende el brazo. Éste era el ademán usual del antiguo orador para enseñar.
Los sermones de misión del Apóstol tenían una forma armónica, un marco determinado, que se llenaba según la necesidad del momento. Pablo se había dispuesto un doble esquema del sermón de misión: uno para los judíos y otro para los gentiles. San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles 13, 15 ss, nos ha conservado en breves rasgos el esbozo de un sermón de misión para el público de la sinagoga. Consta de tres partes, que están divididas entre sí por el apostrofe " ¡Varones, hermanos!", que se repite tres veces. Los judíos eran un linaje orgulloso de sus antepasados, con los más antiguos recuerdos que ha tenido alguna vez un pueblo. Estaban convencidos de que tenían que decir algo al mundo. Y esto eran tres cosas: su fe espiritualizada en un solo Dios, su elevada ley moral y su esperanza de un Redentor. Así estaban en medio de un mundo de politeísmo y perversidad como "único pueblo moderado en medio de hombres ebrios que se tambaleaban" (Lotze). Toda su historia era únicamente un recuerdo de las amagnalia, mirabilia, terribilia Dei: de las grandezas, prodigios y hechos poderosos de Dios" (Ps 105). Al hablar a semejante pueblo había que referirse siempre a su historia. Comenzó por tanto Pablo dando una ojeada a la manera como Dios condujo a Israel en la antigua Alianza, cuyo oculto contenido era el Mesías. Ya a las primeras frases la gente se dijo, llena de gozo: " ¡Escuchad! ¡Un sermón mesiánico! " Paso a paso les fue desenvolviendo las promesas que abarcaban el mundo, las cuales estaban orientadas hacia Cristo. Cuando hubo llegado a David, dio insensiblemente al hilo de su discurso un sesgo hacia Jesús, sin abandonar el terreno profético, diciendo que había de venir del linaje de David. Pasó en silencio el falso desenvolvimiento del judaismo desde la cautividad de Babilonia. Luego recordó a sus oyentes aquel gran movimiento popular que quince años antes había hecho vibrar a toda Palestina: el movimiento del bautismo en el Jordán, la figura profética de Juan el Bautista. Hasta el Asia Menor habían llegado las ondas de este movimiento.
En la segunda parte, con poderosas proposiciones va a su intento: ¡Ni Abraham ni su descendencia eran el sentido de la historia, sino el reino de Dios! Dios ha enviado realmente a Aquel a quien van a parar todas las promesas, como ríos al amplio océano, del decreto amoroso que abarca a todos los pueblos: ¡Jesús! Ahora está dicha la gran palabra divisoria entre los pueblos y los tiempos. Y ahora muestra Pablo de la manera compendiosa que le es propia cómo la profecía de la muerte expiatoria del Mesías se ha cumplido en Jesús por la ceguedad de los padres de Israel. Sabemos que por aquel entonces los judíos leían cada sábado en la sinagoga y se sabían de memoria el clásico salmo 21, reconocido como mesiánico, escrito mil años antes por David, el inspirado antepasado de Jesús, en una grandiosa visión de los padecimientos del Mesías:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
…
Mas yo soy un gusano y no un hombre.
…
¡El escarnio de la gente y la burla del pueblo!…
Se repartieron mis vestiduras
Y echaron suertes sobre mi túnica…
¿No suena de una manera penetrante en este salmo el grito del Gólgota, como una voz humana? El judaismo oficial, en sus sueños nacionalistas de grandeza, refería este salmo a las opresiones políticas del pueblo, innominado, deshecho y sujeto a servilismo; a los "dolores mesiánicos", de los cuales debía liberarlos el gran caudillo nacional. Pero Pablo muestra a sus oyentes cómo los habitantes de Jerusalén y sus jefes, en su trágico desconocimiento del Mesías, entregan a éste como un sedicioso al pagano Pílato, el cual sin saberlo, con sangrienta ironía, expresa esta ceguera en la inscripción de la cruz y como consecuencia de este embrollo de culpa y error se cumple el designio divino de la redención. También describiría a sus oyentes lo que él probablemente sabría de los protocolos del sanedrín sobre la forma en que los sacerdotes judíos se habían mofado de su Mesías moribundo: "Si eres el Mesías, baja de la cruz", y también que la contestación que Jesús moribundo dio en aquella hora al sanedrín estaba precisamente en el salmo 21. Como representante mesiánico de su pueblo, como "Rey de los judíos " pronuncia Jesús, y por su boca el pueblo mismo, el juicio condenatorio: " ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?" Este pueblo abandonó a su Mesías y seguirá errante y abandonado de Dios hasta que al fin de los tiempos su Mesías sea reconocido. Realmente, si es que en la historia ha habido una prueba del divino poder, es este pueblo judío abandonado de Dios y sin patria. Y la segunda respuesta de Jesús agonizante es que no llevará a cabo su sueño de un dominio judío universal, sino el ansiado sueño de los profetas: la conversión y unión de todos los pueblos bajo su cruz, un reino de Dios que abarque a todo el mundo. Pues el salmo 21 termina con esta radiante visión del futuro:
Todos los confines de la tierra quedarán convencidos
Y se convertirán al Señor.
Y se arrojarán a sus plantas
Todas las familias de las naciones,
Porque del Señor es el reino
Y Él impera sobre las naciones.
Pablo al principio seguramente también había interpretado mal esta profecía, pero en Damasco se le despejó el entendimiento. Abrir los ojos a todos los pueblos sobre este propósito amoroso de Dios, tal es su misión. "Y nosotros dos estamos ante vosotros como sus heraldos." Como testigo del Resucitado está él aquí en Asia Menor, y mañana estará en Macedonia y Grecia, y después en Roma, y por último en España; y no descansará hasta que todos hayan escuchado su embajada. Se trata pues de algo muy poderoso, para tener este convencimiento, este concepto de la responsabilidad de su misión y esta fidelidad hasta el extremo.
En la tercera parte se remite Pablo a la íntima experiencia de sus oyentes: "Vosotros sabéis que la ley de Moisés no os ha traído la justificación. Pero en Jesús halláis lo que deseáis: la remisión de los pecados, la paz y reconciliación con Dios." La oposición entre la ley y la gracia brilla aquí por primera vez. ¡Ésta es la garra leonina de san Pablo! El sistema judaico de la pretensión de supremacía religiosa ha sido superado y terminado por una embajada más elevada, por una nueva intervención de Dios en la historia.
Los que presidían se miraron en silencio. Un secreto temor alentaba en su pecho. Levantóse gran confusión de voces. Los judíos disputaban entre sí sobre las pruebas tomadas del Antiguo Testamento. Los prosélitos y temerosos de Dios estaban llenos de alborozo: ¡No hace ninguna diferencia entre nosotros y ellos! Éste no era mal principio para la primera vez. Afuera rodean y suplican a los dos, que se queden entre ellos y el sábado siguiente hablen de nuevo. Este sermón fue la admiración de la ciudad. Toda la semana recibieron los misioneros visitas en su morada. Preguntaban si realmente era verdad lo de Jesús, o si Pablo realmente le había visto. Ellos no podían contar con suficiente exactitud lo que había sucedido en Jerusalén, y de ello sólo una noticia obscura había penetrado hasta allí.
El sábado próximo, la sinagoga, ya de mucho tiempo antes de la hora acostumbrada, estaba rebosando de gente. Muchos tuvieron que quedarse fuera. Los presidentes notaron con disgusto que los gentiles tenían superioridad numérica. Se sintieron temerosos en su privilegiado dominio religioso. Consideraban la esperanza del Mesías como una herencia nacional, que se les había dado a ellos solos. De mala gana hubieron de conceder de nuevo a los dos extranjeros el atril del orador. Pero estaban resueltos a oponerse esta vez violentamente.
Primero habló Bernabé con su manera atractiva y afectuosa. ¿Quién podía estar enojado contra semejante hombre? ¡Había tanta mansedumbre en su modo de ser! Hacía hincapié más en lo común que en lo diferencial. Después subió al estrado Pablo. Del epílogo con que trazó Pablo la línea de separación, podemos deducir que el texto del sermón por él elegido era el capítulo 49 de Isaías. Los judíos sabían por Is 42 que la vocación de Israel era llevar la revelación a todos los pueblos. Pero precisamente en el capítulo 49, Israel tiene conciencia de su elevada misión: " ¡Oídme, orillas; escuchad, naciones distantes!… ¡Yahveh me dice: Poco es el que tú seas mi siervo para levantar de nuevo las tribus de Jacob; antes bien te haré luz de los gentiles, para que mi salud resplandezca hasta en los últimos términos de la tierra!" Pero ¿cómo han de venir a cumplimiento estas promesas? ¡El pueblo está desmembrado, la casa de David abatida, el templo lleno de abominaciones paganas! Pablo les hace entender la contradicción entre las promesas y la triste actualidad a la luz de la providencia. Precisamente el desmembramiento del pueblo fue el primer rayo del sol naciente. Sin la dispersión entre los gentiles nunca hubiera nacido el anhelo de un Salvador como una estrella de Jacob en el mundo gentil. Como hombres sin patria en país extranjero están los siervos de Yahveh, los grandes predicadores del advenimiento del Mesías, de la luz de los gentiles. Era imposible que el plan universal de Dios valiese sólo para los judíos. El vaso terreno había de quebrarse, para que su contenido fuese bien común de todos los hombres.
Pablo habla ahora sin rodeos de Jesús, diciendo que el privilegio de Israel se había acabado; que lo decisivo no era la pertenencia por la sangre al pueblo escogido, sino la fe en Jesús; que éste había venido para derribar el muro de separación entre judíos y gentiles. "En Cristo no hay ninguna diferencia entre judíos y gentiles, señores y esclavos, hombres y mujeres. En Cristo somos todos juntos uno." Los presidentes ven ya hundirse con estruendo el muro de separación en que habían trabajado desde hacía siglos. Entonces se levantan prontamente de los bancos con feroz apasionamiento. Vocerío y silbidos interrumpen al orador: " ¡Afuera! ¡Es un renegado! ¡No queremos semejante Mesías!" La envidia y la soberbia nacional les obstruyen el camino de la verdad. Aun los hombres piadosos se resisten a recibir una enseñanza cuando ésta choca con ingénitos prejuicios. Los gentiles, por el contrario, aprueban a los misioneros con aclamaciones de alegría. La sinagoga retumbaba con su cántico de alabanza, que se comunicaba también a los que estaban fuera. Pablo estala como hecho de bronce en el estrado y callaba. Su mirada estaba vuelta hacia dentro, como si hablase con una persona invisible. Era una nueva hora decisiva de su vida. No tenía mucho tiempo para reflexionar; en un breve instante, durante la contradicción que rugía furiosa a su alrededor, tomó la decisión de su vida, que significaba una completa revolución para la futura Iglesia.
El Señor le reveló por un momento lo por venir: cómo será perseguido por apóstata, cómo el odio de su pueblo le seguirá a donde vaya. Y este pueblo será terrible en su odio. Pablo dice que sí a su destino. Luego obtiene de nuevo que le oigan, y habla con palabras pronunciadas despacio, movido por excitación interior y lleno de inconmovible resolución: "Era necesario dirigiros primero la palabra a vosotros. Pero como vosotros mismos no os reputáis dignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles." La determinación está tomada. En adelante la aflicción acumulará como un mar sus olas sobre él. Bernabé se puso firme al lado de su amigo, y ambos opusieron a los directores la palabra del Profeta: "Yo te he destinado para que seas luz de los gentiles, tú debes servir para ser la salud hasta en los últimos confines de la tierra" (Is 49, 6). Con esta palabra del Profeta quedaron los judíos desarmados.
Aquel día Pablo enarboló, por decirlo así, su bandera en el mástil de la nave de la Iglesia. Ésta llevará en adelante el sello de su espíritu, porque él ha comprendido de la manera más profunda el espíritu universal del Maestro. La Iglesia de Cristo es una Iglesia universal, que admite en su seno a todas las naciones, pero no está ligada a ninguna. Esto es para nosotros una verdad clara. Pero para los judíos significaba nada menos que una revolución espiritual. "La carne y la sangre" divide a los hombres y a los pueblos; el espíritu es el que unifica. Cristo es el lazo de unión entre el cielo y la tierra, de hombre a hombre, de pueblo a pueblo.
En adelante quedó prohibido a los dos misioneros entrar en la sinagoga. Instruían, por tanto, a la gente en su vivienda alquilada, yendo de casa en casa, en azoteas y al cielo raso. Cada vez más se formaban células del creciente cuerpo místico de Cristo. Los fieles se juntaban todas las tardes alrededor de Pablo y Bernabé, más adelante también alrededor de los presbíteros y maestros (catequistas) formados por ellos. Pablo en su Carta a los Gálatas (6, 6) menciona directamente a estos maestros y les adjudica el derecho de exigir en recompensa su sustento a los instruidos. "El que recibe instrucción en las cosas de fe -dice-, debe ayudar con sus bienes al maestro", esto es, por los bienes espirituales que recibe, debe dar al maestro bienes materiales. ¡Qué magnífico campo de trabajo, al igual que a su tiempo en Antioquía de Siria! Ahora pudieron ellos, sin ser molestados por los judíos, presentar ante los ojos de los deseosos de salvación a Cristo crucificado de una manera tan plástica, que estos hijos de la naturaleza frecuentemente rompían en llanto (Gal 3, 1). Aquí ya no se hablaba de aquellas innumerables pequeñas prescripciones judías, las leyes sobre Jos manjares, los lavatorios, las lunas nuevas, de estos "mezquinéis y pobres rudimentos " (Gal 4, 9). Este Dios que anunciaban Pablo y Bernabé, no era un comerciante que calcula o un propietario que regatea y disputa con sus criados sobre cada céntimo, sino un gran rey, que con su "libre real palabra de perdón" santifica a todos los pecadores. ¡Cuán insensatas les parecían ahora las fábulas del padre de los dioses, Júpiter, que siempre buscaba aventuras amorosas, y de la madre de los dioses, Cibeles, que por causa de su querido Atis, que fue despedazado por un jabalí y después resucitó, según la mitología, se afligió sobre manera, y cuya imagen era bañada en el río por sus sacerdotes, paseada sobre un tiro de asnos por la comarca y mostrada por dinero! ¡Por cuan ridículo tenían ahora al dios lunar, llamado Lunus o Men, que tenía tan estúpida mirada! Nadie podía decir si habían vivido alguna vez y cuándo. Cuanto más de cerca se miraba todo esto, tanto más increíble parecía. Pero de este Cristo ellos saben que vivió sobre la tierra quince años antes, que sus amigos viven todavía y que se apareció a este mismo Pablo y le ha enviado a ellos (Gal 4, 4-7). Y ¡cómo los ha librado de todo trasgo diabólico y del miedo de espectros! En el día de hoy ya no podemos formarnos concepto sobre cuán oprimida por la superstición vivió el alma del hombre antiguo. Era realmente una tiranía diabólica, semejante a la creencia medieval en las brujas, la cual también no era más que una reincidencia en el paganismo. Cada vez con más firmeza se estrechaba la comunidad cristiana alrededor de sus apóstoles. Su santo entusiasmo carecía de límites (Gal 4, 15). Y ¡qué horas solemnes eran aquellas en que se admitía una nueva multitud de hermanos en la fe! Entonces toda la comunidad con vestidos blancos bajaba a las "susurrantes ondas del Antio, que descendiendo del Sultan-Dagh desembocaba en el cercano lago de Egerdir".
El nuevo movimiento cristiano se extendió pronto al campo. Los labradores que venían al mercado tuvieron noticia, por sus parientes y amigos comerciantes de la ciudad que se habían hecho cristianos, de la santa dicha que habían hallado, y rogaron a los apóstoles que saliesen a predicarles también a ellos. Así los dos recorrieron las numerosas aldeas y pequeñas ciudades situadas en las pendientes del Sultan-Dagh y en las orillas del lago. "Todavía se encuentra hoy en las inmediaciones de Yayladagi algún pueblo agradable y rodeado de huertas abundantemente regadas, que está en el fondo de un valle o situado pintorescamente sobre una colina" Hay una opinión digna de atenderse y apoyada en buenas razones, de que Pablo dirigió su Carta a los Gálatas en primera línea a las comunidades del sur de Galacia. Si esta opinión es acertada - y cada vez veremos más claramente que lo es -, entonces es cierto que la enfermedad, mencionada en la Carta a los Gálatas (4, 13) sobrevino al Apóstol por primera vez aquí, en Antioquía. Pero también, además, no sería maravilla que Pablo hubiese cogido el germen de la fiebre de la malaria a su paso por Panfilia, infestada de esta enfermedad, causada por estados de agotamiento. Así pudo Pablo haber sido retenido un tiempo en su morada por la ardiente fiebre. Tres veces había pasado ya por este estado, cuando escribió la segunda Carta a los Corintios; tres veces había rogado al Señor que le quitase este "aguijón en la carne". También ahora, cuando estaba con calentura y el trabajo apretaba tanto, oró al Señor. Mas en su interior oyó sólo esta voz: " ¡Bástate mi gracia! Pues en la flaqueza corporal se muestra mi poder en su perfección" (2 Cor 12, 9).
¡Qué abundantes fuerzas salieron de esta cama de enfermo! Pablo no hubiera querido que faltasen en su vida estos días penosos. Pues ahora se mostró la fidelidad y la gratitud de los recién convertidos de la manera más conmovedora. El enfermo de malaria sentía horror de sí mismo y se imaginaba que los demás tenían la misma sensación frente a él. ¡Feliz el enfermo que en un cuarto aislado se podía ocultar a las miradas de los curiosos! Pero en la publicidad de la vida oriental, Pablo no tenía departamento privado para sí. Sin puertas ni tabiques, en comunidad de vivienda y taller, de cara a la calle, expuesto a las miradas de todos. El arqueólogo inglés Hogarth puso de manifiesto, por inscripciones que descubrió, que la malaria, según creencia popular pagana, pertenecía a aquella clase de enfermedades con las cuales los dioses castigaban a los que estando impuros se acercaban a un templo. El supersticioso oriental acostumbraba escupir en presencia de un azotado por un dios, así como también ante un epiléptico (atacado de la "enfermedad sagrada") y al mismo tiempo como defensa contra el diablo. Haciendo alusión a esta costumbre, Pablo escribe a los gálatas: " ¡Ya sabéis a qué pruebas me veo sometido a causa del estado de mi cuerpo! A pesar de ello vosotros no me habéis aborrecido, ni escupido ante mí: ¡oh no!, como a un ángel de Dios; sí, como Cristo Jesús me habéis acogido" (4, 14). Estos hijos de la naturaleza, ingenuos y bondadosos, al principio miraban adentro desde la puerta, tímidos y curiosos; luego venían todos los días, y le traían todos los ungüentos, hierbas y amuletos posibles, cuando vieron postrado en cama a su querido apóstol, tan cansado y enfermo de muerte, con los ojos vidriados y las mejillas ardientes. Pero ¡qué diferencia! Ellos mismos conocían también la fiebre. Sus propios enfermos se revolvían sin descanso y gritaban y se ponían furiosos y decían locuras y veían malos espíritus. Ante ellos escupían con frecuencia como talismán contra el demonio de la enfermedad. ¡Muy diferentemente este Pablo! Víctima aún de la fiebre, sigue hablando de su Cristo, conversa con Él, le canta salmos. Entonces vinieron a conocer los gálatas que el ser cristiano es algo singular, que el cristiano aun en la enfermedad y en la muerte es un hombre enteramente distinto. No, ante este Pablo no podían escupir (Gal 4, 14), le consideraban como un ser sobrehumano. Si posible fuera, se hubieran sacado los ojos para dárselos a él, cuando veían sus ojos inflamados (4, 15). ¡Aquí por vez primera tuvieron un presentimiento del valor de la cristiana aceptación de los padecimientos, de la humilde conformidad con la voluntad de Dios en el lecho del dolor!
Pero esta enfermedad fue todavía en otro aspecto un gran beneficio. Fue la ocasión de que Pablo abandonase su proyecto de ir a la costa de Jonia y se dedicase enteramente a misionar estos distritos del sur de Galacia. Pues siguió siempre el principio práctico de la "puerta abierta", esto es, de ir siempre allí donde se abría una puerta para el Evangelio. Así tuvieron origen las iglesias de Galacia. Galacia (= Galia) era un concepto muy amplio. Originariamente designación de la región de los galos o celtas, en tiempo de san Pablo era un nombre de provincia romana para las tribus de los celtas, frigios, pisidios y licaonios, unidos anteriormente bajo la soberanía del rey de los gálatas, Amintas, los cuales hablaban griego, pero eran gobernados por funcionarios romanos. Los gálatas propiamente dichos estaban representados de un modo especial entre los veteranos de la legión céltica.
Así pasó un año y más aún. La primera iglesia de los gálatas, en su mayor parte pagano-cristiana, estaba fundada. Pero ya se hacían notar los primeros indicios de una incipiente persecución. Los judíos tenían entonces una táctica muy acreditada en la lucha contra sus adversarios cristianos. Con su sagacidad en los negocios y su dinero mantenían relaciones con las clases influyentes. Ricas judías estaban casadas no raras veces con funcionarios griegos y romanos, y tenían a su vez amigas entre las mujeres de los gobernadores y de la alta burocracia romana. Así podía la sinagoga ganar fácilmente para sí de un modo indirecto, valiéndose de las mujeres piadosas, a la policía de la ciudad. A ésta se le hizo ver claramente que los apóstoles introducían un culto extranjero e ilícito, que designaban como nuevo rey del Oriente a un cierto Cristo, que había sido ejecutado en tiempo de Pilato como rebelde a la soberanía romana, y que promovían la alta traición. Por diversa gentuza dudosa se aparenta una sublevación popular. Los concejales declaran que no pueden ya responder de la pública seguridad si los extranjeros no salen de la ciudad. Cuando los judíos no pueden ganar para sí a las autoridades municipales, ellos mismos ejecutan el castigo de los azotes en el piso bajo de la sinagoga. Este método se repite en adelante con fatigosa regularidad en la vida del Apóstol. ¡Consideremos el martirio de semejante vida! Antiguos manuscritos añaden aquí que Pablo hubo de padecer gran aflicción y persecución en Antioquía, Si comparamos con esto lo que escribió en aquellos triunfales cánticos de la historia de sus padecimientos, en su segunda Carta a los Corintios (6, 4-10; 11, 23-25), entonces casi tendremos la seguridad de que una de aquellas cinco flagelaciones por parte de la sinagoga o uno de aquellos tres castigos de azotes por parte de los lictores se efectuó aquí, en Antioquía. Las autoridades de la ciudad con frecuencia se cuidaban poco del derecho de ciudadano romano. Esto naturalmente sólo era posible en las pequeñas ciudades de provincia, que no tenían procónsul romano, como Antioquía, Iconio y Filipos. ¡Qué grandeza de alma se necesitaba para que Pablo nunca hiciese uso de los recuerdos de sus padecimientos, fuera de cuando se veía forzado a ello! Todavía al fin de su vida, cuando el anciano apóstol estaba en Roma en la cárcel, se le presentaban de nuevo ante los ojos aquellas horas y recordaba a su predilecto discípulo Timoteo sus padecimientos en este viaje (2 Tim 3, 11). Hoy en el campo de ruinas de la antigua Antioquía todo es desolación. Tan sólo los cimientos de la terraza de un templo y algunos arcos rajados del acueducto romano, son como documentos escritos en piedra de que éste fue el lugar donde Pablo por primera vez selló con sangre su testimonio por Cristo.