18. ¿Moisés o Cristo?

Act 14, 27-28; 15, 1-2.

Todavía con el bramido atronador de los torrentes del Tauro en los oídos, Pablo y Bernabé en el decurso del año 48, después de casi cuatro años de ausencia, como dos generales victoriosos volvieron a Antioquía por Seleucia y por entre los jardines y bosques de palmeras. No de otra suerte que en tiempo venidero Colón y sus compañeros, cuando volvieron en su viaje de aventuras, fueron recibidos los dos pregoneros del Evangelio por los superintendentes y fieles de la comunidad cristiana. Creyeron haber vuelto de un yermo a vivir de nuevo entre hombres; tan agradable y tan hermoso era aquí todo en comparación del escabroso y bravío país de Licaonia. Parecieron a sus amigos algo envejecidos y como agitados por tormentas de graves acontecimientos. "Pablo, ¿de dónde provienen las cicatrices de tu rostro?" El amor y la inteligencia de la alta significación de su empresa les daban contento. Fue un extraordinario regocijo en la comunidad, una brillante fiesta de misión, cuando los dos apóstoles dieron cuenta ante la asamblea de la calle de Singón de sus fundaciones, experiencias y padecimientos por Cristo. Pablo y Bernabé junto con la comunidad elevaron al cielo una solemne acción de gracias por "las grandes cosas que Dios había obrado por medio de ellos, y porque había abierto a los gentiles las puertas de la fe".

Cuando se hubo disuelto la asamblea de bienvenida, los apóstoles permanecieron reunidos largo tiempo con los superintendentes y hablaron sobre el estado del trabajo apostólico en Antioquía. "Ahora, ¿cómo van las cosas entre vosotros?" Entonces contaron los presbíteros cómo tampoco en Antioquía los hermanos entre tanto habían estado ociosos. En toda la Siria, subiendo hasta el Amano, más aún, hasta dentro de Cilicia, florecía una corona de nuevas comunidades (Act 15, 23), de las cuales antes no se hablaba. "Y ¿qué experiencia habéis adquirido respecto de los judío-cristianos? " Entonces los presbíteros se miraron recelosos sobre si debían hablar de ello. "Si se continúa así, tememos que todo conduzca a una crisis. Los hermanos de Jerusalén no entienden nuestra situación. Nunca han salido de su patria. Dicen que nuestros recién convertidos del gentilismo no son verdaderos cristianos, y que ellos no habían debido ser bautizados sin admitir antes la ley mosaica. Si no se pone remedio, la Iglesia se divide en dos partes." Ésta era una amarga gota de acíbar, que ya en la primera tarde cayó en el cáliz de la alegría. Pablo vio su trabajo amenazado en lo esencial: si esta tendencia alcanzaba el predominio, entonces se había acabado con su obra, o había un cisma.

Ahora, pues, estaba en pie el problema en toda su grandeza como hacía tiempo él ya se lo había temido. Con los que antes de ser bautizados se habían convertido al judaismo, no había ninguna dificultad. Pero el mayor número se componía de pagano-cristianos y medio prosélitos, los llamados "temerosos de Dios", los cuales no habían estado sino en floja conexión con el judaismo. Hacer depender su admisión en la Iglesia de la circuncisión y de la ley ritual significaba reducir la Iglesia a la estrechez de la sinagoga y negar la universalidad de la redención. Admitirlos como medio cristianos en la Iglesia, al lado de los plenamente cristianos, que se componían de judíos y de convertidos al judaismo, significaba formar en la Iglesia una agrupación exterior y otra interior, significaba crear prosélitos de la Iglesia y así poner en medio de la Iglesia cristiana el antiguo muro de separación como lo tenía el judaismo. Esto significaba hacer del cristianismo una religión de raza, cuyo sumo valor estuviese ligado a la sangre judía. Admitirlos en la Iglesia, pero evitar la compañía de ellos en la mesa, significaba hacerlos parias cristianos. Había, pues, al mismo tiempo un problema religioso y otro social. Pablo fue el que lo conoció en toda su precisión y lo resolvió. Es, por tanto, una equivocación de nuestros días considerar a Pablo como agente de la raza judía, mientras que, al contrario, fue el que abrió camino a la libertad cristiana y a la universalidad de la Iglesia. Así se presentó el problema, visto desde Antioquía.

¿Cuál era el aspecto de la cuestión, vista desde Jerusalén? En la comunidad cristiana de esta ciudad vivían aún muchos discípulos que habían sido testigos de cómo el Señor mismo, nacido bajo la Ley, observó la Ley, aunque en sentido espiritualizado; que habían oído de su boca, que no había venido a anular la Ley, que no dejaría de cumplirse ni una letra de ella; discípulos a quienes las leyes sobre la pureza e impureza de los manjares, las prescripciones sobre el sábado, el apartamiento de la impureza pagana simbolizado y asegurado en el rito de la circuncisión parecían pertenecer a la más hermosa e inamisible herencia de sus padres; discípulos que veían en el cristianismo la más elevada y espiritualizada forma de sus antiguos usos, la más hermosa florescencia del judaismo. La noble raza que había dado al mundo lo sumo, ¿debía acabar de repente, después de haber llevado su más precioso fruto? Así pensaban muchos, pero no los apóstoles de primera elección.

Según el testimonio unívoco de los Hechos de los Apóstoles, consta que los antiguos apóstoles de Jerusalén no defendían en modo alguno un punto de vista particular y estrecho. Si ya la religión del Antiguo Testamento representada por los profetas no era una religión nacional, si Jesús mismo había anunciado la universalidad de su religión y el apostolado universal de sus Doce, no podemos suponer que la comunidad primitiva de Jerusalén hubiese podido olvidar todo esto y no ver más allá de los límites del judaismo. El acontecimiento de Pentecostés fue ya anunciado como un suceso que tenía significación para los pueblos de todo el mundo, conforme al profeta Joel. Pero Jesús no había querido traer la salvación en su persona sin historia, sino como consumador de la promesa de salvación para todos los pueblos predicha en el Antiguo Testamento. Y la Iglesia por Él fundada debía ser la sostenedora de sus ideas de salvación para todo el género humano.

Mas la dificultad estaba en esto: Cristo resucitado, que había dado el precepto de misionar a todos los pueblos, no había dado ninguna instrucción sobre las condiciones en que los gentiles debían ser admitidos en la Iglesia. Las circunstancias de cómo la misión se había de ejecutar, estaban en la obscuridad. No se sabía si la enseñanza que recibió Pedro con la visión de Joppe tenía valor general o sólo valía para un determinado caso de excepción. Se admitía esto último. Por eso no debemos juzgar con demasiada severidad a la comunidad de Jerusalén, si tardó en incorporar sin más en la comunidad del Mesías, como miembros equivalentes, a los fieles que procedían de los gentiles. Se quería resolver la cuestión caso por caso y dejarse guiar por los hechos de Dios en la propagación del Evangelio. Ésta era la opinión de los apóstoles en Jerusalén. Personalmente observaban la Ley, aunque sin exagerado cuidado, sin exceso, así como lo habían visto en su Maestro; pero sabían que la salvación reñía únicamente de Cristo. El período en que una nueva religión ha de crear sus nuevas formas de expresión y su culto, es el más difícil. En el judaismo, los ejercicios piadosos estaban muy bien formatos. Por esto se atuvieron a ellos provisionalmente. También Pedro callaba y difería la decisión, esperando.

Pero de este prudente parecer se apartaban los muchos judío-cristianos convertidos del fariseísmo. Ellos, en el bautismo con el vestido de fariseos, de ninguna manera se habían despojado del espíritu de los fariseos Bajo el influjo de estos hombres, el cristianismo de Jerusalén iba volviendo cada vez más al antiguo judaismo. Más aún, ellos tiranizaban a toda la comunidad e intimidaban hasta a los apóstoles. El un punto, sin embargo, se ha de hacer justicia al judaismo: hasta en su mayor extravío, nunca ha ido tan lejos que rebajase el Dios de la Revelación del Antiguo Testamento: un Dios de los judíos o Dios de raza. Con ello estos judío-cristianos hubieran tenido que negar a todos los profetas. Su error fundamental consistía antes bien en esto: Dios es sin duda también el Dios de los gentiles, su Mesías el rey de todos los hombres; los gentiles pedían ciertamente tener parte en su reino, pero no de la misma manera que los judíos. El monoteísmo y la ley moral querían compartirla bondadosamente con los gentiles, pero la esperanza mesiánica era una herencia de la familia de su pueblo. Sólo se podía ser ciudadano de este reino con plenitud de derechos siendo descendiente de Abraham o aceptando la circuncisión y con ella la incorporación al pueblo escogido. La Ley y la circuncisión debían facilitar la salvación como una especie de sacramento. La sangre y las leyes ceremoniales debían alcanzar y traer las bendiciones de Cristo, y por tanto el cristianismo sólo debía ser término, la coronación y la cumbre del judaismo. Con esto quedaba puesta en duda la substancia del cristianismo, la única y exclusiva redención y mediación de salud por Cristo.

Estas ideas recibieron su más fuerte impulso de la venerable personalidad de Santiago el Menor, próximo pariente del Señor, que era la cabeza indisputable o - si podemos emplear esta palabra, que entonces todavía no existía - el obispo de Jerusalén. Refiere Hegesipo (EUSEBIO, Historia Ecclesiastica 2, 25) que Santiago era uno de los cuatro "hermanos del Señor que al principio no creían en Él y se oponían a su misión" (Mt 13, 56; Mc 3, 21; Ioh 7, 5). Sólo más tarde se le habían abierto los ojos. Él supo juntar, con el amor a Jesús, fidelidad a la Ley y vida ascética muy severa. Su cabello descendía en largas guedejas. Nunca había llegado a su cabeza una tijera. Nunca una gota de aceite para ungir tocó su cuerpo. Este Santiago, ya viviendo, había venido a ser su propio mito. Fue nazareno, esto es, consagrado a Dios, de por vida. Apenas podemos figuramos qué santo respeto infundía este hombre con su vestido, porte y manera de vivir a todos los contemporáneos, judíos y cristianos, aunque no sea verdad más que la mitad de lo que notifica de él la tradición. No llevaba sandalias ni vestidos de lana; porque sólo se vestía de lino, únicamente él podía entrar en el santuario del templo, lo que estaba prohibido por lo demás a todo laico. Era célibe (lo cual, con todo, parece estar en contradicción con 1 Cor 9, 5) y vegetariano, no tomaba bebida alguna embriagadora, y estaba por largas horas orando en el templo de rodillas. Decíase que pasaba allí sus días, como Jeremías, para hacer penitencia por el pueblo y apartar de Jerusalén el castigo que amenazaba. Se le llamaba "el Justo" y "la defensa del pueblo". Contaban que no necesitaba más que elevar sus brazos al cielo para que se hiciese un milagro. Era la más impresionante expresión de lo numinoso de la religión, la última y más pura personificación de la piedad del Antiguo Testamento, antes que ella se hundiese para siempre. En una palabra: una figura de patriarca de la Antigua y de la Nueva Alianza en una persona. Nadie se atrevía contra él, ni los fariseos ni los saduceos, ni los judíos rígidos ni los liberales. Ni siquiera Herodes Agripa. Cuando todos los apóstoles salieron de la ciudad, él solo permaneció allí. Por su causa muchos fariseos se habían hecho cristianos, aun sacerdotes de diversas categorías, los cuales, a lo que parece, al principio siguieron desempeñando al mismo tiempo el cargo de sacerdote judío. Por fuera, la iglesia de Jerusalén parecía una piadosa secta judía. De su secreto interior, su vida eucarística, nada sabía el mundo. El espíritu amplio de Esteban parecía extinguido por entero. El heredero de este espíritu fue Pablo.

En la iglesia madre se había formado, pues, alrededor de Santiago como centro (Gal 2, 12), un partido conservador, obstinado hasta el último extremo. Este partido, abusando del nombre de Santiago, envió algunos de sus extremados representantes a Antioquía, cuando llegó a Jerusalén la noticia de que Pablo y Bernabé habían vuelto, habían fundado una grande Iglesia de gentiles y llevado adelante sus ideas asimismo en la comunidad antioquena. Los enviados fueron recibidos por los superintendentes con veneración; pues detrás de ellos era visible la sombra de un hombre del todo-grande. Pero se sintió un escalofrío cuando los recién venidos se lavaban las manos después de cualquier contacto casual con un pagano-cristiano y no aceptaban ninguna invitación a ir a una casa cristiana. Pues con un incircunciso no se podía comer en una misma mesa, y mucho menos de un plato común, como entonces era usual en el Oriente. Esta gente no había sentido el soplo del Espíritu de Pentecostés y en todas partes preveía peligros. Pero cuando aun en el ágape de la tarde del sábado se aislaron, comiendo en mesas puestas aparte, y declararon MI pública asamblea a los antioquenos: "Si no os hacéis circuncidar, no podéis salvaros", descargó la tormenta. Debió de haber sido recia, pues Lucas en este pasaje habla directamente de un "tumulto" (Act 15, 2). Pablo y Bernabé habían llamado siempre a los pagano-cristianos, "santos, elegidos e hijos de Dios", "ciudadanos y domésticos", pero por estos piadosos de Jerusalén fueron tratados como "impuros", como "pecadores", como "extranjeros y sin carta de vecindad", y se los desposeyó del cristianismo. Inútilmente opusieron los dos apóstoles que, tiranizando deteste modo toda la manera de vivir, hasta en las particularidades de la lista de los manjares, y hasta en la vida más íntima de la familia, nunca se podía ganar al libre mundo griego, y que con la circuncisión, tenida por indecorosa y mofada por los gentiles, se repelía precisamente a los hombres. ¿Cómo sería posible todavía una vida social? La circuncisión significaba para los adultos una operación no exenta de peligro. La ida a los baños públicos quedaba entonces excluida, de suerte que, como decía san Pablo (1 Cor 7, 18), algunos judíos procuraban ocultar hasta la señal de su origen con la ayuda de una intervención quirúrgica. La Ley de Moisés consideraba los matrimonios mixtos como una deshonestidad y un crimen. Si, por tanto, un judío convertido a Jesús quería casarse o se había casado con una cristiana de origen griego, con la cual estaba de acuerdo en el amor a Cristo, había de oír que se ultrajaba esta unión, a sus ojos matrimonial, como fornicación. Y las leyes de los manjares traían consigo todo un ovillo de casos de conciencia. Para vivir conforme a la Ley, era preciso tener carnicerías propias, y en cada compra, en cada invitación había que informarse del origen de la carne (1 Cor 8, 4; 10, 25). En una palabra, se estaría separado del resto del mundo por un muro social. El cristianismo vendría a ser una pequeña secta, pero no una religión universal. Mas lo peor era que esta gente había abierto no solamente un abismo social, sino también dogmático. Pues en último término se presentó la cuestión sobre si se salvarían los hombres por la Ley o por la gracia de Cristo. Pero todo fue inútil. Parecía una imposibilidad vencer la barrera de los prejuicios judíos y la educación judía.

Sin embargo, el Espíritu Santo sopló y la barrera cayó. Dios dio a los apóstoles sabiduría y firmeza, y por su gracia Pablo fue el instrumento elegido para terminar una obra que era necesaria para la formación de una Iglesia verdaderamente católica, esto es, universal. Había de darse una rápida decisión fundamental por la suprema autoridad de Jerusalén. Para Pablo, en este viaje a Jerusalén rápidamente determinado, se trataba de dos cosas: de la victoria de la libertad cristiana y del reconocimiento de su dignidad de apóstol por parte de la Iglesia madre.