40. Las "alturas de Dios" y las "profundidades de Satanás"
Act 19, 11-22.
Pablo estaba en el cénit de su actividad. Los discursos públicos en el aula de Tirano, su vasto influjo en toda la provincia, la entereza de su carácter, debieron de hacer también gran impresión en los que tenían influencia en la vida política. Pues sabemos que varios asiarcas, esto es, miembros de las cortes provinciales y directores de los juegos públicos, habían contraído amistad con él. Asimismo el canciller de la ciudad parece haberle sido afecto. Este trato amistoso del Apóstol con hombres directivos y paganos de gran cultura intelectual es muy instructivo. El cristianismo conforme al modelo del Señor nunca ha desdeñado ganar influjo sobre estos hombres, como nos lo mostró Pablo ya en Atenas. No es una religión de campesinos, sino que se dirige igualmente a todas las capas sociales y clases de cultura. Pero el amor y la confianza del pueblo sencillo e incorrupto permanecerá siempre el fundamento más sólido de una genuina Iglesia popular. Una amistad demasiado grande con los ricos y poderosos de este mundo puede engendrar en la misma Iglesia, por una especie de corriente de inducción, una disposición de espíritu que habría de enajenarle el corazón del pueblo. El pueblo es extraordinariamente sensible para la verdadera voz del buen pastor, pero tiene también un oído muy fino para todos los tonos bajos. Pablo se guardaba cuidadosamente de semejante apariencia. "No quiero dominar vuestra fe, sino coadyuvar a vuestro gozo", solía decir.
Por entonces andaban girando de una parte a otra gran número de charlatanes, seductores del pueblo, judíos y paganos, que se aprovechaban de la sencilla fe del pueblo anhelosa de milagros para sus fines egoístas. El taumaturgo pagano Apolonio de Tiana, al cual ya hemos encontrado en Atenas, "mezcla de soñador y charlatán", pudo precisamente entonces haber morado en Éfeso. El astrólogo Balbilo, que obtuvo tan aciago influjo sobre Nerón, era natural de Éfeso. Las curaciones prodigiosas del dios de la salud Asklepios o Esculapio, los filtros y hechizos preservativos, la astrología y la adivinación daban abundante sustento a toda una caterva de sacerdotes, charlatanes y hechiceros. Éfeso era una ciudad donde la teosofía, el ocultismo y la nigromancia tenían muchos partidarios y los espiritistas introducían a la gente en las "profundidades de Satanás" (Apoc 2, 24). Florecía aquí una rama especial de la ciencia oculta, de los papiros mágicos y semejante vana literatura, que eran célebres en todo el mundo con el nombre de Ephesia grammata. En semejante mundo, que era tan aficionado a lo mágico y demoníaco, hubo Pablo de hacer brillar como contrapeso su grande don carismático. La situación llamaba de suyo a la liza a las más profundas fuerzas de defensa carismática del alma del Apóstol. Sus hechos poderosos en Éfeso que refiere Lucas son la prueba de ello. Los maestros de la nigromancia quedaron maravillados de la fuerza psíquica que procedía de Pablo. Lo que no alcanzó la predicación, hiciéronlo las "pruebas del espíritu y de la fuerza", las curaciones de enfermos y expulsión de demonios. Los enfermos de la antigüedad pagana, como todavía hoy en los países paganos de misión, pertenecían al número de los más pobres. Los santuarios de Asclepio estaban siempre rodeados de toda humana.dolencia. Algunos estados nerviosos, espasmos y fenómenos de parálisis pudieron haber desaparecido por la general excitación psíquica, lo cual indican sin duda los muchos exvotos hallados, como por ejemplo los que están reunidos en el museo de Corinto la Vieja. Mas sólo el cristianismo ha curado el mal en su raíz, alejando por la fuerza de la gracia del Redentor la más profunda causa, la perturbación psiquicomoral, la decadencia moral de la personalidad, y desatando el tétanos del alma. Cuando Pablo iba por las calles, yacían a lo largo de las casas enfermos, paralíticos, hombres corroídos por la lepra con llagas purulentas y le tendían suplicantes las manos o muñones de brazo, como todavía hoy se puede ver en el Oriente. Y Pablo con la invocación del nombre de Jesús los hacía sanos, sin otra recompensa que la de que en adelante alabasen el nombre de Jesús. " ¡Habéislo recibido de balde, dadlo también de balde!" Su fama de taumaturgo fue tan grande, que la gente venía a casa de Priscila y pedía ropa blanca y prendas de vestir, pañuelos y mandiles de trabajo del Apóstol, naturalmente sin saberlo él. Acá y allá sin duda una oyente durante el discurso le quitaba a hurtadillas, con fe piadosa, el pañuelo para ponerlo en su casa sobre un enfermo.
La fuerza de su influjo era tan grande que algunos lograban conjurar a los demonios refiriéndose a Pablo. Entre los judíos ejercitose la conjuración de los espíritus desde tiempo muy antiguo; exorcistas judíos recorrían todo el Oriente y ganaban mucho dinero. Ya habla de ellos Jesús (Mt 12, 27 y Lc 11, 19). También conocen los evangelistas a unos, quizá discípulos de Juan, que en "nombre de Jesús" echaban los demonios (Mc 9, 38 y 9, 49). Todavía en el siglo segundo los exorcistas judíos recorrían el país (JUSTINO, Diálogo 85). La predilección de los efesios por semejantes horríficos espectáculos y su agradable atractivo dio ocasión a un suceso penoso, que describe Lucas con cierto tinte de buen humor. Los siete hijos de un príncipe de los sacerdotes judíos por nombre Sceva, tropa de conjuradores de demonios que andaba por acá y acullá, efectuaron un exorcismo en público. El poseso se burlaba de todos sus esfuerzos. La multitud, desengañada, se declaró, como solía suceder, contra los chapuceros; toda su reputación estaba en peligro. Entonces en su desesperación intentaron valerse del mismo "hechizo " de que, según opinión, se valía Pablo, del "nombre de Jesús que Pablo anuncia". Pero el nombre de Jesús no se puede usar como hechizo. Recibieron esta respuesta burlona del espíritu demoníaco, por boca del poseso: "A Jesús bien le conozco, y también a Pablo; mas vosotros ¿quiénes sois?" Con esto, el poseso se precipitó furioso sobre ellos, maltrató terriblemente a dos de ellos, les arrebató los vestidos del cuerpo, mientras que los otros hubieron de dejar el campo con mofa e ignominia. Una escena semejante atestigua Flavio Josefo de cierto Eleazar, que en presencia de Vespasiano sacaba a los posesos el demonio con la ayuda de un anillo (Ant. iud. 8, 2, 5). La falta de sinceridad religiosa en aquéllos había sido amargamente castigada. Esto fue un gran triunfo para Pablo. El nombre de Jesús estaba ahora en la boca de todos y era pronunciado con veneración. Ahora era claro que Pablo no ejecutaba milagros por un hechizo, sino por la fuerza del Cristo celestial. Realizóse ahí la lucha de la que escribe Pablo: "Nuestra lucha no va contra la carne y sangre, sino contra los poderes, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos del aire" (Eph 6, 12).
El nombre de Jesús triunfaba en todas las calles. Cien sermones del Apóstol no hubieran tenido tal efecto como esta prueba por los hechos. ¡Éste es el poder de la realidad! Pablo lo notó pronto en el número de los que acudieron a su escuela. El gran taumaturgo les parecía como si estuviese rodeado de un poder superior, como si fuese uno de aquellos hombres divinos que, según la creencia de los antiguos, son enviados del cielo de tiempo en tiempo con divinas fuerzas y encargos. Cuando él pronunció el nombre de Jesús, ¡cómo sonó muy de otra manera que en la boca de los desgraciados conjuradores de demonios, con una plenitud de mil voces! Y cuando luego exclamó con interior conmoción, refiriéndose a Jesús: "Por lo cual, también Dios le ensalzó, y le dio nombre superior a todo nombre: al fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre" (Phil 2, 10), entonces pasó un temblor y estremecimiento por los presentes. Muchos creyeron, y uno después de otro gritó con ansiedad: " ¡Pablo, invoca a tu Jesús también sobre mí y ayúdame!" La conmoción del alma, una especie de despertar interior provocó una general confesión pública de los pecados, que para nosotros los hombres poco expansivos de países del norte es incomprensible, pero a los de países del sur no les es difícil. Pablo, gran conocedor y dominador de las almas, tenía práctica en estas cosas. Diole mucho trabajo tranquilizar a la gente y dirigir por el recto camino la conmoción todavía no purificada. Aquel día no hubo ya continuación del discurso. Medio llevaron en brazos, medio empujaron a Pablo a salir al ágora. De todas partes traían sus escritos ocultos y papiros de magia, sus libros interpretativos de sueños y sus Ephesia grammata. Pronto ardió un fuego que chisporroteaba y en el cual se quemaban silbando pergaminos y amuletos. La suerte nos ha conservado semejantes papiros con sentencias mágicas, en los cuales hay un batiburrillo estólido de palabas ininteligibles: aski, kataski, aiks, tetraks [n. 21]. Habían caído del cielo en alguna parte, como nuestras cartas de buena suerte, hacían a uno invulnerable, eran buenos contra la gota y la parálisis, protegían contra las brujas y el mal de ojo. Otros traían libros de magia de Noé y Salomón y los arrojaban a las llamas. Así quedaban tranquilos y creían haber expiado su culpa. Debió de ser un importante auto de fe, cuando Lucas evalúa el valor de los libros quemados en 50 000 dracmas de plata. Fue un potente fanal ante toda Éfeso, señal de que el poderío del antiguo paganismo había de rendirse a la luz del Evangelio. Sólo una vez en la historia volvió a repetirse semejante escena de quema pública de libros. Fue más de 1400 años más tarde, en la plaza del mercado de Florencia, bajo la acción irresistible de la predicación de penitencia de Savonarola.
Aquí se nos presenta de nuevo la diferencia fundamental entre religión revelada y religión natural. Un sello característico muy corriente de toda religión natural, que tiene su origen en las profundidades irracionales del alma humana y en el impulso natural de la sangre, es la propensión a la superstición y a la magia.
Esta inclinación prosperaba en el fondo de todos los pueblos antiguos, sobre todo en los semitas y los fenicios. En tiempos de nuestro clásico humanismo del siglo dieciocho se ha fantaseado y glorificado el cuadro ideal de la religión griega, encontrando esto su más genuina manifestación en el poema de SCHILLER LOS Dioses de Grecia. Hoy sabemos que la religión griega junto al luminoso elemento apolíneo tenía todavía otro elemento, obscuro e irracional, el dionisíaco, de manera que en ella reunía contrastes enormes. Juntamente con los dioses de las alturas conocían y adoraban también a los dioses de las profundidades; junto a los poderes bondadosos y graves, también los poderes terribles, las fuerzas subterráneas y abismales de la procreación, la sangre, la muerte y el destino, unas veces potencias de carácter celeste y otras veces de naturaleza demoníaca. La primitiva y elevada religión monoteísta de Zeus difícilmente pudo resistir la penetración de la influencia de las asiáticas y fenicias del culto de Astarté. La Artemisa o Diana de Éfeso era una prueba de que algunas conocidas divinidades griegas adquirieron rasgos orientales que no eran griegos. "Dioniso nos descubre las posibilidades obscuras y caóticas del alma griega, y saca a relucir, temeroso, con terrible claridad el ansia oculta en los rincones del corazón humano, de una manera soberbia, espantosa, que sorprende a la razón (TASSILO VON SCHEFFER, Die Kultur der Griechen).
¿De dónde le vino a Pablo este enorme influjo sobre los hombres? Éste era, como en todos los grandes hombres y santos, su secreto personal. Era el poder de su firme personalidad, de su vida desinteresada procedente de un centro divino unitario, de Cristo. Éste es el secreto del verdadero, legítimo y benéfico influjo, que viene de la luz de Dios y conduce a la luz. Hay todavía otro secreto del influjo, del dominio sobre los hombres: el secreto del influjo demoníaco, que procede de la profundidad, de la acción demoníaca de Satanás y conduce a las "profundidades de Satanás". Éstos son los extraños hijos del caos. Semejantes hombres y falsos profetas vienen en tiempos caóticos y arrastran a su bando a todas las naturalezas flacas y sin personalidad propia, y además a todas las naturalezas decaídas en sí y desavenidas con Dios. La historia de las religiones de tiempos antiguos ofrece ejemplos poco edificantes.
Pablo era muy grande conocedor de las almas y sabía por tanto que la elevación de los ánimos, tal como entonces reinaba, no podía mantenerse andando el tiempo. Al hosanna ha seguido siempre el crucifige. Por breve tiempo se acumuló sobre Pablo un exceso de entusiasta veneración. Pero era demasiado prudente para embriagarse con estos felices éxitos y respirar con gusto esta fragancia de incienso. Sabía que ahora estaba movilizado contra él el poder del infierno. Para él el demonio no era ninguna fantasía, sino una dura realidad. La primera Carta a los Corintios, que se escribió por este tiempo en Éfeso, y la segunda, redactada después del estallido de la pasión popular, nos muestran el reverso de la medalla. Vino pronto un tiempo "de gran humillación, de lágrimas y pruebas" (Act 20, 19). Tal oleada de pena y aflicción se precipitó sobre él, que da ya por perdida su vida y el vivir le causa tedio. Tanto los Hechos de los Apóstoles como la Carta a los Efesios nos dan la clave para entender tales tribulaciones. Él tenía conciencia de que un poder infernal estaba trabajando contra él detrás de la escena. Diversos malos espíritus se habían juntado contra él para una acometida concéntrica. Éstos son hechos conocidos en la vida de los santos. Apenas hay un santo o místico en cuya vida no represente un papel el Diablo. Y no cree seriamente en un Dios personal, ni tiene fe de experiencia, el que no reconoce la existencia del gran contrario de Dios, cual es Satanás el Diablo.
La altura de su vida en Cristo fue para Pablo también la altura de sus padecimientos por Cristo. Debió de llevar una vida de gran indigencia, cuando pudo escribir entonces a Corinto: "Hasta esta hora estamos padeciendo hambre y sed y apenas tenemos lo necesario para vestirnos" (1 Cor 4, 11). Semejante pobreza procedía de una grandeza de alma que era desacostumbrada en sus codiciosos hermanos de raza. Pablo sólo podía dedicar la más pequeña parte de su tiempo al trabajo manual, el cual había de interrumpirse con frecuencia durante días enteros. El trabajo más importante y más urgente era la dirección de las almas, la correspondencia con las comunidades extranjeras.
Pero aún más orgulloso que de su pobreza, se sentía de hallarse al servicio de Jesús crucificado. Precisamente entonces escribía a sus gálatas: "Lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Gal 6, 14). En sus dos Cartas a los Corintios nos ha dejado no menos de cuatro catálogos conmovedores de padecimientos. "A nosotros, los apóstoles, creo que Dios nos trata como a los últimos hombres, como a los condenados a muerte: haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. Nosotros somos necios por amor de Cristo, mas vosotros sois los prudentes en Cristo; nosotros flacos, vosotros fuertes; vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratos, y no tenemos donde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos: nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la sufrimos con paciencia: nos ultrajan, y retornamos súplicas: somos, en fin, tratados hasta el presente como la basura del mundo, como la escoria de todos" (1 Cor 4, 9-13). Cumplir con padecimientos las obligaciones terrenas: esto lo había visto Pablo en el ejemplo de su divino Maestro. Cuando Pablo en sus discursos venía a hablar de la pasión de Cristo, de su sangrienta flagelación, entonces podía suceder que súbitamente aflojase su vestido cerca del cuello y la nuca, de manera que fuesen visibles las líneas rojizas que procedían de los golpes de los azotes. Entonces las, llamaba con toda tranquilidad "las señales del Crucificado que llevaba en su cuerpo" (Gal 6, 17; 2 Cor 4, 10). Como los esclavos llevaban con frecuencia marcado con hierro candente en el cuello el monograma de su señor, y los legionarios la señal de su legión en el brazo y en el pecho, así Pablo llevaba con orgullo como esclavo de Cristo las señales de su Señor celestial [n. 27].
Como la experiencia más terrible del tiempo en que estuvo en Éfeso, menciona Pablo el haber "luchado en Éfeso con bestias feroces " (1 Cor 15, 32). Algunos exegetas toman esta expresión en sentido figurado, otros literalmente, como de un hecho realmente acaecido, del que nos han dejado una descripción interesante y novelesca las Actas de san Pablo [n. 8]. WEIZSACKER (Das apostolische- Zeitalter) escribe: "No es imagen, es un hecho. ¿Qué sentido tendría el comparar a sus enemigos humanos con animales salvajes si no debiera entenderse por lo menos la lucha con fuerzas físicas, con ataque a vida o muerte? El estadio para las competiciones, cacerías de fieras y luchas de gladiadores estaba ya terminado. Todavía hoy existen dos inscripciones sobre unos sillares, con la dedicación del recinto de los espectadores a Artemisa y al emperador Nerón". Todavía existen las mazmorras para las "bestias líbicas", según rezan algunas inscripciones, a las cuales Pablo podía hacer alusión cuando él, según opinión de nuevos investigadores, compara su lucha espiritual de Éfeso con una lucha con las fieras, pues él no podía ser condenado a tal lucha literal, por ser ciudadano romano, sin perder su derecho de ciudadanía. Sea como sea, la expresión recuerda un pasaje de la carta del obispo mártir Ignacio de Antioquía, que imitando a sabiendas el estilo de su venerado maestro, describe sus penalidades bajo la vigilancia de los soldados en el barco que lo trasladó como prisionero: "Desde Siria hasta Roma tuve que luchar con bestias, estoy encadenado con diez leopardos". Esto está dicho en sentido figurado, aunque se trata de un suceso real. Si al Apóstol "no se le quiere acusar sencillamente de una fanfarronada", hay que sospechar también en él una experiencia muy real. Una catástrofe que casi le hubiera aniquilado. Todo intento de suavizar tales palabras fracasa ante el lenguaje altamente realista del Apóstol: "A nosotros, los apóstoles, creo que Dios nos trata como a los últimos hombres, como a los condenados a muerte: haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres" (1 Cor 4, 9). Y poco después de acaecida dicha catástrofe, escribe: "Pues no quiero, hermanos, que ignoréis la tribulación que padecimos en Asia, los males de que nos vimos abrumados, tan excesivos y tan superiores a nuestras fuerzas, que nos hacían pesada la misma vida. Pero si sentimos pronunciar allá dentro de nosotros el fallo de nuestra muerte, fue a fin de que no pusiésemos nuestra confianza en nosotros, sino en Dios, que resucita a los muertos" (2 Cor 1, 8).
Algunos modernos investigadores suponen, no del todo sin fundamento, una prisión del Apóstol en Éfeso (alegando 2 Cor 6, 5, y 11, 23). Cuando Pablo en su Carta a los Romanos (16, 4) declara poco después, lleno de profundo agradecimiento, que debe su vida a Áquila y Priscila ("expusieron la cabeza por mi vida"), y en la misma carta llama a Andrónico y Junia sus "paisanos y coprisioneros ", no se puede aquí suponer una metafórica manera de expresión. Hay todavía una tradición más reciente que habla de una prisión de Pablo en el Coreso (hoy Bülbül-Dagh, esto es, "montaña de los ruiseñores"), aunque también se ha descubierto que la localización de esta cárcel se había confundido con una torre de vigía romana (W. MICHAELIS, Die Gejangenschajt des Paulus in Ephesus, Gütersloh 1925).
¡Cuán horribles cosas hubo de padecer Pablo, cuando a él, el hombre laborioso y experimentado en padecimientos, parecióle la muerte como un refugio agradable de su tedio de la vida! ¡Cuando a los egoístas y porfiados corintios describe no menos de cuatro veces el exceso de sus padecimientos, hay que ser algo más que sordo para no percibir la socrática ironía, su herencia griega, en esta su "jactancia"!
A estos padecimientos exteriores se añadía aún a mayor abundamiento la pena del alma que le daban sus queridos hijos los corintios y gálatas. Su corazón y su ánimo estaban llenos de aflicción, cuando pensaba en que la obra de toda su vida, que había edificado como "prudente arquitecto" de Dios, amenazaba derrumbarse por la agitación de sus adversarios judíos. Lo que aumentaba todavía su pena, era para un hombre tan sensible como Pablo el verse en tan grande soledad y desamparo. Precisamente por este tiempo estaba casi solo, privado de sus más íntimos amigos. Timoteo, Erasto y Tito habían ido a Macedonia y Grecia. No es maravilla que tuviese momentos de grave abatimiento. Conocemos esto en él desde Corinto, cuando estaba sin poder dormir y había en su alma tanta tristeza. Pero luego quedó otra vez poseído de una fuerza interior, y oyó esta voz de su Señor: " ¡No temas! ¡Tengo mucha gente en esta ciudad!" Así continuamente creyó él en la fuerza de Dios, que puede producir de la muerte la vida. Él no se había desesperado en Corinto, tampoco se desesperó en Éfeso. Así también aquí en Éfeso su hombre interior salió de todos los padecimientos nuevamente fortalecido. "Pero teniendo un mismo espíritu de fe, según está escrito: Creí, por eso hablé; nosotros también creemos, y por eso hablamos; estando ciertos de que quien resucitó a Jesús, nos resucitará también a nosotros con Jesús… Por esto no nos desanimamos; aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, el interior se renueva de día en día" (2 Cor 4, 13, 14 y 16). Sólo quien cree como Pablo, puede hablar y tiene derecho para hablar así de sus padecimientos. También en Éfeso le mantuvieron en pie sólo las voces celestiales, llamándole a nuevo trabajo (Act 19, 21). El camino que le señalaron fue Macedonia, Acaya, Jerusalén, y finalmente, más allá del Oriente, el oculto anhelo del Apóstol: ¡Roma! "Después de haber estado allí, es necesario que yo vaya también a Roma" (Act 19, 21). El espíritu le señalaba precisamente entonces la capital del mundo como el foco desde el cual la luz de Cristo debía irradiar para siempre. Tal fue la gran visión que le sostuvo en aquellos días tan llenos de pesares: Prope Romam semper!